La recuperación del material filmado por Raúl Ruiz para su primer largometraje en 1967 debiera ser considerado un hito en la historia del cine chileno reciente, en parte porque supone completar un punto ciego en la filmografía del realizador chileno más importante y también por el peso simbólico de todo primer largo en la definición de posibles desarrollos futuros.
En el caso de El tango del viudo -el título con el que se concibió el filme en su momento-, Ruiz alcanzó a revisar poco antes de su muerte las siete latas con la copia de trabajo que el montajista Carlos Piaggio armó de manera preliminar, descubiertas en un cine en el sector céntrico de Santiago, y descartó toda posibilidad de reconstruir la película en tanto el material sonoro previo estaba perdido y el doblaje nunca se realizó.
En esas condiciones, la labor emprendida por Chamila Rodríguez, Galut Alarcón y Valeria Sarmiento no fue exclusivamente un rescate sino también la reinterpretación de una obra que además de carecer de sonido había perdido su primer rollo, ausencia que dejaba el filme en un estado de latencia y suspensión absoluta.
El tango del viudo y su espejo deformante es por lo tanto algo diferente de una arqueología. Es un trabajo colectivo entre Ruiz y Valeria Sarmiento realizado en dos tiempos; una empresa de descubrimiento y, al mismo tiempo, de actualización de un proyecto trunco para exponerlo a la luz de los desarrollos posteriores de la obra ruiziana.
El filme tomó como inspiración el cuento El Manzano, un efectivo y claustrofóbico relato que publicó en 1952 la escritora inglesa Daphne Du Maurier -la célebre autora de los textos que Alfred Hitchcock tomó como base para Rebeca (1940) y Los Pájaros (1963)-, en el que un viudo reconstruye en su memoria la imagen de su dominante mujer recientemente muerta, mientras advierte que el viejo árbol del patio trasero de su hogar pareciera estar absorbiendo el espíritu de la mujer y adquiriendo vida propia.
De aquella historia, que deviene progresivamente del suspenso psicológico al género fantástico, Ruiz se interesa en la muerte de la mujer y su permanencia fantasmal en el entorno hogareño del viudo, pero en lugar del árbol como figura retórica es la imagen de la difunta la que reitera su presencia de distintas formas, mientras el hombre intenta convencer a la mujer de que lo deje en paz y abandone el lugar.
Las imágenes que Ruiz filmó para su primer largometraje se distancian del tono claustrofóbico esencial de La maleta (1963) y también de sus evidentes vasos comunicantes con el teatro chileno de vanguardia tan cercano a sus intereses a comienzos de los años sesenta. A pesar de la premisa sobrenatural que moviliza el relato, y de que parte importante de la historia ocurre en un espacio interior -el departamento del personaje-, aquí hay un acercamiento hacia la indagación urbana y hacia la exploración de lugares reconocibles de Santiago que más tarde será un pivote esencial de Tres tristes tigres.
Ruiz organiza las imágenes a partir de una tenue e invertebrada columna argumental que a ratos se plantea como secundaria y azarosa. Clemente Iriarte (Rubén Sotoconil) acaba de enviudar y a medida que intenta llevar una existencia normal, lentamente la imagen de su mujer muerta comienza a incomodarlo y a sumirlo en un estado de vigilia que para el hombre se volverá una pesadilla.
Esa hebra general es prácticamente la única vinculación de la película con el texto de Du Maurier -la otra es la cita explícita de un párrafo del cuento que hace referencia a la monótona relación de 28 años de matrimonio de la pareja protagónica-, pero eso es suficiente para enrielar el relato en un verosímil permanente esquivo que le permite a Ruiz expandir las posibilidades del registro desde la intimidad desnaturalizada de su hogar hasta la atiborrada urbanidad de las calles santiaguinas.
El filme se inicia con la imagen de Iriarte, que avanza con una taza de té hacia el baño de su departamento en donde yace el cuerpo muerto de María, su mujer (Claudia Paz). El plano empalma con los breves títulos de crédito y el relato salta hacia una conversación del viudo con su sobrino Joaquín (Luis Vilches) -con quien vive-, mientras preparan un extraño y espumoso destilado que almacenan en botellas vacías de licor y que, aunque el filme nunca aclara su propósito, en algo recuerda a los fluidos que alimentan el cuerpo inerte en La maleta (1963).
El entorno en el que vive Iriarte está descuidado y semivacío, en parte porque el espacio cotidiano ha sido invadido por esas decenas de botellas con el líquido que han elaborado y también por la precariedad con que tío y sobrino se han hecho cargo de las tareas de limpieza y aseo.
Ese interior en el que se mueven ambos parece resentir la ausencia de la mujer, por ello mismo se ha vuelto en parte precario y Ruiz contrasta esa intimidad extraña del hogar vacío con las relaciones que establece con sus más cercanos Silva (Luis Alarcón) y su mujer Ana (Delfina Guzmán) y también con Rosina (Shenda Román), amiga de la pareja y hacia quien Iriarte iniciará cierto acercamiento afectivo.
El tango del viudo y su espejo deformante es en primer término la dualidad entre el mundo abigarrado e incómodo en el que se mueve precariamente su protagonista y el exterior luminoso y corriente de la vida santiaguina. Las imágenes de Ruiz manifiestan ese contraste con una puesta en cámara que se aproxima a esos encuadres “imposibles” de sus filmes posteriores, la que enfatiza con amplios movimientos circulares en habitaciones cerradas, panorámicas bruscas y primeros planos en contrapicado, en la misma medida que establece deliberadamente una contención formal en los espacios urbanos a los que imprime una naturalidad sociológica -muy distinta de la atmósfera fantasmal con que retrató el centro de Santiago y el Barrio Bellavista en La Maleta-, insertando a sus personajes en un contexto histórico, social y urbano concreto. Los deambulares del protagonista por el centro de Santiago, por el exterior del antiguo hotel Claridge o sus desplazamientos en micro por una zona que podría ser Irarrázaval o Avenida Grecia, tienen por tanto el mismo tono documental que el camarógrafo Diego Bonacina imprimirá en sus imágenes para Valparaíso, mi amor y Tres tristes tigres.
Lo cotidiano será el escenario de irrupción de lo sobrenatural y como en muchos de los filmes de Ruiz la convivencia entre muertos y vivos se produce de manera plausible y desdramatizada. Iriarte habla constantemente de la muerte de su mujer y se refiere a ella no emocional, sino racionalmente porque le atrae intelectualmente la dimensión mortuoria. Ese es el principal punto de contacto que lo une con Rosina, que también ha enviudado, con quien concuerda en el misterio que significa la muerte, al punto que en un momento del filme ambos se refieren a lo difícil que puede llegar a ser sepultar a una persona.
El desajuste que para él representa la figura de María, entonces, no radica en el hecho sobrenatural que se le aparezca después de muerta, sino en que siga presente en su vida cotidiana y, de manera más concreta aún, perturbe su sueño nocturno. La mujer aparece bajo la mesa del comedor, se arrastra por el piso, se esconde en el closet, bajo la cama, lo inquiere y manipula los objetos en su entorno, impidiendo con esa insistencia cualquiera idea de normalidad para su marido.
En esa manera anárquica de manifestarse, la puesta en escena de Ruiz delinea incipientemente su permanente fascinación por la convivencia entre personajes y objetos. En ciertos momentos la construcción del espacio privilegia entornos abigarrados en los que esa objetualidad parece intentar disputar protagonismo en el encuadre. Botellas, libros, diarios, fotonovelas, artículos de tocador y mobiliario, entre otros, a ratos dominan el marco interno de la imagen y muchos de ellos, también, están ligados a la presencia femenina de la muerta. De ese modo, María adquiere una existencia omnisciente en el relato.
En ese juego de interacciones Ruiz no se decanta exclusivamente por darle a su película un carácter lúdico y hasta cómico. La presencia incesante de los artefactos también ayuda a trazar aspectos caracterológicos sobre sus personajes y así como el deambular por ciertas zonas reconocibles de Santiago le dan una contemporaneidad concreta, la interacción con los distintos artefactos busca también delinearlos por sus coordenadas sociales y por ende políticas.
Tanto Iriarte como Silva, Ana y Rosina pertenecen a un tipo de clase media aburguesada e intelectualizada, la misma que el cineasta va a retratar irónicamente algunos años después en Nadie Dijo Nada (1971) película que tiene más de un punto de contacto con ésta. Aunque el filme no especifica demasiado al respecto hay detalles concretos que dan cuenta de esa definición sociocultural: Rosina llama a Iriarte “profesor” enfatizando su prestigio académico, él posee una herencia que tramitará legalmente, compra café fuera de Chile, junto a su amigo Silva tiene la afición de adquirir libros antiguos y el hecho que en algún momento el protagonista revele a Rosina que su segundo apellido es Gossens -como el del futuro presidente socialista Salvador Allende-, reafirma la mirada mordaz con la que el Ruiz que está retratando su propia clase.
El filme es en gran medida la articulación de una línea narrativa que exterioriza la mitad social de su protagonista, sus visitas a Silva y a su mujer, sus acercamientos con Rosina y, paralelamente y como contraste, la realidad exasperante de la vida íntima en su hogar, con el fantasma de su mujer literalmente arrinconándolo a un estrecho espacio dentro de su departamento e impulsándolo a pensar en su propia muerte.
Reflejos deformados
Todas estas consideraciones, plenamente reconocibles del universo ruiziano, son por razones obvias menos orgánicas que en el resto de su obra y es difícil especular cuántas de las ideas e imágenes que el director puso en su primera obra habrían adquirido mayores rangos de haber terminado el filme en las mismas condiciones en que lo inició. Si bien en ellas ya está ese relajo y soltura con que va a acercarse a las situaciones paradojales, inverosímiles y laberínticas que han construido buena parte de su cine, el carácter de película inconclusa abre un flanco interpretativo que Valeria Sarmiento complementa cincuenta años más tarde a partir de decisiones de montaje y sonido plenamente coherentes.
Para la elaboración de los diálogos la productora Poestastros ha explicitado más de una vez que se apoyó en expertos en lectura de labios y en recuerdos de los actores vivos que participaron en el rodaje, entre otras estrategias de investigación. Finalmente, las voces para los personajes fueron encabezadas por Sergio Hernández como Iriarte, Néstor Cantillana como Silva, Chamila Rodríguez como María, Gabriela Arancibia como Rosina, Gabriel Urzua como Joaquín y Marcela Golzio como Ana, entre otros, y muchos de los textos que se dicen en el filme fueron añadidos o interpretados por el escritor y guionista Omar Saavedra, colaborador de Valeria Sarmiento en la miniserie Casa de Angelis (2018).
Si bien la estrategia no admitía otra opción para completar el registro inexistente, la manera en que la nueva sonoridad se ajusta de las imágenes amplifica las posibilidades expresivas del filme. La construcción del audio se orienta más hacia el vaciamiento de elementos en vez de completar con ellos cierta idea de realismo acústico. Las voces se escuchan solitarias, el ambiente casi no existe y esa confluencia paritaria de imágenes y de voces limpias deviene en la atmósfera irreal que termina respirando todo el conjunto.
Además de las implicancias dramáticas que involucra ese diseño, hay un gesto simbólico inherente al reemplazo de las voces que las transforman en un patrón que intensifica la distancia entre el universo sonoro y el visual. En la medida que el doblaje recae en actores con voces reconocibles, la dualidad entre Sotoconil/Hernández, Alarcón/Cantillana, Paz/Rodríguez, Román/Arancibia subraya la tensión entre imagen y voz, un descalce expresivo que funciona también como contrapunto que explicita las cinco décadas que separan a un aspecto de otro.
La decisión de no ocultar procedimientos como estos y evidenciar así las capas geológicas que diferencian la edad de cada registro acerca la película al dominio de la reflexividad. No son pocos los momentos en que los mecanismos de distanciamiento se apropian del relato como si hubiese permanentemente una zona de la película tratando de interactuar con la otra y referenciando permanentemente el material filmado por Ruiz.
En el mismo sentido, la organización global del montaje conduce la película por fuera de los márgenes de la ilusión de realidad. Junto con la puesta en cámara a ratos antinaturalista, la disposición narrativa busca en más de un instante romper el sentido de ilusión. En la primera aparición del fantasma de María, durante una escena de conversación con Iriarte mientras éste almuerza, el filme evita mostrar a la mujer y opta mayoritariamente por un primer plano del rostro explosivo del viudo que mira de frente al espectador mientras termina de comer, con la voz de la mujer hablando desde el fuera de campo.
Más tarde, cerca de los quince o veinte minutos de metraje, ocurre un detalle que se debe directamente a la necesidad del montaje por generar continuidad. Se trata de una escena muy pequeña que comienza en una calle céntrica que muestra a Joaquín, el sobrino del protagonista, caminando de derecha a izquierda del encuadre. Joaquín mira hacia la derecha y divisa a varios metros a su tío Iriarte quien avanza de izquierda a derecha con un portadocumentos bajo el brazo sin que éste note la presencia del sobrino. Es un momento aparentemente insignificante excepto por un detalle: para conseguir la continuidad de mirada y movimiento entre ambos planos, el plano de Iriarte -que originalmente era un breve travelling que lo muestra caminando de derecha a izquierda del encuadre-, debió ser invertido en el montaje para que el personaje avanzara en sentido opuesto.
La presencia de este plano invertido, que luce como registrado a través de un espejo, es tan visible en el primer cuarto de la película que puede ser leído, pese a la razón puramente práctica y de coherencia que justifica su inclusión, como prefiguración del vuelco del filme cerca de la mitad. En ese punto Iriarte, fastidiado por la invasión que supone la presencia de María, deja sobre una mesa un puñado de cartas dispuestas en forma de cruz, dirigidas, entre otros, al rector del colegio donde enseña y al ministro de Educación. Luego toma un revolver, lo pone en su cuello y se dispara.
Poco después, en el momento en que el ataúd con el cuerpo del profesor es depositado en un nicho en el Cementerio General, el filme se quiebra y la narración vuelve sobre sí misma en reversa, revisitando las secuencias ya vistas, desnaturalizando el sonido hasta lo ininteligible y reemplazando el punto de vista sobre todo lo mostrado anteriormente. Desmontar el relato a partir de la mitad, como discurso actualizado sobre sí mismo, le entrega a la obra otra dimensión, una dimensión lúdica que no es simplemente volver andar sobre el camino recorrido.
A cinco décadas de distancia en esta operación hay también un emplazamiento a ciertos recorridos de la estética y de la narrativa del cine. La exposición en reversa estaba entre las posibilidades que Ruiz vislumbró inicialmente para el filme y Valeria Sarmiento decidió utilizarla en una solución que es al mismo tiempo literal y perturbadora: el relato volteado y desgajado no es sólo un guiño al cuestionamiento de la construcción tradicional que Ruiz desarrolló en su cine y en sus escritos. El doble fondo del filme apunta más bien a deshilachar la relación entre la imagen y su duración, a ir más allá de la contrariedad en torno a la vieja idea de realismo y de claridad expositiva, porque en la acción de ese espejo deformante no se busca aludir a la imagen de un doble opuesto como simple escenificación del reflejo, sino la de un misterio revelado, una imagen que en su desdoblamiento y sus entresijos contiene otra completamente distinta y en gran medida aterradora.
En El tango del viudo y su espejo deformante la interacción entre las imágenes desplegadas y retraídas se asemeja en cierto modo a la estructura lúdica de las competencias de payas, en las que una determinada organización de versos es devuelta por el oponente en la forma de un enunciado totalmente distinto. Es una lógica dialéctica que en otros filmes de Ruiz -como La hipótesis del cuadro robado (1978) o en El juego de la oca (1980)- conducen necesariamente a la resolución de un acertijo. Por esa misma vía, en su primer largometraje el director de Misterios de Lisboa consigue asomar irremediablemente la mirada a la dualidad entre lo mundano y lo divino.
Blanco, F. (2021). El tango del viudo y su espejo deformante, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-tango-del-viudo-y-su-espejo-deformante/1070