Adicta imagen, tres fragmentos

Por Alejandra Castillo

Biografía +
Doctora en Filosofía, profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE) y directora de la revista Papel Máquina.
Es autora de Matrix. El género de la filosofía (2019), Crónicas feministas en tiempos neoliberales (2019), Simone de Beauvoir. Filósofa, Antifilósofa (2017), Disensos feministas (2018, 2016), Imagen, cuerpo (2015), Ars disyecta. Figuras para una corpo-política (2018, 2014), El desorden de la democracia. Partidos políticos de mujeres en Chile (2014), Nudos feministas. Política, filosofía, democracia (2018, 2011), Democracia, políticas de la presencia y paridad (2011), Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio (2007), La república masculina y la promesa igualitaria (2005).
Ha sido la editora de Imágenes de Gramsci (2017), Prólogo a la esclavitud de la mujer, de Martina Barros (2009), y coeditora de Arte, archivo y tecnología (2012), de Re-escrituras de José Martí (2008) y Nación, Estado y cultura en América Latina (2003).

 
Resumen:

Adelanto del libro Adicta Imagen de Alejandra Castillo, ediciones La cebra, 2020. 

 
 

La imagen está en el centro de la economía política, no es posible no contar con ella. La imagen activa y anestesia, seduce y altera como una droga. Por ello, quizás, el mejor modo de nombrarla se encuentre en la ambigua formulación de Adicta imagen. Esta formulación permite poner de relieve, al mismo tiempo, la condición doble que parece constituirla: actividad y pasividad. O, dicho de otro modo, la ambigüedad que presupone una “adicta imagen” es la dificultad de establecer, con certeza, de qué lado está el sujeto y de qué lado está la imagen. Síntomas de aquella ambigüedad es la proliferación de estudios y libros sobre la imagen en los que se le otorgan cualidades vivientes. 

¿De qué lado queda la adicción de la imagen? Esta es la pregunta que guía cada uno de los capítulos de Adicta imagen, poniendo atención en el régimen de dominio que las imágenes despliegan, el archivo que las enmarca y el potencial de alteración que también portan. Las imágenes dominan y anestesian en el orden telemático actual, sin duda. Sin embargo, las imágenes pueden alterar sentidos y propiciar transformaciones como lo vienen haciendo las imágenes de las prácticas artísticas, fotográficas y documentales. Habría que advertir que el poder de alteración no está en las imágenes mismas, sino en los encuadres escriturarios —archivo— que las narran. Una imagen altera el orden dominante solo si su marco se ha alterado, esto es, si hay un archivo que hace posible ver de otro modo. 

Sin tener ninguna intención de caer en el arcaico animismo que envolvía a las fotografías, el conjunto de ensayos que forman este libro tiene como objeto central establecer, por un lado, que las imágenes hacen algo, nos afectan, nos con-mueven, pero, de igual modo, y en segundo lugar, ellas mismas son afectadas por las coordenadas que las enmarcan. Respecto a lo que “enmarca” a las imágenes, me concentro en este libro, de manera importante, en el vínculo entre imagen, cuerpo y archivo en América Latina. Más específicamente, estudio la alteración del dispositivo de género causada por la mutación del archivo (entendido como letra, imagen y tecnologías) organizado en la metáfora de la “diferencia natural de los sexos”. Dicha metáfora, que se estructuró a partir de la segunda mitad del siglo diecinueve, hoy ve su ocaso.

Régimen escópico 

Las imágenes no son nada sin un régimen escópico. El régimen escópico es un particular orden de dominio visual que describe lo que puede ser visto y lo que no. Este orden visual da contorno y figura a aquellos cuerpos que gozan de visibilidad y presencia como, a su vez, limita y margina a otros. Este régimen escópico determina los modos en que se unen tres registros: el deseo, la escritura y la imagen. Dicho en otras palabras, el régimen escópico desea la mirada que constituye. Esta afirmación, sin duda enigmática, más que proveer respuestas, no deja de provocar preguntas. ¿Cómo se constituye ese deseo de la mirada? Para intentar responder dicha pregunta habría que indicar que todo deseo está enmarcado por un archivo tanto escriturario como visual. De tal modo, lo que se desea, lo que nuestra mirada busca, está limitado por un archivo que hace posible ese deseo, esa mirada. 

El régimen escópico es un régimen lumínico. Recurriendo a un lenguaje venido de la mecánica y del cine, Christian Metz, quien acuña la expresión, define el régimen escópico como una vuelta de tuerca de más del deseo cuando éste atornilla una carencia. 1Christian Metz, “El régimen escópico del cine”, El significante imaginario. Psicoanálisis y cine, trad. Josep Elías, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 74-79 Dicho de otro modo, el régimen escópico es la configuración de un orden en la ausencia del objeto que lo constituye. No habría que entender esta ausencia como una simple “falta”, o un no completamente “presente”. Desde la lógica de la imagen cinematográfica, Metz describe esta ausencia como un “doble retiro” que, sin embargo, instituye “presencia”. 

Haciendo comparecer juntos al significante cinematográfico con el registro de lo imaginario, la imagen-pantalla expone un mecanismo de pulsión perceptiva que no difiere en ningún punto con el objeto enseñado en la superficie luminosa. La imagen pantalla es, por eso mismo, afín al voyerismo directo y a la pornografía. Es quizás, por ello, que deseamos las imágenes. Si bien la imagen-pantalla se muestra “toda”, lo hace solo en efigie, su verdad es siempre inaccesible. No hay detrás de la pantalla. La imagen-pantalla es infinitamente deseable, aunque jamás pueda ser poseída. El deseo de las imágenes-pantalla es como el deseo de las “mujeres”, sostiene el teórico de la visualidad W. J.T Mitchell. ¿Por qué cómo el deseo de las mujeres? No habría que olvidar esta pregunta.

Siguiendo el hilo argumental propuesto por Metz, la imagen-pantalla se presenta en ausencia de objeto. Si buscamos tras la imagen no hallaremos más que la propia imagen proyectada. La imagen-pantalla no solo se “expone a distancia como en el teatro, sino que lo que queda en esta distancia ya no es, desde ahora, el objeto en sí, sino su delegado que me ha enviado al retirarse. Doble retiro”. 2Ibíd., p. 75

Insistiendo en el registro cinematográfico, pero esta vez uniéndolo a la configuración de la imagen del “yo”, Metz indica que toda película remite a dos registros en ausencia: lo fotográfico y lo fonográfico. Volviendo la mirada al psicoanálisis lacaniano, Metz señala, a su vez, que ambos registros remiten a un “antes” del complejo Edipo. Más específicamente, dichos registros —que en ausencia toman lugar— remiten a ese momento en el estadio del espejo cuando el propio reflejo ocupa nuestro lugar y, como en una película de ciencia ficción, nos volvemos esa imagen que nos mira. Es en este movimiento especular cuando Metz vuelve explícita la relación entre deseo, imagen y subjetividad. En otras palabras, no hay subjetividad sin imagen. A partir de esa relación, Metz sugiere que la primera naturaleza de la identidad no es otra cosa que una “imagen”. Pero, ¿cuál es la imagen que nos devuelve nuestra mirada? Para responder esta pregunta habría que poner atención al deseo y al régimen visual.

W.J.T. Mitchell en What Do Pictures Want? aborda la relación entre imagen y deseo insinuada por Christian Metz.3W.J.T. Mitchell, What do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, Chicago, The University of Chicago Press, 2005 Para Mitchell las imágenes activan un orden dual de la conciencia: sabemos que son falsas y, no obstante ello, les asignamos un valor mágico. Habría que indicar que la “magia” de las imágenes no es un elemento nuevo agregado a ellas gracias a la tecnología; por el contrario, este elemento mágico es una insistencia premoderna en la representación. Siguiendo las tesis de Bruno Latour en Nous n’avons jamais été modernes, 4Bruno Latour, Nous n’avons jamais été modernes. Essai d’anthropologie symétrique, Paris, La Découverte, 1991 Mitchell advierte que la condición mágica o mítica de las imágenes no es una que pueda ser superada en la edad de la modernidad y de la crítica. 5W.J.T. Mitchell, What do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, op. cit., p. 26 Es, precisamente, gracias a esta condición “chamánica” de las imágenes, que hace de ellas seres vivos, capaces de amar y de odiar, que el crítico estadounidense pueda reconocer en ellas un animus, un deseo. Asumiendo la metáfora vitalista del mundo, Mitchell se pregunta, entonces, ¿qué desean las imágenes? La respuesta a tal pregunta lleva a Mitchell a establecer dos registros de aprehensión del deseo de las imágenes: uno visual y otro fantasmático, uno visible y otro invisible. 

El deseo de las imágenes habita en el registro de lo no visto, en el orden de la carencia. En ese lugar, que es del orden de lo subterráneo, y tal vez de lo abyecto, Mitchell descubre que el deseo de las imágenes es cercano a lo minoritario, a los relatos propios o ajenos dichos con dificultad y en voz baja, como las voces subalternas que cada vez que se enuncian encuentran marcos de representación que les dan sentido, pero por sobre todo que les fijan límites. Asumiendo la tesis expuesta por Gayatri Chakravorty Spivak sobre la subalternidad, 6Gayatri Ch. Spivak, “Can the Subaltern Speak?”, Cary Nelson and Lawrence Grossberg (ed.), Marxism and the Interpretation of Culture, London, Macmillan, 1988. Mitchell advierte que las imágenes nunca dicen todo, no pueden hacerlo, y, por ello mismo, su deseo no es otro que el de la “carencia”. Las imágenes no son nada —carecen de todo lo importante— y, precisamente, en razón de esa misma privación, lo desean todo. Es en este orden de carencia y deseo donde Mitchell afirma que el deseo de las imágenes es como el deseo de las mujeres. Extraña analogía, ¿por qué el deseo de las imágenes es cómo el deseo de las mujeres? 

 Lo central de lo propuesto por Mitchell es, en primer lugar, el encuadre de las imágenes por los medios visuales y, en segundo lugar, la importancia de su naturaleza pulsional escópica. La pulsión escópica no solo remite al deseo inscrito en la imagen, sino al propio deseo que suscita en nuestra mirada estructurada, limitada por dicho deseo. De tal manera, la imagen no es solo el “deseo” de alguien plasmado en una imagen fotográfica o fílmica, o un gatillante pulsional que hace que deseemos ver algo, sino que la imagen es más bien un esquematismo constitutivo del proceso visual: “si las imágenes nos enseñan cómo desear, también nos enseñan cómo ver —qué mirar y cómo organizar y crear un sentido de lo que vemos”. 7W.J.T. Mitchell, What do Pictures Want? The Lives and Loves of Images, op. cit., p. 29 La imagen como esquematismo visual establecería las coordenadas de lo visto y lo no visto, lo deseable y lo abyecto. En dicho sentido, una imagen es una condensación de lo escópico y, por eso mismo, una imagen es siempre más que una imagen. 8Ibíd., p. 25 La condensación escópica dice de las coordenadas que enmarcan la mirada en una época dada. Diría, también, que esa condensación óptica es índice de un orden que en su formulación y despliegue ha privilegiado la metáfora de la luz. Esta condensación escópica podría ser descrita asimismo en términos archivales, como un archivo. 

La luz no sería solo luminosidad, ya sea concebida como luz natural o luz artificial. La luz sería la metáfora fundacional del pensamiento occidental. El ocularcentrismo es una cultura dominada por la visión, las coordenadas que siguen el rastro de la luz. Observar que el orden ocularcéntrico encuentra su basamento en la metáfora de la luz no quiere decir, en ningún sentido, que este orden no posea materialidad. Por el contrario, la condensación escópica cuyo predominio es la luz no solo establece los límites de lo visto y lo no visto, sino que fija por sobre todo las coordenadas desde las cuales valoramos y establecemos, prácticas, jerarquías, relaciones. La luz es una metáfora de la invención de lo nuevo, de la blancura de los cuerpos santos, de la transparencia de la verdad, del iluminismo como orden de la razón, de la inmaterialidad brillante de la idea, de la pureza de las buenas mujeres. En otras palabras, es un conjunto léxico que determina la visibilidad/invisibilidad de cuerpos, actitudes y movimientos. 

No habría que pensar, entonces, que el ocularcentrismo es solo una cadena luminosa de palabras, es más que ello, es un “archivo”. Martin Jay no se equivoca cuando establece el dominio de la visión en el archivo de la filosofía. La filosofía, primero, y luego las tecnologías del duplicado de la mirada, lenta pero progresivamente van conformando un archivo ocularcéntrico en que la idea, la verdad, lo natural y lo original toman, vicariamente, el lugar de la brillantez de la luz del sol. No es nuevo en la historia del ocularcentrismo decir que el “Hombre” —o en su defecto la “humanidad”— vicariamente toma el lugar de la idea, de la verdad, de lo natural y lo original. No es nuevo, tampoco, para el orden que el ocularcentrismo despliega, la ausencia o exclusión de las mujeres de ese orden (las que carecen de todo y, por ello, lo desean todo). Las mujeres, lo sabemos, solo comparecen en los dominios que la luz alumbra cuando son descritas en cercanía de la pureza o la transparencia y, por tanto, más cercanas a la “idea” que a la corporalidad. 

Anti-ocularcentrismo

Entonces, tal como lo advertimos, el ocularcentrismo no es simplemente una “metáfora”, sino que determina las propias coordenadas que organizan materialmente lo en común en una historia que se reconoce fácilmente y por comodidad como historia de occidente. Martin Jay, esa es su apuesta, sostiene que durante el siglo veinte el pensamiento francés habría dado lugar a un movimiento de declinación de esta historia de la luz del régimen escópico. No obstante esta afirmación, habría que señalar que el giro anti-ocularcentrista comienza a tomar lugar en Europa un poco antes, a fines del siglo diecinueve, en la paradójica figura de lo que el mismo historiador estadounidense reconoce como la experiencia de un “exceso de imagen”. La multiplicación social de las imágenes debido a la fotografía, primero, y el cine después, trastocaría el régimen escópico no tanto por una ausencia de imágenes, sino por la posibilidad de acceder a ellas cotidianamente algo similar a lo ocurrido con las selfies en los primeros años del siglo veintiuno. 

Este acceso a las imágenes da la bienvenida al siglo veinte con la acertada figura de la “fiebre de lo visible”. Podríamos pensar que la multiplicación de las imágenes más bien reforzaría el orden de la mirada y no lo contrario. Sin embargo, es posible advertir una variación en el régimen escópico. La fiebre de lo visible producida por el acceso al dispositivo técnico de la cámara fotográfica es la tumba del ojo naturaleza, del ojo origen. Es a partir de finales del siglo diecinueve, e inicios del veinte, que el régimen escópico comienza a describirse paulatinamente desde el artificio, la técnica y la duplicación. 

Esta descripción encuentra en el “ojo mecánico” su metáfora principal, al mismo tiempo que el índice de una práctica de la mirada y el reconocimiento que en su ejercicio cuestionará las bases del paradigma ocularcéntrico. Metáfora y fractura en el orden de las prácticas, la figura del “ojo mecánico” es el inicio de la caída del perspectivismo cartesiano, del abandono de las filosofías espectatoriales y, simultáneamente, es la emergencia del cuerpo como un lugar desde donde desafiar la primacía de la visión y sus coordenadas. 

La configuración de un archivo “anti-ocularcentrico”, que es lo que me interesa delinear en Adicta imagen, pone en escena vidas, historias y relatos marginados del manto lumínico. Las pone en escena a través de prácticas de registro e inscripción, como la escritura, la fotografía, el cine. Estas prácticas también pueden ser descritas como prácticas “contra-filosóficas”, en donde la emergencia de otros cuerpos interrumpe un predominio ocular. Pensemos, por ejemplo, en la obra de Simone de Beauvoir, que a pesar del impulso lumínico de la filosofía logra desplazar el itinerario de la “idea” por la escritura del cuerpo sexuado. Esta práctica, sin embargo, no se circunscribe exclusivamente a una antifilosofía como la de Beauvoir. Habría que observar en el trabajo de escritura propio de las mujeres de comienzos de siglo veinte, un modo oblicuo de narrar desde los márgenes otros archivos, otros cuerpos, que dan lugar a una política que interrumpe en su ejercicio de inscripción un orden visual, un régimen de luz: Virginia Woolf, Colette, Amanda Labarca, Luisa Capetillo, Alexandra Kollontai, son algunos de los nombres de escritoras y feministas que se dan a la tarea de elaborar otros archivos, de narrar otros cuerpos. 

Debe ser precisado que este movimiento anti-ocularcéntrico no se organiza a partir de una especie de “prohibición de la imagen”. El anti-ocularcentrismo es una práctica de desestabilización de las coordenadas ópticas con las que occidente describe el cuerpo de lo “en común”, práctica que se constituye a partir de la excesiva creación de imágenes, de imágenes sin pretensión de totalidad, de imágenes fragmento, de imágenes barrocas, de imágenes múltiples. Junto al trabajo de intervención de los marcos imaginales de lo posible, las tecnologías de la imagen no se detienen, ampliando con ello el archivo y las prácticas de interrupción del régimen ocularcentrista. En este sentido, la cámara fotográfica es solo el comienzo de una conjunción de prácticas y dispositivos.

Archivo

El archivo (letra, imagen, técnica) que constituía la subjetividad en la ficción del adentro y del afuera parece comenzar a ceder espacio a un archivo que se presenta extenso, abierto, y lejano del orden de la topología. La comprensión del cuerpo como si fuese un “código” —y por tanto, expuesto, abierto y perfectible— no solo transforma la comprensión que tenemos de nuestros propios cuerpos sino que también transforma de manera radical lo que entendemos por en-común: la familia, las formas de asociación, la política (sus aparatos y su institucionalidad), las resistencias y la protesta. 

La transformación del archivo es también transformación de la imagen. A comienzos del siglo veintiuno, la definición del archivo como “código”, como un cuerpo expuesto, abierto y perfectible, viene dada por la propia transformación de la imagen y del conjunto de prácticas asociadas a dicha transformación. Al giro performativo que nos advierte que se hace algo mientras se dice algo, habría que agregar hoy ese otro tropos visual que nos recuerda que hacer y mirar son una y la misma cosa. Lo que se ve primero son las imágenes producidas por el propio observador en sus dispositivos móviles, en una especie de fase extendida del estadio del espejo, lo que se ve después son las imágenes que las plataformas virtuales han hecho circular esperando capturar nuestra mirada. Sabemos ahora que la lógica de seducción que las imágenes despliegan no es casual. Complejos cálculos algorítmicos hacen posible que aquella imagen que “deseo” aparezca en mi aparato móvil. Muy lejos de la magia de la casualidad, la imagen que captura mi mirada es una que la razón algorítmica ha enviado a mis redes sociales de acuerdo a la información que yo misma he ido proporcionando con mis preferencias, likes, tiempo de detención de la mirada y de pulsación de la pantalla. La razón algorítmica es autopoiética. 

Estas imágenes, las propias como las que nos encuentran algorítmicamente, comienzan a constituir tanto la intimidad como las experiencias y la memoria del sujeto. De algún modo, es la propia vida la que empieza a ser narrada teletecnológicamente. La vida vuelta archivo y por ello imagen (no olvidemos que un archivo siempre hace ver).

Nuevamente aquí adicta imagen ¿En qué lado de la imagen queda la vida?  Y, de nuevo, podríamos decir que siempre ha sido así, solo ha cambiado la técnica. Y es cierto, lo que ha cambiado es la técnica y el archivo que establece lo posible, pero también lo imposible para la sociedad actual. 

 

 
Como citar:
Castillo, A. (2021). Adicta imagen, tres fragmentos, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-12-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/adicta-imagen-tres-fragmentos/1062