El panorama del cine de ficción ha ido cambiando y hoy, mucho más que antes, uno puede sentirse optimista sobre lo que vendrá. Sin embargo, en el cine chileno todavía tenemos un montón de películas de una mediocridad apabullante. Y ese, por desgracia, es el cine que se ve y del que se habla más.
Si jugamos con las ficciones históricas, una de las fantasías que puede resultar más contrastantes para medir el estado actual de nuestra cinematografía es imaginar qué cine tendríamos hoy si el golpe de Estado del ‘73 jamás hubiese ocurrido. Aunque el ejercicio resulta estéril por la situación previa a la asonada militar -una crisis demasiado grave para suponer que su desenlace no hubiera comprometido al menos en parte la estructura institucional y, por tanto, incidir dramáticamente en todos los ámbitos-, al revisar las películas de ese período, el futuro no podía ser más auspicioso. Los matices y complejidades que manejaban esas cintas son completamente ajenos a los filmes que se hacen hoy.
Un cine como el de Raúl Ruiz, por ejemplo, mostró rápidamente tan altos niveles de abstracción, ironía y madurez, que hasta podría decirse que con la misma rapidez tuvo señales de afectación. A la solidez prematura de una cinta como Tres tristes tigres (1968), le sigue la sofisticación hilarante sobre la intelectualidad media chilena en Nadie dijo nada (1971) -probablemente el eslabón perdido del cine chileno-, interrumpida por la pobreza estética y argumental de la mordaz -pero escolar- parodia de La colonia penal (1970), un aburridísimo happening sólo para ruizianos devotos. Fruto de una incontinencia creativa (el reconocido “padecimiento” crónico de Ruiz), aun en filmes mediocres como ese, se palpa que es una pieza más de un movimiento, valga la redundancia, en movimiento. En mayor o menor medida, las películas del Nuevo Cine Chileno estaban oxigenadas por un ambiente que, aun en su caos e inestabilidad, propiciaban la creación. Podían responder ideológicamente a esquemas políticos militantes (Littin), sardónicos (Ruiz) o humanistas (Kaulen), pero sus logros estaban muy lejos de ser superficiales.
Hace poco recibí gentilmente por correo un ejemplar del libro Cine chileno: producto de exportación de los autores Alexis Aránguiz y Eduardo González, ambos ingenieros, docentes de la Universidad Tecnológica Metropolitana. El texto es un manual o guía que recopila información y aconseja cómo mejorar las estrategias para ampliar las posibilidades del cine chileno como “bien” exportable. El objetivo es bien intencionado, y el libro tiene algunos elementos interesantes -sobre todo para legos y productores desinformados-, pero adolece de un principio que delata el título y que es lo más cuestionable. El cine chileno, ¿un producto de exportación?
La proposición, afirmación o pregunta (“debe”, “es”, “¿puede?”) es curiosa. Si hubiese que agrupar las películas chilenas de acuerdo a sus posibilidades de comercialización internacional, sin lugar a dudas la balanza estaría desequilibrada negativamente. No porque nuestro cine sea tan forzosamente localista que no pueda distribuirse en el exterior, ni siquiera porque el monopolio hollywoodense limite los espacios de distribución, sino porque el negocio de la exportación (entiéndase: negocio) se sostiene sobre la base de la cantidad. Y desde luego nadie puede construir una plataforma comercial con 10 películas al año -con múltiples dueños y responsables, por cierto- de las que la mitad son documentales con pocas o ninguna posibilidad de ser exhibidos por su formato (la mayoría no está terminada en celuloide) o, simplemente, porque son documentales. Lo que ha habido hasta ahora no tiene nada que ver con una política de explotación comercial en el extranjero sino con la gestión de productores y distribuidores de abrir el espacio para que una película en particular -y no para el cine chileno en general- se venda (y sobre todo se vea) en pantallas internacionales. Por lo tanto, si una película chilena tiene éxito afuera no implica que la siguiente cinta nacional tendrá un destino similar.
Que el cine chileno pueda aún ser visto como un posible “producto” de exportación (o como parte de sus fines), es sólo una extensión de la postura “economicista” que tantos dolores de cabeza ha causado en la cinematografía chilena: que una película logre financiarse. Es de perogrullo que los responsables de una película esperen recuperar el dinero invertido -y en lo posible obtener ganancias-, pero lo que es absurdo es que todavía hoy en Chile la gestación creativa de un filme se supedite a ese objetivo. Ni siquiera vale la pena decirlo, pero la historia está llena de ejemplos de películas cuya inspiración está más centrada en su recaudación que en sus propósitos artísticos y cuyos resultados de boletería fueron un completo desastre. Naturalmente, hay casos opuestos en que la “fórmula” demostró total eficacia, pero como diría el guionista Jean-Claude Carrière, si fuese tan fácil fabricar taquillazos, el cine no sería más que “mecánica comercial”.
En el caso chileno, el problema de fondo, sin embargo, no es si una película fracasa o tiene éxito económico, sino que en la búsqueda de ese éxito se hizo, se hace y se hará un cine hueco, que apela a la líbido, el morbo, el humor básico y a una estructura narrativa tan elemental que se cae a pedazos. Seamos sinceros: nadie seriamente puede sentirse ilusionado por el futuro del cine chileno con filmes como Lokas (Gonzalo Justiniano, 2008), Mansacue (Marco Enríquez-Ominami, 2008), Radio Corazón (Roberto Artiagoitía, 2007), Chile puede (Ricardo Larraín, 2008), El rey de los huevones (Boris Quercia, 2006) y Che Kopete (León Errázuriz), por sólo nombrar cintas de los últimos dos años, que independientemente de sus aciertos y desaciertos cinematográficos -hay unas mejores que otras, qué duda cabe-, no constituyen ningún avance o progreso y, en el mejor de los casos, un brutal estancamiento. Y, por lo mismo, nadie debiera mirar con buenos ojos que ese cine eventualmente triunfe en las salas, pensando que su éxito chorrea al cine chileno en su conjunto. Que yo sepa, las recaudaciones millonarias de El chacotero sentimental (Cristián Galaz, 1999) o Sexo con amor (Boris Quercia, 2003) sólo beneficiaron a sus creadores, aunque en el imaginario fílmico establecieron que una película chilena tenía posibilidades reales de recuperar su inversión y obtener ganancias. Pero, vamos, qué películas. En ese sentido, el repetido imperativo patriótico para apoyar las cintas nacionales siempre se ha sustentado más en la línea de los costos que la de los méritos. Claro, porque si la inversión material y humana fuese pequeña, nada justificaría estimular al público a ver una mala película por “patriotismo”.
Aunque la relación entre la crítica y los cineastas está en una fase de antipatía civilizada, gran parte del cine chileno sigue tan presa de los números, que obligados a reflexionar sobre una filmografía irreflexiva, la tarea crítica se ha enfocado a deshuesar cómo se refleja el país (o el cineasta) en el despropósito, la inocencia, la caricatura y hasta en las contradicciones de las cintas nacionales. Lokas, por ejemplo, es una excelente muestra de una comedia que intenta venderse de una manera y es exactamente lo contrario. El director Gonzalo Justiniano y su elenco decían que a través del humor la película enseña “respeto y tolerancia a la diversidad”, pero toda su comicidad consiste en mofarse de la gesticulación afectada de cierto tipo de homosexuales, no haciendo ninguna diferencia de las rutinas ofensivas, degradantes y caricaturescas de los cómicos cabareteros. Esta misma incoherencia resultó ser el elemento más interesante de la película para Antonio Martínez de Wikén, un crítico siempre comedido con el cine chileno (de hecho, pese a que su comentario era lapidario, premió a la cinta con tres estrellas). Es que Lokas tiene tan pocas sutilezas, que la relación entre el discurso público y la realidad fílmica resultan más interesantes de apreciar que su estructura dramática o su puesta en escena. Y eso, pese a que Justiniano, es un cineasta con oficio.
Agrupar implica inevitablemente generalizar. Y desde luego, no todo el cine chileno funciona sólo sobre la base del lucro ni de prerrogativas artísticas tan poco arriesgadas. Películas como 31 minutos (Pedro Peirano & Álvaro Díaz, 2008) o Mirageman (Ernesto Díaz Ezpinoza, 2007), por ejemplo, combinan una orientación comercial, una búsqueda estética y una reflexión sobre la identidad nacional prácticamente inéditas en el cine chileno. Tanto Pedro Peirano y Álvaro Díaz en 31 minutos como Ernesto Díaz en Mirageman han reinterpretado estilos y géneros hasta ahora inexplorados. No es raro que ambas películas tengan en común sacar ventajas a las limitaciones: si un globo puede ser un títere, un superhéroe perfectamente puede no tener poderes. Si miramos hacia atrás, Jorge Olguín intentó hacer lo mismo con el cine de terror en Ángel negro (2000) y Sangre eterna (2002), pero finalmente sólo clonó e hizo un horror refrito.
“Nuestro cine debe ser proporcional a nuestra realidad. Si intentamos imitar y copiar los códigos de la industria de Hollywood estamos perdidos. Acá hay muy poco dinero para la producción y poca población para llenar las salas. Pero no hay que ver eso como una desventaja. Tenemos que usar nuestra creatividad para compensar, por eso estamos obligados a tener buenas ideas y esas ideas pueden transformarse en películas distintas a todo lo antes visto” decía Ernesto Díaz en el suplemento Cultura de La Tercera.
Asumir la pobreza y la precariedad, es una declaración de principios, pero también una toma de conciencia. Puede parecer un contrasentido citar como ejemplo de lo mismo a 31 minutos que costó dos y medio millones de dólares y se convirtió en la película chilena más cara de la historia. Pero 31 minutos no es el resultado de un mero proceso de producción comercial sino fruto de una trayectoria artística que apostó y experimentó en un formato televisivo infantil. Que años después inversiones de ese calibre financiaran la cinta de muñecos, no es más que la culminación exitosa -y comercial- de un proceso creativo serio y sólido que partió con infinita más modestia. Y todo esto puede sostenerse pese a que la película es una decepción.
En ese sentido, otros directores como José Luis Torres Leiva (El cielo, la tierra y la lluvia, 2008) y Alejandro Fernández Almendras (Huacho, 2009), están construyendo una filmografía que más allá de lo que cada uno pueda opinar sobre sus resultados y sus posibilidades comerciales -mucho más restringidas que un filme como 31 minutos-, son consecuencia de una búsqueda coherente y comprometida.
Sin embargo, no es lo mismo hacer un cine “proporcional a nuestra realidad”, que hacer rodajes contra reloj, apurados y desprolijos. Los casos de Rabia (2006) de Óscar Cárdenas, y sobre todo Corazón secreto (2007) de Miguel Ángel Vidaurre y Carlos Flores, no le sacan ventajas a sus limitaciones: abusan de ellas. Ambas son cintas rodadas en un fin de semana -una sospechosa moda convertida en método-, pero con resultados opuestos: mientras Cárdenas logra frescura y naturalidad, Vidaurre y Flores hacen un filme pretencioso, vacío y egocéntrico. Inevitablemente ambas películas parecen borradores, como estrenadas antes de madurar, sacadas del horno antes de cocerse, como de alguien que empieza a caminar, pero no va a ninguna parte. Por eso no es tan extraño que la principal falencia de Rabia sea su final, no sólo porque la recargada sobreactuación de un actor casi echa por tierra todos los aciertos de la película (haciendo pensar incluso que sus hallazgos fueron una mera casualidad), sino porque su construcción dramática parece imposible de cerrar.
Por circunstancias históricas pasamos de las ideas a las cifras, de los sueños al consumo, de la rebeldía a la complacencia, y todo eso se ha visto reflejado en nuestras películas, pero por desgracia, casi siempre a contrapelo, por la incapacidad de las cintas y sus directores de interpretar esos cambios. Que hoy a cuarenta años del Nuevo Cine Chileno todavía haya cineastas con más ambición que pasión, más exitistas que pensadores, haciendo filmes impresentables ultra publicitados, es enervante. Pero nadie puede negar que los cineastas de ficción más jóvenes y los documentalistas (históricamente) tienen una inquietud cinematográfica muchísimo más reflexiva y arraigada -vaya curiosidad- al cine. El punto es que ese cine chacotero sigue acaparando los espacios y por eso, hoy más que nunca, hay que rechazarlo: es el enemigo.
Bibliografía
Aránguiz, A. & González, E. (2006). Cine chileno: producto de exportación. Santiago: Universidad Tecnológica Metropolitana.
Morales, J. (2008). Ya no basta con sumar , laFuga, 7. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ya-no-basta-con-sumar/297