Entre 2005 y 2012 publiqué dos libros que se complementaban de diferentes maneras. Por un lado, La invención de Hollywood o cómo acabar de una vez por todas con el cine clásico (Losilla, 2005) intentaba abordar el clasicismo norteamericano desde diferentes perspectivas para llegar a la conclusión de que nunca había existido nada parecido a esa armonía, a ese equilibrio que los antiguos libros de historia del cine identificaban con Hollywood, más o menos entre 1930 y 1960. Por otro, La invención de la modernidad o cómo acabar de una vez por todas con la historia del cine (Losilla, 2012) era aún más ambicioso y pretendía argumentar que la dicotomía clásico/moderno, sobre la que se basan gran parte de los discursos sobre la imagen fílmica desde los años cincuenta, era una creación exclusiva de André Bazin y los críticos de Cahiers du Cinéma, con el fin de que los segundos dispusieran de un constructo histórico contra el que reaccionar al convertirse en cineastas a través de la Nouvelle Vague. El conjunto quería ser a la vez fragmentario y abierto: una propuesta que pudiera alimentarse de más y más ejemplos a medida que la investigación fuera avanzando. Lo que no podía saber en aquel momento, ni en uno ni en otro caso, era que todas las previsiones al respecto se verían desbordadas.
En noviembre de 2013 participé en un taller sobre el videoensayo que dirigieron Adrian Martin y Cristina Álvarez López en la Goethe Universität de Frankfurt. Mi ponencia se inclinó hacia un enfoque teórico del asunto y quiso preguntarse sobre la posibilidad de que el análisis visual de una película diera a ver lo que llamé “imágenes ausentes” (Losilla, 2014), aquellas que el relato sugiere pero no muestra, a veces fundamentales para descifrar su sentido. Mi primer ejemplo partía de aquel momento de Laura (Otto Preminger, 1942) en que Dana Andrews se queda dormido ante el retrato de la protagonista y la cámara se acerca a su rostro para luego alejarse de nuevo, sin solución de continuidad. ¿Qué ocurre en ese instante? ¿Significa ese breve travelling que han pasado minutos, horas…? Y si no es así, ¿por qué se produce? ¿A qué quiere aludir y por qué lo deja entre los fotogramas que se suceden entre el acercamiento y el alejamiento? ¿Y cómo demostrar cualquier tesis al respecto mediante el análisis de las imágenes presentes en la película? ¿Cómo analizar las ausentes? Sea como fuere, todo ello tenía que ver con una cierta debilidad inherente a nuestro concepto de ‘lo clásico’: no se trata únicamente de que el clasicismo tienda desde el principio al manierismo y al barroco, sino que los puntos de contacto con la modernidad son tantos (entre ellos la vulneración del relato tradicional o la apelación continua al espectador) que resulta más complicado de lo que parece distinguirlos.
La tercera fase de esta puesta en duda global tuvo lugar hace poco, cuando releí algunos textos del mismo Bazin, Jean-Louis Comolli y Pascal Bonitzer y empecé de nuevo a preguntarme, como hace tiempo, por el modo en que el clasicismo se encarna en algunas figuras retóricas que a la vez lo distancian de sí mismo, lo conducen hacia formas que juegan constantemente con lo visto y lo no visto, con lo visible y lo invisible, pero no en el sentido metafísico o trascendente que Bazin y sus discípulos otorgaron a estos conceptos. Se trataría, entonces, de oponer aquello que se ve en el plano a aquello otro que no se ve, que queda hurtado no en el fuera de campo o en la elipsis (iconos del fetiche de la mise en scène), sino en la propia imagen, oculto en sus entresijos, ya sea en el encuadre o en el paso de un plano a otro, en el corte. Ya estaba convencido de que el cine clásico o manierista tendía hacia su propia disolución, pero ahora me interesaba ver cómo esta podía expresarse a veces en movimientos mínimos, en fragmentos de imágenes que se deslizan hacia el exterior de la diégesis, en fotogramas a medio camino entre el vacío y el paso hacia otro lado, entre la ausencia y la presencia solo insinuada: un personaje que sale del encuadre dejándolo vacío por un instante, algo imperdonable en el catecismo clásico, pero también poco visible para el espectador, o el paso de uno a otro plano que en apariencia rompe la lógica de la toma larga pero en el fondo la fragmenta, convierte el plano-secuencia en planos-secuencia, que a su vez se diferenciarían del découpage clásico en que no siguen una coherencia narrativa sino que multiplican los enfoques y las perspectivas.
En ¿Qué es un plano? (2007), Pascal Bonitzer desarrolla diversas argumentaciones de interés para mis propósitos. Siguiendo a Jean Mitry, se enfrenta a Bazin al decir que un plano largo con profundidad de campo, y también sin ella, está formado en realidad por diversos planos, pues lo que cuenta para la noción de ‘plano’ es más la escala, la dimensión espacial, que la duración, la dimensión temporal (2007, p.13). Se trata, así, de planos que emergen laboriosamente de los movimientos de cámara (por sucesión) y de la profundidad de campo (por superposición). El primer plano, pues, sería una especie de grado cero de la escritura cinematográfica, punto de partida o de llegada que a veces se manifiesta plenamente en el encuadre y a veces queda oculto en un desplazamiento de la cámara o en las distintas dimensiones (de ahí la palabra ‘plano’, dice Bonitzer) que esconde un plano visto en profundidad. Comolli advierte igualmente (también partiendo de Mitry: atención) que la toma larga y la profundidad de campo no significan, como quería Bazin, el ofrecimiento de un fragmento de realidad presto para que el espectador lo desbroce y explore a su antoje. Muy al contrario, viene de un trabajoso proceso de elaboración donde el cineasta sitúa cada figura cuidadosamente, para que signifique algo desde el lugar que ocupa, desde la distancia a la que se manifiesta y no otra, en el interior del decorado que puebla o surcado por las luces y sombras concretas dispuestas por la iluminación y el trabajo de fotografía (Comolli, 2011, pp.174-176).
No solo hay que atender a los diversos planos que puede albergar un plano, pues, sino también al modo en que se estiliza(n) y se construye(n) para que comunique(n) un sentido o varios. Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) no es lo mismo que La loba (The Little Foxes, William Wyler, 1941), por mucho que se realizaran el mismo año, pues su utilización de la toma larga y la profundidad de campo es radicalmente distinta. En la película de Welles, por ejemplo, la cámara se sitúa en un paisaje nevado y filma al pequeño Kane jugando. Poco a poco, la cámara retrocede y deja ver el marco de la ventana, a la que se asoman la madre del chico y Mr. Thatcher, que ha venido a llevárselo para darle una educación. El travelling hacia atrás continúa, siempre acompañando a los dos personajes, y acaba mostrando otra disposición espacial, deteniéndose en otro plano: la madre y Mr. Thatcher se encuentran ahora alrededor de una mesa, aunque ambos de cara al espectador, y la figura del chico aparece aún fuera, reencuadrada por el marco de la ventana, actuando su padre como figura intermedia, entre uno y otro plano, recostado en el quicio de la puerta, de espaldas a Kane y mirando a los dos personajes sentados.
De nuevo se produce el movimiento contrario y el grupo avanza otra vez hacia la ventana, momento en el que Welles y su director de fotografía Gregg Toland se permiten las únicas rupturas de la absoluta rigidez de la escena, a la vez que, también, la única y pequeñísima transgresión. Cuando la señora Kane llega a la ventana, el eje de la cámara se invierte y vemos su rostro filmado desde el exterior, en una especie de contraplano de lo que hemos estado observando hasta el momento. Desde ahí, se produce un desplazamiento que pasa por el exterior de la vivienda y reencuadra a los personajes, que salen por la puerta para descender a la nieve. Ese pasar por el exterior, sin embargo supone la visión momentánea, en medio del travelling, de las paredes exteriores de madera de la casa, sin ningún tipo de figura humana en los alrededores.
En La Loba, Wyler, y de nuevo Gregg Toland, filman una escena parecida, en la que dos figuras, en este caso, se reparten el primer y el último término del plano en un ballet, sin embargo, mucho menos rígido que el de Welles. El matrimonio formado por Regina y Horace Giddens discuten, en el salón de su casa, acerca de un dinero que ella quería conseguir y para el que su marido, enfermo del corazón y confinado a una silla de ruedas, supone un obstáculo. Pronto, la conversación pasa a aspectos más personales y ella se levanta y se dirige a la ventana y luego se vuelve de cara a la pantalla, mientras el rostro de él permanece en primer término, a la izquierda del espectador. A partir de ahí, Wyler y Toland inician una escena en tiempo real que, sin embargo, no pasará por el plano fijo o la toma larga, sino que combinará montaje interno y externo con el fin de otorgarle una extrema movilidad.
El objetivo de la escena en cuestión no es tanto privilegiar la profundidad de campo como convertirla en el eje alrededor del cual van a girar los demás planos, transformarla en síntoma de una inmovilidad (también la inmovilidad física y/o moral de los propios personajes) que a su vez se verá atravesada por distintos movimientos que la cruzan y la dinamizan. El espacio representado, así, es uno solo y a la vez varios conectados entre sí. Al contrario que la habitación y el exterior nevado de Ciudadano Kane, que son filmados como un único escenario, únicamente separados por una pared y unas escaleras, el salón de La loba no solo es explorado en sus diferentes vistas parciales, sino que su apariencia nunca es monolítica, depende de los movimientos de los personajes, del cambio de la iluminación a su paso y, lo que es más importante, de la manera en que se encargan de establecer nexos visuales de unión entre los planos con el fin de que ni uno solo de ellos quede desvinculado ni del que le precede ni del que le sigue. El resultado es un espacio recorrido por rostros, por cuerpos, por objetos, por decorados, que siempre aparecen fragmentados u ocultos parcialmente a la visión del espectador. Incluso las dos tomas con profundidad de campo ostentan esa apariencia fracturada, sobre todo la segunda, después de que Regina se haya negado a acercarle la medicina a su marido y este acabe arrastrándose en su busca por las escaleras que conducen al dormitorio, al fondo del plano, convertido en una mancha borrosa y fuera de foco.
Se trata del final del trayecto, una serie de desplazamientos conjuntos de Regina y Horace que han dejado a su paso imágenes en tensión, encabalgadas entre un plano y otro, o bien superpuestas en el mismo plano, y que van desde el modo en que la mujer sale de plano, pasa por detrás de su esposo y da la vuelta para sentarse en una silla apareciendo a la izquierda, hasta el marido que se levanta trabajosamente de su silla de ruedas para alcanzar la medicina y atraviesa igualmente la distancia entre dos planos. En cualquier caso, estas salidas y entradas dan la sensación de cuerpos huidizos, escurridizos, que se deslizan por la escena, literalmente entre los planos, apareciendo y desapareciendo como espectros.
Por supuesto, importan aquí más las desfiguraciones que las figuraciones, el momento en que alguien empieza a desaparecer y se convierte en una sombra apenas insinuada, o aquel otro en que empieza a aparecer y esa sombra se materializa apenas insinuada por una masa informe. El deslizamiento es el modo en que se desplazan las figuras, en esta escena de La loba, desde su condición de cuerpos definidos, o de fragmentos de ellos, hasta su disolución y finalmente su ausencia. Y hay una diferencia abismal entre el cuerpo deslizante de Regina y el de Horace, que además impregna de sentido el resto de la película: mientras ella actúa como un espectro ligero y veloz, materializándose en un lugar u otro a voluntad, él es un peso muerto que siempre tarda en hacerse presente o ausente y que, de esta manera, solo puede manifestarse a través de la densidad de una sombra o la indefinición de un difuminatto. La loba es una película sobre fantasmas de distinta condición, encerrados en una mansión solitaria, que luchan entre sí por la hegemonía política y económica de aquel espacio.
Welles, en la escena analizada de Ciudadano Kane, mantiene siempre a los personajes en el encuadre, incluso los sigue escrupulosamente con la cámara en cualquiera de sus desplazamientos. Solo se permite, como anunciábamos, una licencia: la pared de madera de la casa, solitaria en el encuadre antes de filmar la puerta de entrada. Es el único momento que puede compararse con los instantes en que La loba deja el escenario a medio poblar o incluso vacío, a cargo de figuras incompletas, de las que solo vemos partes o movimientos inconclusos (la sombra de su marido proyectada en el rostro inmóvil de Regina, la mano en el respaldo de la silla), y que dan a la escena un dinamismo a la vez fluido y mortuorio, como si su paso por aquel decorado-mausoleo supusiera una lenta, intermitente, pero también inexorable desaparición. Las figuras se esfuman del encuadre, o saltan de uno a otro, para visibilizar el carácter flotante y movedizo de aquel escenario, a la vez un espacio físico y mental. Y el último encuadre solo incluye un par de ausencias, cada una en distinto grado: mientras ella ha salido precipitadamente del plano, él se desintegra lentamente al fondo del mismo, convertido en un objeto más, hecho uno con los peldaños de la escalera.
Se podrá argumentar que la puesta en escena de Welles es coherente y rigurosa, no sale nunca del territorio que se ha marcado, ostenta una perspectiva inmutable, mientras que la de Wyler resulta cambiante y acomodaticia, recurre al plano largo y al primer plano a su conveniencia, hace trampas (según la terminología crítica habitual) para conseguir los efectos que desea en cada momento. Pero ¿acaso no se puede justificar también que esa escena de La loba asume la condición real de la toma larga y la profundidad de campo, entendidas ambas como sucesiones de planos y no como uno solo, y la hace lógicamente extensible a la escena que construye, diseminando esos planos que se desprenden invisiblemente de las tomas de mayor duración por otros lugares? Así, los momentos en que el cuerpo de Regine, pongamos por caso, aparece o desaparece forman otro tipo de cadena en continuidad de los encuadres que ya no obedece únicamente a la unidad del plano como entidad autónoma, sino que se permite transgredirla y saltar de uno a otro manteniendo, sin embargo, una circulación incesante. Dos formas de utilización de la profundidad de campo que hacen aún más complejo el lugar de lo clásico más allá de sí mismo. Y que actúan como microcosmos formales de ambos cineastas, pues los enfrentamientos y las repeticiones que se efectúan en su interior acaban localizándose también como síntomas recurrentes en muchas de sus otras películas.
Mientras el cine de Orson Welles parte de un demiurgo-autor que pone en escena un universo en miniatura en el que a su vez otro demiurgo organiza la ficción, las películas de Wyler toman la figura de la casa como mundo interior condensado que reproduce el modo en que sus personajes se encierran en sí mismos, en un movimiento continuo que termina inmovilizándolos. Las habitaciones claustrofóbicas y sombrías de su cine de los años treinta, desde la mansión de Jezabel (1938) hasta el caserón colonial de La carta (The Letter, 1939), dejan paso a imágenes más concretas en los cuarenta y cincuenta: las distintas habitaciones por las que se mueven los excombatientes de Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, 1946), que se convierten en lugares extraños para ellos; Montgomery Clift al otro lado de la puerta que nunca volverá a traspasar en La heredera (The Heiress, 1949); la casa en la que queda atrapada la familia de Horas desesperadas (Desperate Hours, 1955); la decadencia del palacio de Charlton Heston en Ben-Hur (Ben Hur, 1959); el rancho en el que se despliegan todas las tensiones de Horizontes de grandeza (The Big Country, 1958)… Para culminar en la residencia-prisión de La calumnia (The Children’s Hour, 1961), donde se convocan el rumor y la maledicencia que abocan al Mal, o en la casa-cárcel de El coleccionista (The Collector, 1965), en la que el psicópata Terence Stamp mantiene prisionera a Samantha Eggar…
Y si los héroes de Welles atraviesan todos los territorios, hacen realidad sus deseos, para después llegar al final del camino y apercibirse de que la felicidad no era aquello, la humanidad sórdida y miserable de Wyler se pierde en los entresijos, se deja la piel en cada desplazamiento, vagabundea por caserones gigantescos que nunca llegará a conquistar, solo para ser consciente de que su lugar ni siquiera está en los planos, sino en lo que va de uno a otro, en el abismo que los separa mientras ellos se mueven y la cámara intenta filmarlos. Su dureza aparentemente marmórea se resquebraja y deja al descubierto aquello que las criaturas de Welles mantendrán siempre en secreto: lo que Godard llamará el ‘control del universo’ era una misión imposible, tanto para el cine clásico como para sus habitantes.
BIBLIOGRAFÍA
Bazin, André. (1990) ¿Qué es el cine?. Madrid: Rialp.
Bonitzer, Pascal. (2007) El campo ciego. Ensayos sobre el realismo en el cine. Buenos Aires: Santiago Arcos.
Comolli, Jean-Louis. (2011) Cine contra espectáculo. Técnica e ideología. Buenos Aires: Manantial.
Losilla, Carlos. (2005) La invención de Hollywood. Barcelona: Paidós.
Losilla, Carlos (2011), La invención de la modernidad. Madrid: Cáted
Losilla,Carlos. ‘The Absent Image, The Invisible Narrative’, 1Frankfurt Papers The Audiovisual Essay: Practice and Theory of Videographic Film and Moving Image Studies, September, 2014. Online at: http://reframe.sussex.ac.uk/audiovisualessay/frankfurt-papers/carlos-losilla/.
Losilla, C. (2016). Clásico/Moderno, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/clasicomoderno/797