“…aunque tuvimos cine en el ‘período clásico’, no tenemos un cine clásico”
(María Antonia Vélez Serna,
Cine colombiano de ficción, 1941-1945, p. 117)
El 28 de febrero de 1941 se estrenó en Cali la primera película sonora colombiana, Flores del valle (Máximo Calvo) producida por la Calvo Film Company. Su argumento contaba la historia de una joven campesina que va a la ciudad, donde es humillada por la alta sociedad, para luego enfrentarlos y volver a su tierra natal. Con esta trama, recurrente en el cine de esos años, Colombia buscaba hacerse un lugar dentro de un campo cinematográfico nacional y regional dominado por producciones provenientes de países como Estados Unidos, Argentina o México. Este escenario se repitió en muchos otros países latinoamericanos donde proliferaron empresas productoras con la intención de afianzar sus respectivos cines nacionales. En muchos de ellos la intermitencia y el poco éxito de estos proyectos llevaron a que, si bien existió una producción propia durante el período clásico, resulta difícil afirmar que hubo un cine clásico.
Señala Eduardo Russo que, al hablar de cine clásico, “cualquier sujeto interesado en el cine dispone, de inmediato de una idea aproximada acerca de lo que se está hablando” (2008: 9). Este concepto trae a colación un conjunto de ingredientes: un sistema de producción seriada, donde grandes compañías productoras cumplían con planes empresariales de fabricación y comercialización de los films; grandes estudios de filmación, estructurados en torno a departamentos encargados de los distintos rubros vinculados a la realización de films; un repertorio de estrellas, pasajeras o duraderas, alrededor de los cuales se configuraban tanto los relatos como las estrategias publicitarias; y un sistema de géneros narrativos que agilizaban la realización de los films y establecían un contrato tácito con los espectadores. Más allá de esta faceta material, la idea del cine clásico remite también a nociones de glamour y sofisticación en sus propuestas estéticas y un ideario ligado a los procesos de modernización de la primera mitad del siglo XX. No es solo un universo audiovisual, sino que, retomando las palabras de Miriam Hansen (1999), un sensorio global moderno. La prevalencia de este imaginario se debe a que, en gran parte, hablar de cine clásico es hablar de Hollywood y su predominio en el campo cinematográfico global a partir de la primera posguerra.
Russo (2008) sostiene que la idea del cine clásico surgió en la crítica global dentro de los debates políticos e ideológicos suscitados a partir de la irrupción de los cines modernos. De este modo, reconstruye una línea que va desde los planteos sobre el realismo en la obra de André Bazin a las perspectivas más recientes de Rick Altman sobre los géneros cinematográficos. Sin embargo, el concepto de cine clásico no ha sido aplicado solamente a la producción de los Estados Unidos en esos años, sino que se ha convertido en un concepto más amplio. Las historias de los cines de gran cantidad de países del mundo suelen retomar este concepto para referirse a la producción nacional durante ese período. En una extensión teórica de un modelo de producción y un sistema estético-narrativo, “cine clásico” se convirtió en una forma periodización estandarizada aplicada a las distintas historias nacionales y regionales del cine.
Más allá del claro centralismo que este uso denota, es innegable que, sea por asimilación o contraste, el modelo norteamericano fue en esos años en un punto de referencia ineludible para la conformación de las distintas cinematografías. Como resalta Santos Zunzunegui (1999), el modelo narrativo de Hollywood se convirtió en una lingua franca a nivel global. Al mismo tiempo, la adopción tanto de estas formas narrativas como de sus modos de producción por parte de distintas cinematografías no fue de modo acrítico y directo, sino que implicó una serie de negociaciones y reformulaciones.
Un caso ejemplar de ello se encuentra en América Latina, un continente signado por una compleja y tirante relación material y cultural con los Estados Unidos. Allí el modelo norteamericano de estudios, estrellas, y géneros fue retomado de acuerdo con las tradiciones y posibilidades de una región marcada por un proceso de modernización trunco y periférico. Ello produjo experiencias diversas desde el éxito internacional de los filmes mexicanos a la pugna por construir una industria en Colombia o Perú, o los intentos dispersos por filmar películas en Ecuador o Centroamérica.
Esta diversidad de experiencias ha llevado a que la propia idea de “cine clásico” exista en la historiografía de los cines nacionales y continentales latinoamericanos como una más de las distintas maneras de denominar la producción previa a 1960. El término coexiste con “edad de oro”, “era de los grandes estudios”, “período industrial”, “cine sonoro” y tantos otros. Todos ellos dan idea de un gran número de abordajes posibles para pensar los años que van desde aproximadamente desde comienzos de la década de 1930 hasta finales de los años 50. Asimismo, esta multiplicidad de denominaciones ilumina los distintos marcos conceptuales e ideológicos que han guiado los discursos sobre esa era y los elementos que se han incorporado o dejado de lado en estas historias. A partir de ello resulta necesario preguntarse, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine clásico en América Latina?
Periodizaciones y nuevos enfoques
La idea de “cine clásico” es en gran modo una conceptualización post-facto para hablar de un período determinado de los cines globales. Sin embargo, la demarcación específica de ese período difiere según el lugar, incorporando (o no) los períodos silentes o las irrupciones de los cines modernos. En el caso latinoamericano, ha primado en la configuración historiográfica de esos años un proceso de diferenciación del período a partir de un criterio fundamentalmente teleológico que plantea la existencia de un camino ineludible hacia la conformación de una identidad propia que se habría alcanzado con los nuevos cines de los años ‘60.
Tanto los puntos de inicio como de final del cine clásico suelen ser establecidos bajo estos parámetros. Hacia atrás autores como Domingo Di Núbila en Argentina situaron el período silente como una prehistoria del cine nacional, en una mirada que considera ese período como algo primitivo, con poco valor (Cuarterolo & Navitski, 2017). Como señala Paranaguá “con el advenimiento del sonido, el cine en América Latina se atoró, tosió, tartamudeó y hasta enmudeció en muchos países, durante una década” (1996, p. 224). Es interesante de todas formas que este punto de inicio plantea ya disonancias hacia adentro del continente, ya que el período clásico comenzaría en Brasil en 1929 con Acabaram-se os otários (Luiz de Barros) o en México en 1931 con el estreno de Santa (Antonio Moreno), pero en Cuba recién es en 1937 con La serpiente roja (Ernesto Caparrós) y en Colombia en 1941 con Flores del valle.
El punto final del cine clásico tampoco es uniforme en la historiografía, aunque se lo suele ligar a la irrupción de los nuevos cines latinoamericanos y el abandono de un modelo basado en la supuesta imitación de formas foráneas. En términos estrictos no es claro este momento de cierre, ya que la propia década de 1950 ha sido generalmente considerada como un momento de transición hacia esa esencia propia. Paranaguá (1996) plantea que esta década va a ser la de una “búsqueda de una visión latinoamericana” mientras que Paul Schroder Rodríguez (2016) marca aquí el cierre de una etapa de cine de estudio y el comienzo de un período de “neorrealismo y cine arte”.
Esta demarcación se debe en gran parte a que este tipo de periodización proviene del momento de irrupción de los cines modernos en la década de 1960. Clara Kriger (2011) ha analizado en este sentido la aparición entre 1959 y 1960 de las primeras historias de cine nacional en Argentina y Brasil y el modo en que Domingo Di Núbila y Alex Viany, respectivamente, establecieron un relato base sobre el cual se construyeron luego las historiografías locales. Según Kriger, ambos relatos buscaban reforzar la existencia de sus cines nacionales en el marco de profundas crisis industriales en los dos países. Ello llevó asimismo a que fueran eminentemente locales, con pocas líneas comparatistas o trasnacionales.
Kriger señala que dentro de la construcción de estas primeras historias había una dualidad. Por un lado, buscaban rescatar los elementos distintivos, propios y positivos de las tradiciones locales. Por otro lado, retomando a Paranaguá, señala que primaba una melancolía que reclamaba por algo que debió haber sido, pero no fue. Esta mirada se mantuvo luego cuando, dos décadas después, distintos historiadores propusieron historias más comprensivas del cine latinoamericano como un todo. Según Kriger, en autores como John King (1990) o Peter Schumann (1987), “el cine clásico quedó reducido a señalamientos muy básicos, que iban desde la importancia de las músicas nacionales, los formatos industriales, el costumbrismo, los toques épicos, las siempre notables excepciones fílmicas, y poco más” (2014, p. 143).
Dentro de estas visiones que marcaron la historiografía de la segunda mitad del siglo XX es notorio que, más que “cine clásico”, el principal término para referirse a este período parece haber sido el de “edad de oro”. El mismo se hace presente desde los escritos fundacionales de Paulo Emilio Salles Gomes en Brasil a numerosos trabajos sobre el cine mexicano, en donde este término sigue con una gran presencia en la actualidad. La idea de “edad de oro” fue fundamentalmente utilizada dentro de las historias nacionales de los tres países dominantes de este período en la región: México, Brasil y Argentina. Esta noción parece contrarrestar esa idea de fracaso al hablar de un pasado rutilante, pero al mismo tiempo, refuerza esa noción al sostener esa visión de un tiempo pretérito brillante al que ya no es posible volver.
Estas percepciones comenzaron a ser cuestionadas y relegadas cuando hacia finales del siglo XX, de la mano de autores como Paulo Antonio Paranaguá o Ana López, surgieron nuevas perspectivas que buscaron renovar los esquemas conceptuales para pensar el período. Quizás el principal punto de inflexión que plantearon estos autores fue la puesta en quiebre de los marcos nacionales y el impulso de estudios comparados o trasnacionales. Un ejemplo de ello puede encontrarse en el trabajo de López (2000) sobre los cineastas viajeros como una forma de integrar otras cinematografías más allá de las tres principales. A partir de los nomadismos intrarregionales, López destaca las diversas dinámicas de flujos que marcaron esos años y el rol central que jugaron México y Argentina como modelos de imitación tanto en términos de sistemas de producción como de relatos e imaginarios. Como sostiene Ambretta Marrosu al hablar del cine venezolano, éstos “se constituían en los modelos alcanzables, sea por su mayor elementalidad técnica, sea por los esquemas técnicos que proponían, supuestamente comunes a la idiosincrasia latinoamericana” (1997, p. 37).
Tanto López como Marrosu destacan, en esta línea, el caso paradigmático del film La balandra Isabel llegó esta tarde (1950), superproducción venezolana dirigida por el argentino Carlos Hugo Christensen, protagonizada por el astro mexicano Arturo de Córdova y ganadora de un premio a mejor fotografía en el Festival de Cannes por el trabajo técnico del español José María Beltrán. La película conjuga elementos vinculados a las edades de oro de estos países con una historia local de fracaso posterior y supone así un ejemplo claro de la necesidad de revisar los cines clásicos latinoamericanos desde nuevas perspectivas.
El siglo XXI ha visto así trabajos más puntuales y específicos sobre géneros, estrellas, y otras temáticas vinculadas al campo cinematográfico. El intento de contar grandes relatos sobre el cine latinoamericano o los cines nacionales parece haber sido dejado de lado. Ello no implica que se haya aceptado la historiografía tradicional como la base para estos trabajos, sino que a partir de ellos se hace posible empujar sus límites e introducir nuevos elementos a la discusión. Propongo a continuación detenernos en un punto clave de estos nuevos debates: los impulsos industriales de los cines latinoamericanos en el período clásico.
Sueños industriales de los cines clásicos
En un artículo publicado en 2010, William Castro retomó los postulados de López con respecto a los cineastas viajeros para pensar cómo ello podía impactar sobre aspectos metodológicos al momento de abordar los cines clásicos latinoamericanos. El interés de Castro se centró fundamentalmente en revisar los abordajes nacionales, pero no desde los casos excepcionales como La balandra…, sino desde el vasto conjunto de filmes “banales”, olvidados por la historiografía, producidos dentro de los modelos industriales. Castro toma como caso de estudio la película mexicana Han matado a Tongolele (Roberto Gavaldón, 1948) y se pregunta por el rol de estas zonas del cine en la conformación de las matrices de producción y recepción en los cines latinoamericanos.
La propuesta de Castro puede ser pensada en orden con lo hasta aquí planteado, es decir, la idea de cine clásico implicaría juicios valorativos desde lo estético/formal/narrativo que necesariamente pone en diálogo las producciones latinoamericanas del período con el cine de Hollywood. Esta perspectiva llevó generalmente a relatos centrados en obras maestras o grandes directores que, si bien son interesantes y permiten una gran puerta de entrada a quienes quieran conocer estas cinematografías, están al mismo tiempo limitados. A partir de ellos se han armado narrativas de éxitos o fracasos bajo parámetros que no dan cuenta necesariamente de la complejidad y el interés de estos espacios de la producción durante el período clásico.
Para poder hacer esto es pertinente recurrir a otras formas de denominación de estos años dentro de la historiografía. Bajo términos como “cine sonoro”, “cine industrial” o “era de los grandes estudios” se ha buscado hacer hincapié justamente en el tipo de modelo de producción que caracterizó estos años. En ese sentido es interesante destacar en un término que ganó terreno en la historiografía del cine argentino en las últimas décadas: “cine clásico-industrial”.
Si bien no es posible especificar cuándo cobró pregnancia este concepto, se puede destacar su presencia en la propuesta teórica que organizó la colección dirigida por Claudio España (2000) para el Fondo Nacional de las Artes. La misma comenzó con dos libros dedicados al período clásico bajo el nombre de “Industria y clasicismo”, cuya organización daba cuenta de ambos elementos. Mientras que uno de los tomos se organizaba en torno a los géneros dominantes de la producción fílmica argentina, el otro estaba dividido a partir de los distintos estudios cinematográficos que habían funcionado en esos años. De este modo, la idea de clasicismo parecería necesariamente interrelacionada con el tipo de producción seriada perfeccionada por Hollywood.
Se puede afirmar que lo industrial fue el eje rector de este período en el continente. Por ejemplo, podemos detenernos en Dos destinos (Juan Etchebehere, 1936), la primera producción sonora de Uruguay. La misma comenzaba con una imagen de la bandera nacional y sobre ella una placa que leía:
Dos destinos no se proponía a sí misma como el comienzo del cine en Uruguay, sino como el comienzo de la industria cinematográfica. De este modo, puede ser pensada dentro de lo que Paranaguá (2003) denomina “brotes productivos locales”. Para desarrollar este concepto quisiera volver a otra de las propuestas del autor cuando plantea la posibilidad de clasificar los cines latinoamericanos en tres niveles de acuerdo con su producción. El primero está integrado por los países que desarrollaron una factura constante a lo largo del tiempo (México, Brasil y Argentina), el segundo por aquellos que presentaron brotes productivos intermitentes (Chile, Perú, Colombia, Cuba, Venezuela), y el tercero por lo que el autor denomina cinematografías vegetativas.
Detenernos en el segundo grupo, aquellos países que buscaron desarrollar sus propias industrias, nos permite ver cómo se manifestó en todos ellos este deseo expresado tan claramente en el film uruguayo. Autores como King o Schumann relegan estos proyectos como intentos de imitación de modelos foráneos, mientras que en las distintas historias nacionales estos años suelen ser presentados como intentos fallidos dentro de la evolución hacia los nuevos cines de los años 60. Como señala Kriger, en las historias del cine latinoamericano:
el paquete de las cinematografías periféricas se pensó homogéneo, pero no lo es. En esa pretendida simplicidad quedó escondida la riqueza de las producciones de los países con baja producción y de los cines regionales, que en la mayoría de los casos están aún invisibilizados, como si no hubiera nada interesante que investigar allí (2014, p. 147)
Al recorrer América Latina a lo largo de este período “clásico” lo que encontramos es una multiplicidad de proyectos diversos en sus formas y contenidos, pero con un objetivo similar de conformar industrias fílmicas en sus países. En Venezuela estos años vieron la existencia de empresas como Ávila Films, Ultra Cinematográfica y Bolívar Films. Colombia va a ver la aparición de Patria Films, Ducrane Films y la Calvo Film Company. Perú, por su parte va, a tener diversos emprendimientos entre los cuales se destaca Patria Films y Amauta Films, mientras que Cuba verá la aparición de Películas Cubanas S.A.(PECUSA). En Chile, por último, se va a dar uno de los proyectos más ambiciosos de la mano de Chile Films 1Es interesante de igual modo pasar al tercer grupo de países que señala Paranaguá. Por ejemplo, en el caso de Centroamérica, María Lourdes Cortés (2005) marca que el período sueño industrial comenzó hacia finales de los años ’40 y duró hasta los años ’70.
El relato historiográfico sobre estas experiencias se ha centrado en la idea del fracaso. Paranaguá (1996) denomina el período entre 1936 y 1950 como el “espejismo industrial”. La idea de espejismo también se hace presente por ejemplo en Vélez Serna quien señala que “La espectacularidad del boom mexicano atrajo la ambición de productores e incautos del resto del continente, quienes vieron el espejismo de una fórmula repetible” (2008b, p. 185). Ricardo Bedoya, por su parte, en su historia del cine peruano plantea sobre la formación de una industria nacional que “en Chile, Venezuela o Perú el asunto fue una posibilidad vislumbrada que el tiempo se encargó de desmentir” (2009, p. 96).
La dimensión industrial iba, asimismo, asociada a un ideario nacionalista. Todos estos proyectos estuvieron cruzados de un modo u otro por la presencia de los Estados nacionales, a veces dando el marco legal para su desarrollo, a veces sosteniéndolo económicamente y en otras ocasiones directamente encargándose de la producción desde empresas estatales. Ello implicaba usualmente una búsqueda de llevar al cine una idea esencialista de las identidades nacionales vernáculas que se traducía en escenarios, personajes y músicas ligados a las tradiciones de cada país.
Pero, al mismo tiempo, tener una industria fílmica era un símbolo de modernidad que permitía insertarse dentro de la conversación cinematográfica global, Sin embargo, las temáticas y los imaginarios nacionales no eran necesariamente atractivos fuera de las fronteras mientras que recurrir a argumentos cosmopolitas llevaba a una “traición” del nacionalismo subyacente a estos proyectos. Estas problemáticas resultaban inherentes a la búsqueda de construir y consolidar industrias fílmicas locales, y cada proyecto empresarial o nacional lidió con ellas a su manera. Comprenderlos desde esta perspectiva presenta numerosos puntos de interés que van más allá de la idea de obras maestras o grandes autores.
Colombia es un caso interesante para abordar la articulación de estas dinámicas. Según señala Vélez Serna (2008b) entre 1941 y 1945 se filmaron diez películas, a cargo de cuatro compañías productoras. Esta producción estuvo signada por la precariedad material, argumentos de ambientación rural con tópicos nacionalistas y una marcada presencia de la música. La autora marca que un abordaje textualista a este corpus sería estéril y que el principal interés histórico sobre éste radica en comprender las estrategias llevadas adelante para tratar de construir una industria y las apelaciones a un gusto masivo y popular, con la industria mexicana como ejemplo a seguir. Al mismo tiempo rechaza la idea de que el fracaso de este brote productivo haya sido debido a la falta de conexión con el público, y plantea más bien que las condiciones materiales y económicas deben ser consideradas para dar cuenta de este.
Las condiciones materiales son también fundamentales para entender el caso cubano. Por ejemplo, se puede considerar PECUSA, compañía creada por Ramón Peón quien había trabajado intensamente en los primeros años del cine sonoro en México y volvió a Cuba proponiendo un modelo industrial construido en torno a films musicales como Sucedió en la Habana (1938). El emprendimiento duró poco tiempo, pero Peón puede ser pensado como uno de los principales ejemplos del nomadismo de esos años. Ello marcó los años siguientes en Cuba, donde, como sostiene Ana López, “Cuba entró en una extensa serie de coproducciones con México en los años ’40 y ’50 e importó directores frecuentemente para estimular su propio desarrollo técnico y la idea de un cine nacional” (2023, p. 139).
Un carácter similar se presenta en el caso de Chile Films donde además se sumaba el hecho de que el Estado nacional se involucró en la producción a través de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO). A partir de un modelo mixto que buscaba asegurar la inversión privada se construyeron grandes estudios y se contrató personal internacional (especialmente argentino) para fomentar la profesionalización del sector cinematográfico. Sin embargo, como sostiene María Paz Peirano, “Chile Films da cuenta de un debate entre proyectos disímiles de identidad nacional propios de la época” (2015, p. 43). En este sentido, las películas desarrolladas y la presencia de extranjeros en el proyecto industrial llevaron a un marcado rechazo del campo cinematográfico local qua acusó a esta producción a favorecer un cosmopolitismo foráneo por sobre formas populares locales.
La presencia de lo popular se hace presente asimismo en el cine de Amauta Films en Perú. Bedoya destaca que había una voluntad de llevar a la pantalla “los paisajes, las costumbres, la música y los ambientes peruanos, haciendo películas capaces de competir en ‘el mercado continental’” (2009, p. 34). Para ello, tanto Argentina como México funcionaron como ejemplos de modelos exitosos basados en la explotación de la cultura local para un público internacional. Sin embargo, luego de un auge a finales de los años 30, la empresa cerró en medio de la escasez de celuloide durante la Segunda Guerra y un cambio del panorama del mercado latinoamericano. Como reconstruye Bedoya, “el empeño de Amauta Films fue de naturaleza industrial, pero falló al medir el tamaño y los requerimientos de un mercado cinematográfico reducido, que estaba a punto de ser conquistado por el cine mexicano” (2009, p. 84).
En otros casos, pensar en estos proyectos industriales implica asimismo abrir el foco más allá de la producción de largometrajes de ficción. Podemos considerar así, a partir del trabajo de Marrosu (1997), el caso de Bolívar Films en Venezuela. La empresa comenzó su actividad con cortometrajes de propaganda gubernamental, noticieros y cortos publicitarios. Ello le sirvió para realizar la inversión inicial necesaria en equipos técnicos y en formación de personal especializado para emprender la realización de cine de ficción. Su producción posterior contó nuevamente con el ejemplo de Argentina y México, de donde llegaron además directores, actores y guionistas. Aquejada por una inadecuada estrategia de distribución y exhibición, la empresa no quebró, sino que se reconvirtió hacia otros proyectos audiovisuales, incluyendo la incipiente televisión.
Retomar estas historias no solo como imitación de modelos foráneos o el fracaso de un impulso industrial, nos permite ver aquí espacios de debate sobre el rumbo de una cinematografía periférica o tentativas de estrategias formales o narrativas propias. Pensarlas individualmente o ponerlas en relación dan cuenta de un período rico y complejo, muchas veces fundacional, en la historia fílmica de Latinoamérica. Más aún, los brotes industriales de tantos países latinoamericanos son una clara indicación de un rasgo constitutivo en esos años: la conformación de las culturas cinematográficas locales y regionales.
Conclusiones: El cine clásico más allá de los cines nacionales
Pensar el cine en América Latina durante el período clásico implica más que considerar solamente las películas que se produjeron. Junto con ellas, estos años vieron la conformación y consolidación de campos cinematográficos entendidos, en términos de Bourdieu (2002), como ámbitos de relaciones sociales entre distintos agentes. Ello implicó por lo tanto también la formación de nuevos públicos y críticos, la creación de empresas distribuidoras, la construcción de nuevas salas de exhibición y el impacto del medio cinematográfico sobre las formas en que la sociedad se relacionaba con el mundo.
Desplazar la mirada hacia las culturas cinematográficas es un modo de retomar otra de las propuestas renovadoras de Paranaguá. Al revisar la historiografía sobre cine latinoamericano destacaba que no se entiende cómo ésta “puede valorar la esfera de la producción de manera casi exclusiva, cuando el fenómeno cinematográfico en América Latina está basado fundamentalmente en los dos otros pies del “trípode” la exhibición y la distribución” (2003, p. 17). De este modo, pensar en el cine clásico no implica solamente abordar las producciones de las diversas compañías, sino también aquellos mecanismos que permitieron la conformación de los campos cinematográficos en cada país. Esta propuesta de Paranaguá se encuentra en sintonía con los postulados de lo que la academia anglosajona denominó años después la “New Cinema History”. A través de ella, se buscó renovar las perspectivas historiográficas en Estados Unidos y Europa a través de la incorporación al campo de estudios aspectos vinculados con la experiencia de ir al cine. En el caso del cine clásico en América Latina, ello implicaría pensar ese período como un momento donde la imaginación cinematográfica se movió en torno a ideales como el nacionalismo, el desarrollo industrial y los proyectos de modernización.
El período clásico, de este modo, nos invita a considerar cuestiones como la conformación del circuito de exhibición en Brasil (Freire & Zapata, 2017) o en República Dominicana (Lora & Checo, 2020) y su relación con la formación de los públicos. Pero también nos permite pensar desde el lugar de las audiencias, ya sea la recepción del cine mexicano en Cartagena (Chica Geliz, 2017) o el recuerdo de esas mismas películas por parte de los espectadores latinoamericanos actuales (Rosas Mantecón & Domínguez Domingo, 2021). O considerar cómo impactaron en la conformación de las industrias fenómenos globales como la Segunda Guerra Mundial (Peredo Castro, 2004).
Retomando la propuesta inicial de Vélez Serna, aunque no hubo necesariamente en todo el continente un “cine clásico” entendido bajo el modelo de Hollywood, sí hubo cine durante ese período. Podemos volver así a la pregunta planteada en el título de este escrito, ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine clásico en América Latina? Hablamos de proyectos industriales marcados por una pugna entre la necesidad de representar una identidad nacional y la búsqueda de insertarse en debates cosmopolitas globales. También hablamos de un campo cultural signado por los complejos procesos de modernización latinoamericanos, donde se pensaba al cine como uno de los principales exponentes de los alcances de progreso que se habían logrado. Asimismo, el cine clásico en América Latina nos remite a nomadismos, tanto dentro de la región como en sus contactos con la esfera global, en un intenso proceso de influencias y apropiaciones. Ampliando la mirada, es posible afirmar que hablar de este cine implica también considerar a la producción audiovisual más allá de los largometrajes de ficción e incluir desde documentales a cine educativo, institucionales y publicidades. Esta ampliación nos lleva, de igual modo, a considerar el cine clásico no sólo como un proceso productivo, sino como la conformación de un campo cultural y mediático cruzado por empresarios, Estados nacionales, y públicos que fueron construyendo culturas cinematográficas. Pero más que nada, hablar del cine clásico en América Latina refiere a un imaginario compartido sobre una etapa de la vida cultural de la región conformado a partir de un complejo entramado de agentes y discursos que todavía está por desentramarse.
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