Yo a veces me digo: ‘Ya está bien de muertes; por qué no hago una película donde no muere nadie’. Y entonces voy con mucho entusiasmo y quiero hacer una película sin muertes…, y al final resulta que se muere alguien. Siempre me pasa lo mismo.
(Carlos Saura, en Brasó, 1974, 166)
Desde muy pronto, el cine crítico de Carlos Saura ha sido leído en términos de un conjunto de parábolas, es decir, de narraciones portadoras de un mensaje, susceptibles de ser interpretadas a diferentes niveles (Brasó, 1974, 106). De La caza (1965) a Cría cuervos (1975), ambas incluidas, Saura dirige ocho películas que son, en efecto, un grupo de narraciones con mensaje, de parábolas o, como voy a preferir llamarlas, de fábulas. Además de las mencionadas, el grupo lo componen Peppermint frappé (1967), Stress es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972) y La prima Angélica (1973). Si estas parábolas o fábulas necesitan ser comprendidas distinguiendo niveles o focos de sentido es, precisamente, porque el mensaje que transportan no es especialmente claro. En su lectura, me va a interesar destacar que esos niveles son, principalmente, niveles de crítica, ensayos de diferentes modalidades de crítica. 1Aunque, de un modo u otro, muchas de las más de cuarenta películas de Saura tienen un sesgo crítico, estos ocho filmes juntos forman lo que llamaré el “cine crítico” de Saura, pero entendiendo que la crítica que haya en ellas está en disputa
El tema del odio burgués, de los odios y pasiones cercanas de y en la burguesía franquista es el hilo que atraviesa las ocho películas y que se rompe, aunque no de un modo brusco, en su siguiente propuesta, Elisa, vida mía (1977). En esta última, la referencia a la burguesía franquista se desvanece. Aunque la censura de la dictadura se mantiene hasta noviembre de 1977, sin desaparecer del todo en muchos años, Elisa, vida mía no tuvo ningún problema con ella (Hernández Les, 1986, 197). La colaboración de Elías Querejeta en la producción –lo que conllevó trabajar con un equipo técnico muy estable que acompañará a Saura en otras muchas películas– supuso el punto de partida de la serie, que terminará con la muerte del dictador.
Nivel abstracto
El cine crítico de Carlos Saura funciona a un nivel inmediato que es el de la abstracción en el sentido de descontextualización, deshistorización y fantasía de los argumentos. Es un nivel equivalente al de la pintura abstracta de su hermano Antonio Saura o de Manuel Millares. Los brutales retratos de Felipe II o Brigitte Bardot del primero, los lienzos o arpilleras blancas, negras, rojas desgarradas del segundo son la explosión gestual de lo que debe quedar ocultado o minimizado. Igualmente, la enseñanza inmediata que se deduce de estas películas de Saura es que, detrás de la fachada oficial franquista de paz y normalidad, late un caos de pasiones tristes, heridas, silencios, sufrimientos, rupturas y pulsiones de muerte. A este nivel, la crítica consiste en la expresión de una especie de presentimiento sobre una violencia sin nombre que se ejerce por debajo de la anodina superficie de una normalidad vigilada.
El foco abstracto de lectura lo produce la puesta en escena misma de las películas. Son los escenarios y tramas los que son abstractos, descontextualizados, teatralizados, cerrados sobre un espacio limitado y unos pocos personajes aparentemente aislados del momento histórico. Es esta escenificación la que da a ver la representación como representación, como alegoría o símbolo, o en general, muestra el relato como parábola o fábula portadora de enseñanza, mensaje o moraleja en el sentido tradicional, como alegoría de una idea sobre la realidad y no de la realidad.
Existen dos razones, extrañas a las intenciones del director, que explican estas restricciones de localizaciones y actores. Por un lado, vienen forzadas por el bajo presupuesto de la producción de Querejeta (D’Lugo, 1991, 107). Sobre este punto el propio Saura es ambiguo: “nunca me he sentido mediatizado por las fórmulas económicas empleadas para hacer mis películas”, afirma en una entrevista de 1973. Pero, un poco más adelante, matiza: “Mi planteamiento, a la hora de rodar la película X, es el de establecer unas bases de acuerdo con el productor (…) Una vez establecido este acuerdo puedo ponerme a trabajar. Sería absurdo pretender hacer la película sin que se me aseguraran los medios necesarios. Este podría ser mi único condicionamiento” (Gubern, 1973, 10).
Por el otro lado, las restricciones expresan la prohibición legal de exponer públicamente una explicación de la realidad distinta de la ofrecida por el discurso oficial. Y a este respecto sí que es consciente y claro en la misma entrevista:
¿Hasta qué punto la censura mediatiza a un realizador, le obliga a crear un lenguaje, a buscar formas de expresión? Es difícil contestar a esto. Lo que sí es evidente es que la censura obliga a buscar la manera de contar las cosas dando un rodeo. Esta necesidad de evitar los hechos sin eludirlos obliga a prospectar formas de narración e historias que poco a poco conforman la personalidad del autor y su modo de hacer cine. (Ibid., 19)
La censura es creadora, da forma, nada menos que al estilo, a la identidad de los trabajos del director. La censura es coautora de estas fábulas del odio burgués, forzando la vaguedad, el rodeo. Mas no solo la censura que actúa borrando las referencias históricas concretas de los guiones que recibe, 2La labor descontextualizadora que realiza el miedo a la persecución por delitos de opinión es reconocida por algunos de los mismos censores. Es como si la censura se mirara en el espejo. Así Manuel Zabala en su informe sobre La caza: “No me gusta el tema, ni sus varias y segundas intenciones, ni el tema de cine negro que se busca, ni los vagos simbolismos que se apuntan. Pero esta misma vaguedad le resta la peligrosidad de las intenciones y permite autorizarla para mayores de 18 años” (Hernández Les, 1986, 167). O María Sampelayo, en el suyo sobre la misma película: “Tiene una gran carga y una enorme mala intención, pero no veo motivo de prohibición, ni creo que mucha gente entienda la mala idea que tiene” (Ibid., 168). Se pueden leer comentarios de índole semejante en los que se repite el término ‘intelectualización’ en los informes de los censores de las restantes películas del cine crítico de Saura en Ibid., 170, 176, 181, 189, 193 y 194 sino la censura como prohibición segura que está actuando ya en la elaboración del guion.
En los años sesenta y hasta el final de la dictadura, la realidad en su sentido general que hay que explicar y que está prohibido exponer es la historia contemporánea de España cuyo epicentro es la Guerra Civil. La conflictividad, además, se renueva a partir de esos años haciendo mella en la legitimidad del régimen desde tres flancos: en las luchas obreras, en el movimiento estudiantil y en el independentismo vasco con ETA (Fusi, 1986). En 1962, por ejemplo, los mineros asturianos organizaron huelgas secundadas por un gran número de trabajadores y que se extendieron al País Vasco. Una carta de 102 intelectuales protestaría públicamente por la represión de esas mismas huelgas, entre ellos se encontraba Antonio Saura (Morán, 2014, cap. 9). En 1963 es fusilado el comunista Julián Grimau y los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado son ejecutados en el garrote vil (Vega, 2011, cap. 8). En 1964, el régimen celebra los “XXV Años de Paz”, La caza y Peppermint frappé se debieron leer rápidamente en contraposición a la idea de la “paz” franquista (Torreiro, 2009, 320): paz del desierto, paz de los muertos, paz de la inercia, paz del rencor velado. El páramo de Seseña, con sus vestigios de campo de batalla, la Cuenca sin gente en las calles, y el balneario abandonado, de esas dos películas, pero también el interior del coche y las playas desiertas de Cabo de Gata, la brutalista “Casa Carvajal”, la mansión del millonario, el piso de la tía o el colegio de Segovia, la casona rodeada de terreno o el interior del chalet de la calle María de Molina de Madrid, lugares donde se desarrollan los otros films, son espacios donde reina esa paz de cementerio de la que tan orgulloso parecía sentirse el régimen y donde se producen o se traman los más terribles crímenes. Después de 1964, el régimen acabará con la vida, encarcelará y torturará a otros muchos oponentes políticos. El asesinato de Enrique Ruano en 1969, el Proceso de Burgos en 1970 que termina con la condena a muerte de seis miembros de ETA, posteriormente indultados, el encarcelamiento de la cúpula de CCOO, detenida en 1972, con penas de hasta 20 años de cárcel para Marcelino Camacho, la ejecución en 1974 por garrote vil de Santiago Puig Antich y Hein Chez, el fusilamiento en 1975 de tres militantes del FRAP y dos de ETA fueron las violencias de Estado de aquellos años que tuvieron mayor repercusión dentro y fuera de España, con numerosas expresiones de protesta y rechazo, a los que el régimen respondía, en el interior, con más represión (Ibid. y Casanova y Gil, 2011, cap. 12).
El difuminado del conflicto real producido por la descontextualización permite una relativa instrumentalización del cine de Saura por parte del régimen franquista, que puede proyectar en el exterior una imagen de cierta “apertura” y “normalidad”. Pero también concita que las películas puedan ser leídas desde ese nivel abstracto, como ocurre, por ejemplo, con La caza, de la que se ha afirmado que su tema es “el estado de la humanidad” (Wood, 2010, 18). El mismo Saura habla de algunos de estos filmes también en términos muy inespecíficos. La caza trataría de la agresividad (Oms, 1981, 32) o de las guerras civiles (Brasó, 1974, 128) o Cría Cuervos lo haría de la infancia (Oms, 1981, 65). Pero, el cine crítico de Saura muestra algo más que la humanidad, la agresividad o la infancia. A un nivel distinto, da a ver la subjetividad de una parte de la sociedad española en un momento específico, la de algunos sectores de la burguesía franquista, a partir de la propia experiencia vital del director (Brasó, 1974, 237-238 y 275-282).
Nivel general
El nivel general es el de la síntesis de múltiples determinaciones, como diría Marx. Es decir, a pesar de la descontextualización, las películas ofrecen pistas suficientes para situar históricamente a los personajes. De modo que quizás sean solo relatos fantásticos, pero son fábulas de la burguesía franquista. Ana y los lobos podría pensarse aquí como la clave de lectura de todas las demás cintas. Las otras películas realizan de manera indirecta lo que Ana y los lobos hace de forma más literal. Esta ambigüedad entre la abstracción de lo fantástico y la ubicación histórico-social es la distancia interior propia de las películas del cine crítico de Saura. Es una ambigüedad que atraviesa todos los filmes y que les da forma. La fabulación forzada por la prohibición y la censura no es solo un obstáculo, sino también la herramienta que le sirve a Saura para analizar las pasiones tristes de esa burguesía. La fabulación es, al mismo tiempo, la forma de las películas, un tema principal que se repite en todas ellas, especialmente a partir de Peppermint frappé, y una preocupación de Saura, que teme quedar encerrado en el entramado de sus historias (D’Lugo, 1991, 79) o que sueña con hacer películas sin trama (Brasó, 1974, 206-207). Las fabulaciones dentro de las películas, que aparecen en todas sus variantes, desde el recuerdo a la alucinación, pasando por la escenificación teatral, están siempre motivadas por la forma de odio que ocupa en cada cinta el centro del argumento. La envidia, los celos, el retorno del pasado violento, la avaricia, la mortificación, el autoritarismo, el ascetismo, el ensañamiento son motivadores de fábulas y percutores de la violencia. Son diferentes formas de odio: del odio de clase, del odio de las élites, del odio que las élites burguesas del franquismo sienten hacia otros y el odio que sienten entre sí, el odio que las alimenta.
A este nivel general, Saura utiliza el discurso del cine como crítica en el sentido de negación de los discursos validadores de la realidad social franquista. Realiza esa crítica presentando una realidad que desmiente la que exponen esos discursos franquistas o compañeros de viaje del franquismo. Cine ‘crítico’ quiere decir en este nivel aquel que contrapone una lectura de la realidad que pretende invalidar la interpretación oficial sin proponer una interpretación positiva propia. La verdad de la representación cinematográfica crítica es únicamente una verdad desmentidora, agrietadora (decir “falsadora”, sería demasiado), y tiene la fuerza de la narración ficticia, pero creíble, de un acontecimiento puntual, aunque ejemplar. Pero no es una verdad propositiva, no propone una interpretación de la realidad en su conjunto. La multiplicación de estas narraciones busca una acumulación de fuerzas de desmentido, de agrietamiento de tales discursos. Unas películas se apoyan en las otras, creando un efecto de conjunto, hasta que amenaza la repetición. Ese es el uso crítico del simbolismo y de la alegoría que realiza Saura y que opone a la censura, pues esta solo puede juzgar las películas una a una, no puede controlar el sentido acumulado por la serie. La alegoría funciona, entonces, como negación del discurso validador del franquismo. La alegoría no ilustra la verdad, solo dice que los discursos validadores son falsos. Para ilustrar la verdad, la narración debería incluir las luchas de todos los actores sociales, cosa que no ocurre ni puede ocurrir en las circunstancias políticas de la dictadura. Y quizás tampoco tuviera sitio en el esquema de producción que se han propuesto Querejeta y Saura.
De hecho, la estructura común del cine crítico de Saura parecería diseñada para contraponerse punto por punto a las tesis más conservadoras o reaccionarias del pensamiento político de Ortega y Gasset, como representante de una línea definida de pensamiento político, tal como se expresa en el “Prólogo para franceses” (1937), “En cuanto al pacifismo” (1937) y en el “Epílogo para ingleses” (1938). Estos son los textos que, por decisión del propio Ortega, enmarcan La rebelión de las masas a partir de su reedición en Argentina en el año 1938 (Morán, 1998, 62). En ellos, encontramos a un Ortega posicionado con el golpe militar de Franco.
Así, si Ortega y Gasset afirma que “el problema actual” lo plantean las masas incapaces de ocupar su lugar subordinado al mandato de las élites esclarecidas (1983, 27), lo que nos muestran las películas de Saura es que el problema son los individuos o, mejor, las formas de la individualidad burguesa y machista. Donde Ortega defiende que el individualismo está por encima de la justicia social (Ibid., 29), Saura da a ver que ese individualismo forma parte de la injusticia social.
Ante el intento de Ortega de culpabilizar a los revolucionarios de la violencia ejercida por la contrarrevolución (Ibid., 30) o de legitimar esta como paso intermedio hacia un “nuevo liberalismo” (Ibid., 206), lo que Saura pone delante de nuestros ojos es el hecho de la violencia desatada de la contrarrevolución, es la continuación de la violencia más o menos sorda de la dominación que solo trabaja para sí misma.
No son las masas las que están guiadas por la violencia, el odio y la envidia, como piensa Ortega (Ibid., cap. VIII y 118), sino la burguesía, las individualidades de la clase dominante y el bloque vencedor, que es un caos de pasiones tristes.
La burguesía franquista, tanto en su variante nacional-católica como en su versión tecnocrática, ‘opusdeísta’ y ‘moderna’, es representada como una clase movida por la envidia, el odio, la competición machista y la violencia. Saura le da la vuelta completa a la idea elitista de las masas irracionales y violentas y de los malos y desobedientes españoles. Deja al descubierto que, en realidad, los irracionales y violentos pueblan las élites vencedoras.
La irracionalidad empujó a una guerra civil a la que sería la burguesía franquista y creció gracias a la guerra. Es, además, una irracionalidad abocada a reproducirse tanto en la evolución tecnocrática del franquismo como en el postfranquismo (este sería el mensaje realista de Cría cuervos).
Aunque, de hecho, el efecto de conjunto de las ocho películas plantea más bien un problema. Es posible que el odio burgués exprese más bien la incapacidad de la burguesía para lograr la hegemonía en el país, su falta de autoridad moral (las masas se le rebelan, no la respetan). Sería una debilidad que iría ligada a la división de la propia burguesía –tanto entre republicanos y sublevados en la Guerra Civil, como, con el tiempo, en el interior del propio franquismo, según se escenifica en el Congreso de Munich de 1962 y la represión que le siguió (Morán, 2014, cap. 4)–. Esta impotencia le llevaría a aliarse con la violencia desnuda de las supervivencias medievales para mantener, en última instancia, su poder político. Ortega enunciaría filosóficamente esta dependencia de la burguesía respecto de la reacción tanto, en general, a través de su aristocratismo, como, en particular, por medio de la dialéctica del nuevo liberalismo nacido del totalitarismo que expone al final de “En cuanto al pacifismo” (1983, 206). La división de la burguesía, su odio interno, explica la explosión de violencia totalitaria. La burguesía española solo podría conservar su poder económico y participar del poder político si recurre a la violencia militar, nacionalista y católica, que es una persistencia del poder de la oligarquía terrateniente. Esta sería una interpretación compartida por una parte de la izquierda. Como escribía Jordi Solé Tura en 1974, al tiempo de su regreso al PSUC, entonces con claras posiciones eurocomunistas (Morán, 2017, IV.5):
En función de esto, es posible hablar de revolución burguesa frustrada. No porque se frustrase el avance del capitalismo como modo de producción dominante, sino porque se frustraba el acceso de la burguesía industrial y financiera a la condición de clase hegemónica en el conjunto de las clases dominantes. Y si este acceso se frustró en repetidas ocasiones a lo largo del siglo XIX y del XX, la razón fundamental se debió a la debilidad de las estructuras mismas del capitalismo y a la debilidad política e ideológica de las clases que mejor podían haber acelerado el desarrollo del capitalismo.
Esto no significa que la burguesía industrial y la burguesía financiera estuviesen siempre ausentes del poder. Significa únicamente que el acceso de la burguesía financiera, primero, y de la burguesía industrial después, a las instancias supremas del poder se hizo tardíamente, a costa de importantísimos compromisos con la oligarquía terrateniente (…) Es indudable que antes de 1936 existía ya una burguesía financiera-industrial (o financiera en sentido estricto) que compartía la hegemonía con la oligarquía terrateniente. Lo «compartía» digo, no que lo ejercía sola. Esto es un indicio de debilidad, pero no de carencia de poder. En todo caso, la historia política de nuestro país hasta 1936 se podría resumir como la historia de la incapacidad de las clases dominantes para forjar los instrumentos políticos que necesitaban para consolidar la acumulación capitalista y abrir la fase del capital monopolista. (Solé Tura, 1974)
Peppermint frappé, La madriguera, Ana y los lobos y La prima angélica son películas que podrían responder a esta interpretación. El mismo Carlos Saura así lo hace para la segunda:
la “clase media” o la “burguesía media” española me parece que se encuentra en una circunstancia esencial, que es un poco la clase dominada todavía por unas estructuras medievales que están en contradicción con lo que se ha dado en llamar “desarrollo industrial”. Hay una especie de “boom” industrial, aparece la tecnocracia, etc., pero se conservan a la vez toda una serie de tabús, de estructuras anteriores. Y eso en muy pocos años. Entonces, a partir de aquí, el ingeniero de La madriguera y su mujer responden en cierta forma a esa contradicción. (Brasó, 1974, 238)
Visto así, casi se podría decir que, si estas películas son críticas a la burguesía, no lo serían tanto por su dominación de clase, como por su incapacidad para dotarse de un aparato de Estado propio, por la ausencia de una revolución burguesa cumplida. Sería, más bien, una crítica de la alianza pactada por la burguesía con la reacción violenta. De ese modo, se dibuja una interpretación del franquismo, cara al PSOE y al PCE de entonces, que distinguiría entre un lado burgués “civilizado y liberal”, que en último término quiere pasar página a la Guerra Civil, y un lado retrógrado y medieval, al que se le atribuiría la inclinación violenta y totalitaria cuya legitimidad radica en la victoria contra la antiEspaña. Esa lectura del franquismo permite pensar en una nueva alianza contra el franquismo o después del franquismo con ese lado aceptable, burgués civilizado, ya en la oposición interior, y un lado inaceptable, medieval, que quedaría fuera (Andrade, 2015, 73 y 140).
Sin embargo, La caza, Stress es tres, tres, El jardín de las delicias y Cría cuervos apuntan a una lectura paralela. En esta otra interpretación, la violencia sería la propia expresión de la burguesía, no una herramienta prestada. Nunca habría habido un poder compartido. Lo “medieval” franquista, su “imperial-catolicismo” no sería la concesión que tiene que hacer la burguesía por participar en el poder político; la violencia de la guerra y la represión no pertenece a un residuo del pasado que se resiste a desaparecer, no es un anacronismo, sino un terror muy contemporáneo. ¿Es el fascismo efecto de las alianzas coyunturales a las que recurre la burguesía en su lucha contra el proletariado y para su propia coordinación como clase o es ya la propia burguesía en acto, su acción misma? Formulada desde el presente, ante la reactivación neoliberal del neofranquismo y su tenaz trabajo de impedir que las clases subalternas se coordinen, desde luego que no sería un residuo del pasado, sino el mismo presente, no solo en sus formas, sino también en su fondo. 3Sobre el debate en torno a la revolución burguesa española en la historiografía marxista de los años 60 y 70, cf. Piqueras Arenas, 1996
Nivel inquisitivo
Esta vacilación del origen de la violencia burguesa en los filmes del cine crítico de Saura nos conduce a un nuevo cambio de nivel. Las películas de Saura pueden verse no ya como la afirmación de una u otra concepción sobre la violencia franquista, sino como una investigación, con los recursos del cine, en torno a dos preguntas: ¿cuál es la causa de la violencia burguesa? y ¿qué capacidad tiene para reproducirse? Pero al formular estas preguntas al nivel micro y relativamente aislado de los círculos estrechos de amistad o familiares, las plantea en paralelo con otro par de cuestiones: ¿cuál es la causa de la violencia patriarcal?, ¿qué capacidad tiene de reproducirse?
La posición burguesa en la lucha de clases entraña el miedo a la bancarrota o la expropiación. Ese miedo es constitutivo de su identidad de clase como clase dominante y de los individuos que la personifican, en paralelo, diríamos, a como el miedo a la castración es constitutivo de la posición masculina dominante en las relaciones patriarcales. La violencia política de la burguesía y la violencia de la dominación masculina, incluida su mirada (Mulvey, 1989, 19-20), responden ambas al carácter constituyente de los miedos a la bancarrota, la expropiación, el liderazgo social o la castración. Son reacciones desatadas por ese miedo a la pérdida del poder material, pero, sobre todo, del poder simbólico. La alternativa a la dominación se concibe como destrucción de la identidad individual. El yo burgués y el yo masculino patriarcal se viven como absolutos, fuera de ellos solo espera el vacío, la ausencia de sentido.
Ya desde La caza ambos miedos van unidos. Esta historia, en la que tres antiguos amigos de la Guerra Civil vuelven, junto a un joven cuñado de uno de ellos, a un antiguo campo de batalla a cazar conejos porque José (Ismael Merlo) necesita convencer a Paco (Alfredo Mayo) de que le preste dinero, cruza el miedo a la ruina y a la castración hasta el punto de fundirlos. Vamos a ver este entrecruzamiento a través del juego de sentidos que los conejos y los hurones adquieren en el filme. En un principio, la propia mirada de la cámara y el desarrollo de los acontecimientos identifican a los personajes con estos animales. El acercamiento del zum a los hurones encerrados en su jaula en los créditos iniciales, comparado con el modo en que la cámara se pega a ellos desde que los vemos bajando del coche y entrando en el bar y con la descripción que la madre de Juan (María Sánchez Aroca) realiza de los hurones (“Se pasan el día gruñendo y revolviendo. Están como locos”) funciona como una primera analogía. El final, con los cazadores cazados como conejos, es la segunda. Digamos que los personajes comienzan como hurones y terminan como conejos. Pero estas comparaciones pertenecen al nivel abstracto. Lo más interesante son las interpretaciones que los mismos personajes dan de los hurones y conejos como símbolos de realidades muy distintas.
Luis (José María Prada) lo interpreta todo desde el resentimiento contra su mujer, Lucía, que ha dejado de amarle, y percibe los hurones como mujeres, pero en una cadena de equivalencias en la que hurones, vampiros, conejos, ratas, pirañas y mujeres se convierten en los agentes en masa de una catástrofe apocalíptica que anuncia por medio de sus fábulas de ciencia ficción. En la mirada desquiciada de Luis las pirañas como peces chicos que se comen al pez grande o los conejos, creadores de una nueva civilización sin lucha de clases, y, por tanto, sin envidias (claras referencias a las masas rebeldes de trabajadores destinados a acabar con el poder de la burguesía se mezclan con los hurones o mujeres con corazón de escarabajo o vampiros que odia porque ya no le quieren).
José se representa los hurones desde su deseo por la joven Maribel. Los hurones machos mueren si no tienen una hembra a su lado. Los conejos representan, sin embargo, la sexualidad femenina desde la mirada patriarcal. La carne de conejo joven es suave y sabrosa. José recoge la metáfora popular, de la que también había tomado nota la censura. La película se titulaba La caza del conejo, pero la censura consideró que tenía connotaciones sexuales. En la época “el conejo” remite al coño. El hurón simboliza, en consecuencia, el falo. Y la caza del conejo es una metáfora de la actividad que definiría la heterosexualidad masculina asumida desde la asimetría de la dominación.
Paco también identifica el hurón con el deseo sexual y con el falo, pero lo hace desde su posición peculiar. Aunque todos los personajes burgueses identifican la privación con una negación, o la falta con un abismo, con la amenaza del vacío, la ausencia de sentido y el desastre completo –todos expresan su obsesión por la vejez, incluso Enrique, por la humillación, por la inutilidad, por la dependencia, por la falta de “hombría”–, Paco es el que manifiesta con mayor énfasis su desprecio por la debilidad y una manía particular por la cojera de Juan (Fernando Sánchez Polack), el guardián de la finca. No soporta a los tullidos. Y asimila a los hurones con Juan, con su “privación” que imagina negadora. Quizás podemos entender que Paco es la encarnación del capital como deseo de dinero. Para él, la falta es el fin del deseo, como decir del sentido, y por eso la odia, pero también odia el deseo sexual de José, por envidia al rejuvenecimiento que implica y, también, porque lo percibe como un obstáculo al deseo esencial de dinero. El disparo al hurón, sea accidental o premeditado, supone un giro en los acontecimientos cuando es asumido por Paco como triunfo porque reúne también esa doble referencia. Es la castración simbólica de José, que se suma a su ruina económica. Es la victoria de Paco sobre José. Y es también una victoria sobre su propio temor, su temor a que el deseo sexual y el miedo a la castración interrumpan su deseo de dinero o su determinación por ser un hombre poderoso, entero. El burgués varón franquista teme perder su hombría al perder su propiedad y su estatus y, al revés, teme perder su propiedad al perder su hombría.
En La caza, el cuerpo de la mujer ya es tratado con sadismo voyerista en el maniquí o en la fotografía de revista recortada en círculo por la mirada del prismático. El sadismo voyerista es un procedimiento de la dominación masculina para vehicular el deseo de mirar a la mujer exhibida ante la ansiedad que su cuerpo “castrado” produce (Mulvey, 1985, 23). Y con ese sadismo, comienza la siguiente película, Peppermint frappé, primero con las manos, que luego se sabrán de Julián (José Luis López Vázquez), cortando fotografías de modelos de revista, y, después, inmediatamente, en los créditos, retomando la misma práctica de fragmentación del cuerpo espectacular femenino por cuenta de la cámara.
Julián es un médico privado de Cuenca, una ciudad de provincias en la España de la época, que se obsesiona con la joven mujer, Elena (Geraldine Chaplin), de un viejo amigo, Pablo (Alfredo Mayo). Pablo ha regresado por unos días para presentar su recién desposada a su madre y, quizás también, a Julián. Julián es un mirón y un fetichista, es decir, reúne las dos vías de escape a la ansiedad de castración que el cuerpo femenino genera al inconsciente patriarcal y que Laura Mulvey (1985, 21) teorizará algunos años después. La facilidad con la que los conceptos de Mulvey se aplican a Peppermint frappé no debe causar extrañeza. La mediación la realiza el Hitchcock de La ventana indiscreta (1954) o Vértigo (1958) que son, a la vez, referencias de Saura para la película y de Mulvey para su conceptualización de la escopofilia patriarcal.
Digamos, entonces, que Peppermint frappé pone en escena de forma evidente el miedo a la castración como causa de la violencia burguesa. Sin embargo, este miedo no acaba de ser un detonante suficientemente convincente del asesinato final de Pablo y Elena a manos de Julián. A la angustia producida por la amenaza de castración, hay que sumar la angustia que proviene de la amenaza del desplazamiento social que anuncia la pareja asesinada. Necesitamos, en concreto, incluir la coyuntura en la que la nueva burguesía tecnocrática está tomando posiciones hegemónicas en el bloque franquista, arrinconando los viejos valores nacional-católicos y falangistas, a los que estaría ligada la posición social de Julián.
Ambas amenazas van juntas en el mundo dividido de Julián. Esa división es presentada desde los créditos. La música que acompaña a los recortes de revistas es un fragmento de El misterio de Elche, un drama sacro del siglo XV. Ese es también el disco que pone Julián cuando entra en su casa desde la consulta en la primera escena y la que está escuchando mientras espera la llegada de Pablo y Elena en su “refugio” en el antiguo balneario en la última y fatal escena de la película. De hecho, la banda sonora está construida sobre el contraste de la música religiosa y tardo medieval de El misterio de Elche con la dinámica canción pop de Los canarios que, escrita con otro título, recibirá el mismo nombre que la película tras decidirse su inclusión en la misma.
A la división entre la música medieval y los recortes pop de los créditos, le sigue la contraposición entre la consulta y las habitaciones de la vivienda de Julián. La toma de la consulta nos muestra a Julián trabajando con un aparato de rayos X, referencia también a la mirada, pero sobre todo al aspecto científico-técnico de la profesión de Julián. En contraste, la vivienda es un espacio sobrecargado con una decoración barroca, con cuadros al óleo enmarcados en oro y con motivos señoriales, con adornos florales también en oros sobre ocres oscuros y un altar que ocupa casi toda una pared y en el que Julián se detiene a encender una vela. La presentación de la consulta y la vivienda pone a la vista desde el comienzo la oposición entre lo moderno y lo retrógrado que recorre toda la película. Elena es en sí misma un símbolo de lo moderno que se contrapone a los tambores de Calanda, al casco antiguo de Cuenca y a sus leyendas, a Ana (también Geraldine Chaplin), la enfermera, amante y cómplice de Julián, o al mismo Julián. Quizás la obsesión de Julián con Elena tocando el tambor en Calanda la produce la fusión entre lo moderno y lo tradicional que se da en la imagen.
Lo más interesante, sin embargo, no es está oposición sin más, sino el hecho de que la contradicción se da en el mismo Julián. Es el mismo Julián el que está dividido entre lo retrógrado y lo moderno. Y en este sentido hay una relación de espejo con la propia Cuenca (desde el mismo nombre, ya que San Julián es el patrón de la ciudad). Cuenca integraba (e integra todavía) esta dualidad desajustada entre la tradición de su patrimonio histórico y las propuestas de modernidad que en la película están representadas por el Museo de Arte Abstracto y el puente moderno de San Pablo.4La guía de la película decía: “Cuenca es una pequeña capital de provincias española que conserva externamente su aspecto medieval. El conflicto entre las viejas y las nuevas formas de vida es patente en Cuenca. La ciudad se ha dividido en dos partes bien diferenciadas: la parte alta con sus caserones y palacios que pertenecieron a ilustres familias, y la ciudad moderna, en el llano, que empieza a incorporarse al desarrollo industrial” (Alfaro Nuñez, 1997, 120). El puente de San Pablo es el puente de los suicidas, según nos dice el propio Julián en la película. Probablemente hay un juego en el nombre del amigo de Julián, así como en que Elena remita a la mujer griega acusada de provocar la guerra de Troya y Ana a la abuela de Jesús. De modo que los nombres mismos de los personajes esconden su cara retrógrada Julián no se opone, por tanto, a la modernidad, es decir a los nuevos valores hegemónicos del franquismo, sino que tiene un plan para apropiarse de ellos. De la misma manera que el mirón se apropia de la imagen del cuerpo femenino conjurando su amenaza de castración, la burguesía reaccionaria del franquismo se apropia de los valores de la modernidad conjurando su desplazamiento del poder. Son dos estrategias políticas las que se enfrentan en torno a la continuidad de la dominación franquista. Una deja en el pasado todos los principios del nacional-catolicismo y se lanza a la “alegría” del capitalismo de la especulación y el consumo. Y la otra pretende someter ese capitalismo a las condiciones de una hegemonía tradicionalista. Es el peppermint frappé envenenado o la imagen de Elena sometida a las condiciones de Ana. La violencia para Julián es entonces quirúrgica. No hay exteriorización del odio o de la desesperación. No hay rabia desatada como en La caza. Su odio es el odio que, ante la turbulencia, mantiene el orden. El odio que mata sin aspavientos.
Stress es tres, tres, La madriguera y El jardín de las delicias son tres films que abordan la violencia burguesa desde un punto de vista común y diferente de las dos películas anteriores. La primera da la pauta para el conjunto. Aunque en Stress es tres, tres se deja notar la improvisación con la que fue rodada, nos presenta el retrato del vacío burgués a través del viaje en automóvil a la costa de Almería de un empresario de la construcción (Fernando), su mujer (Teresa) y un amigo y empleado (Antonio). El motivo que mueve la acción es la desconfianza de Fernando (Fernando Cebrián) respecto a su mujer (Geraldine Chaplin), a la que intenta imponer su autoridad de marido, sin éxito, y a Antonio (Juan Luis Galiardo), de quienes sospecha que le engañan. El secreto de esa desconfianza, como lo expresan los personajes en un momento determinado, es “el miedo a perderlo todo”. En esta ocasión, la dicotomía no se produce entre lo moderno y lo retrógrado como en Peppermint frappé, incluso si esto último tiene una cierta presencia, sino entre la idea de la sobrepoblación, la masificación y la reificación, que se enuncia desde el comienzo de la película y que representa el coche mismo donde trascurre buena parte de la cinta, así como el título: “tres son multitud”, y la exigencia de mantener una individualidad diferenciada, que expresa el miedo y la regresión a la infancia o la adolescencia que parecen sufrir los personajes. En este sentido, la presión, el stress, proviene de la contradicción misma de un sistema que solo necesita a los individuos como soportes de unos procesos económicos que operan según sus propias leyes o caos, pero que los necesita específicamente como individuos propietarios privados. Y “el miedo a perderlo todo” es la sensación de ese individuo vacío (como “The Hollow Men” de T. S. Eliot) que se sabe pura cáscara, pura carrocería y que mendiga unas migajas de subjetividad en la infancia eterna, cuando todavía no había sido completamente reclamado para cumplir su función de soporte. Teresa, en cuanto sujeta a una doble cosificación, de género y económica, lo expresa con más determinación: “No soy un objeto, no soy una mascota (…) No soy un insecto”. Pero, no va más allá de la negación y de la regresión a un estadio de no-responsabilidad inmediata. La violencia surge en Fernando porque es el que está más aterrorizado de los tres, porque es el que ocupa una posición de dominación dentro del sistema y, por tanto, el que tiene más que perder. Su violencia es, en principio, autodestructiva. Hay un afán de destrucción en el mismo miedo, en la misma desconfianza, así como en su forma de regresión en la escena de la moto en la que parece buscar accidentarse. Por otro lado, la violencia aparece en el accidente de coche con el que se encuentran en la primera parte del trayecto. Y la mortificación es el signo que comparten su tía y su sobrino, ambos habitan el caserón en el que el trío se detiene de camino a la costa. La tía beata reza arrodillada sobre piedras que le hieren las rodillas y el sobrino colecciona insectos disecados con alfileres. El elemento “regresivo” y violento funciona en el eco entre el cuadro de San Sebastián atravesado por las flechas que cuelga en el salón de la tía y la ensoñación del asesinato de Antonio con un arpón de pesca submarina, que reproduce la imagen. Porque la violencia es, primero, autodestructiva, pero después se proyecta en su amigo y empleado.
En todo caso, como en las películas anteriores, la violencia responde a un temor por la pérdida que va más allá de la apropiación material del poder sobre la mujer o sobre el amigo, un temor por una pérdida que es absoluta y solo puede ser conjurado con la destrucción del otro. En este filme, la violencia es solo ensoñada, solo fabulada, no llega a activarse, pero tampoco se disuelve.
La madriguera puede leerse como una continuación de Stress es tres, tres. Incluso el personaje femenino, también interpretado por Geraldine Chaplin, mantiene el mismo nombre, Teresa. Cuenta la historia de un matrimonio de burgueses alienados –el marido se llama Pedro y lo interpreta Per Oscarsson– en el que la esposa (sometida a una doble anulación como hija-de / esposa-de y como mero soporte económico) acaba matando al marido y suicidándose. Es el propio Saura el que los caracteriza como alienados (Brasó, 1974, 238-239). Se entiende que estamos de nuevo ante la misma problemática del vaciamiento interior, es de nuevo el encerramiento, aunque esta vez no en el coche y el estrecho círculo de tres, sino en la madriguera, en un chalé de moderno diseño brutalista que parece más un búnker, 5El título para la distribución anglosajona es, precisamente, The Bunker (D’Lugo, 1991, 85) un aislamiento que no encuentra nada en su interior que poseer sino fantasmas de miedo a la pérdida de sí y violencia. La producción y el consumo de masas también están presentes a través de las imágenes de la fábrica de coches de la cual Pedro parece ser un importante ingeniero. Y regresa también la oposición entre lo moderno y lo retrógrado que había protagonizado Peppermint frappé, esta vez mediante los muebles de la familia de ella que acaban adornando el moderno chalé. Son estos muebles los que desencadenan un rosario de sueños / juegos a los que se entregan los protagonistas, otra vez igualmente en un intento de regresión a la infancia y a la irresponsabilidad, que parece devolverles un momento de subjetividad, de creatividad, de comunicación, pero que los aboca a la aniquilación. La vivienda madriguera se asemeja a una fábrica de juegos y sueños donde no se crea libertad alguna, donde se reproduce el mismo soporte funcional vacío que exige el modo de producción capitalista. La reivindicación liberadora del juego por parte de los situacionistas, Marcuse y del Mayo del 68, que respondía a una necesidad similar de enfrentarse al nihilismo capitalista, requería, sin embargo, que el juego no fuera un asunto privado, sino un modo de transformación del espacio público, de la ciudad y de la cultura y no de la vivienda y de los fantasmas personales. 6Hay también un efecto de autorreferencialidad en la idea de la producción cinematográfica como una industria del sueño y el juego (Brasó, 1974, 243) que fabrica filmes como otros ensamblan coches La explosión violenta del asesinato que hace retornar la realidad solo la devuelve como destrucción. No hay salida burguesa al círculo de la alienación. O, mejor, la vía de escape burguesa al vacío capitalista es la violencia. La vacuidad existencial que estos personajes comparten con tantos otros de la literatura y el cine del siglo XX tiene en estas películas de Saura una precisa raíz de clase, explicativa de la violencia burguesa.
A través de los sueños / juegos que se suceden en La madriguera, Saura se sirve, en un grado mucho mayor que en las anteriores películas, de las diversas caras de lo onírico y su confusión con lo real, de la caricatura o de la actuación dentro de la actuación. Los mismos recursos también profusamente utilizados construirán las secuencias de El jardín de las delicias. Recuperando a José Luis López Vázquez como protagonista e insistiendo en el tema del individuo vacío o vaciado, El jardín de las delicias cuenta la historia de un gran empresario franquista, Antonio Cano, que ha sufrido un accidente de coche y ha perdido la memoria. Su familia utiliza todo tipo de recursos para que vuelva a recuperarla, sobre todo para que recuerde el número de cuenta del banco suizo donde ha depositado su fortuna y de la que no existe ningún otro registro. Antonio es ahora un hombre sin memoria, sobre estimulado por su familia que intenta devolverle los contenidos subjetivos que se le han escurrido con el golpe en el accidente (que hace eco aquí con el coche como símbolo de la producción y el consumo de masas de las dos películas anteriores), pero en él ya solo operan los mecanismos despersonalizados de su función de clase. Su temor a los rojos, el deseo de disparar a la paloma con la escopeta de caza o de tirar a su mujer de la barca en Aranjuez o su discurso como director del consejo de administración de la empresa son actos o gestos que se disparan como impulsados por un resorte que gobernara los movimientos de un autómata. Al final, en lugar de recuperar la memoria, contagia su amnesia a los demás miembros de la familia, convirtiéndolos en otros tantos zombis del capital.
Hay, no obstante, un hilo nuevo en El jardín de las delicias. Como dice el propio Saura (Brasó, 1974, 284), la mente de Antonio es un papel en blanco, pero es también una amalgama de recuerdos, imágenes y deseos, un desorden que el propio montaje simula. Algunos de estos recuerdos, como el de su apego afectivo a su tía, anuncian la existencia de una fuerza de liberación –una “lucha por ser lúcido, por comprender”, según el propio Saura (Brasó, 1974, 284)– que apenas había asomado en sus anteriores películas y que cobrará un mayor protagonismo en las siguientes.
En Ana y los lobos, esa fuerza liberadora la expresa la misma Ana, su juventud y su independencia. En La prima Angélica es el recuerdo, la necesidad de la memoria y la ingenuidad infantil. Ahora bien, la aparición de esta nueva energía en las dos penúltimas películas del cine crítico de Saura es muy ambigua. Siguen siendo fábulas del odio burgués, además en su versión más desatada. Recuperan y desarrollan la mortificación, el terror y la violencia del nacional-catolicismo que antes habían aparecido en contraposición con la nueva burguesía franquista ascendente y que ahora se presentan como dominantes y con una fuerte capacidad para reproducirse. Así, aunque en algún rincón se abra una rendija para la esperanza, aunque aparezcan personajes que son víctimas del odio, y anuncian algo nuevo, y no solo los portadores de rencor, como habíamos visto hasta ahora, el mundo que simbolizan estas películas sigue siendo terrible. Ana es rapada, violada y asesinada al final de la película. Ni Luis ni Angélica escapan de su soledad y su dolor.
Ana y los lobos cuenta la historia de una joven y moderna institutriz, Ana (Geraldine Chaplin) que acude a ocuparse de la educación de tres niñas que viven con sus padres, sus dos tíos y su abuela en un casona aislada en el campo. Los tres varones de la casa son tres obsesos que compiten por seducir y apropiarse de Ana. Aunque cada uno, según su obsesión, busca algo distinto de ella. Juan (José Vivó), el padre de las niñas, obsesionado con el sexo, busca mantener relaciones con Ana. José (José María Prada), fetichista de la parafernalia militar y del mando, quiere que Ana le vista de uniforme. Fernando (Fernándo Fernán Gómez), el místico, furtivamente ambiciona cortarle el cabello.
La dualidad entre lo retrógrado y lo moderno que veíamos en el personaje de Julián en Peppermint frappé y el intento de apropiarse, de controlar eso que en lo moderno atrae y asusta se distribuye en tres personajes con la madre como aglutinante. Lo interesante es que ahora lo moderno a conjurar / dominar ya no es el sector de la burguesía franquista tecnocrática que representa al capitalismo especulador o de la producción y el consumo masivos. Lo moderno es una juventud, una mujer joven, que desafía la autoridad, que se burla de ella, que no tiene miedo al sexo, ni a la historia, ni a las experiencias espirituales, que es curiosa, culta e independiente. ¿A quién representa esta Ana de origen burgués, su padre era militar, a la que temen las fuerzas reaccionarias como a una potencia castradora y disolvente? En términos históricos, el candidato más claro es el movimiento universitario que en los sesenta, sobre todo a partir de 1968 y 1969 se rebela contra el franquismo. La represión contra los estudiantes fue brutal. La muerte de Enrique Ruano el 20 de enero de 1969 mientras estaba detenido por agentes de la Brigada Político-Social, la policía política de Franco, y, según todo apunta, aunque nunca se llegó a elucidar, a sus manos, es la realidad concreta a la que remite el final salvaje de Ana y los lobos. Como en el caso de Ruano, los lobos no se contentan con la muerte física, necesitan la destrucción simbólica de Ana (Morán, 2014, cap. 18; Alcántara, 2019).
En La prima Angélica, Luis (José Luis López Vázquez) regresa a Segovia a depositar los huesos de su madre en el panteón familiar. El regreso pone en marcha la memoria y el deseo de recordar los años de la Guerra Civil que él pasó en la casa de su abuela. Los recuerdos, sin embargo, solo tienen de amable la evocación de su amistad o amor infantil hacia su prima Angélica (Lina Canalejas). El resto –el odio de la familia de su madre, en el bando franquista, a su padre republicano, las pesadillas de la monja mortificada, la obsesión del párroco con la sexualidad, los sermones terroríficos del cura en el colegio, las películas de miedo, la paliza que su tío le propina por querer escapar a Madrid con Angélica– parecería merecer más bien ser tragado por el olvido. No es esa, sin embargo, la actitud de Luis. El protagonista muestra como una necesidad y un gusto en recordar, incluso lo terrible. Quizás porque lo terrible está en la memoria demasiado apegado a lo hermoso. Quizás porque recordar lo terrible es la única manera de afrontar la pérdida sin miedo, el único modo de no reproducir el odio que ha sentido contra sí o contra los suyos. Se trata de no devolver el odio a quienes truncaron su destino imaginario de amor infantil, porque ese destino solo era una ilusión. El pasado es irreparable y la separación de Angélica es irrestañable. Incluso si ella es tan desgraciada como él, ya no hay reencuentro posible. Solo eran dos niños y ahora son dos desconocidos.
Saura muestra esa atracción / distanciamiento con el pasado haciendo que sea el Luis adulto el que aparezca en las escenas de recuerdo en lugar del Luis niño (recurso tomado de Bergman que Saura ya había utilizado en la escena del niño Antonio con su tía en El jardín de las delicias), que el padre de Angélica sea su marido y que la propia Angélica sea su hija del mismo nombre (María Clara Fernández de Loayza). A lo largo de la película, la hija de Angélica parece la promesa de algo diferente, como lo había sido su madre para Luis niño.
Toda memoria está escrita desde el presente y las razones para el recuerdo son motivos de hoy. Es la propia soledad del Luis adulto la que gobierna el hilo de los recuerdos. Cuando se hace verdaderamente consciente de ello, cuando entiende que el idilio de dos niños no puede ser recuperado por dos adultos que no se han visto desde entonces, decide abandonar esa regresión imposible. Y, aun así, sin ira y sin odio, arrancando un último momento de dulzura a la memoria, vuelve a montar en bicicleta con Angélica hija en la barra, quiere revivir durante un instante esa sensación de liberación y de amor, incluso si a ella se apega el dolor de la pérdida más amarga.
La última película de este ciclo de fábulas del odio burgués trata también sobre el recuerdo, pero el enfoque es totalmente distinto. Cría cuervos es el perfecto final de la investigación que había comenzado con La caza. La mirada interrogativa se gira ahora hacia la fuente del odio. ¿Qué es lo que produce y reproduce el odio de la burguesía franquista? La película nos desvela los recuerdos de infancia de Ana, una infancia triste en la que el miedo lo llenaba todo. El miedo que se respira en la casa de un oficial del ejército de Franco, probablemente falangista, voluntario en la Guerra Civil y en la División Azul, es el miedo a la muerte. El miedo a la muerte es un miedo simbólico, como ya lo vieran Epicuro y, sobre todo, Lucrecio, un miedo a la pérdida de sí imaginada, una pérdida de sí puesta en imágenes como astucia última para negar la muerte (1993, III, 870-893). El miedo a la muerte que la niña Ana (Ana Torrent) refleja como si fuera un mimo de mirada vacía va ligado a la pérdida de su madre, que muere tras una enfermedad terriblemente dolorosa. Que el miedo a la pérdida de sí es consecuencia de la pérdida de los otros es lo que expresa la canción de José Luis Perales cantada por Jeanette, “Porque te vas” que se hizo famosa gracias a la película 7Así es como aparece el título de la canción en los créditos finales, aunque para José Luis Perales el título es una pregunta: “¿Por qué te vas?”; lo que cambia el sentido de la canción. Si, en la película, la canción es una descripción y explicación del sentimiento de pérdida, en la versión de Perales es un hiperbólico ruego a la amada para que no se vaya, una declaración de amor desesperada. Cf. http://joseluisperales.net/portfolio_page/30-grandes-canciones-2001/ .
Pero, lo verdaderamente inquietante de Cría cuervos, y que el título recoge bien, es que el miedo a la pérdida de sí que la niña Ana refleja va unido a un odio violento, a un deseo de matar, a su padre, a sí misma, a su abuela, luego a su tía. En la niña, en efecto, no hay una conciencia expresa de estos sentimientos. Lo que refleja la película es que ella los recibe por imitación, que se reproducen en ella a través de los gestos y de la mera repetición y del juego. Sin embargo, la inocencia de Ana no es un impedimento para que reproduzca la conexión entre el miedo, el odio y la violencia que responde a una ideología determinada del sí mismo y de su pérdida, una ideología como la burguesa-capitalista o la patriarcal en las que la propia identidad individual depende de ocupar una posición de dominio sobre los otros. Esa ideología se esboza esquemáticamente en esta película a través del padre militar franquista y de la relación con la madre de Ana, pero no hace falta más, ha sido ampliamente mostrada en las siete cintas anteriores.
La última escena del filme concentra todo el sentido de la reproducción ideológica de la burguesía franquista. Ana vierte unos polvos de bicarbonato que cree veneno en la leche de su tía Paulina (Mónica Randall) y se preocupa de lavar el vaso una vez que ella se lo ha bebido. A la mañana siguiente, comienza el colegio, y Rosa (Florinda Chico), la asistenta y niñera, despierta a las niñas que remolonean porque no quieren que se acaben sus vacaciones. En esto entra la tía, sonriente y cariñosa, y Ana muestra una expresión de extrañeza que enseguida se borra para dejar paso a esa mirada concentrada e inexpresiva que la identifica a lo largo de toda la película. Al poco, las niñas están desayunando e Irene (Conchita Pérez), la hermana mayor, le cuenta a Ana una pesadilla en la que unos hombres que han “ido de caza” la secuestran y quieren matarla. Pero, mientras pronuncia las frases finales del relato de la pesadilla, la cámara se adelanta y, desde lo alto, nos muestra a las tres niñas de uniforme escolar con sus carteras iguales, saliendo de la casa y caminando en dirección a la escuela. La última frase es: “Y cuando me iban a matar, desperté” y comienza a sonar de nuevo el “Porque te vas”, la cámara sigue a las niñas, que se juntan en su camino con otras más, y van entrando en el colegio a cuyas puertas vigilan dos monjas. La cámara se congela y abstrae y las niñas pasan medio desenfocadas. La cámara entonces toma una vista aérea del colegio y se desplaza hasta enmarcar un barrio moderno y adinerado de Madrid.
A partir del momento en que Irene cuenta a Ana su pesadilla, ya no se trata de sus recuerdos. Vuelve el mismo “narrador objetivo” que ha rodado los testimonios de Ana adulta. De Ana pasamos a Irene, de esta a las tres hermanas uniformadas, luego a la afluencia de alumnas con uniforme y cartera, de ahí al colegio religioso y de este al barrio burgués. Los encuentros futuros de Ana le permitirán mantener una cierta lucidez respecto a su proceso de subjetivación / sujeción, tal como parece demostrar cuando aparece ya adulta y como quieren ver quienes como D’Lugo (1991, 137) u Oms (1981, 64) buscan un final esperanzador en la película. Pero, atendiendo al conjunto de cintas del cine crítico de Saura, de lo que se trata ahora es de la reproducción de una clase social históricamente determinada y lo que el filme traza en su escena final es el camino a través de una serie de aparatos ideológicos de Estado: la familia, el colegio, el barrio. La lucidez procede, por tanto, no de la esperanza en lo que el futuro pueda deparar a Ana, que solo es un personaje, sino de nuestro conocimiento –el del director-narrador y los espectadores del momento y actuales– de las bases materiales y sociales del odio burgués.
Conclusión. La crítica o el deseo de comprender
El cine crítico de Saura reúne, en definitiva, tres niveles de sentido que son también tres modalidades de la crítica hecha cine. El primero, como he dicho, es un nivel abstracto en el que la crítica consiste en hacer manifiesta, en exponer a la luz del día una violencia simulada u oculta. El segundo es un nivel general donde la crítica busca desmentir la versión oficial del franquismo, mostrar que la realidad no es como nos la cuentan los discursos validadores de las relaciones de dominación. El tercer nivel, al que he denominado “inquisitivo”, tiene que desenredarse con mayor detalle que los otros dos, pero hay que entenderlo como una consecuencia de los anteriores, de la insatisfacción con que nos dejan las modalidades de la crítica abstracta y general. A este nivel, la crítica se esfuerza por responder a las causas de la violencia. Intenta ir más allá de la denuncia de la crítica abstracta y del desmentido de la crítica general para comprender por qué se produce esa realidad que repudiamos. Con La caza, Saura se zambulle –él mismo lo cuenta– en un medio social que conoce (Brasó, 1974, 237). Eso le permite indagar en los comportamientos de una clase social que ocupa una posición de dominio en una sociedad y una época determinadas como es la del franquismo español. Hay, entonces, en su cine esa lucha por la lucidez, ese deseo de comprender (Ibid., 284) que se asoma en algunos de sus personajes, primero, de forma vaga, en Enrique de La caza, después, en términos muy ambiguos, en Antonio de El jardín de las delicias y, luego, de manera más decidida, en Ana de Ana y los lobos, en Luis de La prima Angélica y en Ana adulta y en la cámara objetiva de Cría cuervos. Pero, más allá, del recurso, logrado, de buscar que el espectador se identifique, a través de estos personajes y miradas, con la actividad inquisitiva de las películas, lo determinante, nos parece, es esa misma actividad, ese deseo de entender las causas de la violencia estatal que mueve los planos y las secuencias en el flujo fílmico de imágenes y sonidos. La lucidez reside ya en ese deseo, ya que, si busca las causas de la violencia de clase y patriarcal, es porque Saura ya ha entendido que esa violencia no es casual, sino que responde a la dinámica de reproducción de unos sistemas de dominación muy determinados de los que la violencia es inseparable. La tortura, la barbarie, la crueldad son una condición de la reproducción de las relaciones de dominación.
El cine crítico de Saura actualiza, para la última década del gobierno de Franco y en las circunstancias de censura y de recepción que impone la dictadura, lo que Bertolt Brecht denominó “la gran verdad de nuestro tiempo”, a saber, “que se tortura porque las relaciones de propiedad han de mantenerse intactas”. 8“La gran verdad de nuestro tiempo (con cuyo conocimiento no basta, pero sin cuyo conocimiento no puede encontrarse ninguna otra verdad de importancia) es que nuestro continente se sume en la barbarie porque la propiedad se vincula forzosamente a los medios de producción. ¿De qué sirve escribir algo valeroso de lo que se desprenda que el estado en el que nos sumimos es bárbaro (lo cual es cierto), si no está claro por qué hemos llegado a este estado? Hemos de decir que se tortura porque las relaciones de propiedad han de mantenerse intactas. Por supuesto, cuando decimos esto perdemos muchos amigos que están en contra de la tortura, porque creen que las relaciones de propiedad podrían mantenerse sin necesidad de la tortura (algo que no es cierto)”. (Brecht, 2002, 92-93).
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