Caleuche, el llamado del mar, la última película del chileno Jorge Olguín, se presenta como un film de misterio, fantasía y terror. La historia se instala desde el mito del Caleuche para hablar de un tópico universal: no podemos luchar contra el destino, y menos contra las fuerzas de la naturaleza. Sobre todo cuando éstas van más allá de nuestra compresión. Olguín a ratos logra un relato interesante, con intriga y buenas actuaciones; a otros la película falla en elementos claves como el montaje, los diálogos, la fotografía y una débil puesta en escena.
La película cuenta la historia de Isabel (Giselle Itié), una bióloga marina, que vuelve desde Estados Unidos a Chiloé padeciendo una extraña enfermedad. Su regreso está marcado por una promesa que le hizo a su padre antes de morir.
La película se articula entorno el mar. En la primera secuencia, ambientada durante los años cincuenta, se cuenta la historia de Amanda (Luz Valdivieso), la esposa de un pescador que sólo da a luz hijos que nacen muertos. Cansada y frustrada decide suicidarse, por ello la vemos caminando con decisión hacia el mar. Su esposo la rescata a tiempo, pero la tristeza de ambos es tal, que deciden hacer un pacto con el Caleuche. El barco les concede lo que piden – un hijo –, pero como no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, los tripulantes del barco vienen por él cuando ya es adolescente. El padre paga las consecuencias; el hijo escapa de la recóndita isla Millalobos; y la madre se suicida. En el océano por supuesto. No pasan quince minutos de historia, cuando el mar ya ha tejido un hilo que enredará todo y controlará la vida, muerte y destino de los personajes que presenta Olguín. Ni siquiera el Caleuche tiene la última palabra, porque es el mar quien dota de poder al barco fantasma. Éste lo esconde, lo guarda y finalmente, lo hace ser lo que es.
Posteriormente, nos trasladamos a Estados Unidos., donde el paisaje se vuelve ajeno, impersonal, helado. Pero es un frío distinto a las bajas temperaturas chilotas, éste es producto de la tecnología, de lo que no tiene vida, lo vacío, del tiempo que corre rápido. No obstante, el mar no tiene fronteras y su enigmática fuerza lleva a que Isabel se sumerja en el gran acuario que tiene su oficina. Isabel se ahoga, es hospitalizada y los doctores descubren que tiene la misma enfermedad que su padre; esto la hace retornar a Chiloé. Es sin duda el mar, una vez más, el que se manifiesta, el que une, el que rodea, el que controla y dirige a su antojo los personajes.
Ya en la isla la potencia de la naturaleza se vuelve sublime, pero la contemplación no está mediada por la protección que permite el goce, sino por el terror de su fuerza que no se apiada. Neblina, tierra, bosque, humedad, arena y por supuesto las bravas olas se manifiestan a su antojo. La potencia se demuestra con tomas áreas que dejan en manifiesto la pequeñez de los personajes ante el entorno, así también por travellings que acompañan a los personajes en sus peregrinaciones por el bosque. El mar es amo y señor y todas las energías naturales lo secundan en sus objetivos.
Por ejemplo, Isabel cae tres veces al agua, primero en EE.UU; luego cuando sale de pesca con Simón; posteriormente cuando el Caleuche viene por ella. Las tres veces el mar agradece su presencia y llena de peces todo lo que ella rodea. Cuando Isabel vuelve a las aguas todo recobra su equilibrio. He ahí el mar, la necesidad, el llamado. He ahí su enfermedad, la lejanía, la atracción. He ahí la maldición, los abuelos, el padre. He ahí ella, en tierras que le son propias, pero extrañas, movida por algo que no logra comprender, por algo que desconoce, pero que sin embargo controla sus acciones.
De todas maneras, no todo está en lo sobrenatural. El film acertadamente toca un tema contingente, que viene con el personaje de Borquez (Marcelo Alonso), quien desde su prepotencia se cree dueño del mar, representando así el conflicto entre pequeños pescadores y empresas más grandes que sobreexplotan los recursos sin derecho. No deja de ser conmovedor el final del personaje de Borquez, quien en su desesperación le vende su alma al Caleuche y podrá vivir más tiempo en su riqueza, pero sin embargo, terminará peor que cualquier otro.
Ahora bien, el problema más grande de la película recae en su ambición. La gran apuesta que ésta genera, los años de expectación desde su anuncio, la sobre confianza en el maquillaje y los efectos especiales le pasan la cuenta y muchas veces, el film, pierde verosimilitud. Toda la potencia que la misma naturaleza le da, se ve mermada cuando se confía en los artificios para narrar. Caleuche cae en el error de mostrar demás. Esto va más allá del diseño del barco o la ajena forma de los tripulantes. El barco se ve como algo estático y sin vida, al igual que sus marineros, que parecen robots faltos de animación. Toda la fuerza natural que ha cruzado el film deja muerto al mito. Dicen que los monstruos que no vemos son los que causan más miedo. Caleuche devela demasiado en momentos que debió guardar el misterio si es que no tenía las capacidades para lograr algo de mejor factura.
Olguín pierde una gran oportunidad; cuando se centra en el mito, este es sensible, bello, misterioso. Pero cuando el mito se vuelve realidad es pobre, falso, triste. Caleuche, el llamado del mar, hace que el director avance en su filmografía, pero sólo funciona como un llamado. Llamado que el mismo Olguín debería escuchar para consolidarse en el futuro.
Luisa, M. (2012). Caleuche, el llamado del mar, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-12-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/caleuche-el-llamado-del-mar/601