Un artículo como este puede adoptar dos perspectivas; la primera consiste en curar la curatoría, es decir, evaluar el desempeño de las películas seleccionadas según parámetros y expectativas propias del observador. La dificultad de esta postura radica en cierto rigor lógico; si bien uno puede tener el privilegio de acceder previamente a todas las películas en competencia (en ambos casos, ficción y documental, se trata de once largometrajes), difícilmente (e innecesariamente) uno podrá conocer todas aquellas obras que fueron descartadas. Es decir, la selección misma. Sin este dato, me parece inconveniente criticar la curatoría de un festival, posición que han adoptado algunos medios en su análisis competitivo. Porque claro, si se hace demasiado evidente cierta homogenización temática y formal en las películas seleccionadas, lo más fácil será decir ¿y dónde están las películas “diferentes”, las que se salen de la norma? ¿Pero sabe alguien acaso donde están? ¿El que pregunta, lo sabe? ¿Porqué mejor no reconocer en esa misma “homogenización” una presencia curatorial, una dirección consciente, un punto de vista? Esto no implica que no reconozcamos la debilidad de ciertas películas en competencia, pero creemos que el énfasis peyorativo no debe ser imputado con tanta liviandad a un grupo de trabajo. A fin de cuentas, estamos hablando de cine, no de convocatorias mundialistas.
La segunda perspectiva para enfrentar este texto invita a considerar las películas como espectadores, no como jurados ni meta-evaluadores. Estas once películas ‘compiten’ en Valdivia, de acuerdo, pero en la práctica son once películas. Presupuestos dispares, nacionalidades diversas, trayectorias a veces incompatibles entre unos y otros realizadores. Tal vez la única similitud achacable a todos los filmes de la selección recae sobre la ausencia de representación femenina, hecho que se manifiesta claramente (aunque en distintos grados) en los tratamientos, protagonismos y conflictos de los once filmes en competencia. Otra tendencia a observar, (admitimos que coincide un poco con la crítica a cierto “mismismo” curatorial) radica en la hegemónica participación, a escala latinoamericana, de filmes argentinos en estos últimos certámenes. Es cierto que el año pasado tuvimos la brasilera Prohibido prohibir (Jorge Durán, 2006) y la boliviana Lo más bonito y mis mejores años (Martín Boulocq, 2005), amén de las cintas chilenas que siempre terminan colándose en la ceremonia de clausura con algún premio localista, pero visto en perspectiva son sólo excepciones. En este sentido, quizás lo más cómodo a nivel de programación sigue siendo confiar en esa mezcla exitosa del cine trasandino, que reúne vocación independiente+impecable factura+apoyo económico a través del Estado+apoyo simbólico desde el INCAA y la crítica. Ahora bien, si recordamos que en el último BAFICI apareció una cinta llamada UPA (Una película argentina, de Santiago Giralt, Camila Toker y Tamae Garateguy, 2006), tal vez sea el momento indicado para desconfiar un poco.
Las once del Patíbulo
Tres personajes han tenido pérdidas; el padre del adolescente protagonista de Ping-Pong (Matthias Luthardt, 2006) acaba de suicidarse; el anestesiado poeta de Yumurta (Semih Kaplanoglu, 2007) sufre la muerte de su madre; en El otro (Ariel Rotter, 2007), Julio Chávez está perdiendo la vista y su libertad; será padre. Tres personajes masculinos que deciden dejarse llevar por cierta facilidad migratoria y emocional, como si el dolor y la angustia fueran la excusa perfecta para volver a los orígenes (Yumurta), dejarse caer donde no se es bienvenido (Ping-Pong) o simplemente vagabundear en el azar de ninguna parte (El otro). Cada uno olvida como puede, cada cual evita racionalizar lo que siente (en lo concreto esto implica nunca “hablar” de sus desvelos) hasta que los instintos afloran, dominan, y fijan el punto de no retorno (Ping-Pong), de retorno (El otro) o de adormecida estadía (Yumurta). Lo anecdótico es que, al igual que en el final de Jamón, jamón (Bigas Lunas, 1992) se establecen tres parejas edípicas, ordenadas de mayor a menor grado de obviedad; en Ping-Pong, el adolescente con su tía; en Yumurta, el poeta con su aparente prima; y en El otro, Chávez posee una deuda con el muerto cuya identidad ha suplantado brevemente.
La vida me mata (2007), de Sebastián Silva, también experimenta con la debilidad de lo masculino, mediante el personaje de Gaspar, un camarógrafo atrapado entre la figura de una actriz autorreferente y la muerte de su hermano. Conflictos a la escala de la puesta escena y la musicalización, referencias permanentes al imaginario del director más que a la gravedad inexplicable de la muerte.
Desde otro espectro, Suicidio encomendado (Artur Serra, 2007) también se maneja con la muerte y lo masculino, pero partiendo de una premisa algo pánfila: un sujeto que quiere terminar con su vida contrata una empresa de suicidios para poder llevar a cabo su objetivo, puesto que no se atreve a hacerlo por sí mismo. La empresa termina siendo un fiasco y de todas maneras tendrá que hacerlo solo. Además está la presencia reiterada de una cena que marcó la decisión de Tinoco, el protagonista. La premisa es insólita, pero se mantiene con un tono de comedia algo insulsa a la escala del carácter del protagonista.
La vida abismal (2007), de Ventura Pons, es la crónica de un jugador empedernido, el Chino, desde el punto de vista de alguien con mucho menos coraje, Ferrán. Hablada mayormente en catalán y ambientada en pueblos rurales españoles de Valencia, en España, recrea el clima del juego en los setentas. La visualidad reconstruye la época en vestuarios y locaciones, en fotografía y hasta podría decirse en lo anticuado de la puesta en escena. Un guión algo errático, indefinido, de muchas historias irresueltas. Ficción (2006), del también español Cesc Gay, es casi un desplazamiento territorial de su anterior película (En la ciudad, 2003). Un director de cine en plena crisis de sus cuarentas -el morbo de la autobiografía aparece al instante- viaja a la cordillera sin su mujer y sus hijos, donde termina conociendo a alguien que perturba su descanso. Las películas minimalistas se han convertido en casi un estereotipo, pero Gay parece poder evitarlo y manejarse bien a lo largo de su película -salvo algunos énfasis demasiado reiterativos que anulan algo de ese minimalismo-. No obstante, hay una conversación que hace perder todo el silencio visual y verbal en un par de segundos, hacia el final. Todo lo que se había callado de repente se dice, lo que aniquila el presupuesto inicial y el posible entusiasmo que la cinta pueda causar. La paradoja de salirse de su propia ética narrativa es lo que quiebra la propia historia que se pretende instalar.
Si el año anterior la competencia internacional se vio algo desproporcionada con la participación y posterior premiación de los hermanos Dardenne, en esta oportunidad la presencia de Still Life (2006), del aclamado cineasta chino Jia Zhang Ke, amenaza con proyectar una sombra espesa sobre el resto. A diferencia del resto de realizadores en competencia (salvo quizás Cesc Gay o Matías Bize), de Jia Zhang Ke se ha dicho mucho, se ha escrito profusamente, es ya materia de Dossier. Su genealogía o filiación cinematográfica habrá que buscarla más en directores como Hou Hsiao-Hsien, Tsai Ming Liang o Hong Sang Soo que en compatriotas oficialistas como Zhang Yimou, Cheng Kaige o Wu Tianming. Still Life narra precisamente las claves del deterioro de ciertos vínculos visuales, afectivos e históricos de la China actual, centrando su historia y personajes (tal como haría en el documental Dong, 2006) en una provincia conocida como Las Tres Gargantas, donde millones de habitantes fueron desplazados de sus hogares con el fin de construir ahí una de las represas más grandes del mundo. Un par de imágenes pseudo-surrealistas tienden a desencadenar nuestra histeria interpretativa, mientras el tratamiento predominantemente realista nos induce a trasponer todo contra la luz de los “hechos” históricos. Hay un poco de ambas, pero Still Life es ante todo una obra que goza de autonomía, es diégesis antes que mímesis, finalmente se trata de estilo (o talento, como bien apunta AFA). Ahora bien, como señala Sontag (1996), la diferencia entre estilo y estilización es la misma que existe entre espontaneidad y voluntarismo. Al respecto de esto, El árbol (Gustavo Fontán, Argentina, 2006) implica ambas. Lo espontáneo viene de la biografía; padres del director, historia de la niñez, figura de un árbol moribundo como vínculo entre los tiempos. Y luego el envoltorio; cierto voluntarismo visual para encadenar un relato susurrado, apenas audible, como las palabras de un árbol sin hojas, sin dientes. Y lo extraño es que funciona, porque los elementos visuales que quitan espontaneidad, ‘emoción’, que detienen el ‘continuo sensible’, permiten en cambio cierta imbricación e intercambiabilidad de las funciones vitales; mediante la perspectiva temporal y espacial, esta película logra hablarnos de la muerte desde la vida y viceversa, recordándonos que el cine es aún esa ‘máquina inteligente’.
Finalmente, debemos reconocer que no fuimos tan aplicados como otros privilegiados. Pendientes para un análisis posterior quedaran entonces Lo bueno de llorar (Matías Bize, 2007) y Windows of Monday (Ulrich Köhler, 2006).
Bibliografía
Sontag, S. (1996). Contra la interpretación. Madrid: Alfaguara.
Buena caza.
E., J., Zúñiga, O. (2007). Competencia cine ficción en Valdivia, laFuga, 5. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/competencia-cine-ficcion-en-valdivia/308