Bahía azul, la última película de Nicolás Acuña, es –lo sabemos por lo que no es– una prueba –un índice y también un ensayo– de las alternativas a las que se enfrentan los realizadores chilenos actuales. En sus primeras películas (Cielo ciego y Paraíso B), Acuña traspuso el film noir y el policial a los márgenes del Chile de la posdictadura y en Los archivos del cardenal, se muestra cómo la ficción se aloja en la historia, cómo, según la deliberada exageración de Godard, el documental toma la forma de la ficción. (En Bahía azul, Los archivos del cardenal es una película de ciencia ficción.) En esta ocasión no dirigió un éxito asegurado como Rojo, adaptación del show buscatalentos, y, lejos de la televisión, resolvió hacer una película íntima. El calificativo resuena en el intimismo del cine argentino que sin problemas puede contar a Bahía Azul en su progenie. Sin un pretexto que concite interés de antemano, y corriendo el respectivo riesgo en éxito de audiencias, sólo contó una historia. Pero, ¿eso es realmente lo que Bahía Azul hace?
Digamos que en ella se relata el extravío de Martín (Antonio Campos). Al comienzo de la película su familia se reúne en una casa en la playa para leer una carta: “Querida hermana, estoy en Bahía Azul”. Es el testimonio de Martín, la única explicación posible de su extravío. Inexpresiva y lacónica, esa carta, sin embargo, difícilmente puede traducir el sentido de su travesía. Su travesía es el resto de la película y si de algo carece es de sentido. Martín va a visitar a su madre (María Izquierdo) a Bahía Azul. No habla, no desea, apenas se mueve. Los demás lo interpelan pero no se infringe la distancia entre personajes con un contorno psíquico definido y Martín, más personaje que persona. En otras palabras, se podría ver en la figura anémica de Martín el acceso a una subjetividad vaciada, pero bien puede verse, en cambio, el vaciamiento del efecto de subjetividad. Martín es una función narrativa y Bahía Azul no es una historia íntima sino la ostensión del espacio de la intimidad.
Bahía Azul (¿nombre del origen del extravío?) es en verdad un fuego fatuo: nada explica la salida de Martín de la casa en la playa, más que la casualidad. Junto a una vecina (Mariana Loyola) y un perro entran a un recinto privado. El perro sale herido y es llevado a Santiago para recibir una cura: Martín tiene que seguirlo. En adelante, su deriva es una metonimia: pasa a manos de quien está más cerca: lo toman, como a un perro, hasta que encuentre otro dueño. Se ocupan de él mujeres con un rol subalterno al interior del espacio doméstico: la nana de su vecina le habla, lo invita a su fiesta de cumpleaños. Él no pide ayuda ni se deja ayudar. Luego llega a casa de su abuelo y es de nuevo la nana (Catalina Saavedra) quien le da atención. La función-Martín introduce una diferencia entre los demás personajes que de otro modo sería invisible: lo toman en cuenta sólo aquellos que, por su propia situación, empatizan con él. La acción de estos personajes manifiesta un rasgo central de sí mismos. La diferencia se impone esta vez develando el orden implícito en la representación de lo social en Bahía Azul.
Si bien el montaje de esta película no tiene la precipitación de las obras anteriores de Acuña y Bahía Azul abunda en planos generales cuidadosamente compuestos, uno podría dudar de que signifique un quiebre brusco con el resto de su producción. Por de pronto, los cuerpos de Los archivos del cardenal, esos cuerpos hallados por montones, vedados para los que esperan encontrarlos, en algo se emparentan con Martín, un cuerpo inerte que no puede ser más que hallado o perdido. En efecto, Martín es un desaparecido, sólo un cuerpo del que al final queda apenas un testimonio. Ahora el espectador se disfraza de vicario y en lugar de ubicar unos cuerpos en otro sentido irrecuperables, en Bahía Azul se trata de ubicar los motivos de un extravío que ya, en otro sentido, se había consumado desde el inicio de la travesía.
Martín está filmado, diríamos, de dos maneras predominantes. En una aparece él dentro de un paisaje. Desprovisto de toda acción, el plano algo rígido subsume al personaje. En otra, la cámara se ubica detrás de Martín. Delante de él se despliega un paisaje. Este desplazamiento de la mirada otra vez engaña a los prejuicios. Hay dos formas de filmar a un personaje pero ninguna de ellas resulta más satisfactoria que la otra a ojos de una voluntad inquisitiva. La primera no explica a Martín según la conducta de los que lo circundan y la segunda no es una entrada a su intimidad. En una y en otra lo que falta es Martín. Los pocos segundos en que esa cámara empática ve lo que Martín ve sirven para dejar entrar en una narración otro modo de hacer cine. No es un cine nuevo, sin duda, pero esa suspensión de las convenciones narrativas y la apertura a la dimensión sensorial de la imagen cinematográfica es aquí un auténtica intromisión que, por contraste, muestra hasta qué punto esas convenciones son artificios y si se vuelve atrás, como después de conocer un desenlace que no puede anunciarse en una carta, se tiene la contrariada sensación de ver cadáveres en acción.
Esteban, J. (2012). Bahía azul, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/bahia-azul/600