Primer movimiento: travelling
Al concepto de la Berlinale como festival se debería uno poder acercar a través de un larguísimo y complejo travelling cinematográfico. Habría que acercarse, insisto, mediante un plano reflexivo, algo desenfocado a veces si se quiere, que finalice a las puertas brillantes del Palacio del Oso Dorado. Allí donde las estrellas rubísimas, las Hannas, Cates, Reneés de cada año saludan con gracia felina a su entregado público. Un travelling que nos muestre todas las bolas doradas, los numerosos centros comerciales de alrededor del Berlinale Palast, rodeando la alfombra roja como grandes bombones cubiertos de pan de oro; las caras de narices enrojecidas de un público devotísimo de varios países, capaz de esperar varias horas de pie soportando temperaturas gélidas, pendientes tan sólo, en medio de tantos adornos, de la entrada a la gran sala de ceremonias. Que sea un travelling que termine en apoteosis cinematográfica, con varios autores semidesconocidos en Europa pero ya famosos en sus países de origen indicando a los ansiosos enjambres de periodistas cómo escribir su nombre para dejar el lugar montados en sus coches negros (quizá ya sin volver nunca).
Que explote, como ya he dicho, en ese lugar, colofón cinemático a todas las expectativas del cine “alternativo” de hoy en día. Pero que obviamente antes pase deprisa deprisa por Alexanderplatz, Kreuzberg y Potsdammer Platz; que retrate en un suspiro los pedazos del Muro que, junto a su correspondiente postal, se venden a módico precio a los turistas japoneses; que se detenga frente a los variados tonos de grises de los edificios de alrededor de Alexanderplatz; que capte de refilón los cuadros-resúmenes de las grandes figuras de la historia alemana en sus numerosos parques. Que constate la diferencia entre los edificios de Kreuzberg, con su algarabía de fachadas entretejidas con carteles que anuncian coloridos y diversísimos pequeños negocios, con los altos y ultramodernos rascacielos de Potsdammer Platz. O los pequeños y modestos negocios de Gesundbrunnen de escasa intención alternativa.
Hecho. Imaginemos ahora pues que ya nos encontramos de lleno en el acristalado Berlinale Palast, con la carga imponente y característica que la ciudad ha dejado sobre nuestras espaldas. Si se ha estado atento, se puede sentir ahora cómo el Festival enarbola la bandera de la apertura de fronteras, de diversidad y creatividad que la ciudad de Berlín construyó en torno a él ya en el año 1951 y que sus habitantes se encargan de corroborar en cada edición. Las calles que conducen al edificio de la ceremonia bullen en bandadas de público de todas las edades: una pareja de jóvenes belgas saca fotos de tres niñas teutonas, rubias y sonrosadas, nerviosas por la inminente aparición de otra teutona de órdago, Hanna Schygulla. Algunos maduros solitarios observan los saludos de las estrellas (benditas venus rubias) con el tácito regocijo del viejo amante reencontrando a su favorita.
Son 274.000 los tickets vendidos y 487.000 admisiones, con días dedicados a proyecciones única y exclusivamente para a su público, lo que lo convierte en un festival muy diferente de los exclusivos Cannes o Venecia. Así que nuestro travelling se pierde, se confunde en este punto con la marabunta de berlineses y jóvenes europeos animando a las nuevas musas y sus consortes. Las estrellas están ya dentro de la sala de ceremonias y la entrega de premios va a dar comienzo, mientras cientos de ojos, caras expectantes no pierden ripio de la gran pantalla en el exterior del Palacio del Oso Dorado.
Segundo movimiento: panorámica a través de la historia del festival
Desde la primera película premiada en el Internationale Filmfestspiele Berlin, del suizo Leopold Lindtberg, Dier Viem Im Jeep (1951), hasta la última de la que se tenía noticia: La teta asustada (Claudia Llosa, 2009), el festival del Oso había construido, antaño a las sombras del Muro, una sólida tradición de películas-denuncia y reflejo de culturas diversas de la centro-europea. Un exotismo que se consolidaría sobre todo a partir del 2004, con la producción turco-alemana Head-On, de Fatih Akin, y continuando con películas de los balcanes, China, Brasil y, finalmente, Perú. Construyendo una imagen hacia el mundo exterior de Berlín como sinónimo de apertura de fronteras a un cine diferente, los berlineses diluían en la memoria colectiva los recuerdos de la Stasi, la separación durante la Guerra Fría mediante lo que se llamó la Tira de la Muerte (The Death Strip), el grisáceo diseño de las principales plazas de una ciudad pobre, pero sexy (sin dinero pero con artistas, se podría decir), su negrísimo papel en Europa durante las dos guerras mundiales o los sórdidos retratos de la sociedad alemana de su director más famoso allende sus fronteras: Rainer Werner Fassbinder.
La tradición sigue este año, obviamente. El director de cine Yoji Yamada (The Yellow Handkerchief, de 1977; The Twilight Samurai, de 2002) recibe el galardón de la Berlinale Kamera 2010 por su trayectoria profesional y numerosas aportaciones cinematográficas al festival y acto seguido se presentan los esperados premios, los codiciados osos de metal en sendos brazos de los miembros del jurado. La panorámica ha empezado a rodar ya en el presente, con las películas que se detallarán seguidamente.
Casi sin tiempo para respirar, el joven director Babak Nayafi recoge su galardón gracias a Sebbe (2010), después de que el grupo de profesionales encargados de juzgar las películas, compuesto por el cineasta Michael Verhoeven entre otros, destaque la vertiente de denuncia de la violencia gratuita pero, por encima de todo, la “capacidad del director de encontrar una cinematografía clara para expresar el conflicto generado por una relación entre una madre y un hijo“ en el intríngulis del filme.
Por si no lo sabían, Sebbe va de un chaval que, a través de las decepciones y las frustraciones venidas de su entorno, llega a la catarsis de violencia muy al estilo de los asesinos de Columbine, encontrándose a sí mismo en los virajes de una adolescencia algo más zozobrante que la media. Una producción sueca que explora el lado oscuro del aparentemente ordenado país escandinavo de una manera a la que nadie, excepto Let the Right One In (Tomas Alfredson, 2008), nos tenía acostumbrados recientemente.
Por otra parte y a la misma altura, encontramos la rumana Eu cand vreau sa fluier, fluier (If I want to whistle, I whistle, 2010), ópera prima del director Florin Serban. De nuevo el protagonista es un joven frustrado en un entorno hostil (ante tal avalancha de rebeldía postpúber, ¿será que los europeos nos sentimos como adolescentes rebeldes a quienes papá no pudo dar este mes su paga después de la crisis?) que adolece de un comportamiento impredecible: cuando le quedan tan sólo quince días para salir del centro de menores en el que está internado, se enamora de una joven y la secuestra, desencadenando el conflicto que da pie a la historia. Buen trabajo actoral de los protagonistas junto a un encanto novelesco, Eu cand vreau sa fluier, fluier es sin duda un trabajo bien hecho. Destacable, si se quiere, lo cual siempre es bastante difícil de encontrar.
Asimismo, y siguiendo con la veloz panorámica, el mejor guión se lo lleva la china Tuan Yuan (2010) (traducido al inglés como Apart Together) de Quanan Wang mientras que la rusa Kak ya provel etim letom (How I Ended this Summer, 2010), de Alexei Popogrebsky, consigue para sí el galardón por Logro Artístico Sobresaliente (Outstanding Artistic Achievement) además del premio ex-aequo para sus dos actores protagonistas: los también rusos Grigoriy Dobrygin y Sergei Puskepalis.
La primera, una historia de amor con la Guerra Civil China de fondo de tintes clásicos que envuelve diálogos de calidad y varios personajes, y la segunda un estira y afloja entre dos roles masculinos antagónicos atrapados en una situación límite en una estación del océano ártico. Ambas retratan, como es muy habitual en el cine, la reacción del ser humano hacia otro ser humano en un medio hostil. Como nota característica del festival este año: los dos actores rusos suben a recoger el premio y, tras balbucear un par de palabras en un inglés bastante correcto, bajo los efectos de la emoción por el premio recibido, que dicen ellos, empiezan a hablar rapidísimo en su idioma, con sendos osos todavía en las manos, mientras el público alemán y el presidente del jurado, Werner Herzog, les observan desconcertados. Nunca hubo nadie hablando ruso con acento tan feliz en el corazón del imperio prusiano.
A estas alturas el lector avisado ya se habrá dado cuenta de que este año, más que nunca si se quiere, las premisas de los travellings y panorámicas a lo largo de la historia del festival que han ido construyéndose y desarrollándose alrededor del Palacio del Oso son bien conocidos del Jurado: así pues, la atmósfera característica del evento, la simbólica apertura de fronteras como antídoto para los periodos represivos anteriores, se han intentado reflejar en los resultados de las películas seleccionadas y los galardones otorgados (tan sólo hay que echar una rápida ojeada a las nacionalidades y la temática, sensación que se termina de corroborar después de visionar las obras, de similar tono en su mayoría).
Así, el Oso de Plata a la Mejor Actriz se lo lleva (por falta de rivales claras, todo hay que decirlo) la japonesa Shinobi Terajima, gracias al despropósito de este año, Caterpillar (Koji Wakamatsu, 2010). Terajima interpreta a una abnegada y dulce esposa japonesa que debe cuidar de su marido después de que éste vuelva de la guerra sin brazos, piernas y con una herida en la garganta que no le permite hablar. El detalle de la noche está en que Shinobu Terajima, tan discreta en la vida real como en su papel en el cine, no sale a recoger el premio: el director de éste, Koji Wakamatsu, aparece en el escenario y secuestra al palmípedo propiedad de su actriz.
Tercer y último movimiento: el primer plano
Finalmente, los dos premios más importantes, los dos osos que mejor escondidos se encontraban en el regazo del jurado presidido por el gran Werner Herzog. Por una parte, el de Mejor Director va, mayormente como muestra de apoyo por su difícil situación legal y obviamente también reconociendo una trayectoria cinematográfica especialmente fructífera en galardones berlineses, para el polaco Roman Polanski. Sin duda una atmósfera de secretismo invade al célebre cineasta, cuyo premio viene recogido por dos “agentes” que se niegan a dar más datos sobre la situación concreta de su protegido. Los periodistas, ávidos, les esperan a la salida de la Sala e incluso sobre la alfombra roja del exterior intentando sacar alguna conclusión. En vano. Desaparecen junto con todos los kits de actores y directores japoneses en su correspondiente coche negro.
En fin, fue rapidísimo para todos. Para terminar con este breve repaso a la Berlinale como festival y como evento, queda tan sólo (desafortunadamente) presentar la última polaroid, el último primer plano (y probablemente, el más importante, el más pregnante como a veces gustan de decir los críticos) que es, indiscutiblemente, para Semih Kaplanogu, el director turco de Bal (Honey, 2010) la triunfadora de la noche, la que se lleva el palmípedo dorado, las simpatías del público y las consecuencias-causas del travellingpanorámicaprimerosplanos que he intentado explicar a lo largo del artículo. Recapitulemos un segundo: han pasado por la alfombra roja películas denuncia, películas denuncia-relación de pareja y algunas fuera de toda regla como la nueva creación de Zhang Yimou, San qiang pai an jing qi (A Woman, a Gun and a Noodle Shop, 2009).
La susodicha última polaroid del festival no será muy diferente de todas sus compañeras: Yusuf, el niño turco protagonista de Bal, acompaña a su padre, apicultor, a recoger los mejores tipos de miel de sus colmenas. Una enfermedad desconocida se contagia entre los panales, con lo que el padre del protagonista se ve obligado a trasladarlos a zonas peligrosas de difícil acceso para evitar la muerte de sus abejas. En uno de los viajes realizados para recoger miel, el padre de Yusuf desaparece, dejando a su hijo en un desolado estado de mudez que también desespera a su madre. Los problemas de Yusuf en la escuela se suceden por su tozudería en no querer hablar y su progenitor continúa desaparecido.
En resumen, un drama íntimo y de tintes tiernos que nos acerca a la vida algo extrema de algunos miembros de otras culturas. Definitivamente nada que ver con las chicas turcas del barrio de Kreuzberg y su iPod.
Repunte final
Así pues, el primer plano final ya pasó. Algunos de los miembros del público que todavía esperaban a las afueras del Berlinale Palast empiezan a marcharse, comentando los resultados de la gala. Las niñas teutonas se han ido a su casa y la pareja de jóvenes belgas se marcha entusiasmada comentando el Premio al Mejor Guión y el Oso de Oro. Quedan tan sólo las palabras de Isabel Coixet, directora de cine española, quien aparece ahora en el exterior del palacio, como repunto o epílogo algo sentimental al evento: “La Berlinale fue el primer sitio en el que estuve antes de tener siquiera distribuidora. Siempre le deberé algo al Festival del Oso”.
Parece que no hubiera habido nunca ningún tipo de muro para los contadores de historias en la ciudad de Marlene Dietrich.
Marichalar, A. (2010). La Berlinale, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-berlinale/416