Contra mi costumbre habitual y por razones de fuerza mayor, tuve que ver la última entrega de Tarantino dos semanas después de su estreno. En ese interregno me topé con un par de perspectivas sobre la película. La primera era de mi amiga Valeria Cabrera, quien hacía énfasis en los imposibles políticos, étnicos, sociales, de género y culturales que se acumulan y se agolpan a medida que avanzan los rollos. La segunda, de Miguel Ángel Vidaurre en http://elagentecine.wordpress.com/, observaba, en síntesis, que Django “es tan cool, que parece ser más bien un personaje de Blaxploitation que una lectura de los personajes de Corbucci”. Esas lecturas, acertadas ambas, por cierto, me ahorraron análisis de la película. Quizás me permitieron ahorrarme el contenido de la película y la película misma, para dejarme, en cambio, con la operación central de Taratino: los diálogos.
La acción, la tensión, la intriga, el nervio y la bizarría de su cine arraigan y acontecen en el habla de los personajes. Lo que sostiene sus películas, al final, no son la erudición cinéfila, ni la banda sonora, ni la fotografía homicida, ni la tortuosa matemática del montaje, ni el morbo sangriento, ni las fábulas absurdas. Es la implacable persistencia del lenguaje que instala un imperativo de humanidad incluso en la más brutal de las coyunturas. Taratino se inscribe en la tradición de cineastas norteamericanos de la palabra, desde Howard Hawks hasta David Mamet, pasando por Woody Allen y Elia Kazan. No en vano Vincent Vega pide un ‘filete Douglas Sirk’ en su cita con Mía Wallace. Tarantino ha llevado este juego a una nueva potencia, exhibiendo la dulce resignación con la que incluso los seres más grotescos se someten a las leyes de la sintaxis y tratan de habérsela con las veleidades de la semántica.
Que el diálogo y el lenguaje estructuran el cine de Tarantino se me hizo evidente en la película anterior. A pesar de toda la faramalla, consiste en 3 o 4 escenas de diálogos en que el lenguaje se transforma en medio privilegiado en que se ejerce el poder y se juega el pellejo. Esto queda claro, por supuesto, desde la primera secuencia de Reservois Dogs. Merece recordarse el conmovedor interrogatorio a que se somete Beatrix Kiddo bajo los efectos de un suero de la verdad hacia el final de Kill Bill, tanto más bello que las secuencias de sablazos. (Cito de memoria: “—Bill: ¿Realmente pensabas que ese tipo de vida como persona normal te iba a resultar? —Beatrix: No”).
Un western es una oportunidad magnífica para explorar nuevas posibilidades de esta operación. Los pistoleros se miden, ante todo, en sus palabras. La descarga responde a una dispositio y se diría que es el lenguaje mismo el que dispara. Y no es casualidad que el mejor con el revolver (Dr. Schultz, primero, Django luego) sea también el mejor hablador. De manera parecida al célebre cuento de Borges, la prepotencia de los signos, el infinito imperio de la ‘semiosis’ sobre la existencia humana, se nos vuelve dramáticamente sensible cuando los cadáveres devienen vehículos de significado.
Por eso, hacia el final de Django Unchained las balas son la continuación natural ahí donde los personajes encaran lo innombrable. Por ejemplo, la pepita de plomo que Schultz aloja en el corazón de Candy para expresarle su infinito odio cuando ya no se pueden sostener los buenos modales ni las frases ingeniosas. O el tunazo que revienta los genitales del ambiguo Billy Crash precisamente en sustitución de la palabra que los nombra. En este último caso, el remate merece atención especial: “—Billy Crash: 1retorciéndose D-jango, you black son of a bitch! —Django: The “D” is silent, hillbilly”.
Igual que la bala, la “D” no se pronuncia pero es parte del nombre. Una se dispara, la otra se escribe. Una de tantas marcas de la inaudita presencia meta-narrativa de la escritura en la construcción misma de la acción. El paroxismo de este recurso es el episodio de Pulp Fiction en que Jules y Vincent se encuentran en un aprieto tal que sólo pueden acudir a un tal Jimmy quien, interpretado por propio Tarantino en bata, no puede ser sino una representación del guionista. No me figuro, en todo caso, a un Tarantino novelista o dramaturgo, aunque sus guiones se dejan leer con avidez. Sus líneas suponen una suerte de puesta en abismo, unos contextos cuya volatilidad sólo puede construirse verosímilmente y explotarse adecuadamente en el cine.
La bala es un artefacto retórico más en un universo en que el decoro al hablar y el respeto por el lenguaje es una ley que discrimina la grandeza y la pequeñez humana. Pero también parece demarcar una suerte de límite ético de ese juego. No deja de haber algo paradójico y perverso en asignarle ese rol moral a la violencia, alineándose así con preceptos estéticos de una industria cultural cómplice de un matonaje imperial telemático.
Solari, P. (2013). Django sin cadenas, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/django-sin-cadenas/655