“La lengua sin arcaísmos, sin erudición. Natural y neológica. La contribución millonaria de todos los errores. Como hablamos. Como somos.”
Oswald de Andrade Manifiesto Pau Brasil
Panorámicas aéreas de una aridez amenazante, insistencia de un plano general que no sabe de individualidades, nos traen de golpe a Manoel. Campesino de aquel Sertão inmenso y áspero donde los animales, y también los hombres, mueren olvidados en la sequía. Rocha nos muestra con planos detalles iniciales, el encuentro de Manoel con una cabeza de vaca invadida por las moscas. Un animal menos y porque no, una alegoría que anuncia su destino. Cámara que se abre para presentar a Sebastiao y a la promesa que quizás cambie su destino.
Las condiciones de marginalidad marcan en este personaje y durante todo el film 1Dios y el diablo en la tierra del sol (Glauber Rocha, 1964) las miserias de lo que Glauber Rocha define, en su Estética del hambre, como “liberación en función de una nueva dependencia”. Manoel y Rosa deambulan del dominio y la explotación latifundista, a los sacrificios de la fe; de la esterilidad de un trabajo improductivo, que solo otorga un plato de mandioca caída la noche, a la esclavitud de una promesa. De un peregrinaje que adormezca la falta de oportunidades y entregue sentido a la existencia, al cautiverio de los canganceiros, anunciándose con ello la condena de una violencia rítmica ante la fatalidad del destino. Este personaje errático, heredero de la esclavitud es una síntesis de Cinema Novo: expone la complejidad de los discursos.
Raúl Ruiz por otro lado no nos presenta al Tito. En Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968) él se nos aparece en su vagabundeo por la ciudad. Pasa de una micro a un auto, llega a un lugar pero habla de querer estar en otro, transita del bar a la pensión, de la pensión al departamento del jefe; arma con sus compañeros de juerga discursos para todo, que finalmente no dicen nada, y en definitiva, no pertenece a ningún lugar. El Tito no se pregunta si está en busca de un destino, pero sí sabe que no quiere ser un desempleado y deambula por una ciudad que se vuelve menos clasista y menos hostil cuando se está emborrachando. Es, como Manoel, un personaje errático, desencantado. No tiene, ni siquiera, un drama central. Lo sostiene la decadencia de su cotidianeidad y la violencia sintomática que ello produce. ¿Por qué personajes similares, aparentemente inhabilitados para accionar sobre sus condiciones, son presentados en Rocha bajo una narrativa pomposa, mientras que en Ruiz, bajo un relato tedioso y desprovisto de eficacia?
En América Latina tras años de copia e incorporación de modelos importados que determinaron y situaron nuestra especificidad geográfica, histórica y de sentido, comienza una renovación en los discursos artísticos, dada por los cruces entre estética y política, que luego de la Revolución Cubana en 1959, acrecientan las prácticas identitarias. Aquella revisión de los discursos nacionales en los países del Cono Sur advierte sobre un deseo de autenticidad, y es esa valoración por lo auténtico, la que en Brasil fue previa. En ese saber autoreferido, se informa la posibilidad de verse y de ver por tanto la diferencia. Esa es la simiente que los modernistas instalaron años antes de modo furioso, grandilocuente e histórico. La élite fundadora del Movimiento de Antropofagia postuló una contradicción violenta entre dos culturas, por un lado la primitiva y por otro la latina de herencia cultural europea. El primitivismo aflora como signo de deglución crítica al otro, al moderno y civilizado. El Abaporu 2Cuadro que Tarsila do Amaral regala a Oswald de Andrade en 1928, y que será portada de la primera edición de la Revista de Antropofagia -como señala Carlos Jáuregui- que para Occidente come hombres, queda ahora inscrito en el imaginario brasileño como la imagen de un caníbal sensual y desnudo, con una cabeza disminuida pero en la postura de El pensador de Rodin, y se convierte en el icono de un movimiento que quiere recuperar la imagen colonial de Brasil mediante la transformación de lo salvaje, en elemento agresivo y de consumo. La proyección hambrienta de este yo nativo, es proporcionada por negación foránea, al ofrecer con ella el componente productivo de reacción a la violencia, con el cual puedo devorar el capital simbólico de esos otros que amenazan el mío. Por eso, para Rocha -autoproclamado discípulo de Oswald de Andrade- ingurgitar y regurgitar se convierten en actos políticos sobre el lenguaje. Glaubler caníbal: “como el cine es un lenguaje en constante desarrollo, no puedo dejar de usar ciertos métodos que me enseñaron los grandes cineastas, pero los aplico a mi manera” (Oubiña, 2004, p. 104). Aquella manera de Rocha es tan propia que quisiera, podría peregrinar con Manoel por todo el Sertão, pero lo que probablemente no haría es perderse en esa inmensidad por causa de otros; antes buscaría una reivindicación, herencia antropófaga. Manoel, al igual que el Tito, deambula por el olvido y la marginalidad, pero Rocha lo revindica inscribiéndolo en un montaje alegórico, desconcertante y preciso. Su astucia rompe la linealidad de cualquier atadura histórica, pero nunca olvida la historia.
En el Chile de los sesenta las contradicciones y diferencias se enmarcaban en una sintonía regional, respecto de la política exterior norteamericana que amenazaba con nuevas forma de colonialismo, al visibilizar sus dispositivos culturales y económicos frente al aceleramiento de las fuerzas socialistas en el continente. Las reflexiones artísticas buscaban cambiar el estado de las cosas y de las miserias sociales que enmascaraba la relativa esfera de bienestar económico anunciada por la lógica capitalista. El cine entonces debía ser político, y lo era en la medida que entendía el compromiso como acción y confrontación panfletaria. La inteligencia cinematográfica que ensaya Ruiz, por el contrario, es aquella que intentan los nuevos cines tras la Segunda Guerra, con una conciencia que se abre a las posibilidades indirectas de la expresión. Ruiz no hace un reclamo formal por las condiciones de decadencia y segregación del personaje de Tito, lo acompaña en ellas. La crisis está en el personaje mismo, en los lugares por donde transita, en las conversaciones que sostiene, en lo sofocante de su cotidianeidad. Junto al conflicto de su devenir existe una cámara que se mueve con él, que escucha con él, que a veces mira como él y que la mayoría de las veces no encuentra un lugar convencional donde situarse, se pierde, al igual que el Tito; lo que por supuesto para Ruiz abre la posibilidad de espacio y de realismo. Recodemos la escena en donde Tito angustiado, ninguneado por el clasismo de Ruby y sin pega se traga una caña de terremoto que no le da respiro. Se desmorona luego, arriba de una micro que tampoco lo conduce a ninguna parte. Lo que en realidad nos está mostrando Ruiz –a pesar de lo paradojalmente cómico al sentirnos identificados– es como se derrumba la dignidad ante la falta de oportunidades. Sin adornos, sin pretensiones alegóricas, las libertades que Ruiz se permite son la de un bolero triste, como su tigre.
La violencia entonces se vuelve sintomática, autodestructiva y regresiva. Disfrazada por la falsa modestia ante condiciones humillantes y latente de fugar a cualquier parte o a ninguna. Al final de su adaptación, Ruiz se hace cargo del síntoma y exterioriza lo violento de las circunstancias que vive el Tito, dirige el componente productivo que otorga la vergüenza hacia Ruby, mostrándonos la inesperada y brutal golpiza que el protagonista le da.
La sociedad chilena, a diferencia del Tito del sesenta, y mucho menos después del golpe militar, no logrará articular una reivindicación que le permita distanciarse de condiciones violentas. Los vestigios de cualquier componente autorreferente se derrumban y junto a ellos la posibilidad dirigida y precisa de reacción. Ante condiciones represivas y de censura, la expresión se vuelve hermética y, sin sincretismos previos que hayan otorgado al cuerpo social una cohesión en lo temático y estético, la respuesta es digresiva, queda reducida a la negación, a la no-contradicción, o desde una perspectiva ontológica, a la inexistencia. Se constituye entonces la forma más sádica y efectiva de dominación, el componente violento se torna endógeno y se traduce en autocensura. Ya no hay, ni siquiera, una diferencia que revindicar; la limitación es capaz de pasar a los actos mismos, coartando la producción del habla propia y con ello de la de sentido. En Chile el lenguaje se torna críptico; cine y fonética quedan también supeditados la falta de precisión, siendo esta la retórica que los sostenga. Un modo de discurso “afásico”, en lo que Paolo Virno considera como “la incompletud y virtualidad del lenguaje”, o sea su capacidad de “no ser en tanto es” (2004, p. 219).
Volvamos a Cinema Novo y al Nuevo Cine Chileno. En Tierra en trance (Glauber Rocha, 1966), el montaje resulta casi tan carnavalesco como los discursos épicos de sus personajes, que se permiten incluso la refundación de Brasil por un Pedro Cabral moderno, llamado Porfirio Díaz. Paulo Martins, su protagonista, es el poeta en conflicto. Un artista desentendido de la lucha de clases, pero su figura se vuelve contradictoria a medida que identifica con una izquierda intelectual y desencantada. Finalmente agoniza, frente al inminente golpe de Estado que amenaza a “El Dorado” 3Lugar de los hechos en la película que, como lugar utópico, advierte en la crítica de Rocha una línea histórica supratemporal que abarca desde la llegada Europea, las proyecciones de aquel paraíso “dorado” y perdido en la Tierra, pasando por el trópico indómito y bucólico de la conquista, hasta el que anhelaron las corrientes de filosóficas existencialistas del siglo XX, las que pretendían resinificar a los Estados Americanos apelando a su pasado milenario, anterior y superior al de la cultura Occidental, declamando un torrente de soliloquios con un fusil en la mano. Metáfora precisa al Golpe de 1964. Rocha le concede en el habla, un retorno, una posibilidad de ser alegoría viva de aquellos paratácticos manifiestos antropófagos.
El Nuevo cine chileno, en cambio señala en la línea de Ruíz, retóricas de inacción, que Pablo Corro indica como “(…) acciones contrarias, del fracaso y de la caracterización de las identidades sociales y su transformación en el habla. Estrategia lingüística apropiada para enfrentar su momento histórico” (2012). Zapato Chino (Cristián Sánchez, 1979) abre con una Marlene avergonzada, incapaz de sostener la mirada, atrapada entre un encuadre cerrado, frontal, intimidante y un muro donde trata de sostenerse para denunciar la fragilidad de su destino. Mientras piensa en la carta que escribió a su madrina, se escuchan frases como: “quizás esta es la última carta que reciba de mí, pero no se preocupe es que se me perdió la recomendación”; “me doy vueltas de un lado pa otro todo el día, y no me hallo”.
En la cotidianeidad anómala de los personajes de Sánchez, se advierte un siniestro desamparo a medida que avanza el relato. Gallardo se repliega en un taxi que después pierde, busca donde alojarse, no pertenece a nadie y nada le pertenece. Anda de un lado para otro, con un interés casi oportunista, pero camuflado, hacia su sobrina Marlene. Los dos van de un lado a otro y reflejan a una sociedad oprimida, confundida y huérfana ante el violento traspaso de un Estado benefactor a un Estado represor. Tanto Ruiz como Sánchez exponen su astucia crítica sin desentenderse de las circunstancias, agudizando el contenido hasta el punto de distanciarlo de la dogmática y paralítica forma que asume la política convencional, politizando ante todo el espacio posible y vital de creación. En ese sentido es que Ruiz se refiere a que los films, como el lenguaje, siempre tienen zonas autobiográficas; no por que cuenten detalles personales de la vida de los realizadores, sino porque abren el relato a una especie de aura autoreferencial. En su Poética del Cine habla de los filmes clandestinos dentro del film, y dice estar siempre atento a los signos o imágenes posibles de figurar en aquel universo otro que abre la narración:
Nada de esto es nuevo ni pretende serlo; yo quiero solamente facilitar el salto hacia ese mundo de imágenes que se llama un film, al interior del cual coexisten, simultáneamente, varios otros, y que en lugar de ignorar, yo trato en la medida de lo posible de hacer visibles. Me refiero a un cine que renuncie a su capacidad narrativa e hipnótica, a su poder de encantamiento, y que prefiera volverse sobre sí mismo con el fin de dejar de proliferar series de imágenes circulares y otras tantas series de imágenes fuera de campo que se beneficien del efecto de lo “ya visto”, todo esto con el fin de dar nacimiento a una forma inédita de narración cinematográfica, con sus reglas que inventar, con su poética que descubrir (2000, p. 127).
En este sentido es que la trama entre modo y tiempo puede también romper el continuum de la historia y dirigirse hacia otros lugares; redimir el pasado, develando las expectativas que formularon otrora, los que no cristalizaron la historia en el discurso, los que bajo la retórica que les permitió su “aura autoreferencial” estuvieron del lado convexo del discurso. Los que como Ruiz, como Rocha o como Sánchez pudieron abrir la trama cuando todo se cerraba.
Bibliografía
Corro, P. (2012). El cine de Cristián Sánchez y la acción en crisis. En Retóricas del cine chileno, ensayos con el realismo. Santiago: Cuarto Propio.
Jáuregui, C. (2008). Canibalia. Canibalismo, calibanismo, antropofagia cultural y consumo en América Latina. Madrid: Vervuert, 2008.
Oubiña, D. (2004). Prometeo Furioso. En A. Rocha & P. Gaitán (Eds.). Glauber Rocha: del hambre al sueño. Obra, política y pensamiento. Buenos Aires: Fundación Eduardo Constantini (MALBA).
Ruiz, R. (2000). Poética del Cine. Santiago: Sudamericana.
Shoath, E. & Stam, R. (1994). Multicuturalismo, cine y medios de comunicación. Críticas del pensamiento eurocéntrico. Barcelona: Paidós.
Virno, P. (2004). Palabras con palabras. Poderes y límites del lenguaje. Buenos Aires: Paidós.
Cádiz, M. (2012). De Rocha a Ruiz, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/de-rocha-a-ruiz/500