“No estaba filmando, solo interpretando una de las danzas más extrañas que había visto”
Jonas Mekas
Este no es un ensayo actualizado, o quizás, sí, si pensamos en los tiempos de un libro. En 1963 se publicó en Valparaíso por primera y única vez Cinepoemas, de Sergio Escobar (1930-1970). Olvidado por mucho tiempo, subido en pdf a la plataforma de la Dibam, compartido por algunos escritores bien enterados y dejado en los enormes archivos de la poesía chilena como un documento a la espera de su recepción, Cinepoemas de Sergio Escobar conforma una experiencia alucinatoria 1El libro se puede descargar en el siguiente link: https://obtienearchivo.bcn.cl/obtieneimagen?id=documentos/10221.1/72819/1/189207.pdf. Carlos Hermosilla, en su sentido homenaje a la muerte de su amigo, lo lamentaba: la experiencia de Chile puede llevar a una anticipada condena. Pero, también, a un extraño fenómeno del recuerdo: la venta en papel del libro como una rareza, una “obra de arte” de coleccionistas que se paga como tal.
Cinepoemas contiene este rasgo actual y también de época. Como una fenomenología de la luz, el libro explora los acontecimientos que se dan en la sala de cine. Este rasgo, tan característico de la citada fuente pictórica del reflejo, sigue sorprendiendo como experiencia. Sergio Escobar explora el formato de la sala en el montaje de los capítulos y fotografías, fragmentos no tanto de una película sino de la función. Al interior de esta actualizada alegoría de la caverna, las miradas, la luminosidad y la soledad resaltan en la compañía de una masa que asiste a esta experiencia sonora y visual. Es la época también. Gonzalo Millán advirtió en su momento la importancia del cine en su generación, varios poetas de los sesenta confirman cómo el cine afectó -más que los libros, incluso- su imaginación; algunos poetas actuaron en películas -como en las de Raúl Ruiz-, otros agregaron en su poesía los imaginarios del cine de los cincuenta -como Teillier o Arestizábal- o, incluso, se vistieron a la manera de sus heroínas o héroes. El cine conforma una experiencia inusitada, clave de una generación que comenzó a vivir el tiempo libre y las cimarras del colegio en el escondite de las imágenes en movimiento.
En el caso de la zona de Valparaíso, el grupo cinema de Viña del Mar conformó un trabajo colectivo fundamental en esos años; reunidos alrededor de las películas de Aldo Francia, los comentarios a la salida del Cinearte, el café y las revistas, este grupo confabuló poesía, música y gráfica. Quizás sea el único espacio poético en Chile que terminó llamándose en relación con el mundo social del filme. Pero no solo eso. La pantalla del cine ha influenciado también los modos de comprender las formas de la escritura y la construcción de un libro. Esta memoria afectiva es plausible en la poesía chilena. Los westerns y el cine italiano, la proliferación de salas y los cineclubs, el procedimiento del montaje y las imágenes de actores y actrices, crearon una huella en las estratificaciones de la imaginación.
Sergio Escobar comienza Cinepoemas con la hermosa imagen de la sala en la oscuridad. En la entrada de la luz, la poesía da cuenta de una pantalla circular. Las imágenes que incorpora el libro parecen pequeños fotogramas que, a la vez, titulan algunos poemas. Recursos y procedimientos de montaje, las páginas son tomas de cámara. Dividido en “Reparto”, “Por orden de aparición”, “Intermedio”, “Fin del intermedio” y “Sinopsis crítica” (este último incluye un compilado de citas sobre el libro anterior de Escobar), los veintidós poemas de Cinepoemas -muchos de ellos extensos- aluden a sucesos típicos de la mirada y al mundo del film: “Primeros gags”, “Escalamiento del ojo”, “Campo contracampo” o “Pre-estreno”, con subtítulos como “Cortometraje”, “Montaje lírico” o “Documental”. Cine de poesía, o, mejor dicho, poesía de cine, largas secuencias de versos aparecen entrecomilladas como diálogos existenciales de la nouvelle vague o el neorrealismo italiano; aunque no lo sabemos, solo intuimos. Entre las elipsis, la imagen fija, la expresión poética, se busca provocar una integración de los sentidos. “El corazón filmado (montaje lírico)”, sugiere un ritmo, un tono que escapa de la secuencia narrativa; exploraciones que las imágenes en movimiento y los sonidos llevan a cabo a través de las desviaciones e irrupciones del montaje. Las anotaciones de Carlos Hermosilla a estos poemas perfilan una continuidad experimental y colaborativa en Cinepoemas. Es un libro en que el reparto está conformado por Andrés Sabella, en la “cinepresentación”; Roberto Solari, en los fotogramas; Carlos Hermosilla, en “Apunte”; Sergio Escobar, en el guion lírico; ediciones Redes, en la “Producción”; además de mimetizar en la secuencia los intermedios y el orden de aparición de los poemas, e incluir una sobrecubierta azul y celeste de uno de los fotogramas, una intensa portada roja en cuyo título aparece un rectángulo como una pantalla -vuelto a emplear en el colofón- y un dibujo de Hermosilla que retrata al poeta en la portadilla. El acontecimiento creativo se concibe así como construcciones de mundo, potencias siderales de la escritura que permitiría una sinestesia y explosión de formas de vida gracias a las huellas incalculables de las imágenes.
Los títulos exorbitantes densifican los versos ligados a una poética lírica, aquella que se cultivó en los cincuenta y sesenta, que al parecer en la actualidad está volviendo. Al leer a Escobar se percibe un vínculo con los dos Valles de Chile: Rosamel y Juvencio. Así como la poesía de Humberto Díaz-Casanueva, Gonzalo Rojas, Arturo Alcayaga Vicuña y, por cierto, el diálogo con sus amigos Carlos Hermosilla y Andrés Sabella, poetas fundamentales en el trabajo con las imágenes visuales (grabador y dibujante, respectivamente). También puede leerse en relación con los relatos de Pedro Guillermo Jara, los poemas de Jorge Teillier o los dibujos de Germán Arestizábal, en la alusión constante de personajes de películas y la imaginación proveniente del cine de los cincuenta y sesenta. Pero, sobre todo, sintoniza con una poeta que, quizás, no alcanzó o, mejor dicho, no alcanzaron a conocerse: Raquel Jodorowsky. Artista alucinante y alucinada, que ya en sus primeros libros incorpora la visualidad en sus textos. Dimensión de los días (1950), conforma una poesía existencial y metafísica que conjuga con hermosos grabados de Julio Escámez. Lo más llamativo, sin embargo, son los diagramas del libro futurista Alnico y Kemita (1964), donde la poeta irradia una cosmología de poesía electrónica y cibernética. Abundan alunizajes, coro de trenes, nación de transistores, plasma solar, junto con los dibujos de circuitos y vectores. Sintoniza con el libro anterior de Sergio Escobar: Cirial. Situaciones (1961). Esta breve pero impresionante publicación incluye grabados futuristas de Carlos Hermosilla; Cirial es delirante en la imaginación de satélites, planetas, nuevos objetos y hasta un cirionauta. Lírica y maquínica, Escobar y Jodorowsky anteceden al proyecto Synco de Salvador Allende y sus diagramas; las figuras de ciencia ficción y poesía dan cuenta de una explosión de la imaginación en un planeta que se desplazaba hacia otro modo de vida. Escobar y Jodorowsky crean sus propios vocabularios y resaltan en sus utopías siderales. Cinepoemas incorpora una imaginación cósmica; el mar alberga el símbolo de una batalla sideral entre silencios, soles, estrellas e islas de sentido que parecieran materializar los fotogramas y elipsis. De todas estas figuras impregnadas de un surrealismo de ciencia ficción, a veces indescifrables, destacaría la luz y su irradiación estrambótica, lúdica y astronómica. Este delirio le permite vagabundear entre puertas, sombras y música, que uno imagina a la vez dentro del cine y fuera del planeta. El virtuoso extravío de su poesía contrasta con sus cuentos, aunque no abandona la enumeración, la imaginación y el humor, como en “¿Conoció Usted a Salvatierra?”, relato incluido en Aquel tiempo, esas alucinaciones (1969). Un hilarante cuento de pellejerías que vive un hombre mueble.
Sergio Escobar se une de este modo a escrituras desmesuradas como las de Ferreterías del cielo (1954) o Entrediós (1968), de Arturo Alcayaga Vicuña. La primera publicación fue fabricada en la cárcel de Valparaíso a mediados de los años cincuenta por los mismos presidiarios. Tanto en Ferreterías del cielo como Entrediós, Alcayaga Vicuña delira con exabruptos de imágenes cósmicas; una constelación de la poesía de Valparaíso que conjuga un espíritu huidobriano, anarquista y patafísico. Los compañeros de prisión de Arturo Alcayaga, que aparecen mencionados en Ferreterías del cielo con apodos alucinantes en el colofón, se transformaron en tipógrafos, diseñadores, poetas de la artesanía, en seres mitológicos, al más puro estilo creacionista; metáforas y neologismos excesivos, wagnerismos -hipérboles que se abisman en la celebración de lo sublime- y descomposición rítmica en correspondencia con la exploración de los sentidos. Sergio Escobar, profesor; Arturo Alcayaga, presidiario; parecen unidos por una imaginación que sale de los espacios cerrados; vagabundean, desbordan la sala y los barrotes. Como un Van Gogh suicidado por la sociedad, el justificado relato rabioso de despedida de Carlos Hermosilla a su amigo echa la culpa al sistema burocrático escolar de su muerte. Descuido, explotación y enfermedad, Escobar es el Pezoa Véliz de los profesores. Pareciera que, lamentablemente en Chile, la libertad de ensoñación tiene a menudo este pie forzado en la clausura.
Cinepoemas se incorpora igualmente a un entramado de lecturas y escrituras de la poesía de Valparaíso. A esta constelación, se unen La puerta giratoria (1968), de Eduardo Parra; Manual de Sabotaje (1969), de Thito Valenzuela; la música y el fotolibro Estado de Emergencia (1972), del Gitano Rodríguez; las canciones de Los Jaivas y la poesía del mismo Eduardo Parra, sedimentando en conjunto una forma de mirar ligada al vínculo con el grupo del café cinema y la modernización popular de esos años. Pero también conjuga con esas publicaciones extrañas, escasamente recepcionadas y conocidas como Judson Hall Tower (1986), el libro experimental de Jorge Narvaez. Diseñado como Raymond Quenau en Cien mil millones de poemas, las viñetas de las páginas se intercalan, creando nuevos textos y formas de mirar. De este libro, que conservo el recuerdo del préstamo que me hizo Gabriel Indey en un viaje al norte, podrían imaginarse múltiples entradas y comprensiones de escritura; poeta extraño y sugerente tanto en su investigación ensayística como en la forma de articular su testimonio de Nueva York. Da la impresión que Narváez hizo de sus viajes una propuesta experimental y de conocimiento, que quedó trunca con su pronta muerte; Escobar lo hizo a su vez desde la sala de clases y la del cine.
Se podría seguir infinitamente. Pero quizás sea interesante resaltar una última asociación en este hilo de libros alucinantes. Aun cuando no lo pareciera en un primer momento, Cinepoemas también puede leerse en constelación con otras obras de la época más lejanas en cuanto a la lírica, pero más próxima en la imaginación plástica. Por ejemplo, con las formas de trabajo visual de Guillermo Deisler y su experiencia como escenógrafo. Escobar en el cine, Deisler en el teatro. Así como el escenario de las obras teatrales puede verse como un libro, donde el espectador ocupa un ángulo determinado para mirar, el lector a su vez puede disponerse a ver el libro como un espectáculo de las letras. Deisler bosqueja ejemplares para ser expuestos como cuadros o para montarse como instalaciones, haciendo de la edición una coreografía visual; es decir, las páginas son desplegadas en un escenario, donde el lector se ubica a la manera de un espectador. “Siempre nos queda mirar”, decía la cuarta elegía de Rilke.
Es sugerente este aspecto: cómo la página poética se vuelve pantalla. Montaje, escenografía, fotos y grabados, una expansión desde la mirada horizontal a la vertical, y viceversa. Pared y papel. Pantalla y ejemplar. Como comentaba Andrés Sabella, la poesía de Escobar crea “bucles de tormentas”, conforma una fauna vertiginosa en la que nacen ojos, “y todo es imaginación/ todo es una república de audacia/ que impulsa a mirar más allá” (“El corazón filmado. (Montaje lírico)”, pág. 22). El efecto de los sentidos, mirada y escucha, construyen un mar. Un bombardeo de la visión y de sus silencios, alternando figuras geométricas: el rectángulo de la pantalla, los triángulos de la perspectiva, la figura elíptica del ojo y su elipsis en el parpadeo. “Entre dos silencios/ el color angustioso de las palabras/ entra en acción./ La dramática luz de las cosas genera/ un brillo que divide y sin embargo place” (“Pantalla circular”, pág.17). Las palabras, en tanto mónadas de cine y poemas, cumplen un lugar interesante: pueden comprenderse como écfrasis en movimiento y, al mismo tiempo, aluden a la experiencia poética de la sala. La confabulación de la mirada entre letra y fotograma. Las palabras no describen ni sugieren imágenes visuales o películas precisas, las incorporan como experiencia autónoma en el poema. Por el extenso uso de las comillas, se intuye que Escobar alude a guiones o parafraseo de citas, aunque la densidad lírica de los versos parecen dar cuenta más bien de monólogos interiores frente a los fotogramas. Es un hermoso procedimiento: mostrar la caverna de la ensoñación dentro de otra ficción. Mamushkas imaginativas, poéticas de la luz y de las sombras. Una escritura alucinada, políticamente utópica, que expande una vanguardia sonora del ojo.
Polanco Salinas, J. (2023). Cinepoemas: Fotogramas Sonoros del Ojo, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-10-05] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cinepoemas-fotogramas-sonoros-del-ojo/1149