1.- La mecánica de la fábrica, la mecánica de la sociedad.
El cine como espectáculo nació, como bien se sabe, más o menos en simultáneo con el siglo XX. Su aparición tardía en relación a las demás artes se explica, claro, porque debieron pasar siglos y milenios para que se desarrollaran las innovaciones técnicas y tecnológicas que permitieron el tipo específico de representación del tiempo en imágenes en que, en parte, consiste. La técnica avanzada fue, así, conditio sine qua non de su nacimiento. Todo esto, no es preciso insistir, es lugar común. Tanto como los nombres que, desde el de Walter Benjamin y su reproductibilidad, asociamos a la reflexión sobre cine y técnica, tal como bien recuerda la convocatoria a este dossier. En las líneas que siguen quisiera intentar otro camino, evocando un nombre, el del sociólogo alemán Max Weber, cuyas ideas han ido ganando en influencia desde su muerte, hace casi un siglo, y que sin embargo es raramente asociado al tema que nos convoca.
Quizás no sorprenda esa ausencia. Weber, tal vez porque murió demasiado pronto, no mencionó siquiera, al cine en su obra publicada, mientras que dedicó no pocas páginas al estudio de la historia y el significado sociológico de la pintura, la arquitectura y la música, por ejemplo. 1Por ejemplo, a la música dedicó el extenso apéndice añadido a Economía y sociedad (México, Fondo de Cultura Económica, 1996, pp. 1118-1183) como “Los fundamentos racionales y sociológicos de la música” Y, con todo, creo posible servirnos de algunas de sus ideas sobre la función de la técnica en el nacimiento del capitalismo y en su devenir contemporáneo (el suyo, de comienzos del siglo XX, tanto como el nuestro) para pensar algunas películas recientes en las cuales tal núcleo temático es abordado.
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Es naturalmente imposible resumir la compleja doctrina weberiana en el marco de estas pocas páginas, y no es eso lo que pretendo. Weber recopiló y analizó una desmesurada, apabullante cantidad de datos sobre todas las grandes civilizaciones mundiales para fundamentar, entre otras, su visión sobre las nociones de las que queremos servirnos. En particular, la que afirma el rol estelar que cumplió la invención y el desarrollo de la maquinización productiva en el nacimiento del capitalismo occidental, y sus ecos tardíos en el modo de subjetivación de que fueron -¿somos?- sus contemporáneos. Sobre lo primero, demostró que, sin la mecanización y sin la maquinización (promovidas a su vez por la aplicación del cálculo científico a la producción) no habría sido imaginable el salto cualitativo en la capacidad productiva ocasionado por la Revolución Industrial. 2Cfr., por ejemplo, Historia económica general, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 259-260 Sin máquinas, sin la mecanización organizada y planificada, no habría habido capitalismo. Pero sin capitalismo, parece decir Weber al mismo tiempo, no se habría difundido la desilusión y el desencanto que supo ver en la cultura de su tiempo y que sin esfuerzo digno de nota podemos seguir percibiendo hoy. Ese es el segundo elemento de su pensamiento que considero útil recordar para pensar las películas de las que se hablará.
A la constatación de nuestra conversión en “máquinas adquisitivas” con su capacidad de disfrute enteramente inhibida que puede leerse en el texto que nos servirá de epígrafe, me gustaría añadir lo siguiente:
El orden económico capitalista actual es como un cosmos extraordinario en el que el individuo nace y al que, al menos en cuanto individuo, le es dado como un edificio prácticamente irreformable, en el que ha de vivir, y al que impone las normas de su comportamiento económico, en cuanto que se halla implicado en la trama de la economía. (Weber 1969, p.49) 3“… el resultado fatal de todo proceso de ‘racionalización’: el que no asciende, desciende”. (P.68)
La metamorfosis del epígrafe se transforma, a la luz de esta declaración, en “prácticamente irreformable”: estamos obligados, sin conocer las razones, a comportarnos como sujetos maximizadores de las oportunidades de éxito que se nos presentan, y a forjarnos las propias cuando eso no sucede. No hay otra alternativa que la de convertirse en un outsider, un paria, un fracasado. Este desalentador diagnóstico parece estar en mente del protagonista de uno de los films elegidos. De ahí que abramos con él la sección propiamente “cinematográfica”.
2.-El capital devora al tiempo
“El hombre que está dominado por la idea de la propiedad como obligación o función cuyo cumplimiento se le encomienda, a la que se supedita como administrador y, más aún, como ‘máquina adquisitiva’, tiene su vida bajo el peso de esta fría presión que ahoga en él todo posible goce vital”
Max Weber
En 2013, David Cronenberg estrena su, hasta hoy, penúltimo film, Cosmópolis. Apenas ha sido presentada la anécdota cuando el primer invitado a la limousine-cápsula de Eric, el protagonista casi absoluto, declara encontrarse listo para abandonar el mundo de los juegos financieros. La réplica de Eric, en su aparente banalidad, es medularmente weberiana: “Trata de meter un chicle en tu boca y no masticarlo”. Y, sin embargo, se intuye que su viaje desde el centro de una megalópolis saturada por un evento político que se adivina casi cotidiano hacia una periferia desolada es también temporal, desde un presente a la vez convulso y maquínico hacia un pasado pobre pero no menos violento, desde la era digital a la mecánica, desde la prematura vejez a la malograda infancia.
La perversa obra de la imaginación de Don Delillo y Cronenberg no desentonaría como ciudadana de la mínima comunidad de las obras que George Steiner llamó “tragedias absolutas”(2001, p.103) 4“La tragedia absoluta es muy poco frecuente. Es una pieza de literatura dramática (también puede ser de naturaleza artística o musical) rigurosamente basada en este postulado: la vida humana es una fatalidad. La tragedia absoluta proclama axiomáticamente que es mejor no nacer o, en el caso de que esto ya no sea posible, morir joven.” (Steiner 2001, p.103): comparte con ellas un pesimismo radical, pero bajo una especie específicamente contemporánea: técnica es progreso, pero el progreso es mentira y enfermedad. El mundo fue igual de maligno ayer como hoy, si es que la maldad pudiera graduarse: quizás en el pasado no hubo bondad, sino una maldad de una especie diferente. “La vida es demasiado contemporánea”, dice el personaje de Juliette Binoche. ¿Esa contemporaneidad excesiva referirá a la falta de densidad temporal de la vida contemporánea? Parece claro, si bien esa constatación no especifica su justificación; en particular, no deja ver en relación en comparación a cuándo es hoy “demasiado” el hoy.
Ahora bien, la voluntad que impulsa el viaje propuesto, irracional para los demás, por el protagonista, pretende ser anticapitalista por medio de un capricho capitalista. La necesidad de un corte de pelo, en apariencia insustancial pero planteada sin embargo con urgencia perentoria. ¿Por qué es necesario arriesgar la integridad física en busca de algo que podía posponerse o, mejor aún, lograrse por otros medios? Hacia el minuto nueve, el chofer le dice al protagonista que a menos de dos cuadras hay dos peluquerías, es decir, dos equivalentes idénticos. Piensa, claro, en la identidad de lo intercambiable, es decir, según la lógica de la homogeneización valorativa del capital: pero la individualidad que busca Eric no tiene equivalente posible. Es esa peluquería o ninguna. El desarrollo de la trama permitirá entender que lo que anima ese propósito es el deseo casi inconfesado del retorno a la patria de la infancia y, con él, hacia la prehistoria del infierno de la alienación tecnológica que es el presente.
En este sentido funciona, ignoro si conscientemente, como adaptación, actualización o pura réplica de Citizen Kane, el clásico de Orwell de 1941: la infancia ideal resumida en Rosebud se desvaneció en el aire. El pasado no es mejor que el presente, sólo es menos colorido y refulgente. No hay ahí ninguna pérdida que llorar. Pero el pasado tiene, por lo menos, la discutible ventaja de existir; el futuro, ni siquiera eso, según lo sentenciará, inapelable, la “jefa de teoría” de Eric: “el futuro se ha vuelto inexistente”. 5Todo el discurso del personaje interpretado por Samantha Morton merecería un análisis detenido que excede estas páginas. Es, entiendo, el núcleo “weberiano” del filme Así, no hay dimensión del tiempo que promueva esperanza, pero tampoco nostalgia. Y todo resulta saturado de una metafísica radicalmente pesimista, tan claustrofóbica como el mismo espacio vital del ostentoso auto de Eric.
La referencia a Orwell parece aludir también a la historia del cine. Mientras la nave se desplaza en el tiempo y el espacio, no sólo cambian los decorados, sino incluso el estilo cinematográfico y el tono de las actuaciones, hasta la final confrontación entre la “bressoniana” de Pattinson y la “metódica” de Giamatti. Pero si esta interpretación no diese en el blanco, abre camino para considerar el siguiente film, plena y conscientemente cinéfilo.
3.-La guerra de un hombre solo
“Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío, y si al término de esta extraordinaria evolución surgirán profetas nuevos y se asistirá a un pujante renacimiento de antiguas ideas e ideales; o si, por el contrario, lo envolverá todo una ola de petrificación mecanizada y una convulsa lucha de todos contra todos”
Max Weber
Casi en simultáneo con el film de Cronenberg, Leos Carax estrenó Holy Motors, donde el Sr. Hugo atraviesa París en otra gigantesca limousine blanca, esta vez convertida en camerino. Es que el protagonista, según advertimos gradualmente, es un actor que pone su cuerpo a disposición de las fantasías de los fantasmales clientes que quieren ver representados distintos guiones. En un momento clave, el Sr. Hugo responde a la pregunta por las razones que lo mueven diciendo: “Por el amor a la actuación”. Y en la misma escena, casi en la siguiente línea, el inquisidor de la empresa fantasmal le pregunta por qué en los últimos tiempos se lo nota menos entusiasta en sus actuaciones, a lo que Hugo contesta: “Extraño las cámaras: ahora son más pequeñas que nuestras cabezas”.
La película de Carax es, sin duda, más opaca que la de Cronenberg, y su significado mucho más críptico. Si no me equivoco, hay una clave de lectura en su última, discutida escena. El garage donde se guardan las limousines durante la noche (respondiendo a la repetida intriga del Eric de Cosmópolis) cobra vida en un diálogo melancólico entre ellas, en el cual se cuentan y nos cuentan su certeza de que ellas, y todo lo mecánico, está condenado a desaparecer. La mecánica no es sólo una manera de hacer funcionar nuestros útiles (no sólo los autos, también las cámaras gigantes de antaño): es, antes que nada, el nombre que cifra una cultura que empezó en algún momento imposible de precisar, pero del que no nos separa, en todo caso, menos de tres siglos. Los comienzos de cualquier dimensión cultural que llegue a perdurar son imposibles de señalar con exactitud. Pero si eso vale para el mundo de la mecánica, no vale menos para otra condición de nuestra cultura que, sin certeza, podemos pensarla como contemporánea: el capitalismo.
Pero hablar de él es aún precipitado. Holy Motors, a diferencia de Cosmópolis, no lo alude más que indirectamente, como fuera de foco, cuando nos preguntamos quién emplea a Mr. Oscar para que cumpla su rutina poco rutinaria: el ambiguo (como todo en la película) personaje interpretado por Michel Piccoli es lo único, además de la limousine, que lo evoca. A Oscar no parece animarlo ninguna voluntad de revuelta contra el capitalismo, aunque tal vez sí contra la técnica. Lo primero sería absurdo desde el momento en que el cine no podría haber existido sin él: es un producto del capitalismo tanto como el auto que lo conduce, y lo acepta resignado. Pero, sin embargo, quizás no advierta que su elegía de la mecánica es absurda: producto de una época que hizo de lo nuevo un fetiche, la superación de las condiciones de su nacimiento estaba inscripta ya en su esencia: lo propio de sus productos, entre ellos el cine, es la mutación ontológica. Oscar, entiendo, lo intuye, y hace lo que puede con sus sentimientos contradictorios. Quizás no sea demasiado arbitrario leer en esa clave el episodio en que Oscar se enfrenta a sí mismo en un duelo a muerte.
Pero, de todos modos, los museos de grandes novedades lo incomodan: la velocidad del tiempo en nuestra época es, ¿cómo dudarlo?, mayor de la que su cuerpo puede aceptar. Su guerra desesperanzada, aunque heroica, lo lleva a trajinar todos los géneros cinematográficos –desde el terror al musical, del policial al social- en tono elegíaco, como si estuviera celebrando sus exequias, sin ser del todo consciente. Las limousines lo saben mejor que él: ellas no sueñan ningún sueño humanista. Ellas simplemente no sueñan.
4.- Restos nocturnos
“No aparece ante nosotros el florecimiento del verano, sino una noche polar de helada oscuridad y dureza”
Max Weber
Cosmópolis y Holy Motors pueden ser pensadas en conjunto como un diagnóstico desesperanzado sobre el sentido en que se mueve la cultura contemporánea, marcada de forma indeleble por la tecnificación. Estaríamos, así, frente a una pars destruens especialmente corrosiva, destructiva. Tanto, que la tarea de imaginarle un complemento constructivo, propositivo, resulta compleja. ¿Qué hacer en este contexto? ¿Cómo salvar algo y qué de este naufragio? Y, sobre todo, ¿quién sería el encargado de semejante hazaña?
Sólo podemos esperar de habitantes de la noche que se orienten en la noche polar que se avecina, en su helada oscuridad y dureza, para rescatar lo que aún no se haya perdido en ella. Sólo vampiros podrán hacerlo. Esa, al menos, es la respuesta que imaginó Jim Jarmusch en Only Lovers Left Alive (2013), película que estrenó casi en simultánea con las dos anteriores. Adam, Evey Kit –el mismísimo Cristopher Marlowe- son vampiros largamente centenarios que, junto a otros de su especie, más adivinados que vistos, deambulan por escenarios sombríos o tenuemente iluminados, siguiendo los pasos de todo lo bello que la civilización zombie –humana– amenaza con destruir, incluidos bellos objetos técnicos. Lo amenazado no es poco: el escenario principal es la desolada Detroit en default de fines de la primera década del siglo XXI, donde la desvalorización de todo, empezando por la vida humana y no humana, es la norma.
¿Por qué vampiros? Podemos barruntar que son ellos los destinados a esa custodia, primero, porque su condena a la nocturnidad y al secreto de su condición propicia una experiencia, un saber sobre el cuidado, que es estructuralmente similar al que se precisa para esa tarea. Los objetos más valiosos que la humanidad supo crear deben ser sustraídos de la luz diurna de la exposición pública porque, parece ser la tesis, la humanidad ha devenido incapaz de reconocer la belleza de sus propias producciones. Pero también porque viviendo, en principio, por siempre, están naturalmente en las mejores condiciones para evaluar qué merece ser incluido en el rescate y qué no, ya que a lo largo de los siglos vieron nacer y morir las modas y permanecer sólo lo realmente valioso.
Ahora bien, ni siquiera ese privilegio de la duración indeterminada los salva de un rasgo del destino de la civilización que ya Weber advirtió un siglo atrás: la especialización. 6En La ciencia como profesión, conferencia de 1919, por ejemplo, Weber había escrito: “En la actualidad, la posición íntima con respecto al ejercicio de la ciencia como profesión depende en principio del hecho de que la ciencia ha entrado a un stadium de especialización desconocido anteriormente y en el cual ha de permanecer en el futuro. No sólo en lo exterior, sino justamente en lo íntimo, es donde se plantea la cuestión de que única en el caso de procurarse una estricta especialización puede el individuo tener la certeza de realizar algo verdaderamente acabado en el terreno de la ciencia” (p. 37). La especialización en el campo científico es sólo un caso de un rasgo general de la civilización Dentro de la curiosa división del trabajo social del mundo vampírico, le tocará a Adam la tarea de preservar del olvido y la destrucción objetos mecánicos vinculados a las artes, en particular a la música, 7Pero también al cine, si se descifra el chiste de que los vampiros vuelen por “Air Lumiere” desde bellísimas guitarras a potenciadores y consolas analógicas, todos ellos aparatos que fueron producidos como medios de ejecución de un fin que los excedía, pero que son conservados por sí mismos, por su belleza intrínseca y también, se intuye, porque con ellos se preserva un tiempo de realización amorosamente cuidada de la cultura.
Romanticismo anacrónico y, por eso mismo, melancólicamente seductor. Su visión idealizada, elitista de la cultura puede ser irritante, pero, por otra parte, la perseverancia de la búsqueda en pos de los objetos más bellos que el ser humano creó por parte de sus cuasi-inmortales protagonistas es conmovedora, y no puede sino revelar un amor constante y reposado por la técnica que se usó. ¿Un romanticismo técnico? Sería una anomalía en su especie. De cualquier modo, Adam, el custodio de la técnica, sufre por la vulgaridad y desatención hacia la belleza de la humanidad, tanto como para tentarse con el suicidio, y su colección de objetos debe ser abandonada a los zombies para prologar su tarea. Esta pars construens, así, concuerda con las otras dos en la lucidez con que juzgan el devenir civilizatorio, y en su negación a dejarse engañar sobre la noche que se avecina. La parte propositiva de este tríptico es tan desesperada como la crítica.
5.-La faz severa de la época
“Es debilidad no ser capaz de ver en su faz severa al destino de la época”
Max Weber
Las tres películas testimonian, cada una a su manera, un espíritu de época o, en todo caso, el espíritu que corresponde a esta época. La metafísica rigurosamente pesimista de Cronenberg, el voluntarismo desesperado de Carax y la frágil apuesta por lo fantástico de Jarmusch forman un tríptico un poco caprichoso sobre el estado y el devenir de nuestra civilización, marcada por una soberanía técnica sobre la naturaleza humana y no humana que, lejos de cumplir con la promesa emancipadora que signó su nacimiento, propicia y acelera la llegada de la noche polar de la alienación y el malestar en la cultura. En ese sentido, actualizarían la desencantada perspectiva desde la cual, hace ahora un siglo, Max Weber observó la dirección en que se desarrollaba nuestro destino, el de vivir “en una época sin dios ni profeta.”(2006, p.68)
Bibliografía
Steiner, G. (2001) “Tragedia absoluta”, en Pasión intacta. Madrid, España: Siruela.
Weber, M. (2006) “La ciencia como profesión” en El sabio y la política, Córdoba, Argentina: Universidad Nacional de Córdoba.
Weber, M. (2001) Historia económica general, México: Fondo de Cultura Económica.
Weber, M. (1996) Economía y sociedad. México, Fondo de Cultura Económica.
Weber, M. (1969) La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, España: Península.
Balzi, C. (2017). Ejecutivos, actores y vampiros, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/ejecutivos-actores-y-vampiros/832