Chile, en este presente inmediato, ofrece una ‘imagen país’ que pareciera incidirse con respecto a buena parte del vecindario latinoamericano. Incisión que parece estar más sustentada en el entusiasmo que en una cuestión real e identitaria. Históricamente, las diferencias entre las variopintas naciones del paisaje latinoamericano pocas veces han tenido que ver con cuestiones de gran fondo y casi siempre se suscriben a dinámicas de forma, gusto, e incluso modas… ¿Son estos los resabios culturales de nuestras particulares clases dirigentes? ¿Es la herencia cultural de ‘aristocracias’ criollas e inmigrantes, siempre atentas a los dictados de Paris, Londres, cuando no de Miami?… ¿Serán los arribismos de viejas casas patronales que a veces sustentaban finas alfombras inglesas sobre fríos pisos de tierra? (Poeppig, 1960, citado en Salazar & Pinto, 2002).
Pareciera ser que siempre estuvieron (y de paso estuvimos) atrapados en la paradoja de nuestro gusto por lo importado y dar una imagen importada de nosotros mismos. La paradoja del producto importado es de un movimiento doble: Por un lado, cuando recién llega (sea una alfombra o una idea política) se plantea como una verdad eterna, posee seriedad y status (social e intelectual) y cuando al tiempo después, un nuevo barco trae a nuestras lejanas costas la resignificación de lo nuevo y de la verdad, la ahora vieja alfombra o idea política, genera vergüenza o franco rechazo. Esta idea si bien parece extrema en su forma es bastante justa en su fondo. Desde luego, este ‘colonialismo’ cultural no es la única razón por la cual podemos justificar nuestros vaivenes, pero es un buen punto para pensar cuáles son -o no- las reales bases de nuestros cambios de ánimo e imagen.
Dentro de este panorama, la noción de Pueblo -más allá de la fuerte tradición política y cultural que posee en la sociedad occidental y chilena en particular- fue una vieja importación que luego de distintas resignificaciones y brillos, pareciera estar hoy en completo desuso. Ahora bien, a sabiendas de nuestros vaivenes: ¿Es legítimo, entonces, defender este des-uso como una nueva verdad-moda y caer en el lugar común del academicismo contemporáneo y analizar el concepto Pueblo como un meta-relato más de una Modernidad vencida, cual obeso y viejo discurso de una etapa historicista, pasada y hasta ingenua? ¿Es de honestidad intelectual el repetir definiciones y análisis de un posmodernismo vulgar y a la postre militante del statu quo? Y si se pensara así, cosa que no es difícil, ¿es riguroso ese planteamiento al analizar la tremenda vigencia del concepto ‘pueblo’ en muchas sociedades del presente latinoamericano, más allá de las opiniones que la realidad siempre suscita? El concepto Pueblo no ha perdido vigencia, ni ha desaparecido. Tampoco en Chile. ¿Se ha re-significado? Muy probablemente. ¿Se ha extraviado? Quizás, pero nunca más allá de los infinitos recovecos de cualquier casa grande.
1. Cine, pueblo y palabras
Un punto recurrente, casi insoslayable, en el análisis de las relaciones entre Cine y Pueblo es la avanzada cinematográfica que planteó este continente en los años sesenta. Momento, de crisis y de regeneración de poderes, hábitos y teorías que sacudió a una Latinoamérica que, para plantearlo en términos extremos, se tensaba (conciente o inconcientemente) entre la ventana que intentaba abrir la Revolución Cubana y la que forzaba cerrar la Doctrina de Seguridad Nacional. Este último extremo, como sabemos, fue el que finalmente se impuso en gran parte del continente. Sin embargo, antes de ese golpe final que establecieron las distintas dictaduras militares en la región, la década que las precedió se reconoce más bien por la infinidad de tonalidades que por una dualidad rígida entre extremos. Este panorama diverso no solo posibilitó espacios para la acción política sino también para la acción cultural y cinematográfica y desde luego para las palabras. En ese momento, Pueblo fue un vocablo que parecía perder cualquier rasgo de inocencia anterior, para hacerse conciente de un potencial más físico (‘político’ y ‘de clase’). Era palabra, concepto y razón. El mundo de la creación artística también se cargó con las palabras: escribió manifiestos, creó nombres de movimientos, definió y defendió nuevas estéticas, proclamó, denunció. Habló. El cine en particular, no sólo se veía cruzado por la definición política y discursiva, también por una discusión estética de marca mayor… que dicho momento histórico auspició en el seno mismo de su lenguaje y de su historia. Fue una nueva crítica y una suma de vanguardias cinematográficas (especialmente la nouvelle vague) que irrumpieron con la acción y la palabra para pretender inaugurar una historia: El Cine Moderno.
En esa aparente doble apuesta de escenario grande, los cineastas del continente respondieron con importantes propuestas y también con más palabras: Cinema Novo (Brasil), Cine Imperfecto (Cuba), El Grupo Cine Liberación y el Cine de Base (Argentina), el Grupo Ukamau (Bolivia) el Manifiesto Político de los Cineastas chilenos, la Estética del Hambre y de la Violencia (Glauber Rocha) el Tercer Cine y la Obra Abierta (‘Pino’ Solanas y Octavio Getino), etc.(Getino, 2002). Sumado a todo esto, y como era de esperar, el cine también se vio enriquecido por un auge en su producción, en su estética y finalmente en su diversidad y calidad. Igualmente, es necesario no entusiasmarse, ya que si bien el auge fue notorio, tampoco escapó a los límites de nuestra humildad histórica. Se dirá que fue interrumpido en su desarrollo. Y es cierto… pero hasta cierta parte. En el caso chileno, sin ir más lejos, tanto el Departamento de Cine Experimental de la Universidad de Chile, la Cinemateca, como los demás departamentos de cine de las universidades, fueron cerradas después del Golpe, así como ‘perdidos’ muchos de su bienes, dejando la producción cinematográfica nacional en un grado sub-cero. Sin embargo, esta interrupción no es ninguna arbitrariedad histórica, por tanto, sería difícil pensar para el cine, un escenario muy distinto al ocurrido.
La fuerte consolidación neo-conservadora junto al reordenamiento económico en los setenta, fue un fenómeno que sacudió al mundo entero, de lo cual los golpes de estados fueron simplemente su peor cara o su apuesta más revolucionaria 1Me refiero la tesis de Tomás Moulian con respecto a entender el golpe chileno como una ‘revolución neoliberal’ (1997), pero nunca un fenómeno autónomo o espontáneo. Por esto es difícil pensar el cine chileno con un desarrollo independiente de su coyuntura histórica macro de no haber sido violado en 1973. El Cine político de esos años, dependía antes que de su propia historia, de una escena cultural que se modificaba en su conjunto. De hecho, en el caso del cine nacional, la mayor producción de películas ocurrió precisamente en su época de exilio: según la Cinemateca Chilena, los cineastas (en exilio) realizaron un total de 56 largometrajes (documentales y de ficción) en 17 países, 34 mediometrajes y 86 cortometrajes, duplicando toda la producción nacional de los años cincuenta y sesenta (Getino, 2002). Esto demuestra también, que el desarrollo del Cine no depende absolutamente de sus aspectos cuantitativos, sino que fundamentalmente de la incidencia del mismo en un contexto cultural y social determinado que lo sustente y le otorgue pertenencia. No se perdió el cine, se extravío el Pueblo y se ahogaron todas las palabras.
Por tanto, ¿cuál es la relación que tuvo este Cine con el Pueblo que perdió? ¿Qué perdió el Cine?
2. Pueblo unido y cines varios
El pueblo al que ese cine aludía, era un objeto de una representación mucho más ambigua y barroca (más latinoamericanista) que la idea clasicista de un ‘pueblo-masa’ presente, por ejemplo, en el cine de la vanguardia rusa. Modelo clásico, que es rastreable desde las primeras experiencias de Lumière (Salida de la fábrica, 1895) o incluso en las del propio Griffith (El nacimiento de una nación, 1915). Una idea didáctica y rígida que entendía al pueblo como un actor monolítico, y en donde los rasgos de diferenciación no iban más allá de un protagonismo coral a veces activo (Eisenstein) y otras más pasivo (Vertov). El cine latinoamericano de los sesenta desarrolló una variedad mucho más rica en sus representaciones, no se dispuso a repetir modas, hizo también la tarea de asimilar y desplegar algo nuevo. Para esto, aprovechó no solo la tradición cinematográfica clásica (incluyendo aquí a la rusa), sino también las apuestas del Neorrealismo Italiano (especialmente en la escuela documental de Zavattini 2Tres figuras importantes para el desarrollo del cine latinoamericano fueron educados, dentro de otras, en esta escuela italiana: Fernando Birri (Argentina), Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa (Cuba)), como también de otras propuestas estéticas que trastocaron el horizonte artístico de la época (y del siglo): la influencia que ejercía la teoría del ‘extrañamiento’ de Bertolt Brecht, o las distintas vanguardias artísticas en el campo de las artes visuales. Sin ir muy lejos, la figura de Luis Buñuel en México es un buen ejemplo de confluencia entre una apuesta de experimentación formal y un cine de contenido social; en ese sentido, no es tan aventurado afirmar que la influencia del film Los olvidados (1950) encuentra su herencia genética en el cine de esta época. Sumado a todo esto, tenemos la aparición del llamado boom literario, que ejerció una autoridad no solo artística, sino también una influencia de tipo conceptual no siempre analizada: con el boom se legitima también ‘lo latinoamericano’ como un espacio o un campo más autónomo para el desarrollo de lo artístico. En definitiva, asistimos a un escenario que daba cabida a distintos miradas y propuestas y en donde la idea de Pueblo se vio extendida no solo por sus distintas representaciones sino por estar presente como motivo, modelo o razón ideológica del desarrollo fílmico. Esto no significa que su representación formal en la pantalla se encasille en el estereotipo del pueblo como verso político; de hecho, son precisamente los documentos artísticos (el cine, entre ellos) los que prueban la insuficiencia de catalogar a esos años como una época de simple obesidad política y voluntad panfletaria.
Así, asistimos en el Cine Chileno a propuestas tan diversas como Venceremos (1970) de Pedro Chaskel y Héctor Ríos, con una idea de pueblo más sujeta a una noción clásica de ‘masa’, hasta otras mucho más ácidas e inclasificables, como La expropiación en 1971 o El realismo socialista (1973); ambas de Raúl Ruiz en donde la representación popular era más cómica y negra -más ‘diagonal’ como diría el propio director- de la idea de ‘pueblo’ y del alcance de su acción política. Las películas mencionadas de Ruiz se ubican en la crítica de cualquier panfletarismo y se suman a una corriente general que negaba el paternalismo ideológico al interior de la actividad cinematográfica, desde el “cine comercial, populachero (…) al pretendidamente revolucionario” enunciaría Glauber Rocha (1969), sin por esto instalarse en la ingenuidad de un territorio a-político (por lo demás, imposible). Esta voluntad pluralista y crítica es rastreable desde el mismo Rocha hasta el propio personalismo de Ruiz. “La idea central –diría Getino- es la necesidad de una estética latinoamericana original, que responda a las particulares condiciones históricas, sociales, políticas y culturales de sus pueblos” (2002). Como vemos, la diversidad cinematográfica de estos años, no era solventada por la liviandad de un discurso multicolor carente de sentido crítico; ‘diversidad’ no era un slogan rémora de un discurso políticamente correcto, como pareciera ser hoy; por el contrario, dicha conjugación plural surgía precisamente de la existencia de una visión crítica del cine y del mundo. Lo que a la postre generaba una infinidad de propuestas, ante una premisa común: negar cualquier posibilidad hegemónica.
El cine buscaba al interior de su mismo lenguaje las claves de su trascendencia social y por esto, la infinidad de propuesta era un hecho de la causa. A lo que asistimos finalmente, es a una ética distinta, a una ética de la definición, de la toma de partido -no solo política- sino que fundamentalmente estética: “El verdadero arte moderno éticamente-estéticamente revolucionario se opone, por medio del lenguaje, a un lenguaje dominador” (citado en Getino, 2002), insistía en afirmar Glauber Rocha. La variedad artística en el horizonte del cine latinoamericano de esos años, no se puede pensar solo con por su cariz político, esto nos imposibilitaría analizar a referentes absolutamente originales dentro de las distintas experiencias y figuras que encontramos en todo el continente y que claramente el cajón del llamado ‘cine político’ -como “cine militante” según Ignacio Ramonet (2000)- no alcanza a contener. ¿Es acaso solo cine político el de Rocha o el de Ruiz? Y no solamente caben ellos dentro de la pregunta. ¿Es solo la política el punto en común de argumentos que van desde la hilaridad cómica, ‘tropicalista’ y con influencias del ‘pop art’, en películas como Las aventuras de Juan Quinquín (Julio García Espinosa, 1968) hasta la oscura marginalidad rural chilena en El chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969)?
El Pueblo era representado por todos, pero su relación con el cine no se suscribió a instalarse delante de la cámara y ensayar distintas poses. Quizás como nunca antes, el pueblo significó para el cine, un marco conceptual para su actuar: Tras la búsqueda de ‘identidad y autenticidad’ de Ruiz, tras la ‘interpelación directa’ que hacía el cine de Solanas en Argentina, o la movilidad ‘reflexiva’ que auspiciaba Rocha en Brasil, era una misma idea de pueblo la que las cruzaba y sustentaba por detrás. El Pueblo siempre tuvo un papel central. De hecho el ‘individualismo’ del ‘cine de autor’ fue tan criticado como el rol hegemónico del ‘cine comercial’, como se desprende de las teorías del Tercer cine (Grupo Cine-Liberación) o las del Grupo Ukamau, que apuntaban a una realización cinematográfica colectiva. Sobre este último grupo y la figura de Jorge Sanjinés, cabe destacar que con un film clave de la época: Sangre de cóndor (Yawar mallku, 1969), logró un fenómeno único de acción política: a partir del argumento del film se denunciaba la ‘infeliz’ acción de los cuerpos de paz estadounidenses, luego del estreno, una sociedad boliviana indignada, ejerció la presión necesaria que culminó con la expulsión de dichos grupos norteamericanos del territorio boliviano. Pueblo y cine fueron en esta experiencia una unidad política indisociable, desde su gestación artística hasta sus efectos sociales, similar a lo vivido por el movimiento social argentino (peronista) que mediante el cine de Solanas y Getino tuvieron acceso a los pensamientos y directrices de su líder en su exilio español (Perón. La revolución justicialista, 1971, y Actualización doctrinaria, 1971). O las acciones del departamento de Cine Experimental (Universidad de Chile), que inició la difusión de películas en 16mm. por distintos barrios marginales (vale atestiguar acá, que luego del golpe de estado, muchos de esos equipos nunca fueron devueltos a la universidad y lo que es peor: nunca más cumplieron su misión original).
Como hemos visto, el rasgo que unifica la diversidad de tendencias no ocurre en la concepción plástica o formal de la idea de Pueblo. Si no más bien en su constitución como premisa ética. Una apuesta de sentido que cruzó al cine desde su concepción ideológica hasta sus circuitos de exhibición (incluso clandestinos). Hasta el día de hoy, en Argentina por ejemplo, los documentales de Solanas van acompañados de una carta impresa para cada uno de los espectadores, tradición que se desprende no solo de esos años de clandestinidad, sino de una relación Cine-Pueblo aún vigente y sustentada fundamentalmente en una premisa ética que se niega a aceptar una relación sorda de emisor-receptor… o productor-consumidor.
3. ¿El Pueblo como necesidad estética?
A esto alude el perfil ético que revistió el concepto Pueblo para el cine de esos años. Esa fue su más acabada representación: ser una figura moral. Y este contenido moral no es algo pendiente de una postura política –al menos no solamente-, más bien responde al otorgamiento de un sentido moral al propio cine. Es el cine el que es asediado por una pregunta ética, y que fue obligado (por sus propios creadores) a dar una respuesta estética y ética. La relación Cine-Pueblo ocurría entonces, al interior de esa pregunta. Lo que perdió el cine con la clausura de dicha relación, fue su posibilidad de dar respuestas que rebasaran los acotados límites sociales de una actividad ahora mediatizada por algún suplemento de ‘espectáculos’. Esta relación conceptual y moral, entre cine y pueblo intentaba avanzar a algo que quizás hoy resulta impensable: escapar del zapato chino que tejen los medios y la lógica comercial. ¿Podría existir una relación no tan mediatizada por factores finalmente ajenos a la comunicación (medular y de sentido) que tiene el cine y su público? ¿Existe la posibilidad de una relación directa entre la obra y su espectador? Pienso que no, que al menos hoy no. Sin embrago, el que una pregunta acerca de las relaciones entre la obra, el espectador y el mundo, toque al cine en su conjunto y lo asedie con una determinación ética y una exigencia estética; habla claramente de ‘otra’ época y también de lo extremadamente lejos que se está hoy de la substancialidad de ese debate. Finalmente, habla también del ‘vacío’ actual.
El cine y el pueblo, por esos años, estaban cruzados por los tiempos, las palabras y los principios, en una relación que al ser ética se volvía también romántica: se pensaban pertenecer a un igual lugar e incluso se imaginaban juntos en un mismo ‘amanecer’.
Pero dicha respuesta ética exigida al cine, poseía una amplitud mayor, no provenía tan solo de un discurso de izquierdas -como se podría pensar a las apuradas-. ¿Por qué la exigencia moral entonces? ¿Se trataba quizás de una exigencia histórica y de la necesidad de una respuesta moral que no daba ni Vietnam ni alcanzaba a dar la ‘Alianza para el Progreso’? ¿Era en definitiva, un mundo que no cumplía con sus promesas y que se vio forzado a suprimirlas ante su incompetencia estructural? ¿Será la irrupción neoliberal la encargada de silenciar las preguntas morales o también será -como decía un neoconservador como Daniel Bell- que la moralidad fue ahora reemplazada por la psicología y la culpa por la ansiedad?
Las relaciones pueblo y cine son sustentadas sobre ese piso ético, dependen de esa estructura primaria par poder generar una comunicación. La atomización actual entre los distintos actores culturales y sociales de las sociedades en Latinoamérica no puede ser vista como un efecto de la crisis de sentido (o de la posmodernidad), es una elección política diaria, que anula o al menos obstaculiza, el desarrollo de planteos éticos y estéticos con mayoría de edad y que intenten reflejar una identidad a través del papel crítico que siempre ha poseído el arte (siempre que entendamos al arte como algo distinto al diseño). Si bien el presente del cine latinoamericano es más auspiciosos que el de unas décadas atrás, aun no logra sobrepasar el lugar común de una estética de postal, o como lo planteaba Ivana Bentes, a propósito de Ciudad de dios (Fernando Meirelles, 2002): “se pasa de una estética a una cosmética del hambre, a la steadycam que surfea sobre la realidad” (citado en Paquet, 2004, p. 12) valorizando más los rasgos ornamentales de importación que las definiciones estéticas propias.
De no generar una respuesta estética, la cinematografía latinoamericana se vuelve a instalar en el modelo de importación y espera del próximo cambio de moda que logre cubrir el frío piso de tierra. Sin duda que hay otras problemáticas que se hacen esenciales, como la dificultad de fomento, de cuotas de pantalla, de políticas, etc., para el desarrollo del cine latinoamericano. Sin embargo la época a la que hemos hecho alusión acá, no planteaba un panorama diametralmente distinto al actual, de hecho la factibilidad tecnología que hoy se vive, era un horizonte surrealista para esos años. La idea de pueblo que aparentemente se nos perdió en el camino, no es necesario desempolvarla, porque funciona más allá de una marca de época o de determinada ideologización, habla más bien de la relación conciente entre una actividad artística y el contexto donde ésta se materializa y vive. Es la diferencia que se marca entre una idea representativa y ‘cultural’ a una participativa y ‘popular’.
Bibliografía
Getino, O. (2002). El cine de las historias de la revolución. Buenos Aires: Altamira.
Moulian, T. (1997). Chile actual: la anatomía de un mito. Santiago: Lom.
Paquet, A. (2004). Cine y urbanidad o el caballo de Troya de Hollywood. Otrocampo, (8). Recuperado de http://www.avizora.com/publicaciones/cine/textos/textos_002/0002_cine_urbanidad.htm
Ramonet, I. (2000). La golosina visual. Madrid: Debate.
Salazar, G. & Pinto, J. (2002). Historia contemporánea de Chile. Santiago: Lom.
Soto, R. (2009). ¿Es el cine una experiencia popular?, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/es-el-cine-una-experiencia-popular/387