La filósofa Alejandra Castillo es una de las voces más activas del campo intelectual chileno. A su trabajo meramente académico desde la institución donde trabaja- actualmente profesora titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, UMCE- se suma la publicación de más de una docena de libros, la gestión de la editorial Palinodia; la dirección de la revista de debate intelectual Papel Máquina; una constante actividad pública que van de columnas de opinión en medios a una activa complicidad militante con distintos colectivos feministas que han tenido presencia en los últimos años. Autora de libros como Matrix. El género de la filosofía (2019); Crónicas feministas en tiempos neoliberales (2019); Simone de Beauvoir. Filósofa, Antifilósofa (2017); Disensos feministas (2018, 2016); Imagen, cuerpo (2015); Ars disyecta. Figuras para una corpo-política (2018, 2014); Nudos feministas. Política, filosofía, democracia (2018, 2011); Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio (2007); La república masculina y la promesa igualitaria (2005), su campo de intervención es bastante amplio en un debate que desde el lugar del género, interviene en los campos de la política, la filosofía o la estética, en un diálogo con las tradiciones del pensamiento feminista. Nos pareció importante establecer un diálogo con Alejandra a la luz de su trabajo y su percepción de las distintas “revueltas” que han encontrado en el Chile reciente un paisaje político en crisis. Esta entrevista por escrito fue realizada en el mes de junio de 2020 en Santiago de Chile, en el contexto de confinamiento y cuarentena por la pandemia del Covid-19.
¿Cuál es tu percepción del estallido de octubre? ¿Lo inscribes como parte de un ciclo de movilizaciones de la última década o como algo nuevo? ¿Cuál ha sido la incidencia del movimiento feminista, la ola del 2018, e incluso la marcha del 8 de marzo de este año en este estallido? ¿Cuáles son las lecciones del estallido de octubre y cómo lo proyectas?
Ahora llueve, muy intensamente, como no ocurría desde hace mucho. Santiago está inundado como en los años en que la lluvia se hacía notar. Las calles se vuelven ríos oscuros y fríos; no todas las calles, por cierto, solo las de las comunas periféricas, las mismas calles que albergan hoy la mayor cantidad de contagios y muertes por coronavirus. Calles casi con la misma cantidad de hospitales que existían en los años ochenta, claro que más viejos y desvencijados. Calles que se vuelven ríos de barro con la misma facilidad con la que se fueron cerrando escuelas y liceos públicos con la vuelta de la democracia en los años noventa. Las mismas calles olvidadas por el Estado mínimo que nos ha donado la Constitución de 1980. Esta pequeña escena de un día de invierno es la razón de la revuelta de octubre del año 2019. En ese octubre, estas mismas calles, por el cansancio acumulado, desbordaron rabia, descontento, alegría de encuentros, asambleas y propuestas, dejando sin efecto tres de las tesis socio-políticas con que la inteligencia crítica narraba la “apatía política” popular —hasta entonces. Brevemente descritas, estas tesis son, en primer lugar, aquella que indicaba que el orden neoliberal no era solo un modo económico sino que describía una subjetividad que hacía indistinguible una posición de clase. La prueba que se otorgaba para sostener dicha tesis era que la distribución del “voto” en los sectores populares favorecía a partidos políticos de derecha. El problema de esta primera tesis era el olvido de la abrumadora “abstención” que caracterizaba cada acto eleccionario desde el retorno de la democracia. En algún sentido, la política estaba ocurriendo en otro lugar, quizás en esas calles y liceos olvidados por el Estado mínimo. La segunda tesis indicaba que la integración vía consumo volvía irrelevantes la lucha por los derechos y la justicia; y, en tercer lugar, la bancarización de la vida (deudas de todo tipo) hacían impensable una revuelta social. Dos de los libros que dan marco a estas posiciones son Chile actual. Anatomía de un mito (1997) y El consumo me consume (1998), ambos escritos por Tomás Moulián. Si bien estos dos libros son narraciones potentes y claves para entender el Chile de los años noventa y comienzos del 2000, parecen no dar cabida para la emancipación, al igual que las tesis socio-políticas arriba descritas. Avanzando en paralelo, pero desde estas calles húmedas y frías, estudiantes de enseñanza media —sin tener noticias de esa apatía y consumismo que se les presuponía— comienzan a organizarse políticamente. El año 2006 es la primera gran movilización estudiantil exigiendo el fin de la educación de clases: ¿clases?, pero ¿no se había vuelto obsoleto hablar de ese modo? Algunos puntos centrales del petitorio de esa primera protesta nacional estudiantil fueron la derogación de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), el fin de la municipalización de la educación y un pase de transporte escolar gratuito y unificado. Con excepción del primer punto, el resto no es escuchado por el gobierno de turno, ni por los que le siguieron. La revuelta de octubre tiene su inicio, precisamente, en el alza de la tarifa del pasaje escolar. Pero entre los años 2019 y el 2006 se encuentra la protesta de estudiantes de enseñanza media del 2008, que nos deja la impresionante imagen de María Música Sepúlveda arrojándole el agua de un jarro a la Ministra de Educación de aquél entonces. También podemos contar la protesta estudiantil del 2011, que poco a poco se va transformando en protesta social. En octubre de ese año, estudiantes de enseñanza media, junto a dirigentes sociales y apoderadas, se toman la sala de reuniones del ex-Congreso en Santiago mientras sesionaba el Ministro de Educación junto a parlamentarias y parlamentarios. En esa intervención, más que toma, se exige “plebiscito” y que el poder vuelva al pueblo. Ya para esos años se comenzaba a hablar de asambleas constituyentes siguiendo la pista de los relatos de la nueva historia social chilena. De ahí en más, la movilización estudiantil de secundarios y secundarias no se detiene. Su práctica política se vuelve más compleja, más creativa, interrumpiendo su posición de clase desde y con posiciones feministas y disidentes; pensemos, por ejemplo, en la aparición de los colectivos Las putas babilónicas (2012) y Colectivo Lemebel (2013). Ya para el año 2015, claramente, la consigna estudiantil no era solo el fin de la educación de clases, sino también la necesidad de avanzar por una educación no sexista. En este último punto son claves los posicionamientos de las estudiantes de los Liceos N° 1, N° 7 y del Liceo Carmela Carvajal, entre muchos otros. Y clave también son las profesoras y los profesores que comenzaron a interrumpir los currículos escolares con lecturas no previstas para una educación sexista. Claves son también las escuelas informales de feminismo, género, sexualidades, disidencias y performance que en una inusual torsión —que une los márgenes de la universidad con los márgenes de los liceos— hace del concepto de lo político un concepto complejo; pienso, por ejemplo, en los talleres de venéreas de Hija de Perra, la CUDS (Colectivo Universitario de disidencia sexual), el colectivo anarquista feminista La Alzada, la REPROFICH, en su desvío feminista; y también en prácticas artísticas que fueron muy importantes como la obra de teatro Otras (2015) de Patricia Artés Ibáñez. ¿Con toda esta fuerza política, imaginativamente desbordada, cómo no íbamos a tener una revuelta feminista en mayo del 2018? Y, ¿cómo no se iba a teñir de rebeldía feminista el estallido social del 2019? ¿Cómo no íbamos a tener otro cuerpo para la política?
En un ensayo del libro Imagen, cuerpo (Palinodia/La Cebra: 2015) señalas que el arte feminista no puede definirse sólo bajo el signo de la diferencia sexual o el humanismo, si no desde un principio de desborde que “disloca la época que permite reunirlas”. En ese sentido ¿cómo ves la incidencia de los colectivos artísticos en la movilización social?, ¿hay algunos que te interesen particularmente? ¿Cómo ves la aparición de un colectivo como Lastesis? ¿Qué piensas de la performance que se extendió por el mundo entero considerando las reflexiones que has hecho sobre la corpo-política y la necesidad de desbordar la diferencia sexual y pensar nuevas lógicas de lo en-común?
Me interesa pensar el arte y el feminismo como dos zonas que se alteran mutuamente. Por un lado, el feminismo altera el arte imponiéndole la pregunta por la diferencia sexual y el arte, a su vez, altera el concepto de política que el feminismo porta haciendo de éste un concepto que incorpora la pregunta por las imágenes. Y, sin duda, que la relación entre arte, feminismo e imágenes es compleja. Más compleja parece ser hoy cuando la complicación proviene de las propias imágenes. Una conocida tesis del teórico del arte Boris Groys ha llamado la atención sobre la incapacidad de los y las artistas visuales de producir imágenes que logren impactar o provocar más allá de los reducidos circuitos del arte. Esta incapacidad amenaza en convertir a todo gesto radical proveniente del arte político contemporáneo en un simple gesto hedonista y de exhibición reducida. Más aún, el giro biopolítico actual de las prácticas artísticas que busca resistir al orden de dominación neoliberal desde el propio “cuerpo” en la forma de la performance, redoblaría tal incapacidad puesto que abandonaría el espacio de la “representación” propia del arte para instalarse en la “presencia”, espacio por excelencia, de los medios de comunicación. Este desplazamiento dejaría de un modo inevitable a las imágenes artísticas compitiendo, y siempre perdiendo, con las imágenes de terror y violencia trasmitidas por los medios. Las prácticas artísticas y en especial la performance en América Latina, sin embargo, han tomado un camino diverso. Más que desconfiar de la imagen, desterritorializan la política desde la imagen —desde el cuerpo— interrumpiendo con ello, no solo las jerarquías del arte, sino también las de la política. Pienso, por ejemplo, en dos corpo-políticas feministas que tomaron lugar durante la revuelta de octubre: “Un violador en tu camino”, de Lastesis, y “La yeguada latinoamericana”, de Cheril Linett. Ambas intervenciones tienen como objeto poner de manifiesto la violencia patriarcal, inercialmente reproducida por la sociedad en su conjunto. Contrario a lo que sentencia Groys, “Un violador en tu camino” no deja de provocar cada vez que se pone en escena en Chile o en cualquier otro lugar del mundo: cada vez, es la primera vez. Esta provocación busca dejar de manifiesto la violencia contra las mujeres ejercida diariamente por las instituciones, en general, y por los hombres, en particular. La performance se transforma en imagen y no por ello pierde la intensidad de un cuerpo que se opone, es imagen/cuerpo que logra intervenir el presente eterno de los medios de comunicación masiva y, a su vez, altera en su repetición las metáforas de la unicidad y de la identidad sobre las que finalmente descansan las imágenes dominantes. Por su parte, “La yeguada latinoamericana” es una provocación y una parodia. El nombre repite en un desvío feminista aquel del Colectivo Las yeguas del apocalipsis y también repite el nombre patriarcal con que se nombra a las mujeres cuando no acatan el mandato de la domesticidad. Y repite, también, paródicamente, la pose pornográfica que la mirada masculina posa sobre el cuerpo de las mujeres. Y, de nuevo, en esta intervención, la performance muta en imagen/cuerpo, en una imagen cuyo índice de politicidad está en la “reiteración” que nunca nos lleva por los terrenos de la “originalidad”, pero si por los de la interrupción de la mirada masculina desde su propio deseo abyecto.
Un último desglose del estallido, tiene que ver con el destino de las imágenes. Durante esos meses las imágenes circularon, reprodujeron, viralizaron, compartieron. Se trataba de imágenes denuncia que mostraban el complot policial, pero también de montajes y tratamientos de los medios, donde se buscaba criminalizar la protesta. ¿Cómo podríamos pensar el rol de las imágenes en el estallido? ¿qué rol crees juega aquí propiamente “lo visual” en términos de un régimen semiautónomo de representación que invita a interrogar lo falso, lo ideológico y el estatuto de “verdad”?
La revuelta de octubre del año pasado se planteó en y desde las imágenes. Imágenes infiltradas, por un lado, que buscaban volver evidentes la represión y persecución policial; imágenes operativas, por otro lado, que no tenían otro fin que “reconocer” para favorecer la búsqueda y captura de posibles infractores a la ley. Las primeras son registros furtivos, borrosos, desenfocados; las imágenes operativas son nítidas y su registro es secuencial. Las primeras imágenes son disidentes y las segundas son imágenes de dominio. Habría que decir, teniendo en cuenta lo anterior, que la revuelta de octubre fue la primera gran revuelta social chilena que se despliega en un régimen escópico de “pantallas e imágenes digitales”. En tal sentido, la revuelta no toma lugar sólo en la “calle”, sino también en su simultánea duplicación digital: ¿duplicación de qué? Esa es la verdadera pregunta, ¿qué duplica la imagen digital? Haciendo comparecer juntos el significante cinematográfico con el registro de lo imaginario, la imagen pantalla expone un mecanismo de pulsión perceptiva que no difiere en ningún punto con el objeto enseñado en la superficie luminosa. La imagen pantalla es, por eso mismo, afín al voyerismo directo y a la pornografía. Es quizás por ello que deseamos a las imágenes. Si bien la imagen pantalla se muestra “toda” lo hace solo en efigie, su verdad es siempre inaccesible. No hay atrás de la pantalla. La imagen pantalla es infinitamente deseable, aunque jamás pueda ser poseída. La imagen pantalla se presenta siempre en ausencia de objeto; si buscamos tras esta imagen no hallaremos más que la propia imagen proyectada una y otra vez. La imagen pantalla no solo se expone a distancia como en el teatro, sino que lo que se observa a distancia ya no es el objeto en sí, sino su reemplazo, y aquí habría que preguntarse ¿qué es su reemplazo? No habría que buscar la falsedad o la verdad en las imágenes, sino que habría que poner atención en las operaciones que enseña, en la rapidez, en la luminosidad, en la reiteración, en la calidad de los registros, en su funcionalidad, etc. Las imágenes no son nada sin la operación que se hace de ellas. Entonces, más que buscar la verdad de la imagen, nos deberíamos preguntar qué hace una imagen.
Tomando en cuenta el escenario en que estamos: la pandemia y una cuarentena extendida que durante meses suspenderá la posibilidad de reunión y acción en el espacio público, que además ha evidenciado nuevamente el rol preponderante de las mujeres como cuidadoras, ¿podríamos pensar en las imágenes como una forma de dar continuidad al estallido? ¿cómo observas “lo visual” en este escenario y que tiene que decir sobre un reordenamiento de la política que pareciera inclinarse hacia un movimiento desarticulador y androcéntrico? Pensamos en figuras de lo posthumano que has recuperado en tu trabajo Ars disyecta o en las operaciones estéticas de la postpornografía
La pandemia llegó primero como imagen. En enero vemos cómo Wuhan da la alerta, se construyen hospitales y se ordenan las primeras cuarentenas. En marzo vemos cómo en Italia y España se sufre por la fuerza del contagio y la insuficiente red de hospitales públicos; vemos también cómo en Estados Unidos no se toman medidas y comienza a descontrolarse el contagio. Las imágenes describen un tiempo único y un diagrama político global. Con esas imágenes ya vivimos la pandemia que todavía no llega: sabemos de la muerte sin duelo, conocemos de los posibles, e inútiles fármacos para frenar la enfermedad, reconocemos el tipo de medidas efectivas que los gobiernos debiesen tomar y cuáles no, incluso tenemos noticias de los ejercicios respiratorios para evitar la neumonía. Y junto a esas imágenes encontramos otras, quizás más poderosas, más referenciales: ellas fueron, ellas son las de las gráficas estadísticas en que se enseña el contagio en los diferentes países del mundo en tiempo real. Esas imágenes nos sitúan en algún lugar (ascendente o descendente) y nos exigen un cambio de comportamiento. El presente de cada lugar del planeta parece estar entrelazado por imágenes que raudas se vuelven virales constituyendo así un cuerpo y una subjetividad en común. De igual modo, ocurre con la protesta, primero son los chalecos amarillos en Francia (independiente de su posición política), luego las manifestaciones en Hong Kong, en Ecuador y en Chile y, ahora, en Estados Unidos. La revuelta, al igual que la pandemia, es global, es imaginario global. Las imágenes son las que organizan el guión de la política contemporánea. ¿Las acciones de protesta en Estados Unidos no nos parecen familiares? Sin caer en las tesis de la derecha del complot zurdo chino castro chavista, tendríamos que admitir que las imágenes no solo constituyen subjetividades, sino que también permiten alterar el orden de dominio. ¿Cómo alterarlo si nuestra relación con las imágenes se ha vuelto tan estrecha? ¿No nos queda más que ser el último polo de una cadena que no hace sino reproducir dicho orden de dominio? Sí, si pensamos siempre y cada vez las imágenes como “verdad”. Las imágenes que me interesan, sin embargo, se presentan como “imágenes” que no ocultan, son imágenes que exhiben un archivo, un cuerpo y un registro tecnológico como la fotografía feminista —pienso en el trabajo de Zaida González o el de Gabriela Rivera—; o en las intervenciones algorítmicas (post) pornográficas de Felipe Rivas San Martín. El dispositivo (objeto) antes que el sujeto, el artificio antes que la identidad y, por ello, la operatoria que estas imágenes despliegan no hacen sino interrumpir las metáforas de la originalidad, la naturaleza y la identidad de las imágenes dominantes que suelen ser sexistas, racistas, homofóbicas y violentas. Es en ese sentido, y en esa alteración, que pienso las imágenes en Ars disyecta.
Glavic, K., Pinto Veas, I. (2020). Alejandra Castillo, laFuga, 24. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/alejandra-castillo/994