En el último Festival de Cine Independiente de Bs. As . cerrando la presentación y previo a cada proyección reaparecía una leyenda que reafirmaba con petulancia cierto espíritu de ghetto de nuestra cinefilia. Ella decía: “si no es para vos, no es para vos”. En dicho festival se presentó Five , el homenaje del director iraní Abbas Kiarostami a Yasujiro Ozu, el célebre creador de Cuento de Tokio y El fin de la primavera , entre otros. En aquella oportunidad, recuerdo, a medida que transcurría la película el auditorio se iba despoblando. Creo saber qué ocurrió. Buena parte del mundillo cinéfilo se encontró perdido al no reconocer la alusión más o menos cifrada identificable sólo por unos pocos. Kiarostami, como casi siempre, nos sorprendió. Antes que conformarse con la cita de alguna escena famosa del maestro, ejerció la piedad filial como se debe y rinde un homenaje único en el que muestra no sólo el reconocimiento de un don, sino más bien, la reapropiación de un legado. Dicho lo cual, digamos que Five no es para unos pocos, los macanudos que entendemos de cine, sino, como las grandes obras, para todos.
Como Ozu, Kiarostami ha cultivado la demora por años. Se tomó su tiempo en El sabor de la cereza siguiendo a aquel hombre que buscaba, incansable, alguien que tire un puñado de tierra sobre su tumba. No hizo otra cosa con el hijo insoportable de Ten, y con el luminoso farsante de Primer plano , su mejor filme. Con todos se ha detenido a esperar que nos revelen sus sentimientos, nos muestren sus decisiones y a veces nos las oculten o las dejan en suspenso, como ocurría en el recordado final de Detrás de los olivos en el que quedábamos expectantes tratando de saber si ese nene atrevido y entrañable ganaba con su inocencia y tenacidad la recompensa que merece todo enamorado consecuente.
En Five continuará cultivando la demora, sólo que en este caso lo llevará al límite, ya que se trata de un filme en el que, a diferencia de los anteriores en los que vigilaba el peregrinaje de Ulises de sus personajes, aquí, consciente de que el camino es interior, se sienta cual Buda a sentir el mundo y a dejar que nosotros lo sintamos con él. Frente a una playa se vale solamente de cinco planos en su mayoría fijos (solo en uno hay mínimos movimientos) y extrema esa reducción de la retórica expresiva de Ozu, esa simpleza oriental que llevó a definirlo como el más japonés de los directores japoneses.
Además del punto de vista fijo y frontal característico de su estética y de esa calma excesiva en los movimientos, la poética de Ozu se caracterizó por “interrumpir” la narración con geométricos “planos vacíos”, los cuales podían mostrar desde un jarrón o un árbol, hasta el paso de un ferrocarril o un rincón vacío del hogar. Al respecto, digamos que en Oriente –y más que nada para la filosofía budista, pero no sólo para ella– el vacío, así como el silencio o la inmovilidad, son pura positividad. En ese vacío donde el occidental, desde Tales a Sartre, ve la angustiosa nada y tiembla como loco, el oriental –pensemos en un budista o un taoista– presiente el acceso a la plenitud, al nirvana o a la oquedad llena del Tao. Kiarostami en las playas de Five explorará esta poética del vacío de Ozu haciendo foco en aquello que los occidentales percibimos como simple intervalo, tan solo como un modo de puntuación cinematográfica; eso que no es ni una coda que cierra un sentido, ni tampoco un símbolo, como son los “tiempos muertos” embalsamados en los planos de Tsai Ming Liang o Apichatpong Weerasethakul.
Antes de que aparezca imagen alguna, y con el negro de la pantalla hendido tan solo por los títulos, escuchamos el rugir de las olas. En un plano cerrado aparece un pequeño tronco en la orilla. El mar primero lo roza. Luego lo arrastra. El tronco parece resistirse como si pataleara tratando de quedarse en tierra. Las olas insisten. Vuelven a llevarlo y en su ir y venir lo quiebran. Se desprende entonces un pequeño vástago. La escena se llena de tensión. El tronco, ahora partido en dos, permanece unos largos segundos en el plano. Mientras vemos al fragmento grande perderse fuera del cuadro, el pequeño es devuelto a la orilla y queda en un ángulo inferior de la pantalla –como en una pintura zen–, dejando el resto sólo cubierto por el agua amenazante. Reaparece el náufrago. El pequeño permanece a un costado, expectante, y luego de asistir a la infructuosa lucha por la supervivencia, queda en soledad, como un elemento perdido en una pintura de Tàpies. El rugido de las olas se acalla. Escuchamos una breve y melancólica melodía y la imagen se pierde en un fundido en negro.
Vuelven a rugir las olas. Ahora la cámara mira frente al mar. Más precisamente, a un paseo marítimo. Al trote, de paseo y hasta corriendo, conversando o en silencio, la gente va y viene. Un grupo de amigos se saludan y se quedan charlando. Se recortan en un ángulo inferior –también como en una pintura zen–, dejan que percibamos el vacío que los rodea. No escuchamos lo que dicen. Poco importa. Tan solo sentimos nuevamente las olas y luego de que el grupo se despida y se disgregue escuchamos una melodía. La imagen se funde en un blanco profundo.
Como en un cuadro de Rothko, pero con el efecto de horizontalidad de Ozu, esto es, con la imagen bien apaisada, vemos recortarse la tierra del mar y éste en el horizonte lo vemos separarse de un cielo blanco. Estamos más lejos que en las otras tomas y vemos algunos montículos, ¿piedras?, ¿vestigios de algún castillo de arena? Algo comienza a moverse. De a poco se recortan los perfiles de algunos cachorros amuchados. Algunos, como amodorrados, caminan unos pasos y vuelven a echarse. Los que quedaron solos los siguen y ahora están todos juntos en un ángulo inferior de la pantalla, también como si fuera una figura zen. Una luz comienza a teñir lentamente el cuadro y se difuminan los límites que separan la orilla del mar y a éste del cielo. Los cachorros ahora son tres pinceladas de Miró, tan solo tres puntos suspensivos en un cuadro.
Hemos recorrido los tres primeros planos. En el siguiente vemos caminar primero un pato, luego vemos otro, y otro, y así en fila india pasan de izquierda a derecha. De pronto algunos se detienen y empiezan a marchar en sentido contrario. Todos los demás los siguen en masa. Fin del cuarto plano.
En el último, y quizá el mejor, asistiremos a una noche de tormenta frente al mar. Veremos el momento en que la luna se cubra de nubes, sentimos –y no vemos, es la noche profunda y sólo tenemos la luz de la luna ahora cubierta por la tormenta– la inquietud de los animales frente a la furia de la naturaleza. Tras escuchar los vaticinios de un gallo regresaremos al día.
Kiarostami en Five acota los efímeros ambientes de contemplación del director japonés a tan solo un escenario, una playa. Ahí, imprimiendo la sensación de exterioridad de la cámara característica de Ozu, se sienta con su lente a contemplar la manifestación vital de la naturaleza. Como un haiku, Five eterniza el instante y le da una densidad espiritual. Se detiene en un momento, en una escena frente al mar –un fragmento de cielo reflejado en el agua, un frágil tronco asolado por el mar–, y transforma la instantánea en una epifanía. Y de ese modo casi sin darnos cuenta experimentamos como nunca antes ese principio de indistinción entre el yo y la naturaleza tan propio de la cultura oriental, esa unión consustancial con el mundo.
Sassi, H. (2007). Five , laFuga, 5. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/five/124