Al final del filme biográfico, Vida, muerte y asunción de Lupe Vélez (1966), del recién fallecido cineasta experimental puertorriqueño del underground, José Rodríguez Soltero (1943-2009), basado en la vida y obra de la fogosa actriz mexicana de segunda, Lupe Vélez, Mario Montez —la “superestrella” boricua del travestismo underground— ataviado con un agresivo abrigo rojo como única prenda de vestir, corre alegre y risueño por un paisaje invernal de árboles deshojados que va desvaneciéndose hasta desaparecer en la blancura de la cinta misma.
Interpretando a una Vélez abatida y deshecha, que había sido abandonada por su amante de turno (en la vida real el actor austriaco Harald Maresch, triste sustituto quizás de su también austriaco ex-marido Johnny Weissmuller, el musculoso protagonista de las películas de Tarzán), Montez acababa de suicidarse en la escena anterior. Había encendido el gas en la desvencijada estufa de su apartamento bohemio del Lower East Side y se había echado dramáticamente en un sofá junto a su gato—su amado White Pussy, nombre artístico de su verdadera mascota, Bola de Nieve, llamado quizás así en honor al estilizado y raro bolerista afrocubano del mismo nombre—en una pose teatral, como quien espera ser fotografiada para la posteridad. Pero en lugar de las fotos de la fama, la escena revela sorpresivamente el fallecimiento de su gato, quien es el primero en morir—estirando literal y cómicamente la pata. Y entonces, abruptamente y casi sin transición, excepto por la breve aparición de una figura en sombras (el mismo realizador del filme, José Rodríguez Soltero) que desde la azotea del típico edificio de apartamentos neoyorquino llama con los brazos abiertos a Vélez a ascender, la cámara se desplaza de la oscuridad del apartamento a unos iluminados campos invernales donde Mario Montez, en el papel de Vélez, salta extasiado mientras se escucha de fondo la explosiva y jubilosa afirmación soul con inflexiones góspel del famoso girl group afronorteamericano de los años sesenta, Martha Reeves & The Vandellas: “Something wonderful has come over me and filled this heart of mine with ecstasy. I’m glad I finally opened up my eyes and pushed the fear of love, the fear of love aside; and for the first time I feel alive, I have the touch of love deep down inside. And just as soon as I see your smiling face I’ll rush into your warm embrace. And now I’m ready for love, I’m truly ready for love, your wonderful sweet, sweet love …”
“Algo maravilloso me acaba de ocurrir, y ya por fin estoy lista, lista para amar”, parecería declarar jubiloso también Montez mientras avanza hacia el abrazo final de un encuentro que se deshace (o se realiza) en una unión con la blancura de la cinta misma, con su pura luminosidad. Quizás, como sugiere el título de la película y como ha propuesto el crítico español del cine de la vanguardia queer norteamericano, Juan A. Suárez, Vélez parecería “asumir” aquí, al final de la película, su condición de estrella ascendiendo en cuerpo y alma a un plano trascendente y divino, como lo hace la Virgen María en las pinturas del barroco español (Suárez 24). O quizás, más cercana a la tradición de los clásicos hollywoodenses del camp, que el filme de Rodríguez Soltero parece invocar, podríamos sugerir que Montez avanza arrobado y seguro, como Gloria Swanson en la escena final de Sunset Boulevard, hacia esa prometida trascendencia de la imagen, esa vida póstuma, esa inmortalidad que, según el conocido historiador de cine Richard Dyer, Hollywood ha logrado asociar, mediante una elaborada técnica lumínica, con una representación idealizada de la blancura occidental (Dyer 82-142); trascendencia o inmortalidad que ese otro conocido cineasta experimental del underground, Kenneth Anger, ha identificado también con la fabricación y promoción por parte de Hollywood de una ideología y montaje pseudo-épicos del estrellato, con un Star System que es, según él, una “quimera” devoradora y “fatal”, tanto para los actores como para “su” público, sus fans (Anger 7).
Entre estas dos escenas de muerte de glamur fallido y trascendencia divina, de fracaso y ascenso triunfal al mundo inmortal de la imagen, separación y júbilo, ruptura y unión extática, minucioso desmontaje de la técnica cinematográfica y voluntariosa identificación, ironía camp y entrega kitsch, distancia y adoración media no sólo la figura de Rodríguez Soltero, que se sitúa literalmente entre las dos escenas, como una sombra espectral pero innegable, ineludible, subrayada, sino también su estética underground de la diáspora. Al igual que su compañero de migración, Mario Montez, intérprete no sólo de Lupe sino también de esa otra malhadada diva del firmamento hollywoodense camp, la dominicana María Montez, llamada “Reina del Tecnicolor”, que murió en París ahogada en una bañera mientras soñaba, se cuenta, con su retorno a la gran pantalla, Rodríguez Soltero practica un arte que, por un lado, hace visible y ostenta las disonancias, desfases, fallas, errores y hasta lo que Jack Smith, adorador underground, como Mario, de la Montez, llama “el mal actuar” (Smith 25), que por lo general la técnica cinematográfica de Hollywood intenta suprimir o soslayar, y se entrega, por otro, consciente y voluntariosamente a la adoración de sus fallidas divas, convocándolas, cual fantasmas inquietos, a una resurrección que es un comeback.
Porque Lupe es en efecto la puesta en escena de un comeback que es una reaparición, del retorno triunfal a la pantalla de lo que en inglés y francés se llama elocuentemente un revenant. Y Rodríguez Soltero es su realizador no sólo como mediador sino como médium. No debiera sorprendernos pues—aunque sí sobresalta y conmueve—que la película abra con la pantalla a oscuras mientras se escucha la voz inconfundible e incorpórea de ese gran ídolo de la canción mexicana que en el momento de la realización del filme, 1966, acababa de morir prematuramente a la temprana edad de 35 años, Javier Solís. Con voz aterciopelada y potente, a medio camino entre el estilo vocal mariachi y la intimidad del bolero, entre la acometividad y la confesión, Solís parecería dirigirse a nosotros para apostrofar, invocar y hacer surgir así una ausencia que dejó una huella imborrable, indisoluble en él, y que, con su irrevocable presencia, él parece querer testimoniar, seguirá constituyéndolo más allá de la muerte: “Gracias por haberte conocido, por haberme sonreído, por mirarme, por hablarme. Gracias por haberte amado tanto, por tu risa y por tu llanto y por todas tus palabras de amor. Tengo que darte las gracias por estar cerca de mí y por las miles de cosas que yo siento junto a ti. Gracias por haberte conocido, porque nunca me has mentido, porque siempre me has querido, amor…”
Este gesto de apóstrofe o invocación será retomado o reproducido en la primera escena de la película cuando, de la oscuridad de la cámara, emergerá al fin el rostro iluminado de Montez en un primer plano que se irá distendiendo o abriendo hasta revelar su figura sentada en medio del plató escuchando las palabras del director. “I’m going to be a movie star again!” le dictará desde detrás de la cámara Rodríguez Soltero. “I’m going to be a movie star…again!” repetirá sucesiva y enfáticamente Montez, haciendo hincapié en el again y formando así una especie de conjuro o mantra que funcionará como dispositivo que detonará la acción, entregándonos en las escenas siguientes la vida de Lupe en una serie de tomas retrospectivas o flashbacks. De ahí en adelante la película se propondrá como un comeback en todos los sentidos de este término: la vuelta retrospectiva a la vida de Lupe, su reaparición como espíritu intranquilo o revenant y su retorno triunfal a la pantalla, más allá del fracaso y la muerte, en la escena final.
Podríamos concluir entonces que todo el desmontaje irónico, el desfase entre el sonido y la imagen, la imagen y la voz, que con frecuencia aparece aquí en off, la actuación calculada y distraída a la vez de Montez, lo que Suárez ha llamado su estilo “asincrónico”, siempre fuera de contexto, incongruente, hecho, según él, de una “mezcla improbable de glamur y desaliño”, descuido y absorta atención (Suárez 18), la exhibición repetida de la técnica fílmica, incluidas las direcciones del realizador, lejos de resultar en un distanciamiento de la presencia trascendente de Vélez, la preparan o conviven con ella.
Podríamos proponer pues que la película de Rodríguez Soltero no sólo es la historia de la disección y exposición minuciosas de la técnica y aparato cinematográficos que sostienen el estrellato hollywoodense sino también la habilitación de un espacio para que esa presencia trascedente, ese milagro consciente y voluntarioso que es la reaparición de Vélez, su comeback, se vuelva a instalar en ella, se revele una vez más.
La última década ha visto resurgir este tipo oscilación en la crítica de las prácticas artísticas queer. Basándose en gran medida en la obra del cineasta y performancero underground Jack Smith, críticos como José Esteban Muñoz y Judith Halberstam, en libros brillantes, Cruising Utopia y The Queer Art of Failure, respectivamente, han redescubierto una corriente elidida, no explorada en las historias críticas del arte de vanguardia queer: la de la falla y el fracaso que conducen no sólo a un reconocimiento de los límites ideológicos de los discursos artísticos sino que abren también una brecha para que lo impensado futuro, la utopía se pueda expresar.
Ya en su ensayo sobre esa otra gran diva latina fallida del cine camp de Hollywood, la dominicana María Montez, la llamada “Reina del Tecnicolor”, musa tanto de Smith como de Montez, “The Perfect Appositeness of Maria Montez”, Smith nos había prevenido contra cierto camp, un camp que convierte la ruptura de las convenciones en un gesto tan premeditado y estilizado que termina haciéndola desaparecer y poniendo en su lugar una “operación eficiente y sostenida” para un sujeto maduro, ilustrado y desilusionado, sujeto triste pero que sabe más (Smith 25). Y abogaba, en cambio, por una ruptura, una falla que no permitiera que el proceso artístico se fijara en sujeto, objeto, estilo o mercancía, que pusiera a un sujeto “perdidamente ingenuo” al descubierto y lo condujera a un “glamuroso rapto, un gozo esquizofrénico”, una visión de “centelleante pacotilla tecnicolor” (Smith 26).
El oscilar diaspórico de Rodríguez Soltero y Montez entre la ironía y la entrega es ese otro camp: un camp que abre una brecha para que lo inesperado, lo impensado por nosotros, lo otro verdaderamente otro que nos sobrepasa y arrebata, regrese, se vuelva a expresar y tenga por fin su comeback.
Bibliografía
Anger, Kenneth. Hollywood Babylon, Nueva York, Dell Publishing, 1975.
Dyer, Richard White, Londres y Nueva York,Routledge, 1997
Halberstam, Judith. The Queer Art of Failure, Durham y Londres, Duke University Press, 2011.
Muñoz, José Esteban. Cruising Utopia: The Then and There of Queer Futurity. New York University Press, Nueva York y Londres, 2009.
Smith, Jack. Wait for Me at the Bottom of the Pool: The Writings of Jack Smith, ed. J. Hoberman and Edward Leffingwell, Nueva York, High Risk, 1997.
Suárez, Juan A., “The Puerto Rican Lower East Side and the Queer Underground.” Grey Room 32 (2008): 6-37.
Notas
Cruz, A. (2012). Entre la ironia y la entrega. La estetica underground de Jose Rodriguez Soltero, laFuga, 14. [Fecha de consulta: 2024-12-26] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/entre-la-ironia-y-la-entrega-la-estetica-underground-de-jose-rodriguez-soltero/563