“El ser humano se ve a sí mismo como tal. La luna, la serpiente, el jaguar y la Madre de la viruela, en cambio, lo ven como un tapir o un pecarí, a los que matan.”
Viveiros de Castro
La tradicional jerarquía metafísica que el pensamiento occidental le ha otorgado al binomio alma y cuerpo –lo inmortal y lo mortal; lo trascendente y lo mundano; lo humano y lo animal–, ha servido históricamente como una herramienta de dominio para deshumanizar y cosificar la otredad. En Latinoamérica, la conquista española la tenemos cerca, y algo podremos recordar sobre la famosa controversia de Valladolid cuando se debatía si los indios amerindios tenían o no alma. Sin embargo, la cita con la que abrimos este artículo alude a otra disputa, no menos importante, que acontecía paralelamente en el amazonas. Nos referimos a la vieja cosmovisión amerindia desde la cual los chamanes debatían no tanto si los conquistadores tenían alma, sino que por el contrario, si los españoles poseían cuerpo. Como lo ha expresado Viveiros de Castro en sus Metafísicas caníbales (2010), la teoría bajo la cual estos indígenas operaban, otorgaba una común organización interna a todas las entidades, pues para ellos todas las criaturas tenían almas y sus almas eran todas iguales. Así, la problemática surgía en cómo representar el cuerpo de las distintas especies, pues eran sus diferentes corporalidades lo que en apariencia le daba al alma una perspectiva contradictoria.
Esta cosmovisión amerindia, descrita por los ilustrados de la época como ‘caníbal’, lamentablemente no fue atendida con la seriedad requerida en Valladolid, como tampoco lo fueron en su momento otras miradas que buscaron trazar un continuo entre el animal humano y no humano. Ya en la antigua Grecia, por ejemplo, el filósofo cínico Diógenes de Sinope (ca. 412–324 a.c), observaba que en la vida animal yacía un principio vital para ser integrado en la experiencia humana. Esto es, la de una filosofía basada en la physis en contraposición a las convenciones sociales del ciudadano propias del nómos. Inspirado por un ratón, y apodado como ‘el perro’ 1En griego, kyon. De ahí el termino cínico de kynikos por el pueblo ateniense, Diógenes se opondría a los grandes argumentos y teorías metafísicas de sus contemporáneos para adoptar la sencillez y libertad que observara en las otras criaturas.
La dualidad entre naturaleza –animal– y cultura –humana– seguiría siendo un centro privilegiado de debate y disputa a lo largo del siglo XX en occidente. En su libro El malestar en la cultura (2013), Sigmund Freud describiría las tensiones entre nuestro deseo instintivo y la norma social, denotando un cierto malestar en la segunda. Aquí, el paso del impulso biológico al cuerpo cultural no representaría un movimiento armónico para la existencia del hombre, sino que por el contrario, sería un acto violento de represión instintiva. Domesticar los impulsos equivaldría entonces a civilizarlos, es decir, dotarlos de un sistema de normas para mantenerlos a raya y controlar esa animalidad tradicionalmente vista como el espacio de crueldad y violencia: Un estado de guerra de todos contra todos como dictaminara Hobbes en su Leviatán.
Ciertamente, esta tensión del cuerpo animal-humano también ha sido un sitio privilegiado para indagación cinematográfica. Y es que en el decir de Deleuze, los grandes directores del cine, más que como artistas, debiesen ser leídos como pensadores. Aquí, quizá sea el director británico Steve McQueen quien haya tratado con mayor precisión narrativa la problemática del cuerpo en las últimas décadas. En sus tres películas, Hunger (2008), Shame (2011) y 12 Years a Slave (2013) McQueen nos presenta una visceral exploración del cuerpo masculino que invita a reflexionar sobre la compleja manera en que su poder y sus límites interactúan con la voluntad de sus protagonistas. Por cierto, ese es el soporte que une toda su filmografía: un cuerpo del cual hemos tomamos control –Hunger– o no hemos tomamos control –Shame– o del que otros han tomado control –12 Years a Slave–. Más que entes abstractos, McQueen nos recuerda que los cuerpos aquí en disputa son espacios de soberanía donde yacen los instrumentos, adicciones y sufrimientos de la conciencia humana.
Retomando lo explorado hasta ahora, podemos decir que lo común que se traen los indios amerindios, los cínicos, el psicoanálisis freudiano y el cine de McQueen es que juntos rechazan un paradigma que nos fuerza a elegir entre lo animal y lo humano, entre un mundo determinado culturalmente y un mundo natural dado. Creemos además, que sus procedimientos y premisas vuelven hoy a estar presentes en el debate científico y el ejercicio audiovisual en el preciso momento en que dichas divisiones –naturaleza y cultura; sujeto y objeto; animal y humano– han quedado obsoletas. En lo que sigue, antes de aterrizar en suelo cinematográfico, hablaremos otro tanto sobre la dualidad que ha regido al pensamiento occidental para brindar, de este modo, una alternativa que recupere la inter-agencialidad de las especies con las que cohabitamos.
Probablemente haya sido la fórmula cartesiana cogito ergo sum lo que en la filosofía clásica separó radicalmente a las personas del resto de los animales. Pienso, luego existo implicaría que una criatura sin capacidad de desempeñar actos del pensamiento pertenecería a una suerte de segunda clase, pues para Descartes mientras el hombre se erigía como el amo y maestro de la naturaleza, los animales no representaban más que un puñado de ruedas, palancas y cordeles. No obstante, con la llegada de la fenomenología, y en particular con las contribuciones de Maurice Merleau-Ponty, la dualidad de este pensamiento quedaría de manifiesto. Se propondría entonces, como nuevo centro y espíritu de la filosofía, una apertura a las variadas formas perceptivas que las entidades humanas y no humanas desempeñamos en el mundo.
Esta fenomenología de la percepción emerge como un oportuno aporte teórico para el campo del estudio animal, pues se libera de una conciencia cartesiana para retomar en su ejercicio el corazón y los sentidos del hombre. Por ende, se reconoce que nuestro conocimiento del mundo es siempre obtenido desde un punto de vista particular, gatillado por nuestras propias experiencias. Tal como lo señalara Merleau-Ponty: “Yo soy la fuente absoluta de todo lo que es ser para mí” (1962, p. IX). Así, este retorno a la sensibilidad y corporalidad del ser da cuenta de la capacidad que tenemos las criaturas para leer y apropiarnos del mundo desde la particularidad de nuestra existencia, admitiendo con ello que tanto el ser humano como el ser perro tienen un patrón propio de comportamiento. Parafraseando a las teorías del post-humanismo, podríamos decir aquí que somos agencias intransferibles que desempeñamos una heterogénea multiplicidad en el mundo.
Dicha formulación epistemológica tiene como fundamento una orientación pluralista para retratar al otro animal y busca integrar la otredad en su diversidad como igualmente válida a la nuestra. Más específicamente, sugiere que la mirada sea reposicionada en el sistema perceptivo propio de cada rito animal, pues tal como le creemos a nuestros ojos que ven lo que ven, para un perro oler es creer. Esta múltiple existencia sensorial interactuando en el mundo, debiera entonces reorientar la discusión en el plano de la ética animal a lo que Anat Pick ha definido como “creaturely thinking” (2011, p. 7), un estado donde la otra criatura pasa a formar parte de nuestra sociedad, pero sin quedar predeterminada por nuestros atributos humanos.
Wittgenstein mencionaba que si un león pudiese hablar, nosotros no podríamos entenderle. Aquí, el argumento no hace referencia solamente a que nuestra estructura lingüística no nos permita comunicarnos con los otros animales, sino que más radicalmente, sugiere que incluso compartiendo el mismo idioma, no podríamos entendernos los unos con los otros. Este puente permanente que nos separa entre las distintas especies es lo que aquí llamamos ser fenomenológico, y lo que Maturana y Varela han observado desde la biología del conocimiento como el punto ciego: “Todo conocer depende del que conoce” (2004, p. 53). Precisamente es en ese modo de ser autónomo de lo vivo donde postulamos que la aproximación a las otras criaturas debiera ocurrir. Por consiguiente, se trata de una filosofía –¿y por qué no un cine?– que se centra en la totalidad del ser más que una filosofía que se pregunta si es que el ser humano es más importante que el ser perro o el ser cabra. Este es, en definitiva, el corpus teórico que reclamamos indispensable si se busca retratar seriamente la vida animal en el plano audiovisual.
En nuestra cultura cinematográfica, los animales han sido constantemente antropomorfizados. Desde la primera producción de King Kong (Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933) hasta los más recientes programas del Discovery Channel, los atributos humanos –y toda la bestialidad de lo salvaje– han sido reiteradamente transferidos al cuerpo animal. Podríamos argumentar que la burla hacia ellos ha sido constante en el medio audiovisual, pues cada vez que una película, un dibujo o una parodia del animal parecen más importantes que la criatura en sí misma, su representación se banaliza, quedando clausurada toda posibilidad de retratarlos con autenticidad. Esta proyección reduccionista nos podría recordar entonces la vieja categoría cartesiana descrita más arriba: una que posiciona al hombre como señor y maestro de la naturaleza negando cualquier tipo de acercamiento a la subjetividad animal.
Ante este escenario, el desafío que se nos antepone en lo que se muestra es, por consiguiente, el mismo desafío presentado por la filosofía del siglo XX. Primero, reconocer la multiplicidad heterogénea de los seres vivos y aceptar sus diferencias como igualmente válidas a las de nuestra especie. Y segundo, un cine que se dirija a proyectar la totalidad del ser animal, evitando cualquier intento por domesticación o reduccionismo. Sin embargo, esto no significa que nuestro lenguaje cinematográfico nos permitirá hablarle y entender al otro animal –y por lo tanto, liberarnos de nuestro propio antropomorfismo. Lo que busca, más bien, es aspirar a representar con mayor precisión ecológica la alteridad de las múltiples fenomenologías, erigiendo un cine que se incline por corregir y aprender de sus subjetividades.
El documental Project Nim (James Marsh, 2011) nos entrega a este respecto un ilustrativo ejemplo para discutir cómo se ha tratado la relación entre el animal humano y no humano. Aquí, curiosamente, la animalidad del hombre que tradicionalmente fue narrada como el espacio de violencia y crueldad, con Project Nim la vemos depositada en el centro de la civilización Freudiana: la ciencia. El film cuenta la historia de un chimpancé nacido en cautiverio durante los años setenta, y quien rápidamente fuera arrebatado de los brazos de su madre para quedar bajo la tutela del profesor Herb Terrace, un experto en habilidades cognitivas primates de la Universidad de Columbia. Como todo en la vida de este chimpancé, su nombre Nim fue una imposición humana. Removido de casa en casa, Nim quedo reducido al abandono y la crueldad de la experimentación científica. De este modo, la película levanta problemáticas éticas y nos muestra, una vez más, la tendencia de asimilar la conducta del otro animal a nuestras propias categorías de pensamiento.
El proyecto de Terrace consistía en ver si el chimpancé podía aprender un lenguaje de signos, y al hacerlo, examinar si era posible calzar dicho lenguaje con nuestra estructura gramatical. El documental también recae en las personas que acompañaron a Nim a lo largo de su vida, todos responsables de haberle trasplantado experiencias y expectativas humanas. Así, con el pretexto de lograr una comunicación efectiva con el chimpancé, estos personajes lo invitaron a ser parte de un experimento social en el que Nim finalmente fallaría. Tal como lo comenta la madre sustituta de Nim, Stephanie LaFarge, la sensación que nos deja esta película es de culpabilidad: “Le hicimos tanto daño alejándolo de lo que su vida debiera haber sido. Explotamos su naturaleza humana sin considerar su naturaleza chimpancé. Lo estábamos cooptando desde el principio, y eso estuvo mal…Estuvo mal.”
No hay nada en este film que rompa realmente con el antropomorfismo. ¿Sería posible hacerlo? Lejos de ofrecer una historia centrada en la alteridad del chimpancé, Project Nim pone de manifiesto métodos científicos cuyas hipótesis solo fuerzan a conclusiones reduccionistas. Sugiere, por lo tanto, que mientras continuemos en buscar la inteligencia animal en tareas que no son de su incumbencia, la originalidad de su mundo quedará definitivamente clausurado. ¿Acaso no parecería absurdo y mecánico el comportamiento de un perro si le damos la tarea de abrir una puerta o accionar una palanca?
Project Nim denuncia una racionalidad que no considera a la otra criatura tal como vive espontáneamente, y nos recuerda que aún seguimos atrapados en la ilusión de mirar la otredad con vestidura humana. Aquí dicha racionalidad se representa como crueldad, y al hacerlo, se incrusta en una cultura cinematográfica más amplia que despliega el mismo reclamo, una tradición que podría ser rastreada desde los años cuarenta con el film Le Sang des Bêtes (Georges Franju, 1949) y que ha ido floreciendo en las últimas décadas con documentales tales como The Cove (Louie Psihoyos, 2009) y Nénette (Nicolas Philibert, 2010). Quizás la oportunidad más clara que se nos ofrezca aquí, en el plano de la ética animal, sea reconocer que moldear la otredad a nuestra propia imagen es un ejercicio que el pensamiento contemporáneo, y la cinematografía, debiera abiertamente condenar.
Las posibilidades que tenemos hoy en día en el plano audiovisual son abundantes. Hay un marco teórico robusto desde donde conceptualizar. Disponemos además, de una tecnología que ofrece amplias posibilidades para emprender caminos más perceptivos en la filmación animal. A modo de ejemplo, el laboratorio experimental de la Universidad de Harvard, Sensory Ethnography Lab (SEL), promueve innovadoras combinaciones de estética y etnografía que resultan interesantes en este respecto. Usando medios análogos y digitales, films como Sweetgrass (Lucien Castaing-Taylor & Ilisa Barbash, 2009) y Leviathan (Lucien Castaing-Taylor & Véréna Paravel, 2012) exploran las variadas dimensiones del mundo material, tomando como sujeto la praxis corporal y afectiva de la existencia de las criaturas.
Sweetgrass, rodada antes de que el SEL fuera fundado en 2006, ofrece una estética que ya marcaría el sello del laboratorio confrontando a los seres vivos con su entorno material. En esta película, la cámara nos presenta una suerte de paridad ontológica entre las distintas entidades cuando tres mil ovejas, un puñado de pastores, perros y algunos caballos cruzan durante tres días las montañas de Absaroka y Beartooth en Montana, EEUU. Aquí, la movilidad del lente, su constante proximidad a las ovejas y los vastos panoramas montañosos sitúan a hombres y animales en un inmenso e indomable mundo natural, un espacio perceptivo en el que también los espectadores hemos sido arrojados sin ningún tipo de explicación verbal, al más puro estilo de los documentales observacionales.
Similar experiencia nos es ofrecida con Leviathan, una película a bordo de una nave pesquera que fue filmada con cámaras GoPro desplegadas alrededor del cuerpo humano y su entorno material. Aquí las cámaras van puestas en las cabezas, muñecas y pechos de los tripulantes, formando una subjetividad corpórea que transforman la mirada analítica del etnógrafo en algo diferente una vez que el espectador se une al cuerpo movedizo de los pescadores, y de alguna forma, logra tocar desde su asiento la profundidad del océano. Leviathan se enfoca de esta forma en la visceral y violenta colisión entre naturaleza y cultura, animal y humano, retratando la carne y los músculos de sus tripulantes como comida y trabajo.
El SEL nos ofrece una visión sensorialmente generosa que empata al hombre con el resto de las criaturas, al filmar el flujo del tiempo, el aire, el agua, pájaros hambrientos, hombres trabajando y ovejas recolectando comida. Nos muestra además, nuestra insignificancia en un espacio donde ya no hay claros márgenes entre el cuerpo y el mundo, pues como Merleau-Ponty lo señalara: “El mundo es carne” (1968, p. 29).
De esta forma, el proyecto para reducir nuestra distancia fenomenológica al momento de filmar la vida animal ya se ha planteado. Conectándonos con las inquietudes de los amerindios, Diógenes de Sinope, Sigmund Freud y Merleau-Ponty, este artículo ha intentado poner en marcha un esfuerzo para liberar al pensamiento y la representación audiovisual de su afirmación narcisista al momento de filmar al otro animal. Tal como pareciera estar ofreciéndonos el cine post-humanista del SEL, hoy tenemos a la mano todos los materiales necesarios para comenzar un nuevo ciclo kármico y mirar con más tacto y nueva prosa estética la vida humana y animal.
Bibliografía
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Freud, S. (2013). El malestar en la cultura. London: Createspace. (Texto original publicado en 1930).
Gil, M. & Masotta, C. (2014). The Sensory Language of Cinema: Interview with Lucien Castaing–Taylor and Verena Paravel. Transit: cine y otros desvíos. Rescatado de http://cinentransit.com/entrevista–coninterview–with–paravel–castaing–taylor/
Maturana, H & Varela, F. (2004). El árbol del conocimiento. Santiago: Lumen.
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