Documental contemporáneo y memoria chilena

Aproximaciones desde lo íntimo

Por María José Bello

Biografía + Observaciones +
*María José Bello Navarro. Periodista de la Universidad Católica de Chile y master en estética audiovisual por la Universidad de Toulouse II. Es programadora de cortometrajes del Festival Cinespaña de Toulouse e integrante de la comisión de selección de documentales de los Rencontres Cinémas d’Amérique Latine de esta misma ciudad.
Periodista de la Universidad Católica de Chile y master en estética audiovisual por la Universidad de Toulouse II. Es programadora de cortometrajes del Festival Cinespaña de Toulouse e integrante de la comisión de selección de documentales de los Rencontres Cinémas d’Amérique Latine de esta misma ciudad.
 
 

Las representaciones audiovisuales de la dictadura chilena han abordado la memoria histórica desde diversos formatos, géneros y estilos narrativos. En los últimos trabajos documentales que exploran este período histórico el vuelco ha sido hacia las vivencias personales. Mi vida con Carlos (2009) de Germán Berger; El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló y El eco de las canciones (2010) de Antonia Rossi narran desde la intimidad y la reflexividad de la experiencia. El relato autobiográfico de los hijos de una generación truncada se abre paso a través de recuerdos y poesía para actualizar una temática que adquiere en sus historias una profundidad y emotividad inusitadas.

El cine de los setenta era un cine del gran gesto, de narraciones épicas sobre un proyecto ideológico que acabó violentamente por el golpe militar, las muertes y el exilio. Muchos de los cineastas de esta época fueron víctimas directas del régimen entrante y, desde los países a los que tuvieron que huir se dedicaron a crear un cine que narrase los acontecimientos políticos chilenos al mundo. Películas fundacionales como La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1975, 1976, 1979) o Llueve sobre Santiago (Helvio Soto, 1975) son fruto de una situación post-traumática y tienen un claro posicionamiento político. Son historias lineales y argumentativas que abordan la efervescencia social previa al golpe y las consecuencias inmediatas de este desde una perspectiva de sociedad.

Los documentales contemporáneos, en cambio, nos hablan de la historia de Chile a partir de las experiencias personales de una generación de nuevos directores que tienen hoy entre treinta y cuarenta años. Estos cineastas son hijos de padres que tuvieron una militancia de izquierda, característica que marcó el destino de sus familias ya sea por la muerte de uno o más de sus miembros (Mi vida con Carlos) o por la dispersión sufrida por el exilio y el desarraigo (El edificio de los chilenos, El eco de las canciones). Las tres películas no se centran en los hitos históricos, sino que expresan la relación personal de los realizadores con estos hechos. Si bien abordan temáticas políticas, lo hacen desde un posicionamiento subjetivo para dar cuenta de cómo el devenir de Chile afectó la vida familiar y el desarrollo identitario de los protagonistas. Lo cotidiano y lo memorable se entretejen en un relato que se vuelve universal al indagar en lo íntimo.

La narración es en primera persona y ahonda en historias, sentimientos y anécdotas individuales. Documentos como vídeos familiares en súper 8, 16 mm y digital, fotografías, dibujos infantiles, y cartas son el componente esencial de estas narraciones. Imágenes y objetos se constituyen en huellas visuales con el efecto de testimoniar, de dar cuenta de un momento situado en el pasado, además de enfatizar la unicidad de la experiencia. El clásico concepto de material de archivo eclosiona en estos relatos: los documentos no ilustran, sino que contribuyen a ampliar el sentido, a crear nuevas relaciones y a materializar lo que es singular.

En Residuos y metáforas Nelly Richard se preguntaba: “¿Cómo manifestar el valor de la experiencia (es decir, la materia vivida de lo singular y de lo contingente, de lo testimoniable) si las líneas de fuerza del consenso y del mercado estandarizaron las subjetividades y tecnologizaron las hablas, volviendo su expresión monocorde para que le cueste cada vez más a lo irreductiblemente singular del acontecimiento personal dislocar la uniformación pasiva de la serie?” (1998, p. 45). Estas películas logran precisamente romper lo uniforme, lo común y estereotipado para construir historias basadas en la autenticidad del recuerdo personal a través de la reconstrucción biográfica y estética de la experiencia. De esta manera logran crear un relato donde la noción de memoria cobra sentido y deja de ser un concepto vaciado por la mecanización y el lugar común del consenso.

Mi vida con Carlos es un viaje al encuentro de un padre ausente. El director, Germán Berger, parte en búsqueda de Carlos Berger, asesinado en 1973 por la Caravana de la Muerte. El realizador plantea su proyecto fílmico como un medio de reconstrucción de la vida de su progenitor y de su propia historia. Mientras vemos las imágenes del desierto en el que se presume fueron lanzados los restos de Carlos y luego unas imágenes en ralentí de un joven corriendo hacia el mar, la voz en off del director introduce el documental: “La primera vez que te vi fue en esta imagen de súper 8. Nunca vi tu cuerpo en movimiento, o más bien, no lo recuerdo. No podía recordarte porque nadie me habló nunca de ti. Tenía un año cuando te mataron y tú tenías treinta. Cuando yo cumplí los treinta años me di cuenta de lo joven que eras, de lo mucho que te faltaba por vivir. Quise saber quién habías sido”.

Las únicas imágenes en movimiento que existen del padre desaparecido las veremos reiteradamente a lo largo de la película, en cámara rápida, cámara lenta, congeladas. El cuerpo de Carlos se materializa y vuelve a la vida durante algunos segundos gracias a su representación fílmica. Es un instante mágico en que su fantasma se personifica. El súper 8 ha capturado lo efímero y se convierte en medio de conocimiento de la figura ausente. La evocación es poética y dramática a la vez.

Mi vida con Carlos tiene una gran implicación y exposición personal del director; sus sentimientos y pensamientos se vuelven el alma de una narración emotiva. También lo vemos reiteradamente en pantalla: es como si su presencia corporal fusionada a las pocas imágenes de su padre y a la de sus demás familiares lograra reconstruir, en parte, la historia y las relaciones que le fueron robadas. Al final del documental, el director-narrador dice que a partir de ahora puede tener su “vida con Carlos”. El documental se vuelve creador de una realidad que permite actualizar la relación de Germán con su padre.

El edificio de los chilenos de Macarena Aguiló aborda un tema poco conocido en la historia de Chile. Los militantes del MIR que partieron exiliados a Europa en 1973 fueron convocados a regresar al país a finales de los años setenta para participar en la resistencia contra Pinochet. En este contexto surge un proyecto para dejar a los hijos de los revolucionarios resguardados en un hogar comunitario. Sesenta menores —entre ellos la directora del documental— vivieron juntos en Bélgica y luego en Cuba, a cargo de un grupo de miristas que cumplían el rol de educadores y que fueron llamados sus “padres sociales”. Este proyecto estaba orientado sobre todo a permitir el regreso de las mujeres del partido, que deseaban acoplarse a la lucha en Chile.

Yo partí con la idea de que quería contar esta historia del Proyecto Hogares porque desde que estudiaba sabía que era la única historia que quería transmitir, aunque cuando comencé no tenía tan claro que esto tenía que ser en primera persona ni que tenía que conducirlo yo. Eso lo empezó a dar el desarrollo del proyecto y la mirada externa también, o sea, el espejo de que este proyecto como película era posible de realizarse siempre y cuando yo me hiciera cargo de que lo que estaba contando lo había vivido yo (Estévez, 2010).

En el documental, ella porta el hilo narrativo de una historia que marcó su infancia y su paso a la adultez, incluyendo además los testimonios de sus familiares que estaban en Chile y las voces de los que fueron los niños y adultos de este proyecto innovador y revolucionario que se fue agotando en paralelo al fracaso del proyecto político del MIR en los años ochenta.

Antonia Rossi explora con su film El eco de las canciones el mundo del exilio, la pertenencia y el retorno, desde una perspectiva onírica, poética y fragmentaria. Su trabajo tiene una interesante experimentación con el montaje y las diferentes texturas de la imagen. La realizadora, que nace en Roma en 1978, regresa diez años después con su familia a Chile. En la película retoma elementos de su historia de vida, que mezcla con los relatos de otras personas de su misma generación que vivieron el exilio. A partir de los diversos testimonios crea un personaje principal, Ana, narradora en primera persona del documental. La directora construye un innovador relato sobre la memoria, basado en retazos de sueños, imágenes, música, pensamientos y sensaciones: una retahíla saturada de color, movimiento y sonido. La narración es más caótica que lineal, lo que nos evoca la forma en que recordamos. El posicionamiento es desde una subjetividad diferente a aquella de las otras dos películas, en el sentido de que hay un cierto distanciamiento del lugar desde el que se narra. El registro se aleja del realismo para indagar en una pulsión que remite más bien a la exploración del inconsciente.

Las referencias a la realidad política a través de archivos radiales, televisivos y videos caseros van punteando temporalmente el avance de la historia: el golpe, el atentado contra Pinochet, el retorno de los exiliados, las manifestaciones, el plebiscito. Los límites entre ficción y documental se diluyen para crear una realidad compleja compuesta de múltiples planos y asentada en una temporalidad propia. Sueños, hitos, recuerdos, noticias, dibujos animados y personajes reales se entremezclan y dan cuenta de una sensación ambivalente de desarraigo y pertenencia a dos patrias: Italia y Chile. La película representa lo que vivieron miles de jóvenes chilenos que retornaron a un país que era el de sus padres pero que para ellos resultaba ajeno. “Nos preguntaron si queríamos conocer Chile. Allá estaba Julia con los tíos y los abuelos. Juana no quería ir. Tenía miedo que por haber nacido aquí no la dejaran volver. Habían pasado tantos años que cuando llegamos se quedaron viéndola, sin decir nada”, dice la narradora en uno de los pasajes del film.

Los espacios físicos de estas tres películas también son íntimos. A diferencia del cine de los setenta donde se privilegiaban los ambientes públicos, las manifestaciones, la organización popular y las asambleas, aquí nos adentramos en el ámbito privado. Vemos los hogares de los protagonistas, recorremos sus espacios, caminamos con ellos por la ciudad en búsqueda de algún recuerdo o alguna conversación pendiente. El cine se vuelve, además de un instrumento de memoria, un proceso de autoconocimiento, reflexión y reconstrucción identitaria. La representación es también catarsis e intuimos el valor terapéutico del proceso creativo e investigativo: esta es mi historia narrada desde mí y la desentrañaremos juntos para dotarla de sentido. El contar resignifica, ordena, valida, cuestiona, crea y da existencia.

El viaje y la errancia son elementos centrales en la vida de los directores y, por consiguiente, un elemento común de estos tres relatos documentales. Desde pequeño Germán Berger tuvo que asentarse junto a su madre en diferentes países en búsqueda de asilo político. Para realizar el documental vuela desde Barcelona, donde reside, a Chile y Canadá, procurando encontrar testimonios y pistas sobre el pasado. Macarena Aguiló vivió en Francia, Bélgica, Cuba y Uruguay antes de regresar a Chile a los 19 años. Antonia Rossi hace alusión a diversos trayectos: “Viajeros sin tierra ni casa habitaban nuestra mente”, dice la narradora de El Eco de las Canciones. La itinerancia y el desarraigo se constituyen en elementos medulares de las vivencias del exilio. La reiterada utilización de imágenes animadas de Los viajes de Gulliver es metáfora de una sensación de tránsito constante; el viajero universal se adentra en diferentes culturas, lo que exacerba en él un sentimiento de extrañamiento y de no-pertenencia. La autopercepción como “el otro” da cuenta de un proceso de constante adaptación y de búsqueda de aprobación de parte de la sociedad de acogida. En las tres películas están muy presentes las representaciones de trayectos y desplazamientos: el viaje intercontinental, que es ilustrado a través de una ventana de avión, o los diversos recorridos en barco, tren y auto. Las películas en sí son también un viaje desde el presente hacia el pasado; desde la madurez y la estabilidad de la edad adulta hacia la inseguridad, las angustias y los miedos de una infancia sobresaltada por los acontecimientos políticos de un país dispersado y fragmentado.

Bibliografía

Estévez, A. (2010, julio 26). Entrevista a Macarena Aguiló. Rescatado de www.cinechile.cl

Richard, N. (1998). Residuos y metáforas. En N. Richard (Ed.). Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición. Santiago: Cuarto Propio.

 

 
Como citar:
José, M. (2011). Documental contemporáneo y memoria chilena, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/documental-contemporaneo-y-memoria-chilena/436