El documental pensado como documento nos sitúa, de entrada, en una posición receptora que se pregunta por la veracidad del objeto a contemplar. El documental sobre un personaje ficticio nos hace reconocer nuestra capacidad de leer el documento desde un segundo nivel, el de la conciencia del artificio. Un tigre de papel (Luis Ospina, 2007), el falso documental, nos presenta la historia de una sociedad en combustión desde un lugar afectivo particular, señal del posicionamiento estratégico de la cámara
Un tigre de papel cuenta la historia de un personaje incorpóreo: Pedro Manrique Figueroa, precursor del collage en Colombia. Se trata de un artista que existió únicamente mediante su obra, como referente autoral de una serie de artefactos producidos por un colectivo de artistas. Es una presencia que carece de figura humana como referente y aun así se apropia de lugares físicos, plásticos e históricos específicos. En este filme, Luis Ospina hace un seguimiento al rastro dejado por Manrique, lo cual la enmarcaría en la categoría tradicional de cine documental, pero su particularización de este género hace que sea descrita por su propio autor y por la crítica como un falso documental -mockumentary-.
Ospina se interesa particularmente por las posibilidades de abordar la dialéctica histórica que ofrece dicho género: “En tiempos de confusión los falsos documentales ayudan a desarrollar estrategias reflexivas, que los convierten ya no en distintivos de la ficción sino en marcadores de la realidad; forman parte de una dialéctica histórica nutrida por lo verdadero y lo falso” (2007, p. 97). El autor busca estimular con su película, la destreza crítica de su audiencia, generando una reflexión sobre la coyuntura histórica y sobre la temática de la película, que plantea la legitimidad de la ficción como fuente de conocimiento. El falso documental es un género que busca desmentir el ideal de objetividad para el cine. No se pretende señalar la verdad sino revelar posibilidades del cine, al exponerlo como constructo cultural. El sentido de este tipo de documental radica en la crítica al fetiche de la imagen como prueba de lo real. Reconocemos en Un tigre de papel la reafirmación de todo producto fílmico como ficción, lo cual implica una preocupación por la manipulación y consumo de la imagen. Sin embargo creemos que su narración va más allá de la reflexión sobre el dispositivo o el problema de la representación. Esta película aprovecha la identidad de un personaje inventado para elaborar un registro sobre sucesos y personajes que marcaron la historia y la política del siglo XX en Colombia. En ese sentido, se elabora una ficción que, a su vez, sirve como documento de una época.
La fluctuación entre el artificio y el documento libra a la película de caer en cualquier definición genérica, con lo cual adherimos a la postura de Llorenç Soler quien, partiendo de la comprensión del documental como un cine fundamentalmente de autor, es decir, construido a partir de un lugar de enunciación deliberado, afirma que no es posible emitir una distinción categórica entre la ficción y el cine documental. El cine documental requiere del mismo procedimiento de fabricación que sucede en la ficción e incluso, en un movimiento de vuelta, el cine de ficción se convierte en un documento o prueba del quehacer fílmico en sí mismo. Un tigre de papel se resiste a los paradigmas clasificatorios, posición que nos invita a superar el reduccionismo crítico al que conllevan este tipo de dilemas formales. Bien podríamos pensar que esta película elabora una parodia del propio falso documental, lo cual define el lugar del autor como un creador que defiende su rol de fabulador e incluso recurre a la capacidad evocadora de la fábula para remontar lo que fue.
Ciertamente la película constituye una poética del montaje fílmico, lo cual la convierte en una pieza auto referente, sin un fin único sino, por el contrario, dinamizada gracias a su estructura circular. La película hace uso del elemento pictórico para hablar de la imagen no solo como una entidad manipulable sino también manipuladora; Un tigre de papel no condena al medio audiovisual sino que nos enseña el uso que hace del mismo, aprovechando el poder discursivo de la imagen en movimiento. Se trata de un filme que sobrepasa el debate teórico del documental para hablar de la imagen como relato histórico legítimo. En esta película Ospina restituye un lugar para la creación artística como un ejercicio discursivo poderoso y aprovechable.
Del cinema mentiré
Un tigre de papel se elabora como un ensayo fílmico que examina la mentira como fuente de posibilidades constructivas. Es curioso en ese sentido el comentario que hace Ospina en la película al Cinéma Vérité, propuesto por Jean Rouch en honor al legado de Dziga Vertov: la búsqueda de un cine liberado de la ficción. Ospina paradoja esta aspiración, proponiendo un Cinema Mentiré, categoría que rechaza la búsqueda de la verdad o cualquier tipo de afirmación categórica.
Es Vertov quien en 1929 con El hombre de la cámara, plantea las particularidades técnicas del cine como elementos que adquieren sentido político al ser utilizados por el sujeto que decide salir a filmar. En pos de una agencia política artística, Vertov defiende el modo de representación documental como una aproximación de la cámara a la experiencia real, en contra de la ficción como entretenimiento. En el caso concreto de Un tigre de papel, encontramos una postura crítica ante la forma tradicional de la historia política nacional, desde los años cincuenta al presente de la película.
Distanciado de toda pretensión de realidad, Ospina abre la polémica sobre la legitimidad de la ficción, reivindicando desde el medio audiovisual, el rol de la literatura en la construcción de la historia cultural de un pueblo. Teniendo en cuenta que el relato central de Un tigre de papel es la invención y posterior deceso de un personaje imaginario, concluimos que la película privilegia la estructura mítica dentro del relato histórico. Es decir que el elemento ficcional es el que posibilita la agencia política de esta obra.
En palabras de Ospina “Un falso documental aporta una conciencia sobre la política y sus instrumentos, cuestiona lo político utilizando las mismas técnicas de manipulación de la imagen características del aparato político” (2007, p. 99). El concepto Cinéma Vérité, utilizado a modo de etiqueta constituye una clave de lectura de la intencionalidad. El letrero de Cinema Mentiré deconstruye la noción de lo verídico como posibilidad del cine. No se opone Cinéma Vérité de Rouch sino continúa a su iniciativa develadora. Adhiere asía la práctica de contrainformación, al tipo de cine opuesto al Cinéma Directo como documental de observación que invisibliza el proceso en pos de la representación objetiva.
El documental como actitud
Además de establecer una cronología sobre los hechos políticos centrales en la problemática de la guerra en Colombia (lo que identificamos como la política, tema de la obra), esta película visibiliza la relación de dependencia entre nuestros códigos de comunicación y los medios que los reproducen e instalan como formas dominantes (dicha conciencia constituye la dimensión política o lo político de esta obra). Para ello, el autor acude, según su estilo, al humor como arma desestabilizadora. La ironía, como forma anárquica, elemento desestabilizador que corrompe el discurso institucional.
La ironía constituye el elemento perturbador transversal en la obra de Ospina, es decir, en pro de su intención de corromper, desvestir y jugar con discursos legitimados por instituciones: la academia, los medios de comunicación tradicionales, la historia oficial. Dicho esto, no podríamos pasar por alto el diálogo implícito entre Un tigre de papel y el trabajo de Jean Luc Godard, partiendo por su reapropiación del legado revolucionario y cinéfilo del 68, evento en que se evidencia la necesidad de resignificar el actuar político del arte.
Como sobreviviente de aquella generación que quiso revolucionar el mundo a partir de Mayo, Luis Ospina decide indagar en el espíritu de aquellos años sesentas y setentas con la inquietud tal vez de saber dónde se perdió la urgencia por cambiar un orden mundial desigual y monolítico. Para contar lo que fue de esta época, Ospina decide hablar del acontecer político de Colombia delimitado por la biografía de Manrique: entre finales de los años cuarenta hasta su desaparición en los ochenta. El punto de partida en este caso, es el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, líder liberal, en 1948. Este evento marca el comienzo de la violencia campesina en Colombia. El colapso de la ciudad es escogido como hecho fundacional del período que abarca el relato histórico de esta película.
Dicha marcación de un punto de partida responde al interés del autor por mostrar al público su lugar en el mundo, lo cual nos remite una vez más a la estética de Vertov. El documento de la filmación que constituye El hombre de la cámara implica no solo una puesta en escena del montaje como hacer propio del cineasta sino además un lugar de producción e incluso de recepción igualmente escogido y construido. Dicho lugar es donde reside el quehacer político de un autor, principio que recuperan quienes buscaban una agitación en el cine de los sesentas. Anota Godard (1972), “Esa es la sustancia de la máxima del Grupo Vertov: no es decir, yo, cineasta, voy a realizar películas políticas, sino, por el contrario, voy a realizar políticamente películas políticas” (Fernández & Cortés, 2008, p. 17).
En un intento por desentrañar el contenido político de la imagen, Amador Fernández Savater y David Cortés (2008) se remontan hasta los sucesos de Mayo del 68, estableciendo la nueva dimensión que cobra la acción política del cine a raíz de la formación de grupos como Medvedkin (encabezado por Chris Marker), ARC o Dziga Vertov (Godard, Jean Pierre Gorin, Armand Marco). Estos movimientos reformulan el quehacer del cine desde el propio ámbito de producción al modificar la organización jerárquica de la industria cinematográfica por un esquema horizontal, de trabajo colectivo y en algunos casos anónimo. La crítica a las formas estandarizadas de la representación propone “espacios autónomos de enunciación y organización, nuevas modalidades del vínculo entre el `yo’ y el ‘nosotros’, interrogantes sobre la función social del saber o del trabajo o del propio cine” (Fernández & Cortés, 2009, s.n.).
El aporte de Mayo a la función política del cine es, según los autores, la capacidad de plantear lo político como crítica, reflexión y acción al margen de la política establecida como institución: “De ese modo, el significado político de una película se ensancha: ya no sólo impugna las relaciones jerárquicas entre quienes hacen cine (director-técnico), ni entre quienes filman y son filmados, sino también entre producción y recepción, autores y público, mediante la creación de otros contextos y la recepción alternativa que permiten” (Fernández & Cortés, 2009, s.n.). En sintonía con dicho espíritu de Mayo, podemos leer en la película de Ospina un ensayo sobre el fenómeno de la recepción que es por cierto autorreferente pero que no se encierra en un circuito exclusivamente artístico sino que interpela a su contexto inmediato: las relaciones materiales y discursivas que contienen al filme.
Teniendo en cuenta la afinidad entre la propuesta autoral de Ospina y los planteamientos de los cineastas agrupados del ‘68, consideramos pertinente especificar la relación de filiación estilística del colombiano con el cine Godard. Su presencia como precursor es innegable tanto en la lúdica como en la forma de composición de los filmes. Destacamos tres aspectos que emparentan la propuesta de Ospina con el proyecto estético desarrollado por Godard a lo largo de su vasta trayectoria: la profundización de la figura del autor, el nivel documental, y la discordancia o estrategias de distanciamiento.
Resaltamos entre ellas su actitud documental, manifiesta en el interés de desenterrar el relato histórico oficial. Ospina propone para ello al cine como un gran collage de la historia audiovisual colombiana, que no es exclusivamente cinematográfica, pues responde a la memoria colectiva de un país donde no existe ni una tradición industrial cinematográfica ni un archivo completo sobre la trayectoria de la imagen en movimiento. Un tigre de papel presenta una intensa recopilación, recorte, yuxtaposición y montaje de toda suerte de material, impreso, televisivo, radial o fílmico que da cuenta de la historia del siglo XX colombiana. El collage, o técnicamente found footage, permite dilucidar un modo de leer el universo de las imágenes, indicando empatías o intereses puntuales del autor. El found footage rebate el ideal del autor como origen de la obra, en la medida en que reflexiona en torno a la manipulación, apropiación y construcción de las imágenes a partir de la cultura visual que las antecede. Allí transitan de modo aleatorio, relacionándose unas y otras de formas múltiples; modificándose y adquiriendo nuevos sentidos, lo que las hace piezas vulnerables, frágiles e inestables.
La persistencia del fragmento como materia constitutiva de este documental, indica su posición estética respecto a la historia, lo cual adhiere a la iniciativa de Walter Benjamin de rescatar los pedazos con que está hecha nuestra realidad material como piezas arqueológicas que nos hablan del espacio que habitamos. En sus Tesis de la filosofía de la historia (1940), Benjamin indica la necesidad de adueñarse de los objetos del pasado para acceder al conocimiento sobre el mismo: “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo tal y como verdaderamente ha sido: significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro” (1973, p. 180). El peligro que relumbra puede entenderse como aquellos instantes de crisis de la tradición o del gran relato que permanece inalterado bajo la custodia de una clase dominante. Benjamin invita a retomar los fragmentos que nos permitan liberar el pasado del dominio de unos cuantos y recuperar la historia de los vencidos. Si bien no es el caso de un vencido ni el de un antagonista, Manrique ocupa un lugar indeseable al ser un personaje banal, intrascendente y de mal gusto. Volver la mirada sobre él implica por lo tanto una revaloración del criterio con el que los sujetos que no encajan son desechados socialmente.
El found footage implica un trabajo de arqueología de las imágenes, donde estas a modo de objetos, traen al “aquí ahora” una presencia del pasado con un significado en el presente que ocupa. La función narrativa de tales objetos es la que permite que se construya un nuevo contexto, el mundo de la película, en el que persiste su conciencia histórica. El cineasta es quien realiza la tarea de reciclar y resignificar los vestigios de la memoria que reposa en la materialidad fílmica y pictórica que compone su collage.
El found footage puede ser visto como el acontecer de tal crisis propia de nuestro tiempo ya que, tal como afirma Emilio Bernini, es un estilo deconstructivo por definición: “Ello se debe a que hace afirmar en la imagen aquello que a la vez niega” (2010) .Tal intencionalidad de situarse en la crisis de la representación nos remite al primer filme en que Ospina parodia el género documental y desmiente su objetividad, Agarrando pueblo (Luis Ospina & Carlos Mayolo, 1978), primer falso documental que denunciaba el miserabilismo (lo denominaron pornomiseria) como práctica recurrente en el documental latinoamericano. Mediante este cortometraje 28 minutos Ospina pone en crisis el documental social surgido como paradigma del cine latinoamericano a partir de los años sesenta. Se trata de una ficción que vislumbra la dimensión ética comprometida en el tratamiento de lo real, para lo cual se evidencian los límites de la representación en el film. Agarrando pueblo narra la historia de la realización de un documental por encargo para la televisión europea acerca de la pobreza extrema en las urbes colombianas. Con el propósito de capturar imágenes que permitieran fijar una realidad social miserable, dos documentalistas (personajes representados por los propios directores), recorren con su cámara de video las calles de Bogotá y Cali. Tras su cacería de las imágenes del hambre, consiguen acumular el material visual suficiente para sustentar la estética de lo pobre que desean proyectar. Tomas de niños desnudos, de ancianos, de locos y vagabundos harapientos dan continuidad al imaginario que reproduce el orden colonialista de un Tercer Mundo como lugar caótico, desamparado e incivilizado.
Ospina retoma esta idea de elaborar cinematográficamente el proceso de construcción propio del género documental, con lo cual ambos filmes enfatizan un señalamiento del lugar del autor como perspectiva fundamental de cualquier ficción. Visibilizar el lugar del autor como productor de pensamiento devela la jerarquización de roles que desempeñan quienes filman o crean una obra de ficción realista, y los sujetos retratados o representados.
A propósito de la construcción documentada, Maite Alberdi explica cómo la estructura a modo de collage le permite al found footage conservar el carácter escindido de las piezas escogidas, pues nunca alcanza la unidad: “El collage se caracteriza por producirse a partir de imágenes que no necesariamente tienen una relación temática, además estas se aíslan de su función original, es una relación descontinuada de elementos que no presentan un nexo y tampoco se les trata de imponer” (2007, s.n.).
Para el caso de Un tigre de papel estamos hablando de un collage que narra una versión de la historia del collage en Colombia a modo de collage. Tenemos secuencias compuestas por retazos de imágenes y textos que reconstruyen la biografía del precursor del collage insertándolo en una narración histórica múltiple y convulsa. Hay un trabajo de selección, segmentación y reubicación del archivo fílmico y pictórico que acompaña la obra de Manrique no solo en el tiempo e incluso a partir de sus propias obras sino también temáticamente, retomando las obsesiones del artista, así como su estilo kitsch y saturado.
El contexto en el que se sitúa la vida del supuesto artista recoge asimismo diversas versiones de los hechos sucedidos; los testimonios de los entrevistados (nacionales y extranjeros) hablan de la historia de una sociedad desde la intimidad de su recuerdo sobre el personaje. El collage permite dilucidar un modo de leer el universo de las imágenes, indicando empatías o intereses puntuales del autor. En palabras de Alberdi, “El trabajo de montaje en una película de Found footage requiere de la selección de fragmentos que el autor reconoce como material potencialmente utilizable” (2007, s.n.). Bernini, por su parte, habla incluso de una condición posautoral implícita en este trabajo de reciclaje. El found footage rebate el ideal del autor como origen de la obra, en la medida en que reflexiona en torno a la manipulación, apropiación y construcción de las imágenes a partir de la cultura visual que las antecede. Allí transitan de modo aleatorio, relacionándose unas y otras de formas múltiples; modificándose y adquiriendo nuevos sentidos, lo que las hace piezas vulnerables, frágiles e inestables.
Lo más llamativo en esta saturación de imágenes, es que no haya ninguna fotografía legible de Manrique, vacío que insiste en su condición fantasmagórica, es decir, en la volatilidad de su historia, que olvidada por la gran mayoría, queda sujeta al siempre presente de la proyección del filme. Entonces cobran especial importancia los testimonios, elaborados como escenas de evocación, como episodios de construcción de la historia perseguida. Ellos guardan los indicios, las texturas y los colores del mundo habitado por Manrique. Ante el vacío de su huella dactilar, Ospina reconstruye los entornos de la huella, lo cual nos permite leer la película como negativo de una figura que carece de soporte material. Se logra así, una recuperación de lo no dicho, una puesta en escena del valor de estos vacíos. La construcción a partir de los detalles se presenta como invitación a ver el lado B de las piezas documentales, testimoniales e históricas. El ejercicio de recopilación y apropiación de los fragmentos del pasado se presenta como restitución de la visión arqueológica en el quehacer de la historia.
Al dejar abierta la posibilidad de pensar esta obra no como falso documental sino como un documental biográfico acerca de un fracasado nos permite acercarnos a su núcleo crítico: el cuestionamiento de la productividad del relato histórico sostenedor del emblema. Parodiando aquellos íconos vaciados que la historia oficial suele emplear como indicios de una supuesta memoria nacional o colectiva, Un tigre de papel ahonda en el perfil de Manrique, personaje sin voz ni gloria. Un marginado que no es víctima o mártir sino un artista que se entrega a la vida bohemia perdiendo su centro e ideales.
Con la caracterización del fracasado, Ospina plantea una crítica a su propia generación y su relación, distanciada en el tiempo, con una izquierda sobrevalorada y difícil de dilucidar por cuanto su lugar en la violenta escena política de Colombia. Ospina ironiza sobre los ideales utópicos de la generación de los años 60’s y 70’s, con lo cual se distancia incluso del ímpetu anárquico de Agarrando pueblo. Para el año 2007, presente de la película, la búsqueda utópica ha cesado, pues la verdad redentora ha quedado estancada como falsa promesa en la que se justifica el discurso belicista. Todo argumento de lucha se ha desvirtuado en el sinsentido propio de la guerra en Colombia. Ospina no desacredita el compromiso social del arte sino que, por el contrario, critica aquella discursividad idealista que no generó una resistencia perdurable en el tiempo sino que se perdió en la disgregación de las individualidades artísticas. Contrario a caer en el nihilismo de un arte que pierde cualquier interés social, Un tigre de papel persiste en la defensa de la memoria como acción, pues toda ella implica un señalamiento del recuerdo como un hacer.
Bibliografía
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