Pocos (si los ha habido o los hay) han convocado al mismo tiempo las adhesiones y rechazos que Jean-Luc Godard suscitó desde sus inicios; incluso antes de abordar la realización de cine: desde su lugar como crítico en las revistas Arts y en Cahiers du Cinéma. Los críticos de esta segunda y célebre publicación fueron contradictores del statu quo de la crítica, así como de la institucionalidad del cine francés de su tiempo y de sus valores consagrados, y, ya convertidos en realizadores, también lo fueron en sus primeras películas, que resultaron novedosas o provocadoras. Más adelante lo fueron bastante menos, especialmente François Truffaut y Claude Chabrol, o, inclusive, Éric Rohmer 1Rohmer no fue entusiasta con las primeras películas de sus colegas ni tampoco con las de otros “nuevos cines”. Su posición teórica y crítica le impidió adherirse a las teorías de la modernidad fílmica entonces vigente y lo llevó a ser excluido de la jefatura de la redacción de Cahiers du Cinéma, y a ser reemplazado por Jacques Rivette, mucho más afín a posiciones renovadoras. Al final, Rohmer dejó la revista con la que inicialmente estuvo tan comprometido. Godard se mantuvo, en cambio, de una u otra manera, como un contradictor permanente, y no porque se opusiera a lo que otros hacían o rechazara las instituciones cinematográficas que sostenían el negocio, de las que fue también un objetor constante, aunque no vociferante ni estentóreo. La contradicción principal anidaba en el interior de sus películas y en su carácter de objetos “raros” o excéntricos, algo que Godard no hizo nada por aclarar o hacer más legible, lo que hubiese sido igualmente incompatible con sus formulaciones fílmicas.
No pretendo en este texto convertirme en nada parecido a un descifrador de las claves de su copiosa filmografía, porque, por lo pronto, no hay claves: los filmes del autor de Pierrot el loco (1965) no se ofrecen para ser descifrados, sino para constituir una experiencia estética diferenciada del común de las producciones fílmicas. Lo que intento es señalar algunas guías para un recorrido por un terreno que puede parecer pantanoso, si lo comparamos con el que se allana en los caminos del relato clásico y sus derivados e, incluso, el que transita el común de las formulaciones del cine de autor de la modernidad. Al lado suyo, las películas de Bergman, Fellini o del mismo Antonioni pueden verse como mecanismos “explicables” e interpretables según parámetros menos sofisticados que los requeridos para aproximarse a los filmes de Godard.
Una imagen que muy pronto “prendió” puso a Godard en el lugar de los directores indómitos e indisciplinados y, a su obra, en un espacio peculiar y extraño dentro de los cánones de la producción. En los primeros tiempos, el de los filmes que vistos hoy se perciben casi como sucedáneos de los “clásicos” (que no lo eran, claro), en especial los que van desde Sin aliento (1960) hasta Pierrot el loco, se le cuestionaba a Godard un mal uso de la sintaxis fílmica y una cierta insolencia, o desfachatez, para desplegar sus “esbozos” de historias y el desempeño de sus actores. Las declaraciones o las respuestas de Godard no abonaban a favor de la mesura o el comedimiento y, más bien, tendían a profundizar los equívocos. Al interior del grupo de la Nouvelle Vague, del cogollo al que perteneció y que provenía de las páginas de la revista Cahiers du Cinéma, Godard se diferenció muy pronto de sus colegas, y en especial de aquellos que lograron tener una carrera más estable desde sus primeros años en la dirección: Claude Chabrol y François Truffaut. Las suyas eran cintas más refractarias al incorporar los mecanismos narrativos, más cercanos a la ortodoxia clásica, que activaron Chabrol y, muy pronto también, Truffaut, luego de la experiencia de Una mujer para dos (2007) y Disparen sobre el pianista (1960), comparativamente más “modernas” que los títulos posteriores de sus filmografías.
Bosquejos sobre el Godard crítico, los primeros cortos y su lugar periférico desde sus inicios en el largometraje
Recordemos que para los jóvenes redactores de la revista Cahiers du Cinéma, fundada en 1951 por André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y Joseph-Marie Lo Duca, escribir sobre cine ya era un modo de hacerlo. Nunca antes (y tampoco después) un grupo de críticos entendió de manera tan meridiana esa conexión no siempre explícita, ni mucho menos; porque, con frecuencia, escribir sobre películas entraña la distancia de quien las comenta o las analiza. En cambio, para Godard y sus confrères, esa distancia era mucho más relativa y flexible. No porque estuviesen haciendo variaciones de “guiones” a manera de críticas, sino porque al redactarlas trasuntaban inquietudes, intuiciones, y aspiraciones muy ligadas al ejercicio creativo del cine. Y, aunque eso se hizo notar en lo que escribieron Jacques Rivette o François Truffaut, Éric Rohmer o Claude Chabrol, tal vez en Godard fue más visible que en ninguno de los otros. Si la escritura crítica de Rivette y Rohmer fue la más articulada y metódica, y la de Truffaut y Chabrol más admirativa y adjetivada, sin dejar de ser razonada, la de Godard, incluso reducida en volumen frente a la de sus colegas, fue bastante impresionista, con apuntes de notable agudeza e identificaciones o rechazos que lo ponían en la pista de quien está advirtiendo acerca de coincidencias o discrepancias con determinados modos de hacer. Allí se percibe igualmente una dimensión que, a falta de una denominación más clara, no queda más que llamar “poética”.
Aclaro: la escritura crítica tiende a ser ensayística y, por tanto, pertenece al orden de la prosa, pero hay escritores que la han abordado desde una práctica más pronunciadamente literaria, en el sentido de una redacción más libre, personal, subjetiva y creativa. Los críticos de cine no son una excepción. En las críticas de Godard, por ejemplo, cualquier intento de análisis o comentario articulado cedía frente al impulso de las asociaciones, de los juegos de palabras, de las frases ingeniosas y de las boutades. Esto tiene, como se sabe, una prolongación en su carrera de cineasta, pues ese gusto por, y esa facilidad para, la frase aguda y ocurrente está en casi todas sus películas; y, también, a lo largo de seis décadas de ejercicio fílmico, en sus juicios para dar cuenta de ellas y generar en un sector de la cinefilia la imagen errada, no solo de un realizador que no se toma muy en serio, sino incluso la de alguien díscolo y un tanto frívolo.
Todo lo cual nos lleva de la crítica a la realización. Godard ha sido en el cine una suerte de poeta recalcitrante y su obra es, si tomamos los términos que Pier Paolo Pasolini confrontó al distinguir entre cine de poesía y cine de prosa, la más dilatadamente poética en la historia del cine, aunque no necesariamente en la acepción que el italiano manejó para caracterizar al suyo 2Pasolini entendía el cine de poesía un poco a la manera en que Luis Buñuel concebía el suyo: uno incitado por estímulos pulsionales, bárbaros u oníricos. Sin embargo, más allá de paralelismos que se pueden trazar entre las obras de Buñuel y Pasolini, hay diferencias significativas. En parte nutridos de fuentes surrealistas, en los filmes de Buñuel la barbarie y las sacudidas oníricas provenían mayormente de ámbitos y personajes de la burguesía “biempensante” (aunque también de los desposeídos, como en Los olvidados y Viridiana), mientras que la referencia a esa burguesía no es lo que prima en Pasolini, salvo en Teorema, en el episodio contemporáneo de Porcile y en Saló (esta última con indudables puntos de contacto con El ángel exterminador de Buñuel —una y otra, las más enclaustradas y agobiantes en la filmografía de ambos autores—). Es bueno advertirlo: Pasolini no fue heredero del surrealismo ni representante de ningún tardo-surrealismo.
La poesía es, como expresión literaria, la forma contrapuesta a la prosa, si se entiende aquella como el desprendimiento de reglas gramaticales y sintácticas causales y, en el caso del cine, de las ligazones argumentales y narrativas. Se ha dicho una y mil veces que Godard rompió con la ortodoxia del lenguaje, con las convenciones que desde antaño permitieron organizar la narrativa fílmica, lo que se ha convertido en el lugar más común para referir a su obra. Si hubo eso (y estoy seguro de que lo hubo), no fue obra de un adicto a la destrucción o de un dinamitero de las formas establecidas, sino de un visionario, de alguien que concibió formas distintas, de manera similar a cómo la práctica poética se libera de lo conocido, lo transitado o lo establecido, y se aventura en un terreno de incertidumbres donde todo, o casi todo, parece aleatorio (aunque en realidad no lo fuese, porque las elecciones expresivas del autor nunca estuvieron libradas al azar).
Bien visto, Godard no fue ni un francotirador ni un petardista de la “gramática” fílmica o de los modos habituales de contar historias en imágenes audiovisuales. Si en mayor o menor medida prescindió de lo establecido fue como resultado de sus propias opciones, de sus pros y no de sus contras. Fue una elección; no una que obedeciera a un proyecto articulado, a una decisión racional y meditada y, menos aún, a una programática, sino una elección que fluyó de manera natural y visceral, aunque no indeliberada ni negligente, porque nada es casual o accidental a la hora de filmar y montar. Así lo demuestran aquellos poetas fílmicos de estirpe parecida: Jean Vigo, Luis Buñuel, Jean Cocteau, Pier Paolo Pasolini, Glauber Rocha, Jonas Mekas, Andrei Tarkovski, João César Monteiro, Apichatpong Weerasethakul, Albert Serra, entre otros 3Es evidente que la cinefilia del grupo de la rive droite (los ex críticos de Cahiers du Cinéma) era más pasional y entregada que la de sus colegas y amigos de la rive gauche (Alain Resnais, Chris Marker, Louis Malle, Agnès Varda). Además de un manifiesto interés por el cine, la ribera izquierda estuvo también alimentada por posiciones políticas, afinidades literarias y una tendencia a la experimentación (mayor en Resnais y Marker). Los nombres principales de la nueva novela francesa fueron los de Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, Nathalie Sarraute, y Claude Simon.
Categórico en sus impresiones valorativas (como su entusiasmo por las películas de Nicholas Ray o por El hombre del Oeste (1958), de Anthony Mann, por ejemplo), Godard no tuvo ese lado fuertemente negacionista que alienta una parte del trabajo crítico de François Truffaut y que se evidencia, especial- mente, en el célebre texto publicado en la revista Arts titulado “Una cierta tendencia del cine francés”. En Godard sobresalen los ditirambos, los elogios que suenan desmedidos, pero también la aspiración de hacer películas con pocos recursos, más cerca de Viven de noche (1948), de Ray, o Gun Crazy (1950), de Joseph H. Lewis. Esa preferencia alienta la realización de Sin aliento, una de las líneas de separación trazadas a fines de los años cincuenta entre el cine de antes y el nuevo, pero una línea de separación que se alimenta del relato de género, aunque lo altere y modifique.
Mientras que las primeras películas de Alain Resnais son notoriamente más rupturistas, con un lado que se conecta con la avant garde francesa de los años veinte y otro con el nouveau roman contemporáneo 4Alain Bergala (2003) lo expresa con mucha claridad al establecer el vínculo entre Godard y Roberto Rossellini: “Para Godard, como para Rossellini, la invención no ha sido nunca una cuestión programada: con la mayor frecuencia empieza por descubrir algo, entre el azar y la necesidad y siempre en lo concreto de la creación, y solo después saca sus propias lecciones del descubrimiento, las prolonga en otra escena o las reutiliza en otra película” (p. 135), los nombres principales del cogollo de la Nouvelle Vague dialogan, en sus inicios, de modos diversos con el clasicismo fílmico y, mejor aún, con el clasicismo más innovador y avanzado: Truffaut con Vigo, el neorrealismo, Rossellini, Lubitsch y también, a partir de Fahrenheit 451 (1966), con Hitchcock; Rohmer con Renoir y Rossellini; Rivette con Feuillade, Guitry, Lang y también con Renoir; y Chabrol con Lang y Hitchcock y, en menor medida, con Lubitsch. Lo hace también Godard pero, más que con sus congéneres nacionales o extranjeros, lo hace con la tradición genérica proveniente de los estudios de Hollywood, de la serie B criminal o musical, con guiños a Samuel Fuller y a Nicholas Ray; aunque no cabe duda tampoco de que el influjo francés de Jean-Pierre Melville aparece en Sin aliento y en cintas posteriores (Vivir su vida -1962- es un ejemplo 5La escena final de Vivir su vida se filmó muy cerca del estudio que Melville equipó, en lo que originalmente era un almacén sobre la rue Jenner, en el X arrondissement (distrito) parisino. Melville fue, en cierto modo, el más “americano” de los cineastas franceses de su tiempo, pues asimiló el género criminal en una dirección distinta de aquella en la que se encausó el polar francés, bebiendo en parte de fuentes hollywoodenses), en las que el polar, el género criminal francés, se hace presente en cierto grado. Y este vínculo, más que en la forma de un universo fílmico representado (a excepción de Sin aliento), aparece como una metodología de realización, que apela a una economía de recursos, echa mano de escenarios parisinos y le atribuye al montaje un rol mucho más “intervencionista” que en la obra inicial de sus colegas. En lo que toca al montaje, Godard fue el menos baziniano de todo el grupo 6André Bazin defendía la primacía y autonomía del plano y el rol subsidiario y secundario del montaje, mientras que Godard sostenía la importancia de las relaciones producidas por el corte y las separaciones establecidas por el montaje. Para estos efectos se pueden contrastar los célebres textos “Montage interdit”, de Bazin (1956), y “Montage, mon beau souci”, de Godard (1956), publicados originalmente en el mismo número de Cahiers du Cinéma, el 65, de diciembre de 1956
Anotaciones adicionales sobre Godard, la Nouvelle Vague y la inserción en una genealogía genérica
Más que un movimiento articulado, la Nouvelle Vague es un grupo de amigos que compartían propuestas y que empezaban a hacer sus primeras películas, y es esa pasión la que los llevó a dar el salto al largometraje en condiciones difíciles y un tanto azarosas; tanto es así que, de no mediar factores de suerte y otros, tal vez no hubiesen pasado de esas primeras películas. La continuidad fue inmediata para Chabrol, Truffaut y Godard, pero no para Rivette y Rohmer, quienes tuvieron que esperar cinco años para concretar su segundo largo. Los tres primeros alcanzaron reconocimiento con sus títulos iniciales: Chabrol con El bello Sergio (1958) y Los primos (1959), Truffaut con Los 400 golpes (1959), y Godard con Sin aliento; realizados todos con presupuestos ajustados y de cara a dificultades diversas, pues no se realizaron dentro de los engranajes del sistema de producción dominante en la industria gala sino en sus márgenes. Es allí donde surgieron esas películas que eran “distintas” y más o menos provocadoras, porque asumieron de un modo ni temeroso ni mora- lista las relaciones de pareja y la sexualidad (Sin aliento, Una mujer para dos, Les Bonnes Femmes), así como la articulación y el tono de las imágenes, algo que en Godard alcanza un rango disruptivo mayor.
Por cierto, lo que hizo posible esas primeras películas no fue solo el entusiasmo y la decisión de esos recién llegados a la dirección de largometrajes, ni el concurso de los actores y colaboradores técnicos que los acompañaban. Lo fue también, y de qué manera, la participación de unos cuantos productores independientes sin los cuales la aventura de la Nouvelle Vague hubiese sido mucho más difícil de concretar. Entre estos productores los más notorios fueron: Georges de Beauregard (Sin aliento, Lola (1961), Una mujer es una mujer (1961), Adiós Philippine (1962), Cleo de 5 a 7 (1962), El soldadito (1963), El desprecio (1963), Pierrot el loco, y más), Pierre Braunberger (el corto Charlotte et son Jules (1960), Disparen sobre el pianista, Vivir su vida, varios filmes de Jean Rouch), Anatole Dauman (los tres primeros largos de Resnais, y Crónica de un verano (1960), de Rouch y Morin), y Marcel Berbert (primero como director de producción y, luego, como productor de las películas de Truffaut a partir de Una mujer para dos). El mismo Claude Chabrol, el más pudiente del grupo de la Nouvelle Vague, desempeñó también ese papel: produjo sus primeras películas, así como la ópera prima de Rivette, París nos pertenece (1961), y coprodujo El signo del león (1962), el primer largo de Rohmer.
Los primeros tiempos godardianos corresponden al cotejo de un modo de expresión diferente con ciertos postulados provenientes de la tradición genérica norteamericana: el relato criminal de “amantes malditos” en Sin aliento; el musical en color en Una mujer es una mujer; el espionaje en El soldadito; el filme de guerra, aunque de manera invertida, en Los carabineros (1963); el melodrama del desamparo conectado a una suerte de reportaje periodístico o sociológico sobre la prostitución parisina en Vivir su vida; el drama de conflicto de pareja en Una mujer casada (1964) y, nuevamente, aunque ubicado en el mundo del cine y con un tratamiento diferente, en El desprecio; la ciencia- ficción en Alphaville (1965); o la aventura criminal de amantes malditos aunada con el musical y la comedia en Pierrot el loco, en su momento una suerte de summa godardiana en la que el autor volvía sobre motivos de sus nueve largometrajes previos, pero dotaba al conjunto de una solidez y densidad expresivas que superaban todo lo que había realizado antes. Por cierto, en estas cintas los referentes genéricos están horadados y desvirtuados como tales. La misma breve participación del realizador norteamericano Samuel Fuller, identificado con su propio nombre al interior de una fiesta en Pierrot el loco, y el breve interrogatorio al que es sometido por Ferdinand/Pierrot/ Belmondo, constituye el homenaje directo a un director muy apreciado por Godard y por Cahiers du Cinéma, y, a la vez, el desplazamiento de aquel a un universo “sofisticado”, a una modernidad a la que no se adhirió plena- mente su obra, aunque contribuyera sin duda a sentar algunas de sus bases 7Sin duda alguna, la obra del Fuller de los años cincuenta es atípica y fronteriza en el panorama del cine norteamericano. Sus primeras películas, por presupuesto y propuesta estética, son marginales y casi constituyen anticipos de algunas modalidades de los nuevos cines. Luego, su inserción más perfilada en géneros como el bélico, el wéstern o el criminal lo muestran siempre como un realizador “anómalo” en el manejo de los géneros. Más adelante, títulos como Shock Corridor o El beso amargo podrían ubicarse casi en las filas de esa modernidad fílmica en marcha.
Ese desplazamiento no corresponde al papel que desempeña Fritz Lang en El desprecio, donde el realizador alemán encarna a un director de cine que lleva su nombre y apellido, porque se trata de un filme que, en la obra de Godard, está más cercano a una formulación clásica o que, en todo caso, encarna de la mejor manera el sentido de aquel célebre dictum godardiano “clásico = moderno” 8La frase apareció originalmente en la película Banda aparte (1964).
Trazos de una ubicación esquiva
¿En qué condiciones realiza Godard su trabajo cinematográfico? ¿En qué se diferencia de sus compañeros de la Nouvelle Vague y de los otros realizadores de su país? ¿Qué hay de rebelde o inconformista en su obra? Hagamos un ejercicio de simplificación para responder a estas interrogantes.
1)En primer lugar, su ubicación como cineasta en el panorama del cine francés e internacional no es la de un cineasta profesional estándar. No fue el único, pues allí se sitúan igualmente, en sus primeros tiempos, sus colegas de la Nouvelle Vague y muchos de aquellos que se adhieren a los “nuevos cines”. Es un cineasta independiente que trabaja en los márgenes de la industria gala, un sistema industrial muy sólidamente establecido desde los tiempos en que Charles Pathé y Léon Gaumont sentaron las bases que permitieron una continuidad casi inquebrantable de la producción local, la cual no se vio ni siquiera afectada durante el periodo de la guerra y la ocupación alemana. A su manera, Godard y sus colegas de la Nueva Ola desafían el establishment cinematográfico francés y promueven, en su país y fuera de él, una cierta reacción en contra de lo que se percibía como un estado más o menos inconmovible, pero no industrialmente debilitado. Godard y el grupo de la Nouvelle Vague no provenían de las filas de la industria, no habían hecho carrera como meritorios o asistentes, no eran egresados del IDHEC (Institut des Hautes Études Cinématographiques) ni de otras escuelas de cine, y los cortos previamente realizados por ellos eran eventos más bien amateurs. Ni siquiera se beneficiaron de los estímulos económicos a la producción, promovidos por el Ministerio de Cultura que conducía el escritor André Malraux, los cuales recién reciben a mitad de los años sesenta cuando ya el membrete de Nueva Ola había dejado de acompañarlos.
Luego, son fundamentales sus métodos de trabajo. Godard mantuvo un grado de libertad creativa, mayor incluso que el de sus colegas de la Nueva Ola, frente a sus productores, por independientes que estos fuesen; y algo que era totalmente inusual: no trabajó con guiones estructurados y dejó márgenes amplios para las decisiones durante el rodaje; no se ciñó a cronogramas establecidos y le otorgó al montaje una alta dosis de discrecionalidad, mucho más acotada en quienes trabajaban con guiones previos más o menos completos. Es decir, Godard operó casi como un realizador marginal, sin que eso haya impedido la vida comercial de sus películas, estrenadas en salas públicas (con frecuencia, en circuitos de salas de arte), presentadas en festivales y, algunas de ellas, con distribución internacional, incluso a cargo de las propias majors norteamericanas, como fue el caso de Banda aparte y de Masculino, femenino (1966).
2)Sus proyectos fílmicos se fueron construyendo un poco sobre la marcha. Es decir, no fue un realizador que planificara con tiempo, y de manera relativamente orgánica, lo que iba a hacer. Las películas se fueron realizando una a una sin la planificación o, por lo menos, sin la previsión que suelen tener los directores que adhieren al sistema, como también muchos de los considerados independientes. Y esta será una línea de trabajo que permanecerá, más o menos invariable, hasta el periodo final de su vida en Rolle (Suiza)
3)Sobre esas bases, Godard elabora sus películas sin ceñirse a los patrones tradicionales de la narrativa y del tratamiento audiovisual, desacatando los que pudieran parecer imperativos categóricos para que un director contara una historia. Solo los vanguardistas más avezados (por ejemplo, en las experiencias de los años veinte o del underground norteamericano, coetáneo de Godard) habían roto con esas convenciones o “mandamientos”, pero sus películas no llegaban a las salas comerciales y tenían otros espacios de difusión, como los museos, las galerías de arte, las universidades, las cinematecas o salas de arte como el célebre Studio 28 parisino. Godard, en cambio, ingresa al circuito comercial, por más crítico que haya sido con su funcionamiento. Si bien el carácter de negocio del espectáculo cinematográfico siempre fue un asunto peliagudo para el cineasta franco-suizo, solo durante la etapa militante de su carrera (y no por completo) se alejó del circuito comercial. No obstante, su conexión con el circuito comercial siempre estuvo ajena a la menor concesión. Incluso, cuando en 1987 firmó (se cuenta que en una servilleta de papel) un acuerdo para adaptar El rey Lear con los productores Menahem Golan y Yoram Globus, de la poderosa empresa Cannon Films, hizo con ese proyecto lo que usualmente hacía: asumirlo con total autonomía, por lo que, en lo que filmó, poco o nada queda del material argumental shakespeariano; el resultado fue que la película permaneció guardada durante quince años y si Godard se libró de la acción judicial de Golan y Globus fue debido a que la sociedad de los productores al poco tiempo se desbarató (MacCabe, 2005).
Sus películas se construyen como obras relativamente abiertas, con relatos fragmentados y fuertemente elípticos; con un aire de imprevisión y arbitrariedad; con una participación actoral de rasgos particulares, sin sometimientos al esquema de inicio-nudo-desarrollo-clímax-desenlace; y sin acatar ni siquiera lo que, hasta ese entonces y después también, constituía el núcleo diferenciador de la identidad creativa: el estilo. Godard no solo desbarata los modos habituales del relato, aunque sin desordenar la cronología, sino que pone entre paréntesis la noción del estilo cinematográfico, a pesar de que sus películas inmediatamente fuesen reconocibles como godardianas y con notorias marcas personales, pero dentro de una cierta atonalidad. No es el único que lo ha hecho en el periodo de la modernidad, pues allí están los casos de Chris Marker, Jonas Mekas, o la dupla de Jean Marie Straub y Danièle Huillet, para evidenciar esa suerte de “suspensión” o neutralización estilística. No obstante, el tratamiento audiovisual de estos creadores resulta comparativamente más “uniforme” u “orgánico”, mientras que en Godard hay un lado “informe”, como desestructurado, en una operación muy particular de “obra en movimiento”, polisémica e inconclusa 9Su poética —ya lo mostró Sontag— es lo opuesto a la de Bresson: el filme es una estructura abierta, en ramificación, reformulándose continuamente” (Oubiña, 2000, p. 33)
Más que cualquiera de sus colegas, Godard es, simultáneamente, quien más se sumerge en la materia cinematográfica ficcional y la trasciende, incorporando en mayor grado referentes que provienen de la litera- tura y otras artes, de la filosofía, la teoría política y de la actualidad mundial. Incluso, las fuentes cinematográficas se incorporan, y lo hacen de manera más acusada a partir de Historia(s) de cine (1998), como un componente no ficcional 10“Todo puede incluirse en una película. Todo debe incluirse en una película” (Godard, 1998, p. 239)
Es decir, desde sus inicios, Godard estuvo siempre dos pasos más allá de la ficción respecto a Truffaut, Chabrol, o Rohmer, y uno respecto a Rivette, pero ese rasgo se hace más rotundo en su periodo con el Grupo Dziga Vertov y Jean-Pierre Gorin, aunque se atenúa más adelante sin perder ese au-delà de la fiction que comparece con mayor abundancia desde los años noventa. Al afirmar que Godard se sumerge más en la ficción nos referimos a que lo hace de un modo tal que lleva la ficción, en algunos casos, a sus potenciales extremos: la “desviste” como tal y pone en evidencia sus artificios al punto de convertirla casi en “documentales de representaciones ficcionales”. En la obra de Godard, el estatuto ficcional se va haciendo progresivamente más poroso y “perforado”, en el límite de lo innominado en términos de categoría o de taxonomía genérica 11David Bordwell (1996) distingue diversos modos históricos de narración cinematográfica y le atribuye a Godard estar próximo a la narración paramétrica, una que connota la presencia muy acusada del autor y, de modo más puntual, una cercana a los modos del palimpsesto, el borrado y reescritura de un texto sobre otros: así, en Godard, la filmación de una película implicaría la autoconciencia de la narración en formas constantemente cambiantes, un hecho que pasa a convertirse en parte del proceso narrativo (pp. 322-334). De sus colegas de la Nouvellen Vague, Rivette es quien más se aproxima a Godard en la formulación de una poética en que los límites entre realidad y representación se vuelven equívocos. En el caso de Rivette este límite equívoco suele estar presente en el discernimiento entre “ensayos” y “escenificaciones”.
Frente a la idea, todavía vigente, de que la modernidad se traduce principalmente en el desorden temporal y en la multiplicidad de voces narrativas, no encontramos tales atributos en la obra godardiana, en la que prácticamente no hay saltos de tiempo y el norte de lo mostrado sigue una línea más bien progresiva, aunque no al modo de la narración clásica. Godard mantiene una cierta unidad dentro del plano e incluso dentro de la escena, no en la continuidad de las escenas, sin por ello alterar el curso temporal. Al respecto, David Oubiña (2000) precisa:
Godard propone un ejercicio sobre la continuidad y la discontinuidad del sentido. Por un lado, trabaja cada escena sobre un principio de máxima unidad (a partir de largos planos-secuencia) y por otro genera una separación absoluta entre las escenas (ya que la sucesión no puede ser recuperada por ningún eje narrativo) (pp. 24-25) 12Dice también Oubiña (2000): “Las películas del primer periodo eran parte de una obra que avanzaba en distintos frentes y se conectaban entre sí por reverberación: cada filme obtenía su espesor en los anteriores, pero a condición de conquistar y agotar un nuevo espacio. En el último Godard las películas y los videos son variaciones alrededor de un centro ausente, siempre en desplazamiento, en expansión, como si el realizador reescribiera permanentemente un mismo texto y en cada caso ensayara distintas prolongaciones” (p. 34)
Esbozo sobre los dispositivos godardianos.
Para desarrollar la idea expuesta en el apartado previo, digamos que Godard no exhibe marcas, trazos, o “estilemas” —tal como los llamó Román Gubern (1969), en un libro precursor de la bibliografía sobre Godard en español, para referirse a esos rasgos característicos del estilo de un autor—; o, si exhibe esas marcas, no lo hace como componentes de un orden relativamente establecido, o de un universo audiovisual constituido y consolidado, pues estas se exhiben dentro de unas operaciones en que el sentido queda siempre como suspendido. Es decir, en el desarrollo de su obra no hallamos las innovaciones o las variaciones dentro de un estilo ni la búsqueda o la prosecución de un “mundo de autor” —a la manera de Truffaut, Rohmer y, por cierto, de tantos contemporáneos de su andadura: de Ingmar Bergman a Michael Haneke o Lars von Trier; de Michelangelo Antonioni a Tsai Ming-liang o Nuri Bilge Ceylan; de Federico Fellini a Woody Allen o Paolo Sorrentino—. En la filmografía de Godard se tejen otras coordenadas que caben, más bien, dentro de la denominación de dispositivos. A eso vamos.
Godard se propuso cada nueva película como una experiencia distinta y nunca como un espejo —ni siquiera un espejo curvo o refractario— de lo anterior; sin que esto signifique que no existan en sus películas correspondencias o afinidades (que las hay, por supuesto, pero no en el sentido de un programa o de un repertorio temático/audiovisual). Si ejemplificamos esto haciendo el paralelo con un cineasta en plena e intensa actividad, el surcoreano Hong Sang-soo, este sería todo lo opuesto a Godard en el trazado de estilemas y la identificación de constantes que van formando un bucle expresivo, aunque hay también en Hong un componente de cotidianeidad un tanto anodina y aleatoria que lo aproxima a Godard. La identidad de los filmes de Godard no aspiraba a la concreción del estilo entendido como una suma — por variable que fuese— de rasgos expresivos. Más bien, al aludir a su obra conviene usar la noción de dispositivo que plantea el teórico de cine Jean- Louis Baudry (1975), aunque le otorgue un sentido psicoanalítico-lacaniano que no es el que luego prosperará en sus aplicaciones al arte fílmico. La noción de dispositivo a la que ahora apelamos es la que Jean-Louis Comolli y Vincent Sorrel (2016) conceptualizan como “sistemas de exclusión que son propios de la escritura: las duraciones, los ejes, la construcción de los campos, el fuera de campo… En fin, algo así como una sistemática” (pp. 142-143).
Los dispositivos operan como principios estructurales: el plano subjetivo, el plano-secuencia, el encuadre cerrado, la construcción “en abismo”, entre otros. Y no es que uno de estos recursos excluya necesariamente a otros al interior de una película, sin que, en todo caso, se trata de mecanismos restrictivos en términos de la elección de opciones disponibles. Por cierto, también se puede hacer mención de los dispositivos en la obra de Hong Sang-soo (la primacía de los interiores confesionales, por ejemplo), pues la noción de dispositivo no excluye la de estilo, que, como mencionábamos, es característica en el realizador surcoreano. Lo del dispositivo es un asunto referido a los procedimientos que estructuran u organizan el campo audiovisual propio de una o más películas. No significa, por otra parte, que en cada película de Godard identifiquemos un dispositivo distinto al de otras, o que no pueda ser reconocido más de uno en cada caso. Como sea, aplicar esta noción da cuenta, entre otras cosas, de la particular sintaxis audiovisual de quien nunca se avino a ser uno más en la progresión histórica de la creación cinematográfica; eso que Adrian Martin (2008, p. 87) enfatiza como la materialidad de la obra estética de Godard: los cortes y las mezclas, los flujos y las detenciones rítmicas, las pistas de imagen y sonido… pero materialidad poética, como la llama Martin, y no simple despliegue técnico, porque nunca se desprendió de la dimensión expresiva, y lírica, que habita en las imágenes de sus filmes.
Así, los dispositivos que se ponen en acción en la primera etapa de su filmografía —la que termina antes de La Chinoise— son los del emborrona- miento del orden secuencial y del diseño tradicional de los intérpretes; los de la indefinición de las claves genéricas; y los de la inclusión de “paratextos” (escritos, fotografías, pinturas). En la etapa militante, recurre a otros, como la práctica eliminación del estatuto ficcional, el distanciamiento del punto de vista de la cámara, la cuasi eliminación de los personajes (salvo en Tout va bien), la asincronía entre la imagen y el sonido, o el estiramiento del plano. En los años ochenta, son la “recomposición” del trazado ficcional en el encuadre y el montaje, la perspectiva pictórica, el trabajo con la composición del encuadre, la impresión de relieve, y la potenciación anatómica de los cuerpos. En sus últimos treinta años de carrera, estos serán otros: la relativización o borrado creciente de las marcas ficcionales en el encuadre y en la narración en su conjunto, con la virtual desaparición de cualquier lazo argumental y, progresivamente, de la existencia misma de los personajes; la utilización de material fílmico o videístico de procedencia previa; un cierto aplanamiento de la imagen; la repotenciación del montaje; y la preeminencia de la voz del narrador.
Por supuesto, este no es un simple listado de operaciones (que pueden sonar casi a pura aplicación técnica), porque en la concreción de esos dispositivos está la plataforma de base de un modo, o de unos modos, de acercarse a aquello que se muestra —incluida toda la paleta sonora— y de extraer de ello la gama de sugerencias que se deslizan de las imágenes y de las escenas que dan cauce a esos procedimientos estructurales.
Borrador de mapa acerca de las presuntas tapas godardianas
Por razones prácticas, resulta pertinente la división de la obra de Godard en etapas, aunque esto no implique que el realizador haya querido establecer divisiones o parcelas en la continuidad de sus películas. Miguel Marías, en el texto que publica en este volumen, cuestiona estas divisiones (aunque, al final, termina haciendo las suyas propias). De eso se trata: no de fijar separaciones drásticas, sino de establecer afinidades selectivas que permitan situar, de la mejor manera posible (si es que eso puede hacerse), los diversos tramos de un trayecto creativo. Puestos, entonces, a hacer un ejercicio de balance de un corpus ciertamente problemático y para nada fácilmente asible, cabría diferenciar, a modo de mapa orientador, cuatro segmentos y algunas zonas fronterizas 13Paulino Viota (2023), con su habitual perspicacia, divide cuatro periodos: “El primer periodo, el de los años sesenta, es el del diálogo con el cine, con sus géneros, vivos y actuantes entonces. El segundo es el de la política, el del interés por la realidad, por los cambios que se están produciendo en el mundo. La tercera etapa es la del cine ‘entre el cielo y la tierra’, la de las películas que dan versiones nuevas de un conjunto de mitos, las de las alegorías. La última es la del interés por la historia del siglo XX… Así, se puede decir también que en sus dos primeros periodos (décadas de los sesenta y setenta) ha tratado siempre del presente (del cine y del mundo) y en los últimos, siempre del pasado (del gran arte clásico en todas sus formas y de la historia). Hoy y ayer, juventud y madurez en Godard” (pp. 190-191).
1) Una etapa que va de Sin aliento (1960) hasta 2 o 3 cosas que yo sé de ella (1967) y el episodio de 20 minutos de Le Plus Vieux Metier du monde, del mismo año. Se despliega aquí una fase con gran capacidad de convocatoria y que cimenta el reconocimiento y prestigio del autor. Para muchos cinéfilos que acompañaron esta etapa, este es el mejor Godard, aquel en que predomina la libertad en el desarrollo del relato; cierto desparpajo y un peculiar sentido del humor que no excluye un latente sino trágico; conjuntamente con el minado parcial de las modalidades tradicionales del relato y el uso particular del montaje
2) Una etapa fronteriza, que prolonga la anterior pero que introduce ya componentes de la siguiente, está conformada por las películas La Chinoise (1967), el episodio de Loin du Vietnam (1967), Week-end (1967), One Plus One (1968) 14La versión de productor, Sympathy for the Devil (1968), fue desautorizada por Godard. Sympathy for the Devil es una versión “lavada” por el productor con el fin de hacerla más digerible para el público y Le Gai Savoir (1968). Aquí las películas se hacen más cerradas, salvo el caso particular de Week-end —aunque el “cierre” espacial al aire libre se grafica también en el embotellamiento auto- movilístico—. Se diluye en parte el aire de “ligereza” que podían tener algunas de sus películas previas.
3) La etapa con el Grupo Dziga Vertov, desde British Sounds (1969) hasta Vladimir y Rosa (1971), la cual se prolonga en otras dos películas que Godard codirige con Gorin, por fuera del mencionado grupo: Tout va bien y Letter to Jane: An Investigation About a Still, ambas de 1972. Estos últimos filmes pueden ser considerados, asimismo, como propios de una segunda etapa fronteriza en la obra de Godard, una especialmente polémica. El autor se camufla como tal, sin dejar por ello de mostrar algunos dispositivos reconocibles en su obra previa. En todo caso, aquí ya no son individualidades las que sostienen la representación, sino colectividades o representantes de categorías sociales.
4) Con Ici et ailleurs (1974) y Numéro deux (1975) empieza otro pequeño segmento que, en rigor, comparte elementos con el periodo que lo une al Grupo Dziga Vertov y a Jean-Pierre Gorin, puesto que se mantiene el afán militante pero ya no son Gorin ni el grupo aludido quienes lo acompañan, sino una figura capital en la continuación de la obra de Godard hasta el final: la cineasta Anne-Marie Miéville. Es una continuación no declarada de la etapa anterior, pero con una tónica algo distinta y en la que el referente político no tiene la centralidad que en los filmes previos.
5) Una muy significativa etapa empieza en 1980, con Sauve qui peut (la vie), con guion de Miéville —coguionista ya desde Numéro deux— y Jean-Claude Carrière 15Muy conocido como el coguionista de Luis Buñuel en las últimas seis películas francesas del realizador, desde Diario de una camarera (1962) hasta Ese oscuro objeto del deseo (1977)., y se prolonga hasta Nouvelle Vague (1990). Presentada por el mismo Godard como su segunda primera película, Sauve qui peut (la vie) retoma claramente el estatuto autoral singular del Godard de los años sesenta, pero con inflexiones distintas y en las que se percibe una presencia incluso más acentuada del autor, ya bastante notoria en la etapa inicial. El Godard reflexivo y autorreferencial se incorpora de un modo que antes era más indirecto, o velado, en los meandros de la representación 16Antoine de Baecque (2011) considera que hay cuatro “primeras” películas de Godard: Àbout de souffle, Numéro deux, Sauve qui peut (la vie) y Éloge de l’amour. Luego de À bout de souffle, las siguientes serían nuevos “recomienzos”
6) Finalmente está la amplia etapa poético-ensayística que, en los años noventa, se concentra principalmente en la serie de nueve horas Histoire(s) du cinéma y que prosigue, en el nuevo siglo, hasta Le Livre d’image (2018). La descomposición del relato “priva” a las películas de algunas de esas apoyaturas características de las etapas de los años sesenta y ochenta, mientras se reafirma el carácter reflexivo y autorrefe- rencial, aunque también el “extrarreferencial” (a falta de un antónimo del prefijo auto), entendido este como la proyección hacia fuera (Palestina, Sarajevo, los campos de concentración nazis, la propia historia del cine). Youssef Ishaghpour (2023) señala que “la historicidad del presente, implicada en la existencia misma del cine, y la conciencia permanente en Godard de la historicidad del material, lo condujeron poco a poco a la exposición directa de las cuestiones histórico-políticas” (p. 347).
Rodeos en torno a la clandestinidad fílmica. De los años Mao a los años video
La “clandestinidad fílmica” no debe entenderse de manera literal, aunque el término sí da una idea de lo que supuso, en la obra de Godard, su paso por un trabajo fílmico ajeno a los circuitos comerciales, de carácter abiertamente político, y que realiza sin la firma de director. Esa etapa dura prácticamente diez años e incluye un grupo de películas de transición, que Godard realiza por su cuenta, y otras que se adhieren a una realización de grupo: una en la que la colaboración remite acaso a la membresía a una célula política, donde la identidad creativa se subsume en el conjunto como representación vicaria de un segmento (o clase) social.
Godard se aleja del establishment cinematográfico y asume el marxismo maoísta como guía de acción. De animal cinematográfico pasa a ser animal político; aunque no puede desprenderse de lo primero, tanto por el hecho de que sigue haciendo cine (aunque no sea parecido al de antes) como porque su trabajo, en una producción con fines directamente políticos, no lo libera de cargar con un background inextirpable y que, en cierto modo, termina traicionando algunos de los postulados que guiaban la misión política con la que se identificó en esos años. El mismo Godard (1998) llama a ese periodo los años Mao (1969-1973).
Veamos. Antes de integrarse al Grupo Dziga Vertov, y durante el periodo de transición y radicalización política en la segunda etapa de la andadura fílmica godardiana que hemos mencionado, el cineasta toma distancia de manera progresiva de los dispositivos de envolvimiento sensorial que tenían sus películas, y que encontramos todavía en La Chinoise o Week-end, para asumir un cine “materialista”, abiertamente militante y ajeno, al menos como propuesta, al menor matiz de envolvimiento sensible. Con el referente brechtiano presente, el distanciamiento se convierte en la plataforma desde la cual se asume un trabajo grupal 17Diversos procedimientos godardianos tuvieron desde el inicio de su filmografía resonancias brechtianas: inscripciones y textos; rupturas de la “cuarta pared”; puestas en evidencia de los artificios de la representación audiovisual y, a la vez, empleo de recursos llamativos o vistosos… Sin embargo, a partir de La Chinoise y Week-end el mecanismo del distanciamiento empieza a vulnerar de modo drástico los componentes empáticos o identificatorios que se mantenían en los filmes de Godard, radicalizándose en los años Mao.
Prácticamente cualquier atisbo de narración queda relegado o neutralizado, como en Lotte in Italia o Vladimir et Rosa, en las que hay una intervención actoral algo más presente, pero totalmente descargada de lo que había sido en su propio cine el desempeño actoral. El peso de las voces, en off mayormente, se “impone” sobre la posible elocuencia de las imágenes, exceptuando aquellas de carácter documental que ocasionalmente se insertan; con lo cual las voces y el sonido adquieren una preeminencia que antes no tenían en la obra de Godard. Los planos de larga duración se convierten en una de las marcas dominantes en esta etapa, así como la presencia de carteles e inscripciones, que ya venían de antes.
Luego de los años Mao, caracterizados inicialmente por los rodajes en 16mm, y con el intermedio de Tout va bien, se inicia el periodo de los años video (1974-1978). Tout va bien, que se filma en 35mm, es una obra de tran- sición pero muy significativa, porque aquí Godard recurre a dos actores conocidos —Jane Fonda e Yves Montand—, de militancia progresista pero representantes del estrellato cinematográfico, para protagonizar un relato de ficción, de pronunciado signo izquierdista, que tiene lugar con la presencia de una periodista y un cineasta (Fonda y Montand) en una fábrica en huelga donde la lucha de clases se pone en escena, casi didácticamente, con un funcionamiento brechtiano más elocuente que en las experiencias previas de disolución del relato.
En la etapa videística (el video analógico de los años setenta, ciertamente), la centralidad política disminuye, aunque sigue siendo fuerte. Hay mayor presencia de los intérpretes, siempre como interlocutores, muchas veces fuera de campo y sin las personificaciones habituales del relato de ficción. Si hay diálogos, los personajes no hablan de sí mismos o de sus problemas, sino que se refieren a situaciones sociales o políticas. Los planos no favorecen la potenciación del rostro o del cuerpo, pese a que se recurre con frecuencia a la entrevista. Las disociaciones entre la imagen y el sonido continúan de modo notorio, pero el conjunto resulta menos árido que el de las películas de signo militante previas. En este periodo, la participación de Anne-Marie Miéville es considerable, como lo será en las que Godard realiza a continuación.
Escorzos: de los años entre cielo y tierra a los años memoria
Al mencionar los años entre cielo y tierra y los años memoria, tomo prestados los términos que utiliza Paulino Viota (2023, pp. 190-191) para referirse a las dos últimas etapas de su división y que coinciden con las que he propuesto—aunque sin la agudeza de los términos que emplea Viota—. A partir de Sauve qui peu (la vie), se produce un punto de inflexión en la obra de Godard que tiene extensiones principalmente en Passion, Prénom Carmen, Je vous salue, Marie, Nouvelle Vague y Hélas pour moi; no son, por cierto, todos los largometrajes que Godard realiza hasta 1993, una etapa que incluye varios cortos o mediometrajes. En los títulos anotados se despliegan facetas ya esbozadas en su producción de los años sesenta y que aquí adquieren una notoria centralidad. Se convoca, por lo pronto, una cierta teatralidad y se acentúa la corporalidad (eso que en Prénom Carmen es particularmente potente, con una Maruschka Detmers exultante); el campo y la naturaleza pasan a ser entornos dominantes 18El encuentro con la naturaleza de un modo más constante proviene en parte del traslado de Godard, de su residencia en la gran capital francesa, a la localidad de Grenoble, sin que eso signifique que deje de filmar, al menos parcialmente, en París. Más tarde se instalará definitivamente en la pequeña ciudad de Rolle, en Suiza, y los planos fijos con un actor-personaje como centro de atención se hacen los preferidos por el director; se acentúa la música clásica, aunque con una función muy particular y ajena a los usos habituales de música de fondo o “atmosférica”; se potencia el trabajo con la luz y el color y, con ello, la plástica de la imagen y los referentes pictóricos, sin excluir claroscuros, antes muy escasamente presentes en su obra; el cartel es prácticamente reemplazado por el cuadro pictórico…
Anota Viota (2023): “Si sus primeras películas son inmersiones en el cine de género ahora la operación es similar, pero se ha salido del ámbito del cine para entrar en el de los mitos artísticos” (p. 172). Pero no se trata, en absoluto, de una glorificación de esos mitos, como no lo era tampoco con los géneros en sus primeros tiempos. Es un abordaje original y siempre excéntrico, para nada complaciente con las expectativas que pudiesen tener los aficionados a la literatura, la música clásica o la pintura. En cierto modo, esta etapa es una suerte de renacimiento, de reencuentro con el mundo, la vida y la sexualidad, pero no ya con el ímpetu del Godard de los años sesenta, sino con una serenidad y sentido de la ironía propios de un hombre mayor.
Con los años memoria, que en un inicio se superponen a la etapa anterior, y con cinco largos que se filman con distancias de tiempo antes inusuales en la obra del autor, se despliegan los dispositivos que caracterizan la última franja de la filmografía godardiana, que es también una vuelta a los referentes fílmicos, pero ya no a la manera de los años sesenta 19Dice Ricardo Bedoya (2023): “Ya en el siglo XXI, luego de la experiencia de Historia(s) del cine (Histoire(s) du cinéma), Godard apuesta por el ensayo fílmico, recurre a las imágenes de archivo para intervenirlas y entremezclarlas con aquellas registradas por él y se sitúa como el sujeto que organiza, en torno de sí, ficciones que son también documentos y comentarios sobre el mundo, la política, el cine y el trabajo del cineasta” (p. 93). Se reincorpora el video, primero analógico, como en Histoire(s) du cinéma, y luego digital, sin que se excluya el soporte fílmico. El material de archivo (informativos, documentales, fotografías, cuadros) se multiplica y los fragmentos del cine del pasado adquieren preeminencia en Histoire(s) du cinéma y en Le Livre d’image. La voz en off —la del propio autor a veces—, antes ocasional, pasa a ser permanente, las referencias a la historia del siglo XX y a ciertos acontecimientos de las dos primeras décadas del XXI están allí con la pregnancia que suelen tener esos referentes en el cine de Godard. No obstante, no hay que entender memoria en el sentido común de la palabra —como que el autor franco-suizo no hizo nunca gala de “sentido común”—. Los dispositivos de la memoria godardianos no apuntan a la evocación o al recuerdo, como podrían ser los flashbacks estándar o las escenas en las que se une una situación emotiva con diálogos que activan el recuerdo, con el apoyo de un tema musical alusivo. La memoria no es aquí la recordación ni está teñida por la nostalgia, a no ser que se considere como nostalgia esa tonalidad un poco en sordina que se agazapa en las imágenes. No hay personajes que recuerden y, en algunos casos, ni siquiera hay personajes. La memoria opera, en cambio, dentro de la particular construcción de cada película, como un estrato que no se desprende de aquello que se está viendo y escuchando, y se agrega a esa condición de “presente indicativo” que caracteriza el íntegro de la filmo- grafía de Godard. Eso vale también para las imágenes de filmes de Histoire(s) du cinéma y Le Livre d’image. Los fragmentos pueden evocar el pasado del cine, pero son vistos en el presente en que el autor los selecciona, observa y comenta. La memoria se integra al flujo de lo inmediato y lo coetáneo.
A modo de colofón: una obra en constante cambio
No existe ninguna obra cinematográfica en la historia del cine que haya evolucionado de la manera en que lo hizo la obra de Godard. Una evolución que se fue haciendo de a pocos y en la que cabría un mayor número de fases fronterizas de las que hemos referido. En esa evolución la ecuación entre el minado progresivo del relato clásico, la atención a la materialidad visual y auditiva, la incorporación de los paratextos y la asimilación creciente de referentes extrafílmicos, se encuentran con la propia evolución de la imagen cinematográfica. En un comienzo, el celuloide constituía el soporte invariable y único, el que parecía que iba a acompañar el desarrollo de la cinematografía en todo el futuro que tenía por delante. No fue así, y Godard utiliza el video analógico desde los años setenta, aunque sin minar la primacía de la imagen fílmica. El uso de esa modalidad de video es el que, en buena medida, le da forma a su proyecto más ambicioso, Histoire(s) du cinéma, enclavado en el conjunto de su obra en el mismo umbral en que la imagen digital viene a desplazar, al parecer para siempre (aunque no necesariamente de manera absoluta), a la imagen fílmica. Para Godard esto supone un desafío al que no teme y, consecuente con ello, aborda esta nueva imagen, intentando extraer de ella todo lo que pueda servirle para dar cuenta del momento histórico en el que está situado y del momento cronológico de su propia vida 20“Godard, como historiador contemporáneo, ‘pone en tensión cada cosa consigo misma’, pega los fragmentos unos a otros para que salten chispas, asociaciones, quizá conclusiones. Pero a la vez esa misma tensión deja ver sus costuras, sus raspados, sus trasfondos, sus heridas… Por esa razón, Godard deja a veces la pantalla en negro, como un descanso para la mirada, pero también como una señal de que existe ahí un agujero que no se puede llenar” (Losilla, 2011, p. 42)
A partir de esas dos circunstancias, Godard procede como había hecho en sus inicios en las condiciones en que empezó a filmar, adecuándose a las posibilidades que el cine le ofrecía en ese entonces —con película de alta sensibilidad, cámara en mano, en exteriores, y con un aire de improvisación—. La diferencia está, acaso, en que en la última etapa de su carrera son las aplicaciones de la cámara y la tecnología digitales, y la disposición vital de un hombre con más de cuarenta años de cine a sus espaldas, las que marcan el derrotero creativo. Si antes las huellas de la materia fílmica se hacían ostensibles, ahora lo son las de la materia digital y lo son en orden a darle una mayor opacidad a la imagen, incluso cuando utiliza el procedimiento de la tercera dimensión (por ejemplo, en el episodio suyo de 3x3D y en Adiós al lenguaje). Entiéndase opacidad, no como oscuridad o grisura, sino en la línea de lo que Roland Barthes (2009) denominaba el sentido obtuso: como ausencia, incertidumbre, esquivez, o aspereza. Es esta opacidad la que caracteriza las imágenes de Elogio del amor, Nuestra música, Film Socialisme, el episodio Les Trois Désastres de 3x3D, o Adiós al lenguaje, con la culminación de El libro de imagen, sin excluir los cortos que elabora en esos años.
Al decir culminación aludimos a una terminación fáctica y no al cierre de una obra en el sentido, digamos, rotundo y conclusivo del término. Si en el campo de las creaciones artísticas no hay clausuras definitivas, en el caso de Godard esto es aún más patente. Entre todo aquello a lo que se mantuvo fiel y constante a lo largo de su filmografía, el carácter abierto y, en cierto sentido, provisional e incompleto de sus películas es uno de los que mejor define su andadura y su relieve en la historia del cine. Un relieve extraño, un tanto anómalo si se quiere, porque, y lo digo utilizando el título del libro de Alain Bergala (2003), nadie como Godard expuso tan radicalmente los límites del relato y del lenguaje cinematográfico tradicional, y nadie como Godard se abrió a un horizonte expresivo en el que la biografía personal, las huellas de la contemporaneidad, la historia toda del cine, la intuición poética y el impulso de renovación constante componen de un modo heterodoxo y “disidente” una filmografía única y totalmente diferenciada. Una filmografía que, en su identidad, amplitud y espíritu transformador, difícilmente podrá encontrar correspondencias en el futuro que se anuncia, al menos por un buen tiempo.
REFERENCIAS
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