Emocionar al espectador es sin duda alguna la máxima del cine y de las artes. Aunque muchos (entre los que me cuento) no lo entiendan solamente así, este ha sido uno de los tópicos más perseguido en las películas chilenas de los últimos años. Hasta hace muy poco, este cine ahondaba en los estados de ánimo de sus personajes de manera algo efectista, desde el lugar común, aquel muy arraigado en ciertas formas comunes y colectivas que tiene el espectador para emocionarse. A mí modo de ver, muchos directores generan emoción en sus películas más desde la experiencia de haber sido espectadores, que desde una propia y única intención como directores. En lugar de generar emociones en sus películas, se repiten, quizá inconcientemente, las formas como ellos fueron emocionados como espectadores. Si nos emocionamos con Se arrienda (Fuguet, 2005), Lo bueno de llorar (Bize, 2007), o La buena vida (Wood, 2008), es porque estamos acostumbrados a hacerlo cuando en pantalla vemos figuras solitarias, desadaptadas o sufriendo por una ruptura amorosa con música no diegética de fondo. Así, en los espectadores ejerce el efecto de la repetición de emociones que hemos visto en otras películas, y así suma y sigue. Por otra parte, podríamos asegurar que las emociones generadas por una película en el espectador siempre serán las mismas. Lo que cambia es el cómo son producidas esas emociones. Y hasta el momento, en las películas chilenas éstas eran generadas más o menos de manera convencional, sin riesgos, masticada para que no haga falta la digestión. Esto no tiene nada de malo, sucede todo el tiempo en Chile y en el mundo. El hecho que 199 recetas para ser feliz (Waissbluth, 2008) apueste en cierta medida por una renovación de las formas, habla de una producción cinematográfica aún en expansión y con muchos terrenos por explorar.
La premisa de la segunda película de Andrés Waissbluth es en el papel sencilla: tras la muerte de su novio en un lago de Chile, Sandra (Andrea García Huidobro) visita en Barcelona a Helena (Tamy Garea), la hermana del fallecido, que vive con su novio Tomás (Pablo Macaya). Esta aparición viene a remover la desarraigada existencia de la pareja en tierras europeas y a despertar a Helena de un denso sueño que bien podría ser una pesadilla (en el comienzo ella siempre está durmiendo). Tomás en tanto, trabaja en una editorial de libros de autoayuda y, desganado, busca trabajo en editoriales de ciencia ficción. La función de Sandra en la película va más allá del mero personaje de chica rebelde que viene a revolucionar la fría relación de la pareja chilena en Barcelona: su presencia física es la materialización del recuerdo latente de Helena y Tomás hacia el hermano muerto. En este sentido, la dirección de arte de Sebastián Muñoz en el interior del departamento se asemeja al fondo del lago, donde además de un acuario, resaltan las paredes azules, las lámparas y los móviles flotantes como si fueran algas y burbujas. En otras palabras: la muerte del joven no sólo no ha sido superada, sino que conforma el hábitat de los protagonistas. Los simbolismos del lenguaje cinematográfico actúan sutilmente en 199 recetas…. Grabada en alta definición, la cámara de Inti Briones no se limita a registrar las acciones de los protagonistas sino también a acentuar sus estados de ánimo y la no veracidad de sus relaciones. Así, en una escena del comienzo, cuando Tomás encuentra a Helena dormida en el sofá, la cámara rueda hacia su cabeza encerrando sus pensamientos y a la vez dejando espacio en el encuadre para que entre Sandra. Como cuerpo y como presencia en la mente de Tomás. Resalta también la escena de sexo reflejada en los espejos de la pieza, delatora de lo falso e insustanciable de esa unión. En este mismo sentido, el montaje también aporta lo suyo, dejando en un comienzo a cada personaje en su propio encuadre, solitario, para luego unirlos en un largo plano secuencia de reconciliación ambientado en el living y al son de la canción (diegética) principal de la película. Las actuaciones por su parte, se enmarcan en el mismo estilo que imprime la película. Los gestos y entonaciones son medidos, casi restringidos. A ratos se asemejan al teatro, pero no por que los actores vengan de las tablas, como sucede en otras películas, sino más bien porque es parte de su juego, de sus personajes y de lo que éstos producen a nivel narrativo. Aquí resulta muy interesante el proceso de sanación de Helena y Tomás que se inicia con la visita de Sandra, canalizado en sus relaciones sexuales y afectivas (donde la de ellas podría ser la remembranza de una relación pasada).
Sin embargo y pese a que todos estos elementos funcionan entre sí coherentemente, 199 recetas… genera cierta sensación de extrañamiento. Esto pues a ratos pareciera que la propia película intentara ser más explícita de lo que se presenta, explicando detalles (el verdadero origen de la postal, la muerte del hermano) que no alcanzan a ser un aporte a la historia ni a delinear a los personajes. Las tan apetecidas emociones quedan a medio camino, surgen a ratos como revelándose contra el intento del recambio. Pareciera ser que desde su gestación como guión hasta su montaje final, 199 recetas… fue mutando, madurando los temas que se encontraban entre líneas en la idea original. Pasó de ser una película hecha de emociones experimentadas como espectador a ser una más de sello personal de autor. Se alejó del gusto de las masas para ser un experimento un poco más denso de digerir.
En un primer visionado (que por lo general es el único), seguramente los elementos recién nombrados no podrán ser fácilmente percibidos por el espectador. Sin embargo, son justo aquellos los que pueden perdurar en el tiempo para ser leídos en el futuro, cuando el público de cine chileno haya visto más películas hechas por un autor/director en vez de un espectador/director.
Cubillos, V. (2008). 199 recetas para ser feliz, laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/199-recetas-para-ser-feliz/96