Autopsia [La parte II, de nombre “Para una historia de vida”, será una revisión de los aportes que nos entregó este Festival desde sus inicios.]
Por estos días debería estar a punto de comenzar el Festival de Cine de Valparaíso: como todas las últimas semanas de agosto desde hace ya ocho largos años. Pero por primera vez no va a ser posible. No hay apoyo institucional. Se improvisó una fecha tentativa en noviembre, para no declararlo muerto. Pocos lo saben. Como también es increíble que mucha gente ni siquiera lo conozca, que nunca hayan escuchado hablar sobre este notable festival de cine. Más impresionante aún, cuando tal desconocimiento proviene de personas directamente relacionadas con el cine y la crítica cinematográfica. Pues bien, ahora que los nefastos problemas de financiamiento y la falta de apoyo estatal están poniendo en duda la novena versión de este incomparable aporte a nuestra cultura audiovisual, no podemos sino preguntarnos ¿a qué se debe esta indiferencia?; ¿de dónde proviene dicha ignorancia?
Primero, posiblemente a que en Chile los festivales de cine son concebidos antes que nada como “eventos de cine”, como espacios idóneos para la publicidad de las empresas y la renovación de los vínculos dentro de la industria, como jornadas creadas para satisfacer el regocijo egocéntrico de los técnicos y los realizadores, momentos de encuentro singulares entre un reducido círculo de conocidos (glamour, fiestas, hueveo). Nada más lejano del Festival de Cine de Valparaíso. Un festival quitado de bulla, serio en sus propuestas, para muchos simplemente fome. Por suerte. Gracias a eso hemos tenido la posibilidad de apreciar la más prodigiosa programación de cine nunca antes ensayada en nuestro país, los mejores encuentros teóricos abiertos a la discusión, el impulso y el reconocimiento siempre importante para la producción documental independiente (quizá sólo comparable con ese otro grandioso ente de bajo perfil que con esfuerzo logra no estar moribundo: el antiguo Festival de Documentales del Goethe Institut -luego FIDOCS-, organizado a la cabeza por Patricio Guzmán).
Por cierto, a este festival de Valparaíso uno asistía sobre todo con la finalidad de ver buen cine, de hablar y de escuchar hablar sobre cine, una búsqueda por expandir la mirada que el propio cine hace de nuestro mundo: es decir, con la voluntad de transformar nuestro entorno. Y ese es un segundo factor que marcaba la diferencia: era un festival con un proyecto definido, siquiera sólo con un proyecto. Quizá debido a ello no causaba la suficiente atracción de las empresas privadas, ni era del todo promovido por los medios, y por lo tanto, no congraciaba tampoco a los tecnócratas y burócratas que querían ver el dinero del Estado, para ellos su “propio” dinero, puesto en un gran portal a la vista pública, publicitado masivamente -incluido ese infausto “logo”-, hasta vulgarmente. Seducir. Como un producto a la venta. Una pieza más del mercado. No, por cierto que no, este festival no era eso. Y por lo mismo no encajaba, era molesto, poco “atractivo”, mejor aún, rebelde.
Tercer motivo para borrarlo. Porque en el imaginario omnipresente del “acuerdo transicional” este acto desinteresado no estaba “acorde con los tiempos”, esas frases penosas sacadas de manuales de autoayuda que ahora son el fundamento de la política cultural: estrategia de marketing, imagen corporativa y, sobre todo, co-financiamientos privados. Chistoso. ¿Qué es eso último, sino la actual práctica del Estado de descontar en rebaja de impuestos la publicidad “cultural” que las empresas realizan gratuitamente con los recursos públicos? Pues es sólo eso. Y la verdad, el festival de Valparaíso allí no comulgaba. Lamentable. Es difícil de comprender todavía que un festival de esta envergadura siga dependiendo de los plazos de un fondo concursable que no le otorga ninguna seguridad. Como también que el Gobierno Regional y la Municipalidad del puerto no le den ningún tipo de apoyo (ahora también sabemos que gracias a la gestión del ex-alcalde Pinto, la familia Velarde quiere sacar a remate el Teatro Municipal). Demasiado lamentable. Porque el hecho de que se perciba un escenario fúnebre presagia un oscuro panorama. En Chile somos capaces de las peores acciones en contra de los más benevolentes esfuerzos de creación y difusión cultural. Olvidamos a nuestros grandes maestros: ahí deben estar tiradas las latas sin restaurar de los trabajos de Aldo Francia [Caso excepcional el de Valparaíso mi amor (1969), rescatada por la Cinemateca Chilena.]; un poco más allá, muy cerca de la entrada de ese hotel con nombre de prócer militar -en donde la televisión gasta días enteros preocupada de las estupideces de ese engendro musical que nos atormenta cada verano-, agoniza también su última obra, el Cine Arte de Viña del Mar. Pero a ustedes probablemente eso no les preocupe. Tampoco le preocupa al gobierno. Más importante son los índices, la inversión privada, ese capital que no es ni cultural, ni humano. Esa es nuestra suerte. Lo que nos queda. Habrá que ver cómo funciona en la práctica la nueva institucionalidad cultural (esperemos que no continúe subsidiando a la industria). Dudas no nos faltan. Mientras tanto, engañémonos con que el país crece, sólo porque sube el precio del cobre y del molibdeno; de paso, no se lo digan a nadie. La podredumbre, y el hedor de los cadáveres, están de nuestro lado.
Lorenzo, S. (2005). Crónica de un muerto desahuciado, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cronica-de-un-muerto-desahuciado/77