“A being does not first become a being due to our occupying ourselves with it as such. How could we ever occupy ourselves with a being as such if beings were not already given in advance and familiar to us?”
Martin Heidegger, The Essence of Truth.
Es siempre delicado acercarse a un concepto abstracto de tal manera que sea posible capturar una ínfima parte de éste sobre el papel, aun sin un filósofo como Heidegger de por medio. Alemán y nacionalista, proveniente de una zona rural incontaminada del sur del país, este pensador dedicó la inmensa parte de su obra a analizar lo que en otras lenguas corresponde a la palabra existencia y en alemán es llamado Dasein, que en su caso cobró un nuevo significado: la investigación de en qué consiste ser. En qué consiste existir y aplicar a su vez un substantivo a ese verbo.
Del mismo modo que el sujeto que está intentando dilucidar el significado de aquello que deberá plasmar en una obra debe dar el primer paso, sea éste un artículo, una imagen gráfica u otra manifestación humana con voluntad de transmitir algo sucedido a nuestro alrededor, debe teclear la primera palabra del párrafo, desgranar el primer subconcepto que dará pie al significado del artículo entero, el Dasein, oculto, nos interpela a medida que se siente cercado por cada frase, cada postura definida: nunca serás capaz de contenerme y atraparme como un todo, porque fui y seré antes y después de ti, y porque el mero concepto de Dasein debe ser incompleto, incognoscible en toda su extensión.
Así pues, un artículo sobre La Berlinale, La Berlinale en el punto del tiempo y el espacio que nos ocupa; la Berlinale en el año 2011, segunda versión desde que empezó la crisis económica, décima desde que se produjo el atentado en las Torres Gemelas, siguiente al aniversario del festival número sesenta; festival de cine europeo, alternativo, americano y de las estrellas; la Berlinale del Palacio de Cristal, los árboles moteados de nieve en medio de Potsdamer Platz; el festival de Isabella Rossellini, los hermanos Coen y del cine turco e iraní, que provoca altibajos de reconocimiento familiar del inmigrante intentando alcanzar los objetivos de su particular poder-ser y deseos de abandonar la sala, a veces todo a la vez; la Berlinale en un punto en el que todos sus integrantes y su público se hallan en medio de una crisis (krísis, juicio o decisión en griego) mutando de un estado, de una identidad, a otra, casi completamente nueva, aunque en realidad sea vagamente familiar, genera aún más complejidad en estos años de decisiones y cambios. Complejidad reflejada por la inevitable selección de películas que retratan el entorno social y político actual y por el estado general del contexto nacional en el que se desarrolla el evento.
Quizá podamos definir la Berlinale de este año 2011 como la del festival de películas en la que viajeros provenientes de otros países y culturas miran en derredor a la Alemania de otras épocas (siempre una Alemania en positivo, una Alemania alegre e intercambiable en deliciosos panes de azúcar y calefacción enmarcada por una ventana de cristal doble), quizá porque la del presente es del tipo borroso e inestable; se acercan sus espectadores inmigrantes en Alemania a Berlín Alexanderplatz, se desprenden de lo poco o mucho que fueron en sus países de origen y se adentran, se pierden en la cultura que les acoge, se disfrazan o mutan, según su capacidad y deseos, mientras las líneas rectas en derredor, los tranvías, los niños bien alimentados, la abundancia y el bullicio de cabezas con prisa serpentean en sus tripas y les empujan a dejar, en un instante, tirada en la acera cubierta de nieve sucia, la piel de serpiente encallecida, dura, de lo que habían sido en el país del que provenían. Es el festival, en medio de las tormentas financieras que asolan a Europa, del niño que llega por primera vez al centro del imperio, el centro de donde vienen todos esos sólidos y estólidos y brillantes coches y claudica para transformarse de visitante a emigrante y de emigrante, con buena suerte, a alemán. A alemán feliz, según algunos de los films.
Así pues, en esta reseña se resumen muchas de las películas presentadas en la selección oficial del 2011; películas turcas en las que se intenta presentar un punto de vista amable de la emigración procedente de la península de Anatolia al país teutón; películas sobre minorías afroamericanas en un Nueva York alternativo; tentativas al 3D de dos de los directores alemanes más importantes de todos los tiempos, Wim Wenders y Werner Herzog; películas de separaciones con personajes más o menos complejos; y presentación del nuevo film de los hermanos Coen, un western-remake de la película homónima con precisamente un niño (una niña de catorce años, para ser exactos) que también se adentra sola en el medio hostil del oeste yankee, un medio peligroso en su vastedad, y que, después de la exploración metafórica precedente a toda conquista, se adueña del entorno -a su manera y con algún que otro daño colateral- con los medios que le son dados.
Exploración
Un hombre intenta suicidarse tirando el coche en el que va montado al agua, tras una dolorosa ruptura con su mujer. Su vehículo se ha salido repentinamente de la carretera, creyendo erróneamente el conductor que en un lugar tan apartado no va a haber nadie que frustre su tentativa. Otro individuo, adentrándose en el paisaje de la Alemania dividida de los setenta, recortado contra el gris más oscuro de la hierba y el muy claro del cielo (famosa la fotografía de Robby Müller en aquel film), observa lo sucedido a su coetáneo. El hecho de que el coche pueda flotar en el agua frustra el intento de suicidio del conductor, después de lo cual el observador se presta a ayudarle, ofreciéndole ropa seca y la compañía que pueda proporcionarle. Es uno de los momentos memorables de Kings of the Road (Wim Wenders, 1976), una road movie que la crítica calificó de silente por su casi total ausencia de diálogos.
El coche y el entorno son del gris de la década de los setenta, década en la que Alemania todavía se encontraba dividida en dos, enfrentándose ambas regiones a la llegada de diversas olas de inmigrantes, que con el tiempo cambiarían ese entorno que parecía inmutable, perdido en la feroz lucha ideológica centroeuropea.
Década asimismo en la que los alemanes, tras la Segunda Guerra Mundial, tras el horror y la culpa que su actuación como pueblo atrajo sobre la nación, y aún sumergidos en las divisiones colaterales al conflicto de la Guerra Fría, más que plantearse cómo recibir a otros emigrantes bajo sus fronteras y habiendo sido ellos mismos emigrantes durante la primera mitad del siglo XX, empezaban a vislumbrar qué debía-se-suponía-podía ser el famoso y maldito Dasein promulgado por un nacionalsocialista confeso como Heidegger: el ser, la existencia como habitante de la nación alemana sin poder ser plenamente conscientes de ello, sin comprender todo el horror que acababan de dejar atrás; sin poderlo evitar a pesar de todo lo sucedido. En definitiva, el ichinen, el yo oriental que se escapa a cualquier definición concreta.
Porque en resumen, qué era ser alemán en aquellos momentos, aparte de haber formado parte del genocidio orquestado más grande de la historia de la humanidad. Cómo se podían definir a sí mismos y sobrevivir a la culpa más que explorando sus fronteras, su propio paisaje, su carencia o exceso de comunicación.
En el siglo XXI, en la década actual de las revueltas en el mundo árabe, de la multiculturalidad y la información-pólvora, la exploración la llevan a cabo otros ojos. En general, los de la mirada nostálgica de aquellos que, precisamente en los setenta, fueron niños que tuvieron que emigrar o trabajadores con las esperanzas puestas en aquellas tierras frías de ordenadas carreteras y potentes automóviles.
Así pues, este año los organizadores de la Berlinale han decidido demostrar que el nuevo concepto de Alemania -tiempo ha- ha madurado y está listo para recogerse en historias: el tema de ser alemán y cómo afrontarlo ya pasó de moda (a pesar de famosas novelas recientes sobre el dilema de las nuevas generaciones a la hora de juzar a sus mayores, véase por ejemplo El lector, de Bernhard Schlink) y son las minorías étnicas llegadas hace pocas generaciones las que se esfuerzan por encontrar su lugar en el país.
Así, el festival empieza con el film Almanya, Willkommen in Deutschland (Yasemin Samdereli, 2011), una historia de inmigrantes turcos en el país teutón contada de forma amable y divertida, en la que el interrogante de pertenecer o no pertenecer al pueblo que acogió al primer valiente de la familia es apenas esbozado. Sus realizadores insisten en que el film trata sin más de grupos familiares, no importa de dónde vengan ni adónde vayan, ni cuáles fueron sus puntos de vista, su poder-ser anterior; han entrado, adquisición de casa y coche mediante, en la confusa y abstracta categoría de “ciudadanos europeos”. Una identidad contradictoria, delicadamente sostenida por los dos bandos: la Unión Europea ha vetado a Turquía su entrada durante varios años en la asociación, mientras que los habitantes de la península de Anatolia emigrados a Austria o Alemania, entre otros destinos, se desenvuelven aún demasiado a menudo en ghettos culturales y, sobre todo, educacionales. Como con todo, la película indica el punto de vista del sujeto sin nación, perdido en el mismo punto en que empieza a preguntarse por el Dasein, sin sostener ninguna postura demasiado comprometida.
La respuesta a la crisis, la crisis que para muchas de estas familias no empezó porque no llegó a terminar, es el retrato dulce de un señor maleta raída en mano, mirada de ojos abiertos, sudorosas las manos, la cabeza embotada por esos extraños sonidos guturales de las lenguas sajonas. Un hombre en el exilio que no piensa por temor a echarse atrás y volverse en el primer autobús con su familia y amigos; explora el entorno donde se ha trasladado, movido por la necesidad, y sirve de anclaje visual, de perfecto inicio para los guiones de la Berlinale.
Conquista
La programación de todos los festivales en Europa, por razones obvias, tiene como trasfondo el debacle financiero que ha azotado a todos los países sin excepción, ya sea mediante aparentemente una sola película (Margin Call, J. C. Chandor, 2011) como más sutilmente mediante el trasfondo de varias.
Así, si algunas de las obras buscan esa nueva definición de la Alemania post-guerra fría en la que el otrora emigrante desvalido, normalmente un niño, explorara su nuevo entorno para conquistarlo a su manera, la selección de la sección oficial ha intentado este año dar voz a nuevos talentos del cine, debutantes que con su primera película transmiten en muchos casos los valores y estéticas de sociedades antaño no tan reflejadas en las tradicionales películas sobre subculturas.
Una de ellas sería la de la primeriza Victoria Mahoney, Yelling to the Sky (2011), sobre un barrio conflictivo afroamericano de Nueva York. Narrando la conquista de su entorno de la joven Sweetness (Zoe Kravitz, hija del cantante Lenny Kravitz), mediante la violencia, el guión muestra un tipo de cultura hasta entonces parcialmente oculta en los guiones llegados desde Estados Unidos, tras el éxito de Precious (Lee Daniels, 2009). La película, muy irregular, se centra en la actitud de la protagonista ante los peligros de su entorno y en la solución a sus problemas mediante la venta de drogas. Es muy difícil calibrar qué hubiera sido de este guión sin la película predecesora de Daniels. Sin embargo, la voluntad de incluir entre sus personajes a una afroamericana obesa (Gabourey Sidibe), interpretando papeles de matona, es tan poco políticamente correcto, que en un país como los Estados Unidos se le debería valorar un poco más el esfuerzo. De momento, Yelling to the Sky se queda en una tentativa algo ramplona de dar la famosa voz que se les debe a los afroamericanos en las películas, sobre todo a las mujeres, aunque con un poco de suerte podría sentar cimientos para algo mejor que está por venir, de la misma manera que lo hizo Precious en su día.
Por otra parte, My Best Enemy (Wolfgang Murnberger, 2011) es otro ejemplo claro de la conquista de los antaño tabúes para con el Holocausto por parte de la sociedad alemana: film en la que un nazi y un judío son amigos, embrollados en una complicada relación personal truncada por la guerra y el envío del segundo a un campo de concentración por parte de los superiores del primero.
La anteriormente mencionada Valor de ley (True Grit, 2010), western dirigido por Ethan y Joel Coen, es un remake de la historia llevada ya a la gran pantalla en 1969 por Henry Hathaway; las desventuras de una muchacha de fuerte carácter adentrándose en el oeste americano (en la original acompañada del vaquero John Wayne, en esta del más corrosivo, y según los Coen, posmoderno, Jeff Bridges) para hallar al asesino de su padre.
Durante todo el film, los Coen hacen gala del sentido del humor que tanto les gusta mostrar para enseñar al espectador dónde están los verdaderos valor y firmeza americanos. Una historia de superación con una niña recién llegada a un territorio adverso, que se erige en pequeña heroína a lo largo de la trama.
Por supuesto los fans de los hermanos Coen no reconocerán nunca a este film su carácter enaltecedor de lo que teóricamente critican. A pesar de un planteamiento algo hipócrita de lo que debe ser una autocrítica, Valor de Ley es un film entretenido y muy satisfactorio para los fans de esta pareja.
Y cómo no mencionar en este apartado a la ganadora del Oso de Plata, The Turin Horse (2011), del director húngaro Béla Tarr (Satantangó, 1994). El filósofo Friedrich Nietzsche presencia en 1889 cómo un granjero propina una brutal paliza a un caballo de su establo. Esta escena de crueldad le provoca al pensador tal desasosiego que abraza al animal, protegiéndole de la tortura que está sufriendo. El filósofo debe ser conducido a su casa tras el episodio, quedando postrado en cama durante dos días debido a la depresión provocada por el episodio.
Este es el inicio de la película del realizador húngaro, basada en una anécdota verídica, y siguiendo el punto de vista alternativo del propietario del caballo. El testimonio del granjero desheredado, a la fuerza sin más aspiraciones, frente al del famoso filósofo alemán con posibles, misántropo y colérico en la realidad, narrado al estilo del realizador húngaro, esto es, con pocas acciones y aún menos diálogo.
Tarr, en su infinita paciencia de planos largos en blanco y negro, planos fotográficos de movimientos de una sutilidad extraordinaria, nos ayuda a identificarnos con el maltratador sin nombre, con el paria cuya historia fue escrita por los vencedores (la cultura alemana del superhombre, la inteligencia y la bondad propiciada por un bienestar económico y social del que aún no disfrutaban la mayoría de europeos de la época) de la misma manera que los anteriores outsiders provenientes de países más pobres se enfrentaban a los escaparates de dulces alemanes, decorados con nieve de poliexpán.
Desaparición de la cultura de origen mediante la asimilación
Después de la llegada a la tierra de acogida, de la imagen del recién llegado con el hatillo o la maleta, y tras la conquista metafórica del territorio en el que se encuentra, el proceso preferible para los anfitriones y los huéspedes culturales, el ideal y el que genera menos conflicto, es el de asimilación de la cultura de acogida, la transformación paulatina y en ocasiones volcánica del Dasein del país de origen del inmigrante a aquel que se espera de él en el país de acogida. Este estado de la existencia y la identidad, a medio camino entre dos entes familiares y aceptados (el ser europeo o no serlo, en el caso de los inmigrantes turcos) es comparable al de los habitantes de las naciones afectadas en el continente por la crisis, debido sobre todo al cambio económico, mayormente forzado, que están teniendo que experimentar. Es el momento en el que, a pesar de cierta inestabilidad que tiende a desaparecer si el individuo permanece durante muchos años en el país de acogida, el yo cambia, se vuelve borroso, inconcluso y algo inseguro; se encuentra en un punto de mutación. No se es lo que se era ya, pero tampoco se será nunca lo que se espera que se sea. No se es turco, español, italiano o griego, pero tampoco alemán, danés, austríaco o sueco. Hay pues una separación de sus congéneres, además de la inevitable separación para con los anfitriones del país extranjero.
De una separación de índole familiar habla también la ganadora del Oso de Oro de este año: la iraní Jodaeiye Nader az Simin (Nader And Simin. A Separation, Asghar Farhadi, 2011). La pareja protagonista se separa a causa del padre del protagonista, Nader. El film trata de retratar con fidelidad los claroscuros de la identidad de la pareja de Nader y Simin, cuyo marco de acciones suele convertir en cine a uno de los cónyuges en el personaje negativo y al otro en su contrapunto más positivo. Con una hija de por medio y un viaje como premisa del film, Nader y Simin. Una separación es, además de una obra de incuestionable calidad, tanto por la construcción de sus personajes desde el guión como por la interpretación de éstos (todos sus intérpretes se llevaron los premios del festival a mejor actriz y actor), un ejemplo de la filosofía del evento este año, con Dasein mutables, indefinidos y fluctuantes; con un polvorín y un viaje de fondo y varias separaciones latentes en un mismo nicho familiar.
Es, en definitiva, la transformación de la existencia de Heidegger en un poder-ser dinámico, aplicado en la Berlinale este año en cuanto a nacionalidades y familias, los dos pilares de la sociedad occidental que tan cuidadosamente se intentaron construir y que tan rápidamente están siendo erosionados debido a la debacle neoliberal. Un intento de uno de los eventos cinematográficos que más trata de erigirse en lo que sería la mirada europea de los espectadores para definir en estos momentos borrosos lo que debiera ser cine ahora, en este instante, dejando por fin atrás nuestro particular lastre; lo que ya pudimos ser y fuimos. Fuera lo que fuera.
Marichalar, A. (2011). BERLINALE 2011, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/berlinale-2011/471