El maestro de música

A propósito de la comentada película

Por Sergio Salinas

 
 

La apariencia pulcra de esta película, su cuidadosa ambientación de época, el refinamiento de los personajes y de los decorados en que se mueven y, en fin, el hecho de que su argumento verse acerca de la enseñanza e interpretación de formas de música culta, todo ello puede conducir a considerarla una atípica manifestación de ‘cine de calidad’.

Esta expresión, acuñada en otros tiempos por la crítica francesa, caracterizaba a films convencionales y académicos, en que la ausencia de una ‘visión del mundo’ y de un estilo en sus autores (los directores) quedaba disminuida por la elevación de los temas y la carga cultural que ellos implicaban. Con la expresión ‘cine de calidad’ los críticos de la nueva ola francesa buscaban desmitificar falsos prestigios, denunciar el engaño envuelto en la coartada culturalista.

Por sus rasgos externos, a El maestro de música se le pueden atribuir, con cierta facilidad, estos conceptos peyorativos, como de hecho ha ocurrido. Ello envuelve, sin embargo, un equívoco. En primer lugar, el de un desfase temporal al manejar categorías críticas que pudieron tener vigencia hace tres décadas, pero que hoy resultan inaplicables frente a un panorama cinematográfico radicalmente transformado. En los tiempos actuales, y más aún desde un país como Chile, lo que hay que desmitificar no es el cine realizado con aplicación y esmero y en el que se expresan tradiciones culturales complejas (como la belga francófona), sino la avalancha alienante de simplismos, tonterías y efectismos que nos transmite el cine norteamericano apoyado en la gigantesca maquinaria industrial y publicitaria de las empresas transnacionales. Las bochornosas manifestaciones de una industria abocada a la fabricación en serie de películas mal llamadas ‘fantásticas y de terror’, de comedias juveniles insoportables y de melodramas y cintas de acción que ni siquiera se esfuerzan en disimular su ideología reaccionaria; todo ello es lo que hay que cuestionar y no la presencia en nuestra empobrecida cartelera de las escasas expresiones cinematográficas representativas de los países europeos y del Tercer Mundo.

Arte y vida

Aparte de estas consideraciones de contexto, El maestro de música presenta una intensidad en sus planteamientos y desarrollo que la constituyen en una obra con entidad propia como trabajo fílmico y en algo distinto de la ilustración de un tema ‘culto’.

Esencialmente Gérard Corbiau plantea su film como un campo de confrontación de dos formas contrapuestas de asumir el arte: por una parte, aquella encarnada por el profesor Dallayrac y finalmente transmitida a sus discípulos Sophie y Jean. El arte como una vocación de vida, exigente en extremo, como un trabajo que requiere no sólo esfuerzo y disciplina, sino algo más difícil: una particular forma de objetividad en la entrega a la materia que supone la abdicación del ego y la superación de sentimientos y anhelos humanos y naturales. Esta concepción se tiñe de rasgos ascéticos, de renunciamiento, que de algún modo la aproximan a la vivencia religiosa.

En el polo opuesto existe el cultivo del arte como lo entienden el príncipe Scotti y sus protegidos y adláteres. Aunque exista en ellos aplicación y dominio técnico, es el sentido del quehacer el que está equivocado. El arte es comprendido aquí como instrumento de lucimiento personal, de poder y prestigio.

La oposición actúa en niveles morales en la medida que está encarnada por Gérard Corbiau en un elaborado trabajo sobre las formas de expresión cinematográficas. El mundo de Dallayrac es el espacio físico de una mansión de elegancia severa y el ámbito sicológico del control de emociones y su subordinación a principios superiores.

Este mundo está caracterizado como predominantemente diurno y en conexión con manifestaciones de la naturaleza (distintos matices de la luz solar, el paso de las estaciones).

El dominio del príncipe Scotti es el de un palacio suntuoso, de la ostentación de poder y dinero, del brillo y reconocimiento social. Al palacio de Scotti los discípulos de Dallayrac llegan de noche, cuando las ventanas brillan como si estuvieran iluminadas por fuego. El astro dominante es la luna y el propio príncipe se hace presente más tarde al iniciarse una tormenta, en una clara sugerencia al ‘príncipe de las tinieblas’.

El paso de un mundo a otro está entregado en una notable toma en panorámica: el carruaje que lleva a Dallayrac y los jóvenes a los dominios de Scotti (coche y caballos de color oscuro, el conductor con la capa flameando al viento) es visualizado a la distancia en una imagen con reminiscencias de ‘El carretero de la muerte’. Renunciando al montaje, Corbiau liga en el mismo plano valores lumínicos del día y la oscuridad, al internarse el carruaje en una arboleda sombría.

Si el principio que rige la existencia de Dallyrac es el del discernimiento y la separación de los roles y niveles de la vida (su rechazo a confundir la condición de maestro con la de amante), un elemento esencial en el mundo de Scotti es la confusión. Confusión y mezcla del arte con el poder, del poder con el lujo, de la vocación con la competencia y, en una dimensión muy interesante del film, confusión de los roles sexuales. En el universo pervertido de Scotti, la promiscuidad homosexual es la prolongación lógica de esta inversión de valores.

Es un mundo peligroso porque está plagado de acechanzas y apariencias, de belleza falsa, de formas elegantes y seductoras que enmascaran la fealdad, como ocurre con la cortesía extremada del contrahecho mayordomo.

Reflexión moral

Es por ello que en este espacio donde dominan el cálculo y el engaño la propia identidad puede ser puesta en duda. “Quisiera poder cantar así”, dice Sophie al escuchar a una de las invitadas de Scotti, sin saber que ella puede cantar mejor. Es también lo que explica la circunstancia extraña de que se enfrenten dos hombres con idéntica voz en un duelo con disfraces que los homologan. La materia es la misma y sólo el sentido con que ejercen sus atributos es lo que diferencia a uno de otro. Ése es el secreto que busca el príncipe, a cambio del cual ofrece un pacto mefistofélico.

Los jóvenes triunfan en la prueba consolidados en su unión como pareja. Pero para que ello suceda, Dallayrac debe morir. Sophie y Jean están ahora al comienzo de la carrera que el maestro abandonó al iniciarse el film.

Con este desenlace, Gérard Corbiau cierra esta hermosa película, con un matiz agridulce y una interrogante abierta. La reflexión moral que ha propuesto excede, por cierto, los límites de una ‘cinta para melómanos’ y lo caracteriza como una interesante personalidad de la para nosotros desconocida cinematografía belga.

 

 
Como citar:
Salinas, S. (2013). El maestro de música, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-14] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-maestro-de-musica/629