Georges fue el primer hombre que reconoció en las imágenes en movimiento un medio tan adecuado para lo sobrenatural como para el submundo: un instrumento para develar lo natural mediante reflejos y también un portal a un mundo extraño bajo la superficie de nuestra visión natural, un submundo que hace erupción en “nuestro” mundo gracias a las máquinas que vuelven visible lo que no podemos percibir naturalmente. Lo llamado sobrenatural, como lo sabe cualquier mago, es inherentemente tangible al ojo desnudo: reconocerlo como natural requiere apenas un cambio de mentalidad, un acto de prestidigitación; pero, en cambio, el submundo tuvo que ser inventado, es decir, su existencia real tuvo que atravesar la invención para que empezáramos a ser conscientes de él y quedáramos sujetos a su consumación.
Al comprender todo esto, Georges heredó el destino para el que había nacido incluso antes de su nacimiento físico. Cuando encontró su medio –el único medio capaz de convocar a los nonatos, de exteriorizar la imaginación en movimiento–, en ese preciso instante su vida completa se le apareció por delante: se transformó en el artista que siempre había sido, el primero en la historia moderna en convertir un “medio” en un “arte”. Sus demonios fueron atraídos desde abajo y atrapados en un campo suprasensible: todas las criaturas monstruosas que su pensamiento mecánico había librado antes de nacer fueron desatadas nuevamente mediante la terrible máquina de las imágenes en movimiento, y la batalla esperada por largo tiempo pudo por fin comenzar.
Sabiendo que las zonas negras de la pantalla encendida eran las más encantadas, Georges creó muchas de sus fotoapariciones fantasmales en blanco –hasta el punto de sobreexponer la imagen y borronear sus formas espectrales sacudiendo la cámara–, creando una demonología de contrapeso: un ejército de sobreimpresiones encima de las sombras. Los demonios vestidos de negro que él diseñaba eran fácilmente vencidos en su fototeatro: usualmente reventaban en una borla brillante de humo blanco.
El héroe de estos dramas fílmicos solía ser él mismo en fotografía, vestido con el smoking del showman, cubierto del negro suficiente para que su fotoforma se moviera mágicamente por los planos titilantes de cualquier composición, luciendo, como si fuera algo normal, sus atuendos más reconocibles en la cabeza, al modo del casco del héroe. Y además, en el papel de hombre viejo que había creado para su héroe, iba a veces disfrazado con una barba, y casi siempre, bajo esa forma de anciano, se disfrazaba de loco, de bufón o al menos de alguien completamente aprisionado por los atuendos demoniacos en el espectáculo de la locura, como si Georges estuviera exhibiendo demonios o azuzando al Demonio con su yo anciano (sirviéndose de alguna maquinación tomada, quizás, del Fausto de Goethe, con sus finales humanamente felices). Por cierto, Georges tomó prestados los artificios del diálogo entre el hombre occidental y los demonios en una lucha de fuego contra fuego –fuego blanco contra fuego negro–.
Pero como ninguna monstruosidad le pareció a Georges que habitara las zonas de la forma gráfica –los matices de la línea que hacían que la imagen fuera reconocible–, su guerra se expandió naturalmente contra todos los seres y objetos fotografiados, y la única seguridad de su yo héroe era su capacidad de transformar una cosa en otra, sobre todo en una masa de blanco. La única arma heroica era, entonces, la varita mágica, y el último recurso de Georges para ayudar a su yo heroico, cuando el terreno se volvía muy escabroso, era su capacidad de transformar en un solo instante la estructura completa del campo de batalla. Fue esta necesidad la que lo llevó a hacer el primer ensamble en la historia de las imágenes en movimiento: la unión de dos piezas de celuloide con secuencias de fotos fijas.
Sin embargo, en plena carrera de Georges como cineasta, la naturaleza misma de la guerra comenzó a cambiar. Si cada boceto compuesto con una forma reconocible era un refugio para los demonios, las fotos fijas de objetos se convirtieron en la fortaleza del enemigo. Toda cosa inmóvil se encontraba, a fin de cuentas, en deterioro. Y si la cubrían líneas y sombras (envolventes fuerzas oscuras), era rápidamente poseída por un encantamiento: incluso la imagen del Sol, principal fuente de luz, solo requería las líneas de una “cara” para enemistarse con todo lo que estuviera hecho de un blanco más puro. La Luna, casi sinónimo de pantalla de cine, obsesionó a Georges particularmente, porque su representación exigía una “cara”, y eso lo sumió en una suspicacia cósmica dirigida a todas las luces del cielo: ¿acaso las estrellas no eran simples destellos que dejaban adivinar vagamente las formas de enormes criaturas negras, como supieron los primeros observadores del cielo? Y, dado que para Georges todo objeto fotografiado era una fortaleza demoniaca, se vio impulsado, como cineasta, a mantenerlo todo lo más animado posible (como un hombre que rellena casas viejas con tanta vida como puede para repeler a los fantasmas) para captar, por cierto, todas las formas de la gente en continuo movimiento, en oposición a la quietud de su entorno. Para mantenerlas “de su lado”, por así decirlo. Estaba decidido a darles a todos los objetos inanimados una “cara”, como señales de advertencia de lo que escondían, y a animar esas caras. Como los griegos antes que él, estaba llamado a llenar los espacios entre las estrellas con tanto blanco como fuera posible.
El sombreado renacentista, dando la ilusión de profundidad, también proporcionaba abrigo a sus enemigos, pues Georges estaba obsesionado con atacar todos los artificios pictóricos de occidente, incluyendo la perspectiva renacentista. Empezó, por lo tanto, a concebir los planos de sus películas como una serie de superficies móviles con un mínimo punto de fuga y una relación máxima con la pantalla en la que serían proyectadas. Esta medida desesperada, a contrapelo del desarrollo visual de Occidente, le brindó a Georges un nuevo campo de batalla (como no se había visto desde que la estética de Florencia triunfó sobre la de Siena). La naturaleza de la batalla se volvió anamórfica (antes que mítica): lo móvil contra lo inamovible, lo rápido contra lo muerto. Tal como sabía que la Luna debía tener una cara (que es más terrible imaginar en “lo oscuro de la luna” que nítidamente grabada en blanco), sabía también que todo lo blanco debía tener las líneas negras de una forma (no necesariamente sombras espaciales, que él más bien minimizaba con la luz frontal). Y de este modo creó a sus demonios, disfrazándolos al modo de dobles agentes, espías que trabajaban de su lado para evidenciar la derrota de toda esta monstruosidad. Georges acabó por interpretar él mismo el papel del Diablo una y otra vez, y sus brujas acabaron por ejecutar la venganza que él mismo deseaba. Con magistral complejidad, Georges pasó a desempeñar la guerra con espías y contraespías con una visión triunfante. Sus películas se volvieron anagramas de desconcertante duplicidad mientras se atribuía a sí mismo y su héroe mago –o bruja, o demonio, o incluso Diablo– más y más poderes de transformación.
Sin embargo, Georges no pudo conseguir honestamente que ningún aspecto de su ser desmembrado se identificara con un objeto inanimado ni con la profundidad del espacio. Los escenarios eran siempre abandonados a los demonios y el único control que mantuvo sobre ellos era la señal de advertencia de su rostro –así pues, la visibilidad– y los signos de “cambios de escena”. Inevitablemente, entonces, Georges se enfrentó al desastre cósmico, contra su derrota incitada por el material mismo y el espacio de su residencia. ¡Demonstrata!
En la época de la vida en que un hombre comienza a sentir que envejece, Georges se habría rendido si no fuera por la emergencia de una nueva imagen en sus sueños: la imagen de un héroe, el único que podría traspasar los velos de la materialidad y atravesar todo relleno cosmológico. Para Georges fue el último truco heroico en la bolsa del mago: la Máquina. ¡Sí! El héroe-máquina (otra vez el viejo Golem, también la joven Venus tal vez, que ya le había dado antes un impulso en la batalla), la Máquina fotografiada, la Máquina tal como es representada a través de la maquinaria –algo así como un salón de espejos que reflejan otros espejos ad infinitum para confundir los sentidos materiales y horadar un agujero en el espacio entero del universo–.
¿No era, acaso, el asistente o ayudante perfecto del mago? ¿No era la contradicción absoluta para conjurar la demonología (en cuanto la Máquina era material y sin embargo podía animarse más allá de toda capacidad humana)? ¿Había algún límite para el espacio que una máquina podía atravesar? Su amo mismo estaba por completo al interior de esa armadura. ¿No era una cosa hecha de varias partes inanimadas puestas juntas, que cobraba vida cuando a estas partes se las dejaba interactuar perfectamente, creando la unidad milagrosa de un ser en movimiento? ¡Sí, la Máquina era, para Georges, una creadora de parentescos, un hermano no consanguíneo (y, por tanto, humanamente invulnerable)! Y era mujer, por cierto, porque así fuera automóvil, barco, aeroplano o incluso cohete, siempre una ley no escrita hizo que Georges la llamara, amorosamente, “ella”: ¡sí, ella –o cualquier máquina– era el triunfo de todas sus fantasías y sus inventos reales, la más salvaje Galatea de todos los tiempos! Déjenla desgarrarse a través del tiempo, si eso es posible, y de todo el espacio negro, y sacudirse las sombras en cada giro del engranaje, en cada rotación de la rueda, en cada vaivén de la motivación del mago, mientras destroza a su paso al elenco de la película tan rápido como los fotogramas pueden tocar el movimiento que describe sobre la pantalla.
La Máquina de sus sueños se volvió la estrella de sus dramas, desafiando a todos los fantoches, derribándolos cuando se interponían, derribando también muros, casas, bloques de material, clavándose en el ojo de la Luna y hasta abriéndose paso entre las estrellas agolpadas, al mismo tiempo que protege al mago (y a sus amigos) cargándolo con tanta ternura como a un niño en una cuna, como a un niño en el útero, como a un hombre en la tumba.
Y sí, finalmente, por desgracia, la Máquina también defraudó a Georges. Había en todos sus movimientos una figura reconocible que, como tal, caía en todas las trampas de la iluminación, como cayó una vez un tren en la boca del Sol, condenados los que iban dentro a la misma lucha que acontece siempre en todo decorado inmóvil. Como objeto reconocible, la Máquina nunca pudo ser más que un tema, y así las piezas filmadas de Georges siguieron girando en su danza chamanística, lanzando destellos negros y blancos contra la pantalla impenetrable.
Georges, hacia el final, probó desesperadamente el color, tiñendo el celuloide, consiguiendo imágenes de objetos (frecuentemente de la Máquina) con tonos pigmentados que podían hacerlos vibrar hacia otra dimensión del pensamiento, colores esparcidos sobre las figuras en el blanco y negro de cada uno de los fotogramas para burlar la trampa de luz/oscuridad que está en origen de la fotografía. Pero solo logró hacerse a un lado en una hermosa esquina (el color es una cualidad de la luz, o sea, una cualificación, una disminución semejante a la sombra).
La batalla había acabado –sin que hubiera habido realmente una pelea– y Georges se quedó con sus rollos de mapas proyectables de una campaña apenas imaginada, un registro de magia simpática que había defraudado la tensión interior del inventor, que no había logrado alterar para él lo que ya había sido alterado. Había dirigido e interpretado varios papeles, y fue usado (como todos los artistas antes que él) por fuerzas que estaban más allá de su imaginada “segunda venida”, de su regreso, de su comprensión.
Brakhage, S. (2019). George Méliès, laFuga, 22. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/george-melies/945