Imaginarios del cine del chileno y latinoamericano

Por María Yaksic,

Autor: Mónica Villarroel Año: 2019 País: Chile Editorial: LOM

 
 

Cuando se funda la Cineteca Nacional hace una década el débil panorama de las instituciones culturales locales se vio, de cierto modo, sacudido. Hasta ese momento no existía un espacio abocado al resguardo cinematográfico que funcionase también como un punto de exhibición permanente en que convivieran películas restauradas o remasterizadas, películas de culto, con estrenos provenientes del circuito internacional y nacional independiente. En ese entonces los circuitos de exhibición funcionaban por carriles aledaños. A contrapelo de ese escenario, de allí en adelante se expande considerablemente el número de nuevas salas, festivales, cineclubes, que agilizan un promisorio guion cultural de extensión nacional (con la Red de salas de cine, la red de cineclubes) donde se acercan cada vez más investigación y circulación, aminorando los abismos entre herencias y tradiciones cinematográficas.

En medio de estas transformaciones pienso que deberíamos leer el sexto volumen de la colección Cineteca Nacional/LOM ediciones bajo el título Imaginarios del cine chileno y latinoamericano. Desde 2013, esta colección realiza un corte sincrónico en las diversas aproximaciones al cine que poseen numerosos especialistas de la región. De allí que la diversidad de puntos de vista, debates teóricos, corpus de trabajo y espacios históricos sea su sello, así como también la manera de enfrentar tal diversidad, que Mónica Villarroel coordina en este caso. La transformación del cinematógrafo en cine funciona como un punto de partida en este volumen, según Villarroel, para tomar los imaginarios sociales posibles que se despliegan en el cine sin pretensión conclusiva. La transversalidad del concepto de imaginario cruza las cuatro secciones de este libro y adquiere particular espesor en el dossier final sobre cine silente, donde la pregunta por la técnica resuena en la producción de lenguajes y narrativas que vienen a disputar los sentidos “reales” del lenguaje fílmico.

La primera sección, “Tránsitos latinoamericanos”, recoge tres trabajos que recomponen itinerarios transnacionales de producción y recepción. El primer ensayo de Ángel Miquel, “Cine Mexicano en Santiago de Chile, 1936-1937”, aborda dos años cruciales en la recepción chilena del cine mexicano, como un momento de masificación y popularización de una industria en ciernes, a diferencia de otras ciudades del Cono Sur. Entre 1936 y 1937 se estrenan en Buenos Aires 14 películas mexicanas, en Montevideo 9 y en Santiago 40.  Esta notoria diferencia se explica por rol que juega la distribuidora cinematográfica chilena, liderada por Ángel Ibarra y Elías Selman. Allá en el Rancho Grande (1936) funciona como una película bisagra: fue la primera en tener un reestreno en Chile, y una amplia recepción de la crítica y el público. De allí en adelante, el ingreso del cine mexicano de esas fechas cobra el significado de una madurez en la recepción de una industria nacional particular.

El recorrido inverso, lo analiza Carolina Amaral en su artículo “Pueblos hermanos”. Situada varias décadas después, esta investigación aborda la recepción del cine chileno en el México en el contexto de la Unidad Popular, particularmente su función en un proceso de limpieza de imagen desplegado por el Estado mexicano, vía su industria cultural, tras la matanza de Tlatelolco en 1968. Los cruces entre cine y política no se abordan desde la pregunta por lo político sino desde las intrincadas relaciones entre producción cultural, instituciones y esferas de poder. Amaral atiende a la atención que el Centro de Estudios de Producción de Cortometraje (CPC) tuvo en Chile a fines de los sesenta para acercar la imagen de Luis Echeverría con Salvador Allende mediante el financiamiento de películas incluso algunas realizadas a pedidas de la subsecretaria de la presidencia. Las películas de Carlos Ortiz Ojeda se inscriben en ese marco. “Contra la razón y por la fuerza” (1974), película tan importante para la denuncia internacional de la dictadura chilena, es parte de ese programa fílmico. Los usos del archivo Allende en ese contexto, los silencios sobre Tlatelolco, da cuenta de los reveses de la violencia política cuando se decide que sea procesada vía la industria cultural, utilizando al cine productor de imaginarios instrumentales que se sostienen en la “veracidad” de un archivo documental.  

Una tercera hebra de tránsitos aparece con la actriz argentina Libertad Lamarque (1908-2000) quien consolida su carrera transnacional cuando ingresa al cine mexicano con su llegada a México en 1946. Lamarque se convierte en una de las figuras más rentables de la industria: más de 40 películas realizadas —el doble que en Argentina— crecimiento que no habría sido posible si la industria del cine mexicano no fuese en esas fechas uno de los enclaves más importantes del star-system regional. Lamarque es un ejemplo de las prodigiosas articulaciones entre prácticas comerciales y textuales, de trayectorias que transforman los imaginarios nacionales o bien universalizan rasgos y disposiciones estéticas locales en máquinas de deseos globales.

La segunda sección, “Recepción crítica e industria. Alcances del campo”, se focaliza en recepciones y problemáticas del cine latinoamericano contemporáneo. Comienza con un artículo de Ana Laura Lusnich, “Texto-crítica-audiencia…”, que retoma el antiguo debate sobre la opacidad y los lenguajes cinematográficos para pensar el cine de la dictadura argentina. Si bien para la estética, la opacidad del lenguaje en contextos de represión política ha sido una clave interpretativa, el artículo apunta a pensar la formación de un público específico a propósito de películas producidas en la última década de la dictadura (Alejandro Doria, Fernando Ayala, Adolfo Arisrarain, etc.), centrándose en El agujero en la pared de David J. Kohn. Para la autora, buena del publico de esta y otras películas expuso una favorable recepción que transitó de texto-critica-audiencia. A pesar del hermetismo de este cine, la recepción da cuenta de un particular retorno al cine de autor en estas fechas, uno que logra tensionar esferas de poder y mediaciones del campo, antes, durante y después del estreno comercial.

Con un objeto diferente, pero en sintonía con la discusión en torno a la estética de la opacidad, Roberto Reveco, en “De la hermenéutica a la erótica”, recorre el discurso teórico sobre las imágenes aparecido en Chile a fines de los años cincuenta, en tanto parte de una tendencia más global de aproximación teórica al cine desde la hermenéutica.  Tomando como punto de partida las dos vías rancierianas para entender la imagen —(a) artefacto cifrado, codificado; b) objeto sensible y a significante— Reveco aborda dos de las principales llegadas interpretativas: la interpretación libre y el saber experto (p.69). De ese modo, a propósito de la célebre tira cómica sobre Antonioni, que Ecran publica en el 67, instala una reflexión sobre el hermetismo posible de un lenguaje que se aleja de la autocomplacencia. Atiende a la importancia de los espacios formativos para la recepción del cine, pero también advierte cómo rol de la crítica y la teoría pueden funcionar como un direccionador de interpretaciones, incluso como direccionadores de sentido ante los significantes abiertos. Es decir, una tendencia que en tanto guía crítica que corre el riesgo de ser más reaccionaria que revolucionaria, como diría Susan Sontag.

En una similar el artículo siguiente de Jorge Sala, “Un caso de censura…” aborda un estudio de caso: el debate desatado por el estreno de la película Kindergarten (1989) de Jorge Polanco. Las repercusiones que tuvo en el espacio público da cuenta del clima cultural de los primeros años de la posdictadura argentina. Para los poderes de facto y particularmente la iglesia, esta película constituía una amenaza. Kindergarten fue la última película censurada en democracia y refleja la función en crisis del Ente de Calificación cinematográfica cuyo propósito era salvaguardar la moral de los argentinos.

Directamente en torno a la industria esta sección cierra con dos artículos que abordan el circuito reciente de festivales en Chile y el cine chileno en Festivales.  El primero, de Sebastián González (“Festivales de cine en Chile…”) aborda la explosiva ampliación de este circuito en los últimos años, crucial para la exhibición del cine nacional. Además, ofrece una primera categorización del campo dirigidas a identificar lógicas de distribución de películas a nivel nacional. González clasifica los festivales en “competitivos”, “no competitivos”, “muestras” y “bienales” que, a su vez, a groso modo, se organizan en instancias de negocios y festivales de audiencia. Sin embargo, le parece difícil hablar de un circuito propiamente: su heterogeneidad no garantiza la exhibición de todo lo estrenado ni una presencia regular de los estrenos chilenos en estos —algunas películas se siguen estrenando internacionalmente sin pasar por los festivales locales—. En una línea más específica, María Paz Peirano, analiza en el artículo siguiente (“Festivales de cine en Chile y la expansión de un campo cultural cinematográfico”) las instancias formativas para audiencias y artistas que se desarrollan al alero de los festivales nacionales. El foco educativo del campo cultural que presenta es diverso: son los labs, masterclasses y los talleres abiertos instancias que se han ampliado en el último tiempo. Arroja cifras interesantes: en 2018 se desarrollaron 92 festivales, 44 de estos tienen una trayectoria de más de 5 años, 30 de estos fueron creados al alero de la Ley de Cine. De 2014 a la fecha se han creado 36 nuevos festivales. A su vez 59 de estos son especializados (Fidocs, Femcine, Cine de mujeres, etc.) o dirigidos a un público particular (Fescies, Festival Ojo de Pescado). Todos se concentran principalmente en la región Metropolitana o la región de Valparaíso. La investigación sobre los festivales desde esta perspectiva permite, según la autora, profundizar un plano que se escapa a las estadísticas: cómo se forman los realizadores y las audiencias, y cómo se genera y transforma la cultura cinematográfica local.

La tercera sección, “Discursos y representaciones identitarias” aborda casos en que el cine ha producido imaginarios o bien a funcionado como un espacio de disputa entre los sentidos circundantes de una época. El primer artículo, “Naturaleza y espacio urbano en la obra de Carlos Hugo Christensen”, de Cecilia Gil indaga en cómo la obra del cineasta argentino incide en el discurso y la representación territorial de Brasil a mediados de siglo. Particularmente, la playa en tanto imaginario visual identitario de la elite es abordada por Christensen y puesta en tensión con la naturalización cine y turismo. Para Gil estas películas son otro tipo de antecedente —muy diferente de las corrientes de Cinema Novo y el Cine Marginal— de una estética cinematográfica de Brasil que se desarrollará en los años ochenta y noventa. En otra verada, pero también pensando en las tensiones fílmicas de los discursos hegemónicos, Paola Margulis en “Documental y desencanto” aborda el tratamiento fílmico en dos documentales de los primeros noventa (De l’Argentine, de Werner Schroeter y Panteón militar, de Wolfgang Landgraeber)  en torno al desencanto social que se da luego de la promulgación de las leyes de prescripción de causas militares (Leyes de Punto Final, 1986; Obediencia Debida, 1987) en el marco de la transición democrática en Argentina. Para la autora, el desencanto opera en estos dos films como categorías éticas y económicas: la transición aumenta las desigualdades. El recurso de la contrastación por medio un montaje alternativo —entre el lujo de unos y la precariedad de otros— constituye un recurso transversal. El anclaje en las diferencias económicas muestra un punto de vista particular de las problemáticas irresueltas por la dictadura y la transición.

El viaje y la frontera como tópico es abordado en el artículo de Paz Escobar, “Historia, geografías imaginarias y procesos identitarios”. Con la premisa “la construcción de territorios y espacios regionales es siempre un proceso inacabado porque el cuestionamiento y la sustitución de unas representaciones por otras es parte del movimiento constante de la historia” (p. 132) toma un corpus de películas estrenadas entre 1986 y 2002 cuyo escenario es la Patagonia. Desde La película del rey a Historias mínimas de Carlos Sorín, pasando por Guerreros y cautivos, El viento se llevó lo que, entre otras, analiza lenguajes y procesos de producción de imaginarios en donde la Patagonia negocia las grandes contradicciones estético políticas del periodo. Particularmente, se juega la idea de que la Patagonia “se configura, entonces, como un territorio cotidiano —aunque periférico— en donde la resistencia a la globalización neoliberal es asumida de manera individual e inconsciente, desarticulando el imaginario de lo desértico, y proporcionando el de un territorio incontaminado de conflictividad social explícita” (p.137).

En otra clave Cristian Ahumada ofrece una lectura de las operaciones cinematográficas de Silvio Caiozzi y Gonzalo Justiniano en el marco de la dictadura chilena. Reconoce el contrate de espacios (“realidades diegéticas”), lo rural y lo urbano, para pensar desde allí un “estética del contraste” transversal en ambos directores en Julio comienza en Julio, Historia de un roble solo, Hijos de la guerra fría y Sussi. Su hipótesis es que ambos directores afrontan la situación política del Chile mediante una estética de la fractura. Desde allí analiza los recursos y las diputas de una sociedad en transformación y donde esta filmografía proyecta una crisis social a partir de imágenes de la proyección neoliberal que comienzan a tomar tribuna desde los años ochenta.

Por su parte, Álvaro García, aborda la disputa de imaginarios sociales a partir de tres documentales sobre el movimiento estudiantil chileno: La primavera de Chile, Ya no basta con marchar y Si escuchas atentamente. Sin perder de vista que el movimiento estudiantil es uno de los movimientos más contundentes de rearticulación de las claves políticas del país, García analiza las diferencias, similitudes y clichés que aparecen este corpus desde la intersección entre representaciones identitarias de estudiantes, el mismo movimiento y el rol del Estado.

En la cuarta sección, “Géneros y otros formatos”, aparecen exportaciones tipo entre disciplinas, géneros y materialidades cinematográficas. El primer trabajo, “El policial semidocumental en Argentina…”, de Pablo Lanza, toma el caso de la trilogía de Don Napy para comprender la aclimatación asincrónica o extemporánea del policial semidocumental en el cine argentino, donde aparecen las nuevas coordenadas del género y su función durante los años del peronismo. La originalidad de estas piezas fílmicas radica en que, en oposición a la vertiente estadunidense, la relación con los noticiarios, radios y medios gráficos otorga un especial giro a la etiqueta documental, como fuente de no ficción, incluso como sinónimo de realismo. En otro radio de registros audiovisuales, Carolina Soria, investiga la emblemática serie 23 pares de Albertina Carri (2012) sobre la historia de 23 casos reales de restitución de identidad (genética, sexual, genérica y política) en Argentina. Esta serie en medio del boom de la ficción televisiva entre 2009 y 2015, que anuda formato en boga (narrativa seriada) con la poética filmíca de Carri, fue trasmitida primero por Canal 9 y luego por Canal INCAA TV. Para la autora, en esta serie existe un giro o acomodo de formato en tus grandes temas habituales: la ideantidad en el marco de la dictadura militar, ciencia y política, los desaparecidos como tópico. La adaptación al formato televisivo de su cine habría traído la elección de una estructura narrativa clásica (a diferencia de su obra anterior) y la incorporación de elementos de verosimilitud más tradicionales que le entregan una clave más realista, incluso ficcional a su cine en este formato.  En tercer lugar, Alejandra Rodríguez, aborda los cruces entre cine, literatura y pintura en “Prestamos y tensiones…”. Preguntándose por la construcción audiovisual del pasado, Rodríguez interroga el lugar de ciertas pinturas en la tradición visual de argentina a partir de La revolución es un sueño eterno y Guerreros y cautivas. Cine e historia, o bien, historia e imágenes presentan una lectura sobre la representación en estos soportes en razón su función y reproducción. Para la autora la mediación de las imágenes pictóricas en la adaptación de la literatura al cine vine a cumplir ese vacío de traspaso cuando el pasado representado no provee de sus propios registros audiovisuales. Cierra esta sección Cecilia Elizado con su artículo donde analiza la trasposición que presentan dos piezas cinematográficas cuya locación principal es el Colegio Nacional de Buenos Aires, que a su vez son adaptaciones cinematográficas de textos literarios. Juvenilia (1943) de Augusto César Vatteone es una adaptación de las memorias de Miguel de Cané, y La mirada invisible de Diego Lerman, una adaptación de la novela Ciencias Morales, de Martin Kohan. Tras preguntarse qué hay antes de la imagen, la autora recorre un encadenamiento de trasposiciones entre la experiencia de la obra literaria y de la obra literaria a la cinematográfica y, a su vez, cómo en cada una de esas fases aparecen operaciones particulares para abordar (y transmitir) “lo no dicho” o lo que “no se puede nombrar”.

El dossier final “Mosaico silente” recopila textos en torno a un objeto cinematográfico periférico. No solo la obsolescencia del cine silente le otorga ese carácter, sino también la presencia de corpus cinematográfico construidos con piezas que muchas veces no tuvieron un propósito inicial de ser obras e ingresar a circuitos de exhibición, pero cuyo valor contemporáneo estriba en la potencia de su desplazamiento. Comienza con un artículo fascinante de Andrea Cuarterolo sobre el cine quirúrgico en Argentina a principios del siglo XX. El más antiguo de este corpus es el corto Operaciones del doctor posadas (9min, b/n) registro de dos cirugías del Doctor Alejandro Posadas realizadas en 1899 —una hernia inguinal y un quiste hidatídico de pulmón— por el reconocido camarógrafo Eugenio Py, de la primera productora y distribuidora cinematográfica del país, Casa Lepage. De allí en más las piezas fílmicas de este tipo se fueron incrementando y circularon en paralelo a las exhibidas en Francia, realizadas por el famoso cirujano Eugène-Luis Doyen en la primera década del siglo XX. En principio orientado a un público especializado y con fines educativos, se integra rápidamente al catálogo de actualidades bodas, funerales, actos cívicos, y comienzan a ser ofrecidas con fines comerciales. Si bien no se conoce la recepción, fue un “género” que provocó una confluencia entre el punto de vista científico y el voyerístico. Tales procedimientos médicos vistos entre actos de ciencia y magia cobran poco a poco un carácter espectacular donde destacan los films Hospital Vicente López y Planes (circa 1929, 6 min, b/n) y Instituto Modelo de Clínica Médica, cuyo propósito educativo comienza a desfigurarse y a irrumpir protagonistas en vez de pacientes, estilos actorales de divas del cine silente europeo, junto con una presunta fascinación por las enfermedades (la histeria, la locura) más que por su tratamiento médico. El cine médico se vuelve un entretenimiento popular, “productos híbridos” ubicados entre el espectáculo y la ciencia.

El segundo artículo, “Los chicos solo quieren divertirse”, de Georgina Torello, explora en otra vertiente piezas fílmicas que no fueron producidas inicialmente como piezas de entretenimiento. En Uruguay entre los años 20 y 30, debido a la masificación de las cámaras, se incrementa la producción de películas caseras, amateur, que registran la vida cotidiana bajo el género del álbum familiar. A partir de tres películas, la autora analiza los rasgos codificados de este cine familiar, que simultáneamente dan paso al registro e irrupción de la exuberancia masculina. El interés inicial en este cine surge de la iniciativa surge de un equipo de la Universidad Católica de Uruguay, quienes entre 1988 y 1994, seleccionaron de un conjunto de numerosas cintas anónimas de la época, una serie 18 capítulos de cine casero que volvió a los hogares vía la televisión. En ese contexto aparecen tres films que funcionan como líneas de fuga del álbum familiar, tomando espacios comunes de la vida uruguaya de la época muestran la diversión como tópico, y como actuación productora y reproductora del imaginario nacional en cuanto a las costumbres y el ocio. Cine amateur que exhibe las lindes entre una cotidianeidad otra y su catártica puesta en escena.

El tercer artículo es parte de una extensa investigación sobre cine silente chileno. Las cuatro autorías (Ximena Vergara, Antonia Krebs, Marcelo Morales y Mónica Villarroel) se ocupan de caracterizar un mapa general de la filmografía silente de no ficción producida en Chile entre 1897 e inicios de los años treinta.  El catastro es amplio y se dividen en dos tendencias: el cine de atracciones y el cine de actualidades. En un primer período (1897-1910) el propósito transversal es “representar o crear una imagen entorno a la modernidad deseada, imitativa del mundo europeo y luego norteamericano” (236) cuyo núcleo difusión y distribución fueron las dos empresas más importantes de la época: La compañía cinematográfica del pacífico y la Compañía Cinematográfica Italo-chilena. Entre 1911 y 1920 el foco está puesto en las actualidades, actividades de caballería, cintas vinculadas a la aviación, y otras curiosidades que fueron exhibidas en cines de Valparaíso, como los funerales Luis Acevedo Acevedo, quien muere en un accidente aéreo. Entre 1921 e inicios de 1930 se amplía en registro de actualidades hacia otros temas: naturaleza de Chile, agricultura, propaganda nacional. Es la irrupción del cine sonoro lo que genera una ruptura en dichas tendencias que se sostienen con mayor o menor productividad en los años anteriores estudiados. Con todo, es el espectro que logra captar este corpus catastrado, el valor de un archivo patrimonial de cine silente nacional que exhibe las primeras rutas de la filmografía nacional.

Cierra esta sección, un artículo sobre el chileno Alberto Santana, figura clave en el cine silente peruano. Santana realiza entre 1929 y 1933 cinco largometrajes silentes que fusionan el folletín, el drama bélico y el registro noticioso. Destaca Yo perdí mi corazón en Lima (1933), film que cierra el periodo del cine silente de ficción en Perú, y precisamente toma la estructura del drama bélico para encauzar las preocupaciones locales en torno al conflicto fronterizo entre Perú y Colombia, haciendo que una pequeña guerra adquiera el carácter de una Gran Guerra, como las cintas que circulaban en esa época tras la segunda Guerra Mundial. En su tratamiento destaca el borramiento de las diferencias sociales (costeños y serrano, jóvenes burgueses limeños y migrantes de los Andes) una vez circula el llamado a las armas bajo el discurso patriótico. Pero el foco curiosamente no está puesto en la virilidad masculina del soldado sino en los espacios aledaños, domésticos, en los jardines e iglesias y su cotidianeidad que ocurre en paralelo a la guerra, donde la femineidad eterna y sufriente aparece en rol protagónico. Su trabajo se convierte en una bisagra, digna de revisarse, pero todavía prematura para consolidar una industria del cine en Perú.

El sexto volumen de esta colección vuelve a interrogar cómo la técnica redunda irremediablemente en la producción de lenguajes y narrativas que vienen a disputar los sentidos “reales” mediante leguaje fílmico. Los imaginarios sociales producidos y disputados por el cine aparecen aquí con aproximaciones versátiles sobre corpus y temáticas que rehúyen a la cerrazón disciplinar para abrir puntos de fuga sobre el lugar del cine en la circulación de imaginarios del pasado y el presente.

 

 

 

 

 

 
Como citar:
(2020). Imaginarios del cine del chileno y latinoamericano, laFuga, 23. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/imaginarios-del-cine-del-chileno-y-latinoamericano/972