1.
Al final de Soy mucho mejor que voh (2013), el segundo largometraje de Che Sandoval, el Naza (Sebastián Brahm) terminaba echando por la borda las posibilidades de reencauzar su afectividad y redimirse como marido y padre. Al final de esas 24 horas en las que intenta dar rienda suelta sin éxito a su impulso por tener sexo -mientras vive una crisis familiar aparentemente irremontable-, el protagonista termina por disolverse en su precario estado emocional, en su autoestima espoleada y su machismo herido.
En las tres comedias que el director ha completado hasta ahora la arquitectura más íntima de sus personajes se expone en primer término en la imposibilidad de ir contra la propia naturaleza. Igual que el itinerario del Naza por Santiago, Javier (Martín Castillo) en Te creís la más linda (pero erís la más puta) (2009) parece ser el último en aceptar el estatuto de sus insuficiencias eróticas y sexuales, después de una noche de pesadilla poblada por fantasías culposas y autoflagelantes.
La cantante argentina Martina Andrade (Antonella Costa) tiene en común con los anteriores un sentido casi irracional de la impulsividad y, como en ellos, la búsqueda erótica es aquí el motor de sus desplazamientos. Sin embargo, para la protagonista de Dry Martina la dimensión genital funciona no sólo por la validez intensa, fugaz e irrepetible de la experiencia de placer, también es una medida para dejar atrás el bloqueo sexual en el que se encuentra luego del desolador quiebre de su última relación estable.
Junto a ese estancamiento, Martina está hastiada de su trayectoria musical que al cabo de un par de décadas viene francamente en baja. La primera escena del filme da cuenta de ese tránsito en términos casi literales: mientras la protagonista canta “Te vas” en un pequeño local nocturno sobre una relación trunca y sobre el empoderamiento femenino a raíz de ese quiebre, abandona el lugar y toma un taxi hasta su hogar para refugiarse en la soledad de su vida cotidiana en Buenos Aires: su departamento de soltera, sus plantas y su gata en celo.
La irrupción en ese espacio de la pareja compuesta por Francisca (Geraldine Neary) y César (Pedro Campos), instala un vértice que impulsa la narración. Francisca y Martina podrían ser hermanas y sólo un viaje a Chile para un examen de ADN disiparía esa duda que queda instalada entre las dos mujeres. Sin embargo, no es el potencial vínculo sanguíneo sino la sorpresiva e irrefrenable atracción de Martina hacia César, luego de un flirteo que no alcanza a consumarse, lo que insta a la protagonista a viajar intempestivamente a Santiago.
El tránsito de Martina hacia Chile permite desplegar uno de los énfasis más persistentes en el cine de Che Sandoval, la indagación en el espacio urbano y en cierta fauna santiaguina de clase media, que en su trabajo anterior ya estaba presente en los recovecos de Bellavista o en las inmediaciones de la plaza Pedro de Valdivia. Aquí son nuevamente las calles de Providencia, pero el sentido es distinto; lo que ahora domina la puesta en escena no es únicamente la búsqueda sexual sino un principio de fuga: una necesidad de movimiento y escape. El viaje de Martina es en parte voluntad de hallazgo y también de huida y hastío.
Por esa razón lo que se inicia como una aventura amorosa pronto se encauza y deviene en el centro dramático mayoritario del filme, la posibilidad de un lazo familiar entre Martina, Francisca y el padre de ella, Nacho (Patricio Contreras), un escritor exitoso, viudo y alguna vez mujeriego.
2.
Al comprobar el mecanismo con que Che Sandoval dio vida al Naza -tomando a un secundario de su primera cinta y transformándolo en principal después-, no es para nada descabellado pensar que el origen de Martina está en ‘La Argentina’, el personaje que la misma Antonella Costa interpreta en Soy mucho mejor que voh. Allí también es una chica que ha viajado a Chile para concretar un cortejo iniciado en Buenos Aires, del mismo modo el objeto de su viaje comienza a volver con su ex y ella se queda atascada en Santiago sin entender muy bien el comportamiento sexual criollo.
La Argentina y Martina comparten naturalezas y, más importante aún, mirada clínica sobre las diferencias culturales entre chilenos y argentinos, un flanco al que su director -que ha vivido desde hace muchos años entre una capital y otra-, es extremadamente receptivo. Esa veta de observación se desliza en una de las mayores fortalezas del cine de Sandoval, la riqueza expresiva de sus diálogos, que apelan explícitamente a las particularidades del habla y, por esa vía, a la constitución afectivamente endémica que diferencia la espontaneidad argentina con cierta parsimonia local.
Gran parte de la efectividad de Dry Martina como comedia está en esta zona donde la distancia cultural, amplificada por las bruscas soluciones de montaje, permite estructurar la cinta en función de sus desajustes. La relación entre Martina y César deviene desde un comienzo desequilibrada en tanto la intensidad erótica del personaje femenino parece aplastar ya desde el primer encuentro en Santiago al infantil, frágil y pusilánime César.
La tirantez derivada de ese desequilibrio de potencialidades permite a Sandoval introducir una incomodidad interna en gran parte de sus escenas. Cuando ella, después de tener sexo, le relata a César el devenir de sus experiencias sexuales desde la adolescencia, toda la efectividad de ese momento se concentra en las inflexiones corporales, en los cambios de respiración, en el rostro desencajado de él y en los breves silencios que comienzan a colarse entre frase y frase y que confirman, con una puesta en escena mínima, que para ambos todo pareciera haberse ido al carajo.
3.
Es cierto que en las cintas del director se habla y se habla mucho, rasgo que podría vincular su cine a la tradición de la comedia clásica estadounidense. Pero, paralelamente a la naturaleza parlante su cine, nunca ha descuidado los aspectos puramente visuales, las posibilidades expresivas del corte directo, la intensidad de los planos estáticos y en ese terreno es donde se establecen muchos de los elementos dramáticos más profundos del filme.
Esta impresión de desasosiego es quizás la mayor diferencia entre éste y los trabajos previos de Che Sandoval. Porque Dry Martina es una comedia de tensiones en segundo plano donde la sensación caótica de los espacios interiores, el imprevisible deambular callejero de su protagonista y, particularmente, la constitución de su galería de personajes, parecen reforzar esa imposibilidad de encuentro que late a lo largo del filme.
La mayor parte de las relaciones se construyen desde la disarmonía: las familias están quebradas y los nexos afectivos se intuyen inviables. Ningún lazo parece real o posible y la obsesión de Francisca por encontrar una hermana se plantea desde el comienzo como una ilusión obsesiva y majadera. Lejos de establecer una unidad, la conjunción de los personajes más relevantes del filme conduce estas relaciones hacia la dispersión, al punto que la incorporación de Sam (Yonar Sánchez), pareja sexual de Francisca, además de fortalecer el sentido del absurdo que posee la comedia, incrementa en esta idea de familia -construida con trozos que no encajan-, su naturaleza improbable y efímera. Es por esa zona inquietante, vulnerable y en gran medida dolorosa que Dry Martina sobrepasa la dramaturgia antropológica y urbana de las anteriores cintas de su director. Sin alterar la capacidad de observación de su estilo narrativo, su equilibrio habitual entre imagen y palabra, ni la funcionalidad precisa de sus diálogos, Che Sandoval añade a su filmografía un personaje impredecible y entrañable que se define mejor por su necesidad constante de movimiento. Un desplazamiento que es al mismo tiempo físico y emocional, un viaje de locos que casi siempre concluye en el lugar donde se parte.
Blanco, F. (2019). Dry Martina, laFuga, 22. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/dry-martina/955