“Entonces Dios dijo a Satanás: ‘De dónde vienes’. Ante esto, Satanás contestó a Dios y dijo: ‘De discurrir por la tierra y de andar por ella’.”
Job, 1:7
El mal se ha transformado en una suerte de juguete inofensivo dentro del cine contemporáneo más convencional. Todo acto que involucre voluntad siniestra termina absorbido, tarde o temprano, en un contexto bienpensante puntillosamente explicado, o bien ahogado antes de transformarse en discurso, entre efectos especiales que se vuelven obsoletos con una rapidez desconcertante. Las consecuencias del desastre pocas veces son consideradas y la mayoría de los tráilers compiten por quien derrumba más edificios en los dos minutos reglamentarios. Incluso las series se publicitan recurriendo a destripamientos, amputaciones y compungidos criminales llorando arma en mano. El problema, a mi juicio, no tiene que ver con la relación del placer del espectador por el dolor ajeno, ni con elevar protestas por el exceso de vísceras dispuestas como entretención, sino con la falta de una mirada más atenta y franca con lo que significa o pudiese significar la sed de destrucción, su fuerza y sus motivaciones.
There Will Be Blood (Paul Thomas Anderson, 2007) y No Country For Old Men (Ethan & Joel Coen, 2007) son reflexiones duras y sin rodeos sobre el mal, en la senda del predicamento rudo del puritanismo, entendiendo el tema como una fuerza constante y compleja: la violencia no tiene nada de místico, y aunque su causa sea profunda, suele asomarse en lo más pedestre de las historias humanas, quitándole a la ambición y la codicia su carga teatral y rebajándola a vicios de los instintos de la supervivencia. Ambas obras transcurren en el desierto, escenario árido y desolado del cual no se puede escapar, que desde épocas bíblicas (y revisitados por el western) se ha convertido en la prolongación perfecta de los ánimos taciturnos de los protagonistas retratados.
There Will Be Blood parte con el título por promesa. La sangre se derramará en algún momento, pero se cuenta de antemano para arruinar la sorpresa, pues lo primordial, la historia del ascenso de Daniel Plainview, de minero buscador se suerte a magnate del petróleo, es presentar esta estrategia como su instrumento para despreciar a quien se le cruce por delante, sin rendirle cuentas a nadie. Más que hacerse millonario, arruinar una comunidad a través de su talento para los negocios es su objetivo. Un objetivo que no se alcanza a mostrar explícitamente, y esa es una de sus ventajas de la estructura narrativa elegida: la destrucción es silenciosa, pausada, sin el estremecimiento efectista que pudiese molestar el avance de su oscura trama. Los más evidentes pecados del petrolero (un asesinato, abandono de su hijo) los paga en el sentido religioso por un compromiso económico. Y aunque significativos, estos pecados son sólo la cara más visible de su desprecio constante al prójimo. El petróleo ha sido la mejor metáfora de la codicia en el siglo XX, el precio que obliga a dejar de lado los escrúpulos y las afecciones.
No Country For Old Men concentra el mal en un asesino serial sin motivación. Ni el dinero, drogas o venganza parecen importarle, sino el deseo arrasador de la destrucción. Es un virus que esparce algo más espeluznante que los cadáveres putrefactos dejados en el camino; la falta de lógica en sus actos, la incertidumbre de sus víctimas al no entender porqué son asesinadas. A diferencia de los psicópatas famosos del cine y la literatura (Hannibal Lecter, el señor Ripley de Patricia Highsmith, John Doe de Los siete pecados capitales (David Fincher, 1995), etc.), Anton Chigurth, el sicario de los hermanos Coen, no obedece a ninguna obsesión personal salvo en simple hecho de matar, ni el pretexto de la trama (recuperar un maletín con dos millones de dólares) parece otorgarle un placer mayor que el homicidio múltiple. Aunque quizás ni el placer ni su deber de “ética de asesino” sean tampoco explicaciones a su conducta. Anton Chigurth instala una violencia premeditada y fría, como un profesional para el que una víctima tiene el mismo valor sentimental que una plaga para un fumigador. Los demás personajes, movidos por la ambición, la desidia o la estupidez (marca registrada de los hermanos Coen) nunca logran quitarse su influencia de encima, casi resignados al castigo por sus pecados.
Los dos personajes representan sagradamente al mal desde dos aristas en apariencia distintas. Daniel Plainview no tiene entrenamiento de asesino ni Anton Chigurth parece preocupado por el poder, pero ambos tienen muchas cosas en común: sus historias se cuentan desde una moral implacable, personajes detestables sin una gota de piedad. Sin embargo, las diferencias provienen de los métodos con que ambos se desenvuelven: el personaje de la película de P.T. Anderson se presenta como un hombre de negocios decente y responsable, que sermonea constantemente sobre la familia y que enternece con la presencia de su pequeño hijo, pero que oculta en esos modales de empresario preocupado su repulsión al resto de la sociedad. Al igual que Chigurth, que parece confiar sólo en el azar, utilizando una retórica absurda para hacer patente su compromiso con la carencia de sentido de sus actos. Pero el desarrollo de sus voluntades de destrucción deja al magnate de Anderson en una posición más compleja que el sicario de los hermanos Coen: no logramos como espectadores apreciar explícitamente la debacle de la comunidad, pero la intuimos básicamente por la actitud del protagonista. “En ocasiones, cuando miro a la gente no veo nada que valga la pena. Quiero ganar el dinero suficiente para alejarme de todos”, confiesa en una estremecedora escena. A primera vista, un asesino es más peligroso que un buscador de fortuna, pero mientras el primero transita como una fuerza viral, depredadora, el segundo tendría su comparación en un tejido cancerígeno, con ramificaciones más profundas e imperceptibles. En cualquier caso, los dos son metáforas encarnadas en personajes, asumiendo su naturaleza de maldad con absoluta convicción.
Las contrapartes no pueden hacer más que observar perplejos a los protagonistas. El reverendo Eli Sunday también disfruta de la manipulación colectiva desde su escenario como reserva espiritual del pueblo, pero no puede hacer demasiado compitiendo con Daniel Plainview, ni siquiera la conversión religiosa que le administra, más parecida a un exorcismo, logra sacarle ventaja a largo plazo. Distinto es el caso del sheriff Ed Tom Bell, a cargo de la ley en No Country For Old Men: su posición tiene menos relación con hacerle el peso a su objetivo que enfrentar el hastío hacia la rutina incomprensible del criminal, cuya misteriosa conducta simplemente escapa a su paciencia.
La noción de la violencia aparecida en el desierto, donde los personajes están fuera de las normas de civilización más establecidas, asegura a ambas películas una libertad mayor en su desarrollo de las consecuencias del mal sin tener que recurrir a los arbitrios de la ley. En There Will Be Blood ni el Estado ni la justicia se asoman y el caso de No Country For Old Men es aún más desalentador, pues el representante de la policía sólo alcanza a narrar su impotencia, pudiendo hacer poco más que mover la cabeza y jubilarse. La aridez del paisaje define la moral de los protagonistas, animales sedientos de catástrofe, incapaces de quedarse tranquilos frente a la imperturbabilidad que el mismo ambiente demuestra a sus habitantes. Es como si el desierto impusiera sus propias formalidades de acción, limitadas a la sangre y la lucha darwiniana. No es lugar para viejos, pero tampoco para cobardes o santos.
González, J. (2008). El mal en el desierto , laFuga, 7. [Fecha de consulta: 2024-10-30] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-mal-en-el-desierto/14