“Se especula que, desde los inicios del cine hasta la llegada del sonido, entre el 75% y el 90% de las películas están perdidas o incompletas. Si el inicio del cine es de ausencias, entonces su historia está montada sobre un andamiaje enclenque y, por eso, en rectificación constante”.
Tiziana Panizza
La historia del cine ha sido reconstruida en base a retazos; fragmentos de película, recortes de revistas y periódicos, afiches, cartas, contratos, y otros elementos que constituyen, en palabras de Mónica Ríos (2016), un “archivo espectral”. Es esa dimensión espectral y frágil del archivo a la que también hace referencia la documentalista Tiziana Panizza en su prólogo a las memorias de Alice Guy (Guy, 2021), recientemente traducidas al español y publicadas en Chile. Tomo esta cita de Panizza como punto de partida de este texto, a modo de interpelación para la rectificación constante de esa historia.
Si consideramos que a principios del siglo XX había más mujeres involucradas en todas las áreas de la producción cinematográfica que en cualquier otro momento desde entonces (Guy, 2021; Hennefeld, 2018), esto supone que el proceso de institucionalización de lo que hoy se conoce como cine clásico (Russo, 2008) significó a su vez limitar progresivamente la participación de las mujeres en los diversos roles que desempeñaron en las primeras décadas del cine.
Las mujeres creadoras forman parte, entonces, de “lo que queda fuera, marginado o reprimido, en el relato totalizador del cine clásico” (Hansen, 1999, p. 248). En ese contexto, revisar la historia del cine desde una perspectiva feminista abre un campo de estudio que permite “explorar los márgenes operativos de las mujeres dentro de los contextos socioculturales y las fuerzas ideológicas que contribuyen a constituir el cine como una industria cultural y un sistema de representación patriarcal” (Maule, 2010, p. 49).
Este artículo tiene como propósito la revisión crítica de las maneras en que ha sido abordada por la historiografía la participación de las mujeres en las primeras décadas del cine, tanto a nivel internacional como latinoamericano. Para ello, pondré en tensión los relatos disponibles en torno a la obra de las tres directoras de cine silente 1Uso cine silente y cine mudo de manera indistinta, para referirme a aquellas películas en las que no se había incorporado todavía la tecnología de sonorización óptica chilenas conocidas hasta la fecha: Gabriela Bussenius Vega, Rosario Rodríguez de la Serna y Alicia Armstrong Larraín.
Aunque no se conservaron copias de las películas que realizaron, su existencia demuestra que las mujeres participaron activamente de esa generación de “muchachos ilusos” (Vega, 1979) que incursionaron intuitivamente en la tecnología fílmica cuando ésta todavía era experimental, desafiando las convenciones sociales de la época.
Mi abordaje se inscribe, entonces, en una genealogía de investigaciones que, incorporando una perspectiva feminista transnacional, buscan descentrar los discursos tradicionales en torno a las primeras prácticas cinematográficas, que tienen como punto de referencia contextual y conceptual las experiencias norteamericana y europea. Asumo, por lo tanto, un punto de vista situado sobre las condiciones de producción y circulación del cine silente en Latinoamérica, y particularmente en Chile, que explore las posiciones de las mujeres dentro de contextos cinematográficos específicos, atravesados a su vez por dinámicas geopolíticas, socioeconómicas y culturales más amplias.
A partir de una problematización del canon historiográfico del cine chileno establecido en los textos fundacionales del campo, que omite o minimiza el aporte de las realizadoras en las primeras décadas de la cinematografía nacional, indago en las posibilidades de hacer historiografía feminista del cine desde nuestro territorio. Espero contribuir así al debate en torno a la participación de las mujeres en el cine, de modo que pueda motivar nuevas investigaciones que tracen continuidades y discontinuidades con los periodos posteriores.
Alcances y límites de la historiografía feminista del cine
Si la historiografía es una forma de luchar contra el olvido, la historiografía feminista es un esfuerzo por llenar los vacíos y rectificar los errores que por motivos de sexo y género quedan inscritos en la historia oficial. Respecto a aquello, Hennefeld (2018) señala que la impronta de los estudios de cine feministas es justamente evitar los peligros de la amnesia histórica. En el campo del arte, es posible trazar esta inquietud hasta la publicación del artículo ¿Por qué no han existido grandes mujeres artistas? (Nochlin, 1971), “que supone el punto de partida para que historiadoras, críticas y artistas empiecen a escarbar en los clamorosos vacíos de los libros de arte publicados hasta entonces” (Martínez Tejedor, 2008, p. 318).
¿Cuál es, por lo tanto, el objeto de la historia feminista del cine? La reescritura continua del pasado, a través de una mirada sensible a las diferencias y desigualdades de género, desde la perspectiva de las mujeres (Hennefeld, 2018). De esta manera, los procesos de reescritura están orientados al rescate de historias y al reconocimiento del trabajo de mujeres que han participado del surgimiento y consolidación de las industrias cinematográficas, pero que fueron excluidas de los relatos canónicos de la historia del cine, pasando así al olvido.
En ese sentido, más allá de complementar el archivo, la historiografía feminista busca develar las relaciones de poder y los marcos ideológicos que subyacen a las fuentes analizadas (Hennefeld, 2018), problematizando las condiciones en las cuales esa información fue producida. La revisión histórica tiene entonces un potencial constructor de conocimiento, trascendiendo su dimensión recuperativa.
Cabe aclarar, sin embargo, que hablar de historiografía feminista no implica adoptar una única teoría feminista, ni denota un afán por escribir una “historia del cine feminista”, con lo que estaría contribuyendo a encapsular las producciones de las mujeres dentro del ámbito exclusivo de “lo femenino”. Es por ello que incorporo esta perspectiva intentando evitar tanto una crítica sin matices de una historia del cine que es predominantemente masculina, como una apología absoluta de las mujeres artistas solo por razón de su sexo, lo que, a mi juicio, corre el riesgo de contribuir a la fetichización de ciertas figuras.
La incorporación de una perspectiva feminista ha permitido identificar problemáticas “que no estaban en el horizonte de los relatos tradicionales de este campo de estudios” (Kriger, 2014, p. 144). Hasta la década de los noventa, el interés de las académicas feministas por el cine temprano se desplegaba en dos ámbitos: el estudio de las pioneras del cine, y una nueva teorización de la subjetividad femenina en el contexto de modos de producción fílmica y prácticas de recepción pre-clásicos (Maule, 2010).
La revisión de lo pre-clásico en relación a lo clásico cobra relevancia en tanto el proceso de institucionalización del cine en sus formas clásicas de producción y narrativas es paralelo a la invisibilización de las mujeres de la historia del cine (Guy, 2021). Como señala Maule (2010), las relecturas feministas de la participación de las mujeres en el periodo silente han descubierto subjetividades femeninas más fluidas y activas que las asociadas al cine clásico.
Por otro lado, la autora destaca el cuestionamiento a metodologías y categorías analíticas tradicionalmente aplicados para relevar la participación de las mujeres en las primeras industrias cinematográficas, como la figura de la pionera o el concepto de autoría femenina, que están siendo actualmente desafiadas y resignificadas desde los feminismos (Maule, 2010).
Al rescate de las pioneras del cine
Si revisamos la literatura académica en torno a la historia del cine, se hace evidente que, a nivel internacional, existe una recurrencia del concepto “pionero” asociado a los precursores de la cinematografía. Esta palabra es usada para referirse a las personas que realizaron los primeros descubrimientos o los primeros trabajos en una actividad determinada, pero entraña también un marcado sesgo de género.
Así como ocurre con la historia del arte (Schor, 2007), el canon de la historia del cine se articula en torno a una genealogía masculina, en una sucesión de “pioneros” que cumplen la función de “padres” de la disciplina. Los mismos nombres suelen repetirse de texto en texto, dando cuenta de un proceso de legitimación académica, social y simbólica, que los inscribe indiscutiblemente en la historia de su campo: los hermanos Lumière, Thomas A. Edison, Georges Méliès, Léon Gaumont, D.W. Griffith, Sergei Eisenstein, Charles Chaplin, entre otros (Cortés, 2021).
De acuerdo a esta narrativa, la participación de las mujeres en los albores de la cinematografía estaría reducida a su trabajo frente a cámara, como actrices que destacan por su belleza, a menudo explotadas sexualmente en pantalla, y excluidas, por lo tanto, de la realización de películas, salvo contadas excepciones (Ballesteros García, 2015; González, 2018). Sin embargo, en las últimas décadas, este canon se encuentra en pleno proceso de reescritura, principalmente a partir del rescate de la vida y obra de mujeres realizadoras que, aun siendo contemporáneas a los pioneros ya mencionados, fueron borradas del ecosistema cultural descrito en los textos clásicos sobre la disciplina.
Posiblemente el caso que más ha revolucionado la historia del cine ha sido el redescubrimiento de Alice Guy, quien trabajó para León Gaumont, primero como secretaria y luego como jefa de producción, dirigiendo casi todas las películas realizadas por la compañía hasta 1905 (Cortés, 2021; Guy, 2021). Además de haber forjado una prolífica carrera como cineasta, con obras creadas entre 1896 y 1920, en años recientes se ha construido un relato que sitúa a Guy, y no a Georges Méliès, como la primera persona en hacer cine narrativo, ya que su obra El hada de los repollos (La fée aux choux), Alice Guy, 1896, antecede en un par de semanas la primera película de ficción de Méliès. A pesar de ser aún materia de debate académico, este descubrimiento goza de plena legitimidad en los circuitos feministas, a la vez que reposiciona a Alice Guy ya no sólo como la primera mujer directora de cine de ficción, sino como la primera persona en el mundo que se dedicó a hacer cine de manera profesional (Martínez Tejedor, 2008; Ballesteros García, 2015).
En ese sentido, los trabajos en torno a Alice Guy son ejemplos de investigación sensible frente a las problemáticas de género, en los que subyace una voluntad de reivindicar a una cineasta marginada de la historia del cine (Guy, 2021). Y es ejemplar a la vez que excepcional, en tanto han incentivado la formación de un vasto corpus de literatura disponible sobre ella, en un contexto en el que la bibliografía sobre las mujeres en el cine es aún escasa (González, 2018). Si tenemos cada vez más conocimientos respecto a la participación de las mujeres en los inicios de la cinematografía lo debemos a los trabajos seminales de académicas feministas como Giuliana Bruno, Miriam Hansen, Diane Negra, Lauren Rabinovitz, Patricia Torres San Martín, entre otras. Con sus investigaciones, “una densa capa de la amnesia cultural que rodea el trabajo de estas profesionales, ante y tras de la cámara, queda por fin descubierto (al menos en parte)” (Ballesteros García, 2015, p. 82).
Por eso también cobran fundamental relevancia iniciativas como el proyecto Women Film Pioneers, coordinado por Jane Gaines y Monica Dall’Asta al alero de la Universidad de Columbia, cuya plataforma web contiene datos biográficos y la filmografía de las principales referentes mundiales del cine silente: Alice Guy, Lois Weber, Elvira Notari, Germaine Dulac, entre otras (Cortés, 2021; Martínez Tejedor, 2008). Entre las directoras latinoamericanas mencionadas, se encuentran las chilenas Bussenius, Rodríguez y Armstrong, cuyas fichas fueron elaboradas a partir del trabajo de Eliana Jara (1995).
A propósito de esta labor de rescate, Lauren Rabinovitz invita a tomar resguardo contra las limitaciones de centrarse únicamente en la dimensión del género, obviando las variables sociales, económicas y geopolíticas que intervienen en el desarrollo del cine silente (Maule, 2010). En el caso chileno, las primeras décadas del siglo XX corresponden al periodo en el que el cine se configura como un dispositivo que contribuye a construir una identidad nacional, asociada a un discurso cosmopolita y un ideal de modernización, donde los sujetos subalternos como los sectores populares y las mujeres son generalmente excluidos, aunque no están del todo ausentes (Villarroel, 2013; Ríos, 2016; González, 2018).
A pesar de su invisibilización, el cine en nuestro país contó en sus inicios con la participación de directoras, las ya mencionadas Gabriela Bussenius Vega, Rosario Rodríguez de la Serna (bajo el seudónimo Alop Irgen) y Alicia Armstrong Larraín (también Alicia Armstrong de Vicuña), de quienes, aunque se conocen sus nombres, no se conservan copias de sus películas. Es más, se estima que más del noventa por ciento del cine silente realizado en el continente se encuentra perdido, escenario frente al cual Cuarterolo (2013) recomienda recurrir a fuentes primarias extra-fílmicas, que pueden ayudar a llenar los vacíos que deja la ausencia del celuloide.
Los primeros esfuerzos por construir una memoria fílmica nacional corresponden a los trabajos de Alberto Santana (1957), Mario Godoy (1966) y Carlos Ossa Coo (1971), que, aunque de tono más bien anecdótico, son considerados un punto de partida para los posteriores esfuerzos de sistematización de Alicia Vega (1979), Eliana Jara (1995), Jacqueline Mouesca y Carlos Orellana (2010), entre otros. Estos autores y autoras cimentaron el camino para la institucionalización de los estudios de cine como campo de conocimiento en el país, y en ese sentido configuraron un canon historiográfico del cine chileno, marcado por la reiteración de un delimitado listado de pioneros, entre los que destacan Salvador Giambastiani, Pedro Sienna, Jorge Délano, Alberto Santana, entre otros. La única mujer cuyo trabajo recibe una breve mención y cierto grado de reconocimiento es Gabriela Bussenius, aunque siempre al alero de su marido, Giambastiani, a quien en cambio se reconoce por mérito propio su inscripción “en la historia de nuestro cine por su carácter de cinematografista fundacional” (Mouesca y Orellana, 2010, p. 24).
Es justamente a partir de estas fuentes primarias y secundarias que podemos reconstruir sus historias, contrastando lo que se escribió sobre ellas en su época, con las formas en que posteriormente fueron incluidas (y excluidas) del relato hegemónico de la historia del cine chileno. ¿Cuáles son los discursos que han circulado en torno a estas directoras? ¿Por qué son escasamente mencionadas en los libros y omitidas de las salas de clases? Y, fundamentalmente, ¿cómo podemos contribuir a revertir esta situación?
Las primeras directoras en la historia del cine en Chile
Entre 1917 y 1929, se estrenaron en Chile cuatro películas dirigidas por mujeres: La agonía de Arauco (o El olvido de los muertos), Gabriela Bussenius, 1917; Malditas sean las mujeres, Rosario Rodríguez de la Serna, 1925; El lecho nupcial, Alicia Armstrong, 1926; y La envenenadora, Rosario Rodríguez de la Serna, 1929. La trascendencia de estas creaciones radica en que, después de ellas, “no existe ningún largometraje de ficción estrenado por una mujer hasta 1990” (González, 2018, p. 66). 2En referencia a Amelia Lopes O’Neill, dirigida por Valeria Sarmiento
La primera de estas realizadoras es probablemente también la más investigada hasta ahora. A pesar del éxito de La agonía de Arauco entre el público y la prensa de la época, Gabriela Bussenius ha pasado a la historia del cine nacional “cuestionada en su autoría, extinta su obra y recordada sólo cómo acápite de Salvador Giambastiani” (González, 2018, p. 203). En su Historia del cine chileno, Ossa Coo (1971) señala que:
Se ha dicho que la chilena Gabriela Bussenius ‘fue la primera directora con faldas en el mundo’. Tal vez pueda ser cierto, pero no tiene ninguna importancia, pues su filme La agonía de Arauco no sólo estaba destinada a quedar fuera de la historia del más meticuloso erudito del cine, sino que se trataba de una obrita de aficionada que no sobrepasaba esa aleve circunstancia (p. 16-17).
En contraste, la prensa de la época refleja la positiva recepción de la obra y del trabajo de su directora. Al día siguiente de su estreno en el Teatro Alhambra de Valparaíso, El Diario Ilustrado reseña así el evento: “Ha sido un franco triunfo para la cinematografía nacional, para la casa editora Chile Film y especialmente para la autor del argumento, señorita Gabriela Bussenius (Gaby)”. 3Transcripción de nota de prensa publicada en archive.org Incluso meses después, la revista Cine Gaceta de Valparaíso publica una nota que describe la película como una “verdadera obra cinematográfica que puede ser colocada sin desmedro al lado de muchas cintas europeas producidas por casas veteranas del film” (Gandúlez, 1917, p. 3).
Al revisar las fuentes disponibles, resuena en mí la inquietud manifestada por Mónica Ríos (2016): “¿Qué sucedió entre 1917 y 1971 que provocó un vuelco tan marcado entre los halagos de los contemporáneos a Bussenius y la alevosía con que los historiadores del cine escriben sobre esta película y su directora?” (p. 47). Similar es la ponderación historiográfica de Rosario Rodríguez y Alicia Armstrong, marcada por el desprecio o la omisión, pero, a diferencia de La agonía de Arauco, sus obras suscitaron opiniones dispares en la prensa de la época.
En 1925, Malditas sean las mujeres fue elogiada en El Mercurio tras su estreno simultáneo en los teatros Septiembre, Brasil, Esmeralda y O’Higgins: “Merece un aplauso incondicional por su magnífico esfuerzo, esfuerzo que ayer se ha visto coronado por un triunfo que dejará grata memoria en el público santiaguino”. En Las Últimas Noticias, en cambio, Naird (1926) escribe a propósito de la misma: “Películas nacionales hay que han agradado al público, y esto nos hace esperar que las futuras sean mejores”, mientras que Nabuco Donoso (1926) la asigna al grupo de las “Reprobadas (fracaso o algo parecido…)”.
La promoción en prensa de El lecho nupcial, por su parte, estuvo marcada por un tono alentador y expectante, que destacaba a un elenco y equipo de filmación pertenecientes a la alta sociedad de la época. En El Mercurio se escribió que “la señora Alicia Armstrong de Vicuña, de gran temperamento artístico por atavismo, se coloca con esta primera producción a la cabeza de todos los directores latinos sudamericanos”. No obstante, el estreno de la película dio paso a decepcionados comentarios: “El esfuerzo es noble y merece todos los estímulos. Los resultados, tratándose de una primera obra tentativa son, hasta cierto punto, halagadores”. 4Cita extraída de archivo de prensa no identificado en fotograma de documental Alicia Armstrong Larraín, Paula Armstrong, 2022
Pero, sin lugar a dudas, su crítico más vehemente fue Gustavo Bussenius, hermano de Gabriela y destacado camarógrafo, que en El Mercurio se refirió a El lecho nupcial en los siguientes términos:
La película, por su concepción misma, por sus intérpretes, por su visible falta de experiencia en la dirección, nunca habría sido excelente; pero, presentada a través de esa fotografía ridícula, inservible, fuera de toda ponderación, la cinta resulta un adefesio que no vale la pena analizar (1926).
A propósito de esta intervención, en su documental Alicia Armstrong Larraín, Paula Armstrong (2022) se pregunta:
¿Realmente habrá sido un capricho de una mujer acaudalada que quiso jugar a hacer cine con sus amigas y falló en el intento? ¿O habrá sido que el hecho de mostrar que una mujer perdiera su virginidad antes de casarse, mostrando una libertad que en esa época no existía e intentando reafirmar la independencia de género, hirió la susceptibilidad de los hombres de los años veinte? ¿Eso es lo que le habrá dolido al señor Bussenius y a los hombres poderosos de la época? 5Citas extraídas del documental Alicia Armstrong Larraín
Cuarenta y cinco años después, empleando un tono similar al de Gustavo Bussenius, Ossa Coo (1971) llama “esperpentos” a Malditas sean las mujeres y La envenenadora, las dos películas de Rosario Rodríguez. A juicio del autor, “ambos hechos cinematográficos no son más que anécdota pura y sería majadero insistir en ellos, ya que no tiene otra representación más que haber sido impresionados sobre celuloide, cumpliendo de esa manera con una trivial ley mecánica” (p. 30). De Alicia Armstrong, por su parte, Ossa Coo no hace mención alguna.
Resulta interesante considerar que el tono de estas críticas es particularmente lapidario en el caso de las fuentes citadas, a diferencia de las referencias realizadas por autoras como Alicia Vega (1979) y Eliana Jara (1995), que explícitamente se distancian de posturas enjuiciadoras sobre las obras y sus autores, a pesar de que en sus escritos aparece Gabriela Bussenius como la única mujer digna de mención en este periodo. “¿Será que las duras críticas de los hombres lograron apagar sus voces?”, se pregunta Paula Armstrong (2022), “pareciera que con el tiempo, en vez de recalcar los nombres de las directoras, se fueron olvidando”. 6Citas extraídas del documental Alicia Armstrong Larraín
Ríos (2016) y González (2018) barajan posibles razones de la marginación de estas realizadoras de la historia del cine chileno, entre ellas, la falta de conservación de los primeros filmes nacionales, su condición de mujeres en una época en la que estas carecían de derechos, y producto de la propia práctica historiográfica. Al respecto, Mónica Ríos señala:
“Yo creo que hay dos tipos de olvido. Uno es la desaparición de su película. (…) De la película de Gabriela no se ha encontrado casi nada. Hay algunas fotos, y hay indicios de que el guión existe en alguna parte. Pero hay una serie de pérdidas materiales de ‘La agonía de Arauco’, que forman parte de este olvido mayor. (…) Luego está el olvido discursivo, donde los críticos, los historiadores, le han quitado relevancia a su película” (Molina, 2017, p. 6).
Ante este escenario, un análisis minucioso del archivo disponible devela las limitaciones ideológicas de las maneras en las que la historia ha sido construida, ciega frente a los sesgos de género que distorsionan lo que conocemos respecto al cine silente en nuestro país. En palabras de Mónica Ríos (2016), “los olvidos de la historia se instalan como versiones a medias que circulan con rapidez, reproduciéndose de boca en boca, de libro en libro, hasta convertirse en conocimiento” (p. 1).
Para superar esas limitaciones, los esfuerzos de visibilización propuestos por los estudios historiográficos feministas han demostrado ser no solamente pertinentes, sino además necesarios. Al respecto, concuerdo con Panizza en la importancia de ir más allá de inscribir los nombres de estas directoras en una línea de tiempo y hacer circular sus fotografías, siendo este sólo el punto de partida. La investigación en torno a estas directoras se hace más relevante en tanto abre nuevos caminos de exploración, rehuyendo la tentación de pensar su legado cultural usando categorías que han demostrado ser inadecuadas. En ese sentido, escribe Panizza, “la tarea es incorporarlas a su tiempo, pero también preguntarse cómo nos interpelan hoy” (Guy, 2021, p. 19).
Tendiendo puentes entre pasado y presente, o cómo reescribir la historia
Para Hennefeld (2018), la historiografía feminista del cine se enfrenta a una dualidad: por un lado, tiene el ímpetu y la impronta de la relevancia social, de marcar su propia actualidad, mientras por otro, insiste en reclamar su lugar dentro de la historia oficial.
Los recientes trabajos de Ríos (2016; 2019; 2020) y González (2018) nos invitan a pensar a Gabriela Bussenius, Rosario Rodríguez y Alicia Armstrong como mujeres que subvirtieron las normas y cuestionaron el orden social existente, escribiendo y dirigiendo sus películas; en el caso de las dos últimas, a través de sus propias casas productoras: Rosario Films Corporation y Alistrong Films Co. Por lo tanto, destacar su participación en el desarrollo de una cinematografía nacional no es sobrevalorar a estas directoras, sino reconocer su capacidad de agencia y determinación, en un contexto en el que “las mujeres no podían administrar sus asuntos económicos” y “sus firmas no tenían validez legal” (Ríos, 2020, p. 119).
El descubrimiento de nuevos antecedentes también ha permitido rectificar errores y desmitificar creencias en las que se han basado los discursos historiográficos respecto a estas directoras. Un certificado de nacimiento bastó para que Mónica Ríos (2019) echara por tierra los cuestionamientos a la autoría de La agonía de Arauco (Mouesca y Orellana, 2010), escrita por una Gabriela Bussenius nacida en 1887 y, por lo tanto, de treinta años y no diecisiete, al momento de estrenar su película.
Para Mónica Ríos (2016), la importancia de La agonía de Arauco radica en que fue el primer largometraje creado con el objetivo de sentar las bases de una industria para el cine de ficción nacional. Pero lejos del ideario nacionalista plasmado en el cine chileno de la época (Villarroel, 2013) y de la fórmula “amor+paisajes” descrita por Iturriaga (2006), la autora releva el argumento de la película como “un archivo alternativo de las historias de los desposeídos” (Ríos, 2020, p. 124), al tener como protagonistas a dos sujetos subalternos que entablan un vínculo de solidaridad: una mujer y un niño mapuche.
Por su parte, Cristina González (2018) establece un diálogo imaginado entre las películas La agonía de Arauco (1917) y Mala Junta (2016), de Claudia Huaiquimilla. Para esta autora, el punto de encuentro radica en su tema común, la ocupación de la Araucanía y el despojo a las comunidades mapuche, constante en los cien años de olvido e invisibilización que separa a ambas cintas.
El análisis de estas investigadoras se sustenta en el vívido relato del film que proporciona Mario Godoy (1965):
El espectador vio, hondamente conmovido cómo se alejaba del que fuera su hogar un indígena amargamente resignado. En ese momento la escena es reemplazada por el clásico letrero, que ayudaba a ser comprensible al cine mudo, con las palabras de su conciencia, que llama a rebelarse: “Oye, tú. ¿Dónde vas? Primero quema la ruca. No les dejes nada a los ‘huincas’…” Vuelve, y sólo se aleja cuando la ruca está en llamas (p. 69-70).
¿Cuántas posibilidades abre el mirar con otros ojos el material ya disponible? ¿Qué pasaría si la misma investigación va guiándonos hacia nuevos caminos, al descubrimiento de materiales que se creían perdidos?
Una parte del cine silente fue custodiado por la Universidad de Chile, institución que con los años fue botando cintas a la basura o las vendió a fábricas de peinetas y botones (Armstrong, 2022; Vega, 1979). La inflamabilidad del celuloide también atenta contra su conservación, y se especula que, de haber sobrevivido a la quema de películas en dictadura, estas podrían haber sucumbido al incendio de Chile Films en 1990. Desestimando esas alternativas, la investigación de Mónica Ríos (2020) sugiere una intencionalidad de esa pérdida, relacionada a la construcción de un discurso hegemónico en torno al cine chileno en la historia institucionalizada, que requiere de una cadena de silenciamientos. Reforzando esta hipótesis, nos encontramos con la reciente liberación de archivos de La agonía de Arauco que no solo eran inéditos, sino que se suponía que no existían, tales como imágenes promocionales, el guion de la película, e incluso un fragmento de ésta. Estos materiales pertenecen al Fondo Gabriela Bussenius de la Cineteca de la Universidad de Chile, que en dictadura fueron salvaguardados por Alicia Vega, restituidos a la Cineteca en 2016 y mantenidos en secreto hasta ahora.
En coherencia con su invaluable labor de rescate y salvaguardia de archivos, ya en 1979 Alicia Vega señalaba la importancia del trabajo de conservación de los filmes nacionales. Aunque Vega plantea esta inquietud enmarcada en un interés por “apreciarlas desde el punto de vista del lenguaje cinematográfico” (p. 22), lo cierto es que el acceso a nuevos antecedentes, provengan de textos fílmicos o extra-fílmicos, tiene el poder de desestabilizar lo que hasta ahora conocemos sobre la historia del cine. Y, lo más importante, permite que el patrimonio fílmico sea accesible a un público amplio, aportando en nuestro territorio, por ejemplo, a nuevas investigaciones sobre cine chileno y a iniciativas de educación artística, como el Programa Escuela al Cine de la Cineteca Nacional a través de su red de cineclubes escolares, que este año trabajó en torno al documental Alicia Armstrong Larraín.
Finalizo este artículo replicando las palabras con las que Paula Armstrong (2022) cierra su documental: “Nosotras siempre hemos sido parte del patrimonio, solo que nos han ido borrando. Hasta que decidimos no permitir que borren nuestras huellas nunca más”. Así como la revisión del relato historiográfico hegemónico del cine silente en Chile puede abrir nuevas miradas sobre la participación de las mujeres en el cine latinoamericano, es de esperar que esta inquietud resuene en otros/as investigadores/as y se extienda a otros períodos posteriores o colindantes: ¿De qué manera esta invisibilización de las mujeres influyó en el desarrollo del cine chileno en las décadas siguientes? ¿Qué conocemos (y desconocemos aún) sobre las mujeres que participaron del cine en Chile y otros países de Latinoamérica entre las décadas de 1920 y 1950? Más allá de las periodizaciones, lo que la literatura revisada pone en evidencia es la necesidad de abrir el debate de manera transversal y hacerse cargo de estas ausencias.
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