1976

Por Pablo Corro Pemjean

Biografía +

Investigador y académico. Profesor Asociado Instituto de Estética Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Chile. Jefe del Magíster UC en Estudios de Cine


Director: Manuela Martelli Año: 2022 País: Chile

 
 

“Las casitas del barrio alto, con rejas y antejardín, una preciosa entrada de auto, esperando un Peugeot”. La letra de Víctor Jara propone en 1971 una caracterización escénica y dramática de la clase alta, de los “momios”, presenta una taxonomía material, instrumental, de ese contingente.

En el año 1976 que es el tiempo histórico y el título del filme de Manuela Martelli la materialidad y la razón instrumental también definen a la clase alta. La producción de Andrés Wood promete el tratamiento de las cosas como cifras ambientales, como efectos materiales historizados, Machuca, Los Ochenta y Araña constituyen toda una escuela de economía expresiva que incluye a Dominga Sotomayor, que también participa de la producción de 1976.

Dos Peugeot 404, uno azul, el de Carmen, dueña de casa, madre, abuela, otro Peugeot blanco que circula por todas partes para multiplicar las evidencias instrumentales de la época y zapatos, zapatos manchados, televisores, radios, liebres (microbús Mercedes Benz 0319), aros con clip, abrigos, cabinas telefónicas.

La red de sentido que el filme compone con estos objetos es estrecha como el tiempo, el mundo social y el territorio que los identifica: los primeros años de la dictadura, los años más brutales, el tiempo de razzia a los “upelientos” por la DINA; el ambiente de complacencia de la clase alta por el orden y la ilusión de un bienestar material que se perfila en el horizonte con el sistema de mercado; el aburrimiento, la frustración de la esposa del médico, director del Hospital Barros Luco; Algarrobo, vacaciones de invierno.

La esfera de Carmen, interpretada de modo excelente, memorable, por Kuppenheim, sola con su sirvienta en la casa en la playa, es una figura posible de la estrechez de la perspectiva de su clase sobre el país, un ambiente de acuario con aguas sin la agitación exterior de las que azotan la costanera frente a la casa, el modelo de ese estanque para peces de color que unos maestros están construyendo en la sala de la casa.

A fuerza de agua y vidrio escenificados, la película de Martelli está llena de transparencias, en los interiores, sitio dominante en los cines de la dictadura, por ejemplo, en Caiozzi o Sánchez, el afuera se filtra en forma de pálidas luces blancas, amarillas, azules, otorgando cierta falsedad escénica a la casa de playa, a la capilla, a la escuela para ciegos, a la cabina del Peugeot. En esos sitios donde Carmen figura con sentido asistencial, repartiendo ropa, regalando medicamentos, leyendo “El vaso de leche” a los ciegos, curando al forajido, al terrorista, al “comunista”, la claridad, la visibilidad acoge y mezcla la certeza de la legalidad política, con la impunidad de la oligarquía y la caridad cristiana.

La fenomenología de la conciencia de clase alta en 1976 que propone Martelli es de sentido de una factura de gran definición y delicadeza ejecutada por Yarara Rodriguez, la directora de fotografía. 

La eficacia de revelación histórica, de fenomenología de la conciencia que tiene 1976 de Manuela Martelli convoca bajo el dispositivo espacial de la maqueta, propio del sentido histórico de clausura y afín al programa de control de la dirección de una ópera prima, un esquema de luz que suma a los tenues planos cromáticos una dominante, diurna, una luminosidad blanca, matizada por claro oscuros sin barroquismos, sin geometrías tópicas, que afirma una especie de invierno estancado.

Estanque, maqueta, 1976 es también un drama sobre la crisis de la inmunidad de la conciencia-casa, una tesis biopolítica.

El sacerdote, Padre Sánchez, que interpreta Hugo Medina, amigo cercano de Carmen, benefactora de la parroquia de Algarrobo, le pide ayuda para cuidar a un joven activista de izquierda, Nicolás Sepúlveda, herido de bala. La mujer asume el riesgo y se ocupa con abnegación del joven, de su cuerpo que carga, lava, desinfecta, venda, corta el pelo y peina, cuerpo, para los cuidados no muy diferente al de los nietos. Gracias a las atenciones el prófugo se reestablece y enfermo y cuidadora pueden conversar sin el impedimento de ni siquiera conocer sus nombres. En su sentimiento de gratitud el joven le promete que cuando triunfe su causa le pondrán su nombre a un hospital, acaso el de “Cleopatra”, que es el nombre que asume Carmen cuando acepta tomar contacto con los camaradas del herido para preparar su rescate.

La figura de la abnegación, forma dramática del que vive por el bienestar de los otros, que Carmen ilustra de manera ejemplar, en el caso excesivo del cuidado del perseguido se justifica por las ganas de vivir que esa cercanía física, encarnación de una contrariedad, le despierta y que su expresividad episódica más intensa ilustra. Sin embargo, un remanente conservador limita la veracidad del entusiasmo de la mujer por el joven a través de una doble forma reaccionaria. Primero, por el hábito prefigurado de la mentira que envuelve el trámite de la curación, cuando le pide antibióticos al marido para unas niñitas “que se hicieron un aborto con unos alambres”, o cuando solicita lo mismo a una enfermera, para un perro grande herido. Segundo, porque la proyección enferma de la animalidad humana sobre los pacientes humanos e imaginarios los desfigura, y porque hay cierta crueldad, liviandad de clase en el modo de nominar los males de los pobres. Veremos que desde estas pequeñas mentiras el sentido de 1976 compromete otras mentiras descomunales.  

Si lo que Martelli propone es un ensayo sobre la clase alta-derecha en tiempos de la dictadura la identificación de sus malas costumbres es un buen expediente, una de ellas la costumbre de disponer personas. Alejada de su marido, Miguel, Alejandro Goic, que dedica todo su tiempo a la dirección de un hospital en Santiago, de sus hijos ya mayores, de la vida social, Carmen dispone del prófugo, de su cuerpo que puede ver y tocar con la excusa de las curaciones, y pese a que esta propiedad material no alcanza el modo sexual actúa como un contagio de conciencia, que fluye través del diálogo abriendo otra perspectiva de la realidad que, aunque el diseño coloquial escueto no figura en su progresión (limitación endémica del cine chileno, la materia de los diálogos) concluye en una conversión ideológica, en una metamorfosis sensible. 

La serenidad recurrente, celeste, de la esfera del cuarto del herido activa figuras reminiscentes de otros invasores simbólicos, clásicos, próximos y remotos. Los proletarios que en 1951 protagonizan Casa Tomada de Cortázar, o diez años después, brotando del río Mapocho, Los Invasores de Egon Wolff, y desde la distancia de la meseta de Castilla y en 1973, ese prófugo del franquismo asimilado a Frankenstein en El espíritu de la colmena de Víctor Erice, o en 1974 el torturador nazi y la torturada judía reunidos por un amor patológico en la Viena de los 50 en El portero de noche de Liliana Cavani.

Las relaciones de estos textos evocados con los motivos de 1971 exponen una hebra dramática de impotencia que relaciona a los invasores con los invadidos e incluso con ese paradójico deseo de ser invadido, de exponer la apacible, rutinaria, desapasionada vida interior al afuera de la intensa vida proscrita.

En el sentido de obra de cámara que tiene 1976 en el despliegue de las interacciones dramáticas en un pasaje autorreflexivo, tópico vacacional, invernal, de la clase alta, de ver películas familiares en 8 mm, la hija comenta delante de los niños la tristeza de esas vacaciones filmadas, tristeza que el plano de niños y playa no confirman, tristeza de la madre, de Carmen, “de la abuela que se mandó a cambiar”. El episodio subraya, primero, el temprano deseo de huir de la protagonista, segundo, un índice más estructural, que en este filme lo terrible surge al paso, de acuerdo a una poética de lo particular al sesgo, de lo indicial, lo cifrado. En este sentido, como en lo minúsculo, esa esfera de la historia figurada a través de objetos, de artefactos, lo mayúsculo también se presenta en la limitación de las partes.

Ya envuelta en la angustia-fascinación de formar parte de la célula opositora que quiere rescatar al fugitivo, de aventurarse por San Antonio en una micro repleta, con gente colgando (otro plano evocativo de las postales fílmicas de la UP, un plano de La Batalla de Chile, o antes, de Venceremos), Carmen, ve, junto a sus nietos, el cadáver de una joven arrojada en la playa. La visión es breve, los comentarios escuetos, propicios para el orden de la conciencia, para un rápido olvido.

No es posible no relacionar el título “1976” de Martelli con el caso de la joven militante del partido comunista Marta Ugarte cuyo cuerpo apareció en septiembre de 1976 en la playa La Ballena muy cerca del balneario Los Molles. Funcionaria del gobierno de Allende fue detenida por la Policía de Investigaciones, torturada por la Dina en Villa Grimaldi, asesinada y arrojada al mar desde un helicóptero. En uno de sus numerosos montajes periodísticos proclives a las programaciones criminales de la dictadura El Mercurio informó que el crimen de la joven era de carácter pasional. Si descartamos posibilidad de una coincidencia entre los casos resalta la sobriedad terrible, macabra, del detalle que se quiere olvidar, que casi no se comenta, como una figura de la mala conciencia de la derecha sobre el golpe, de su complicidad criminal que, en el final de la película se confirma, cuando sobreviene el allanamiento desaparece el cura, se llevan al joven y Carmen le declara a una asistente de la parroquia: “sabe fui yo, yo lo maté”.

Más bien tarde, cuando la muerte literal le da al relato cierto sentido policial, un hilo de finas estridencias musicales, como notas sostenidas que a veces tienen algo de chirrido mecánico que hace ver su presencia cuando desaparece en las transiciones, ingenio sonoro de Maria Portugal, se percibe el sentido general de la amenaza, de la mortificación, de la tragedia que va a tocar a los de su casa pero que se mantiene en el grado de juego. En este sentido son eficaces las escenas de mímesis, los espejismos del miedo, la nana que parece muerta volteada sobre el mesón de la cocina y que en verdad está dormida, los niños que parecen desaparecer en la trama de los árboles, del bosque de El Canelo, el juego del espacio vulnerado, del Peugeot azul abierto, cabina de la acción de Carmen que la cámara confirma cuando la registra operando su singular sistema de cambios en el volante y sorteando a carabineros en los caminos al borde del toque de queda. Todos esos amagos a la muerte, a la violencia del estado son ejercicios de empatía para esta integrante de la clase alienada.

La escena del paseo en yate por la Bahía con Miguel, Goic, y la pareja de amigos dueños de la nave, Francisca Zegers y Marcial Tagle, se plantea como una breve pieza teatral sobre los “momios”, algo grotesca, con los trazos gruesos y las voces altas que requiere el teatro, medio escénico que no dispone de primeros planos, de los actos de conciencia que dibuja la distancia focal, que no cuenta con la actuación determinante de la cámara sobre los cuerpos que Benjamin reivindica en su célebre ensayo, pero que si presencia cuerpos con volumen. La banalidad, la odiosidad política de los diálogos en el barco, tiene la capacidad de evocar el tedio ontológico de la escena de las islas Eólicas en La Aventura de Antonioni, desagraciadamente los planos no tranzan con el encierro, con la alienación, por lo tanto, hay poco mar para ver, acaso una breve vista de la isla de Los pájaros, pero mucho rostro, los mismos de siempre, cuando se trata de la clase alta en la avaricia del cine chileno, Goic, Zegers, Tagle, Kuppenheim. Entendemos el doble sentido de las náuseas de Carmen, por el vértigo y por la repugnante superficialidad de la conversación, malestar de su distancia que el vestido que lleva confirma, con impresiones animales, de cebra, revestimiento semejante al de los sufrientes cuerpos virtuales referidos, perro, niñas, herido.

“Le recomiendo que tenga más cuidado para la próxima. No siempre se tiene la misma suerte”. La Dina llega a la casa de la protagonista en forma de vecino, el vecino-agente toma un whisky con Miguel-Goic, le devuelve los documentos de su auto extraviados por casualidad, el marido la reprende, “tontita”, le dice.

El estanque interior está listo, la casa renovada, aunque no se ve bien. Hay un cumpleaños, Carmen lleva la torta, encendida, llora sin consuelo, recordamos dos frases “que país más triste”, “un país sin color”.

Por suerte 1976 está datada en el 2022. En 2023 las velas y el llanto hubiesen sugerido un aniversario, el de los 50 años, tal sugerencia se habría enredado entre numerosas alusiones macabras. De cualquier forma, una sugerencia en este sentido habría quedado en segundo plano entre tanto ademán cinematográfico, televisivo, audiovisual exagerado destinado a obtener notoriedad en el cuadro de los 50 años del golpe.

Una imagen final, suelta. El plano interior negro y ocre de maderas, dentro de un marco ovalado, ventana, espejo, en la cabina telefónica de un hotel, Carmen habla por teléfono con Miguel, una buena evocación compositiva del amor distante, del amor simulado, acaso una cita minúscula, fluida, a In the mood for love de Wong Kar Wai.

Bien por la intensa sobriedad de 1976, por Aline Kuppenheim, por Manuela Martelli, sobresalientes.

 

 
Como citar:
Corro, P. (2023). 1976, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-04-28] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/1976/1179