¿De qué forma imaginan las relaciones entre cine y política algunos directores hoy? A continuación, reflexiones en torno al cine de Jem Cohen, Martín Rejtman, Jia Zhangke, Apichatpong Weerasethakul y José Luis Torres Leiva.
“Existe una experiencia sensorial específica -lo estético- que mantiene la promesa tanto de un nuevo mundo del arte como de una nueva vida para las personas individuales y la comunidad. En la medida que la fórmula estética liga el arte al no arte desde el principio, construye su vida entre dos puntos de fuga: el arte que deviene meramente vida o la vida que deviene meramente arte“.
Jacques Rancière
“El mundo-imagen es la superficie de la globalización. Es nuestro mundo compartido. Empobrecida, obscura, superficial, esta imagen-superficie es toda nuestra experiencia compartida. No compartimos el mundo de otro modo. El objetivo no es alcanzar lo que está bajo la superficie, si no ampliarla, enriquecerla, darle definición, tiempo. En este punto emerge una nueva cultura“.
Susan Buck-Morss
Buscar un lugar de inscripción para un grupo de películas va a requerir de algunos riesgos. Por un lado, las ya características exigencias comunicativas del cine de la cual existen aún resabios de una discursividad pragmática, donde la imagen deviene educación y/o propaganda. Por otro lado, el riesgo inverso es el de “el arte por el arte”, el de la liberación de todo signo respecto a su vínculo con el mundo, estrategia utilizada por gran parte de la estética llamada “posmoderna” o por el modernismo autónomo.
El espíritu que, creo, inyecta a un grupo específico de películas vistas en BAFICI 2007 se encuentra en esta contradicción, y en el deseo de volverla productiva cinematográficamente. Pero bien, ya hemos hablado que el estatuto de “lo nuevo” no es exacto (salvo para las estrategias de marketing y posicionamiento de las películas como productos en un mercado global), es en otro lugar donde podemos hacer la cita e intentar re-inscribir a los filmes en el campo cultural.
Las estéticopoliticas se encuentran en ese lugar donde dos ámbitos o esferas de la experiencia que se nos aparecen como separados se vuelven indistinguibles. Giorgio Agamben escribe en Infancia e historia:
La cohesión originaria de la poesía y la política -que, en nuestra cultura, está establecida desde el inicio por el hecho que Aristóteles trata de la música en la Política y que el lugar temático de la poesía y del arte sea puesto por Platón en la República- es algo que por sí mismo ni siquiera tiene necesidad de ser puesto en discusión. El problema no es si la poesía es o no relevante para la política, si no si la política está todavía a la altura de su cohesión originaria con la poesía (2004, p. 149).
Si convenimos en la tensión situada en un inicio, entendiendo que la posmodernidad se caracteriza esencialmente por una estetización de la política y la vida, las estéticopoliticas utilizan esta estetización en favor de la reinscripción política. Ya no hay “espectáculo unificado” al cual oponerse. Se trata de la capacidad de utilizar las imágenes para la “producción de otros significados” entendiendo que en el mundo-superficie de la imagen, en el mercado global, en sus medios, “los significados no se negocian, se imponen” (Buck-Morss, 2005, p. 159). He aquí, quizás, el único lugar desde donde se puede pensar una cultura visual en la contemporaneidad.
Películas
“Ir hacia una ecología del imaginario significaría necesariamente ir hacia la austeridad, valor ya olvidado en el campo del comercio de la imaginación que pareciera un proyecto imposible. Las mismas armas que aparentemente nos servirían para combatir la inanidad visual (o la orgía gástrica de las imágenes, si lo vemos desde otra perspectiva) son las que nos pierden en el mismo magma que nos ahoga. ¿Cómo utilizar las imágenes para combatir las imágenes? ¿Cómo convertir el campo trillado de los espacios de representación y destacar? La respuesta pareciera ser simplemente provocando la incomodidad“.
Udo Jacobsen
Copacabana (2006) de Martín Rejtman empieza mostrando en planos frontales y fijos una secuencia de cerca de veinte tipos de baile ofrendados a la virgen de Copacabana, festividad que celebra la comunidad Boliviana en Argentina. Luego de eso, vemos diversos momentos de la vida de integrantes de la comunidad, la preparación para la festividad, vemos rostros, cuerpos, detalles. Hay sólo dos momentos en que la palabra se hace presente de parte de los protagonistas. En el primero, un personaje del cual nunca vemos el rostro nos muestra un álbum de fotos con postales y fotografías de Bolivia. En el segundo vemos a un personaje femenino (de quien no sabemos nombre, y a quien no volveremos a ver más que en esa escena) hablando con sus familiares, mencionando la situación de la ciudad que la recibe. Ambas escenas tienen algo en común: las dos hacen referencia a un lugar (origen) mediada por un dispositivo de la distancia. La primera utiliza imágenes postales (imagen analógica puesta al servicio de la distancia) y la voz las recorre, mientras nos cuenta la historia no sólo de su país si no también de la comunidad boliviana en Argentina, el origen de una festividad (la virgen de Copacabana) y su desarrollo a lo largo de los años. La segunda, es en un locutorio (como los hay miles en la ciudad de Buenos Aires) y un personaje femenino observado en plano americano y la voz de ella en primer plano, mientras se comunica con sus familiares en Bolivia vía telefónica (segundo dispositivo). Acá el diálogo, entrecortado, con espacios en blanco y silencios, da cuenta de forma subrepticia de una situación social (la inmigración, el tipo de trabajo, el trato recibido) pero sin dejar que sea esta la condicionante del punto de vista, si no el punto de partida para una reflexión de otro tipo, que la incluye. Luego de ver esto, Rejtman hace el camino inverso, somete a la cámara (y, por ende al espectador) al viaje desde Bolivia a Argentina, por tierra (largos planos secuencia del recorrido) y al cruce por la frontera (incluido registro, nombre e inscripción de los ciudadanos). A lo que sigue el término de la película.
Copacabana es un filme misterioso como pocos. Una primera impresión da una sensación de vacío, de sin sentido, de inconexión (ninguna parte pareciera referir a otra, todo parece completamente gratuito, excesivo). Es cierto, si hay algo que se evade en este documental es “el tema”. Sin embargo, al pasar las horas, van decantando algunas ideas, y sobre todo, algunas preguntas. ¿Qué filma Rejtman? ¿De qué se trata este documental? ¿Qué hay detrás de la extraña pulcritud de la construcción audiovisual? Rejtman da algunas pistas: “Jamás pasó por mi cabeza hacer un documental sobre la discriminación que sufren los bolivianos en la Argentina. Me parecía de por sí discriminatorio que al hablar de los inmigrantes se hablara siempre desde ese lugar”. Y si no se trata de eso (la “denuncia”) ¿En qué consistiría ese excedente político?
Si “el otro” ha sido siempre un problema para el cine (es, de por sí, el problema por excelencia del documental), y ha sido a su vez su condena (recordemos a Farocki: las imágenes son aparatos de inscripción institucional, de demarcación de identidad, de definición del otro respecto a un poder) Rejtman utiliza la imagen cinematográfica como indicio para detener ese proceso de identificación trabajando específicamente la distancia entre inscripción institucional y experiencia (de la cual ni la cámara ni la institución podrán dar cuenta). Rejtman enfatiza esa imposibilidad (no hay interrogatorio, ni discurso, no hay personaje central, tampoco “identidades resueltas” al servicio del mercado global y mucho menos sujetos sicológicos, sociológicos, antropológicos o marginales, toda jerga institucionalizante). La imagen, régimen de superficies opera en el silencio entre las partes, en la opacidad del objeto, la incompletud ensayística, la sustracción permanente. Fragmentos de vivencia (momentos de “verdad” ) montados en aparencia aleatoriamente, pero obteniendo como principio rector la no reductibilidad. Lo que quiere decir acá: mantener la superficie, los contornos, para dejar en ese lugar, fisuras, inabarcabilidades de lo real.
Sin duda Dong (Jia Zhangke, 2006) y Syndromes and a Century (Apichatpong Weerasethakul, 2007) comparten con Copacabana cierto régimen estéticopolitico y con eso cierto espíritu de época.
Jia Zhang-Ke ha renovado el cine chino de los últimos años, siendo en gran parte la contracara de Zhang Yimou en cuanto a sus políticas de la representación. Su documental Dong construye, a partir de la mirada del pintor Liu Xiao Dong, un diálogo permanente entre miradas que se superponen, se completan, o se abren: mirada que observa (el paisaje, los cuerpos, al propio pintor, seguirá a una adolescente, se detendrá en el cuadro), mirada que observa observar (será la mirada del propio pintor y su reflexión sobre la pintura), la (no) mirada de dispositivos tecnológicos (cámara de fotos) y la mirada observada (de a poco Dong se va convirtiendo en un documental sobre el propio cine). Liu Xiao Dong deja testimonio de su rol como artista en un mundo que se cae a pedazos. Trabaja con modelos (niñas adolescentes, un grupo de obreros) a los cuales observa detenidamente para registrar sus posiciones, sus rostros, sus gestos. El pintor ausculta, en los cuerpos se registra el mundo (superficie de inscripción de los hechos, recordemos a Foucault-Nietzsche), la imagen obtiene de ellos espesor, temporalidad.
Es en la persistencia de la visión donde Jia establece la cita entre cine y pintura: la imagen pictórica, eminentemente material, ocupa el espacio en blanco, trabaja por capas, “educa” al ojo. Liu Xiao Dong lo sabe, pero sabe también que la imagen pictórica puede ser una imagen entre otras, de ahí su única preocupación: la pintura como acto.
La imagen cinematográfica es inmaterial, sustrae (devora) al espacio, dispersa al ojo. Jia lo sabe también. ¿cómo filmar entonces?. Sobre-significando. Si la imagen cinematográfica no es sólo “captación de datos” (régimen periodístico-digital de la imagen) pero tampoco “pura ficción” (régimen-espectáculo de la imagen) Jia establece un conflicto irresuelto entre ambas, llevando a la imagen más allá de sí. Insiste en la digitalización, llenando la pantalla del escenario-límite de Tres gargantas (en Still Life (2006), recordemos, llega a crear digitalmente un cohete edificio que despega) haciendo paso de un “real” a un “hiperreal” (Hal Foster habla de una “realidad abrumada por la apariencia”[“El hiperrealismo es subterfugio contra lo real, no está empeñado en pacificar lo real sino en sellarlo tras la superficie, en embalsamarlo en apariencias” (Foster, 2001, p. 145).] (2001, p. 145). El límite de su representación, es también el límite del espectáculo provocado por el capitalismo tardío: Tres gargantas no es sólo un paisaje postal de un vestigio de China, es el rastro del paso de la historia (el capital) por un lugar recóndito para “nosotros” como China. Lugar “turístico” (donde se consume el “espacio natural” como una imagen por la cual se paga) pero donde quienes habitan, se encuentran excluidos del estadio social que lo contiene (cosa que se hace más evidente en Still Life, por supuesto). La imagen reiterada en ambas películas (Still Life y Dong) en este sentido, no es gratuita. Se trata de un paisaje habitual en Tres gargantas: las empresas constructoras pagan a los habitantes para que ellos mismos demuelan sus casas. Así, no hay naturaleza en Tres gargantas, la digitalización devora el real al mismo tiempo que el capital transforma toda imagen en objeto (y todo objeto en imagen, deberíamos aclarar).
Si hay posibilidad de encontrar fisuras, cabría preguntarse ¿dónde? El malayo Apichatpong Weerasethakul intenta responder este tipo de preguntas en Syndromes and a Century. Se ha dicho bastante sobre el carácter doble de sus películas. Relatos cortados por la mitad, dos historias, dos situaciones o dos personajes. En Syndromes and a Century ese carácter doble se vuelve productivo a nivel de significaciones posibles. Acá hay varios dobleces: dos clínicas en medio del mundo rural malayo, dos mundos en tensión, y (de a poco nos va aclarando), dos formas de comprender el cuerpo, la salud, y la vinculación con el mundo (nos queda muy claro en las escenas en que dos monjes pasan a revisarse a la clínica y terminan aconsejando al doctor). Pero a las cuales el director no contrapone (lógica de la síntesis) sino que transpone (convivencia no solucionada y diferida), creando una tercera imagen no sintética, si no más bien violenta, abrumada, traumática. Apichaptong Weerasethakul es capaz de pasar de un estadio de la imagen a otra. De la narración lineal al cine-ensayo, del documental a la ficción, del montaje lineal al montaje intelectual (monumento a Buda y monumento del hospital montados paralelamente), para terminar en un lugar donde toda posibilidad de ficción colapsa en la figura. Para Zizek y para Foster, la ambigüedad fundamental de la imagen en la actualidad es el ser “una especie de barrera que permite al sujeto mantener la distancia con lo real que lo protege de su irrupción pero al mismo tiempo su muy obtrusivo hiperrealismo evoca la náusea de lo real” (Foster, 2001, p. 150); en Syndromes and a Century la transposición simbólica evoca un real construido sobre un vacío sin nombre y desde el cual es posible ver ya no a Oriente como ficción exótica a consumir si no a Occidente como relato ficticio (recordemos acá a Edward Said y su idea de “Orientalismo” como sistema de producción de ficciones para Occidente). Cine anti-humanista. Hacia el final, en la última escena, el director nos muestra una clase de aeróbica en medio de un parque, un comentario conciso sobre las políticas del cuerpo en occidente.
Me gustaría terminar con una breve referencia a dos películas que pude ver en secciones paralelas de Bafici 07 y que podemos incluir dentro del régimen de las estéticopolíticas.
La primera, Lost Book Found (1996) de Jem Cohen, es un documental-ensayo en primera persona, filmado completamente en super8, que le da a la cinta un aire bucólico muy personal e íntimo. Las herencias claras del situacionismo francés (el de Guy Debord respecto a las derivas urbanas, y el de Georges Perec al respecto de las metodologías del espacio) sitúan a la cinta en un mapeo de textos que abordan la ciudad como espacio de legibilidad. Un libro le sirve como excusa a Cohen, para indagar en los entramados de la ciudad, en las historias que oculta y des-oculta, en los trazos de trayectos anónimos. Pero, un paso más allá, le sirve a Cohen, para mostrar las dinámicas de la memoria, el cuerpo y la mirada en lo que podríamos llamar la ciudad-espectáculo. Las imágenes de Cohen en esto son precisas y a su vez oblicuas: “cuesta” observarlas, obligan al ojo a recorrer sus recovecos, sus indefiniciones y texturas. Podríamos decir que es justamente en ese desplazamiento donde se reproducen los efectos de la mercancía en la subjetividad (Cohen habla del “deslumbramiento” que produce la mercancía), en ese efecto de shock de la mirada del que tanto escribió Walter Benjamin en varias de sus obras (y a quien Cohen dedica otra de sus películas).
La segunda cinta es El tiempo que se queda (2007) de José Luis Torres Leiva. Como sabemos, esta es la tercera cinta en circulación del director chileno. Me gustaría reconsiderar algunos puntos al respecto de este documental sobre el sanatorio de “El Peral”. Hay quizás un referente local importante que se recuerde en nuestro país y con el que se podría hacer dialogar esta cinta. Me refiero a El infarto del alma de Paz Errázuriz y Diamela Eltit, que retrata a parejas de “locos” abrazados en un sanatorio y que van intercaladas con una serie de textos (testimoniales, ensayísticos, poéticos) de Eltit, y sobre el cuál se ha escrito mucho. Quizás en este lugar, al respecto de la representación “del otro” (similar cuestión que vimos en Copacabana) habría que hacer un pequeño comentario. Si hasta ahora, incluso en producciones textuales/de imagen críticas o neovanguardistas, “el loco” habría servido como figura para ejemplificar la exclusión, el margen, a partir de lecturas foucaultianas respecto al poder, y por ende, es en “el loco” (como “el eros”) se tiende a proyectar una alteridad radical; en El tiempo que se queda creo que volvemos a un punto anterior acerca de la representación del otro. Y si la imagen pone en evidencia (muestra, identifica) en El tiempo que se queda no hay identificación posible del otro como “algo”, más bien, renegando de eso, la imagen tiende a transparentar (y a hacer presente) los vínculos institucionales, ya no para combatirlos, si no simplemente para constatarlos frente al paso del tiempo. El cine de Torres Leiva da imagen (ahora, una institución, antes a obreras saliendo de una fábrica) a colectivos y grupos sociales específicos manteniéndose en el límite de lo que es y no es factible de filmar, una política ascética de la imagen, en primera instancia ética, respetuosa. Así como Rejtman parte de la base que no habría que hacer películas sobre la discriminación (y del “otro” como proyección de alteridad de “lo mismo”), Torres Leiva parte de las políticas posibles de la representación sin jamás enmarcar o definir las habilidades e inhabilidades del otro, intentando combatir la “violencia” de la mirada en cuanto reificadora.
Estas cinco obras, en su diversidad de preocupaciones, nos dan cuenta de un cierto régimen de la imagen que he intentado llamar estéticopolitico en el sentido de un profundo viraje a la reinscripción política del cine, en cuanto producto cultural. Sus puntos de tensión refieren a la “obra autónoma” (como incompletud) pero a su vez a la reflexión de sus propias condiciones de producción. Por otro lado, se insertan de lleno, y toman como referencia, una vasta y densa cultura de la imagen de la cual hacen uso, pero, (y acá la diferencia con cierta posmodernidad abrumada por el intertexto) a favor de una politización de lo estético. Sus correlatos teóricos (su ambiente cultural, podríamos decir) podríamos encontrarlo tanto en las políticas de la alteridad, como en el esfuerzo de algunos sectores por validar a la imagen como campo de estudio cultural, psicoanalítico, o social, integrándola como saber. Cabe pensar, en qué medida las estéticopoliticas se encuentran jugando un rol activo en las imágenes actuales, y en qué medida podrían ser efectivas en el campo cultural. Quizás a eso deba abocarse la crítica y teoría, pero ese es otro tema.
Bibliografía
Agamben, G. (2004). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Buck-Morss, S. (2005). Estudios visuales e imaginación global. En J. L. Brea (Ed.). Estudios visuales. La epistemología de la visualidad en la era de la globalización. Madrid: Akal.
Foster, H. (2001). El retorno de lo real. Madrid: Akal.
Pinto Veas, I. (2007). Las estéticopoliticas, laFuga, 3. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/las-esteticopoliticas/37