Fue Carlos Mayolo quien introdujo el término ‘pornomiseria’. En su corto documental codirigido con Luis Ospina, Agarrando pueblo (1978), se hace una rabiosa y juguetona crítica a cierta tendencia cinematográfica por explotar visualmente la pobreza y violencia tercermundista, dado el éxito que usualmente tiene esta mirada en Europa. Actualmente se vive en Colombia un esplendor cinematográfico. Gran parte de las películas más exitosas en los principales festivales de cine del mundo apuestan por un descentramiento tanto geográfico como simbólico, mediante el cual se intenta no solo representar a las comunidades situadas en la periferia espacial y política del proyecto moderno de nación, sino también, discutir, criticar, o desmantelar modelos de representación visual dominante. A mi modo de ver, esta última intención ha sido un fracaso, y no tanto por la incapacidad de comprender o situar esas estrategias enunciativas otras, sino por el interés de obtener, conservar o ampliar un capital cultural obtenido gracias a la obediencia a una estilística fundada en cierta moda festivalera de primer orden. De una lectura, desprevenida y optimista, de estas películas, podría decirse que se le ha otorgado la voz al otro confinado a los bordes de la civilización. No es cierto, estamos ante la otra cara de la pornomiseria: la del envalentonamiento exótico por cuenta del brillo per se de la diferencia. Una de las películas más exitosas de la historia en Colombia, El abrazo de la serpiente (Guerra, 2015), aplaudida por críticos y espectadores, representa, precisamente, ese trayecto de falsa liberación.
La película El abrazo de la serpiente (Guerra, 2015) es menos profunda y compleja de lo que pretende y por eso puede ser simplemente calificada de pretenciosa. La película hace parte de una serie de obras de jóvenes directores que en los últimos diez años han logrado alterar, con valentía y desparpajo, el anquilosado panorama del cine colombiano. Gracias a la ley de cine, el surgimiento de las primeras escuelas de capacitación cinematográfica del país, el abaratamiento y la accesibilidad de nuevas tecnologías audiovisuales, y el bagaje académico y profesional obtenido en el extranjero, creadores como Óscar Ruiz Navia, Rubén Mendoza, William Vega, Alejandro Landes, Franco Lolli, Simón Mesa, César Acevedo y Ciro Guerra, no solo han desarrollado un lenguaje moderno, atento a las tendencias más lúcidas e inquietantes del momento, lo que les ha valido el reconocimiento en los principales festivales del mundo,1 1En los últimos años varias películas colombianas se han llevado las más importantes distinciones en festivales como Cannes, San Sebastián, Independent Spirit Awards, Sundance, Berlinale, Locarno. Algunos críticos alegan que muchas de estas películas están hechas bajo ciertos tópicos y claves formales con el único fin de obtener cierto favoritismo festivalero. La escasa recepción que tienen en el público parece justificar, en parte, dichas afirmaciones sino que también han logrado desestabilizar o, al menos, desplazar, la centralidad que ha tenido Bogotá a la hora de producir la imagen de un país. Una imagen en la que ese conglomerado de periferias que institucionalmente busca ser llamado nación es reducido al melodrama, el folclor y la caricatura de telenovelas y telenoticieros. Es así como en las películas El vuelco del cangrejo (Navia, 2009) y Chocó (Hinestroza, 2012), con recursos dramáticos radicalmente contrapuestos, la imagen audiovisual del Pacífico supera la boyante idea de una apartada y atrasada zona de asentamientos de negros bebedores y libertinos para manifestarse como un territorio en disputa, donde sus habitantes buscan contrarrestar el devastador efecto civilizador; de igual forma, en Los viajes del viento (Guerra, 2009) y Ruido Rosa (Flores, 2015), la Costa Atlántica no es la fidedigna fuente de color caribeño, carnavalesca y ociosa, que proyecta, más allá del núcleo urbano andino, el eslogan de un país feliz y encantador, sino un barroco emplazamiento, melancólico y decadente, avasallado por el correr de los tiempos.
Esta mirada a los márgenes permite, paradójicamente, reorganizar, o por lo menos, poner en duda la asimétrica división geopolítica del país y a su vez, participar en la conformación de un nuevo relato de pueblo o nación basado en la diversidad cultural. Por un lado, las comunidades tradicionalmente expulsadas del proyecto modernizador (negros, indígenas y campesinos) experimentado por Bogotá, Medellín y Cali a lo largo del siglo XX, obtienen, con la constitución de 1991, un nuevo estatuto político con el cual esperan validar y potencializar una tradición étnica ancestral que garantice su propia sobrevivencia cultural, pero que también posibilite los espacios de negociación con el capitalismo transnacional, con vistas a la explotación de los recursos materiales con los que cuentan en sus territorios originarios. Con este viraje de aniquilación y olvido a reconocimiento y precaria integración a los circuitos de expansión económica, se obtiene tanto un repertorio simbólico altamente rentable en los mercados globales de contenidos étnicos autóctonos, como aprovechamiento industrial de materias primas por parte de las multinacionales. En la película de Ciro Guerra no se advierte esta contradicción y, lo que es más delicado, se busca establecer con ella una crítica contra el modelo colonizador y extractivista occidental con las artimañas retóricas que ese mismo modelo pone a su disposición. Podría decirse que estas son simples variables contextuales, indicaciones de los marcos históricos en los cuales se produce una película y que son independientes de su valor como obra cinematográfica. En este caso no es así. Parto de una crítica antropológica e ideológica para revelar cómo todos estos condicionamientos atraviesan, interfieren y modulan la lógica de los mecanismos narrativos, la dimensión de los espacios dramáticos y la construcción de personajes.
La película se inspira en los diarios y fotografías de las expediciones por el Amazonas colombiano, venezolano y brasileño realizadas a principios del siglo xx por el etnólogo alemán Theodor Koch-Grünberg, y en el trabajo de campo del etnobotánico estadounidense Richard Evans Schultes realizado principalmente en el Amazonas colombiano en la década del cuarenta. Ambas figuras son recreadas en la película bajo los nombres de Theodor von Martius, y Evans, dos exploradores que, separados por el tiempo y con objetivos diferentes, hacen un viaje por el río en busca de una misteriosa planta. Ambos científicos son guiados, en su respectivo momento, por el mismo hombre, un solitario chamán llamado Karamakate, una especie de variación amazónica del Don Juan de Castaneda, un psicomago cazador-recolector que por razones vagas e inciertas busca en cada viaje una restitución de su propio lugar en el espacio físico y espiritual de la selva. El doble viaje, en el que Evans sigue el rastro del alemán, se condensa en un solo recorrido, supuesta manifestación de un tiempo cíclico y mitológico, al margen de la periodización lineal occidental. Esta disposición narrativa, en la que se pasa alternativamente de una temporalidad a otra, comprende, según los realizadores, el punto de vista del nativo que trabajos emblemáticos sobre el Amazonas como Fitzcarraldo (Herzog, 1982) o Aguirre, la ira de Dios, (Herzog, 1972) no habían tenido en cuenta. Dos razones me impiden creerlo, una, la legibilidad del texto: como espectadores audiovisuales occidentales entendemos perfectamente el recorrido de los viajeros, diferenciamos sus momentos e intentamos establecer vínculos y contrastes entre ambos bloques temporales, aunque estos se reduzcan en casi su totalidad a un juego de superposiciones redundantes, a una endeble articulación, que nos impide pensar en la necesidad narrativa del doble viaje. En otras palabras, pudo ser un solo recorrido. Si estuviéramos realmente frente a un punto de vista nativo del tiempo esperaríamos, por lo menos, un signo de perturbación, de extrañamiento, de sutil desviación, casi onírica, como tan magistralmente lo han logrado en algunas de sus películas Apichatpong Weerasethakul, David Lynch o Lisandro Alonso, cuando se proponen interrogar las lógicas temporales convencionales. Lo que vemos no es más que un eficaz montaje paralelo de situaciones, un ejercicio técnico común casi completamente desarrollado hace más de cien años por Edwin S. Porter en sus películas de vaqueros y por D. W. Griffith en sus frescos históricos. Y a eso se le llama flashback.
La segunda razón tiene que ver con la reiterativa afirmación de dicha cualidad por parte de sus realizadores, tanto en entrevistas como en materiales promocionales, como si la película no fuera suficiente (y no lo es) para darlo a entender:
“El tiempo no es como lo entendemos en Occidente, una continuidad lineal, sino una serie de cosas pasando simultáneamente en universos paralelos” 2http://reise-nach-kolumbien.de/blogartikel/articulos/item/254-abrazo-de-la-serpiente-entrevista-ciro-guerra.html , “se hace énfasis en que las pocas películas sobre la región amazónica que se han llevado al cine están contadas desde el punto de vista de los exploradores, no de los indígenas, a quienes algunas de estas cintas presentaban como salvajes sin ningún tipo de valor” 3http://www.thecult.es/critica-de-cine/critica-el-abrazo-de-la-serpiente-ciro-guerra-2015.html
o en insinuar que el conocimiento indígena (tomado, por otro lado, como homogéneo) es legítimo porque ellos “manejan conceptos similares al átomo mucho antes de la teoría atómica o ideas de física cuántica, y eso es muy difícil de aceptar para los hombres de ciencia”4 Cita: http://www.eltiempo.com/bocas/premios-oscar-2016-perfil-del-director-colombiano-ciro-guerra/16520921. La película fue realizada por profesionales del cine, blancos educados en las grandes ciudades, pero constantemente se cubre todo el proceso de realización como si hubiese sido un acto mágico, direccionado por fuerzas ocultas. Dice Ciro Guerra en una entrevista en la que además se indica que el director no tiene celular ni hace parte de ninguna red social, como si eso constituyera una prueba irrefutable de algo:
“Esta película existe por circunstancias que yo no comprendo del todo. Es algo que me cuesta poner en palabras porque he sentido cosas que están más allá del entendimiento. Hubo momentos en que yo no estaba dirigiendo, momentos que quedaron maravillosos a pesar de que la dirección no estaba clara. Yo sentía que cierta energía se había puesto en marcha y que yo estaba tratando de pilotear, pero sabiendo que algo me llevaba (…) La película se hizo sola en muchos aspectos, con ayuda de la naturaleza” 5http://www.eltiempo.com/bocas/premios-oscar-2016-perfil-del-director-colombiano-ciro-guerra/16520921.
Con ese mismo temperamento se agrega que el rodaje tuvo una mezcla multirracial, multilingüistica y multicultural, como si se intentara hacer más explícita la intención pedagógica que anima la película. Frente al supuesto punto de vista indígena, habría que pensar también en las motivaciones por las cuales fue fotografiada en un hermoso blanco y negro. Frente a los diferentes tipos de verde que reconocen los nativos amazónicos, además del calor, la humedad, las texturas de la selva que podían ser revelados con un estallido de colores, asistimos a un estetizado blanco y negro que emula las preciosas fotografías de Theodor Koch-Grünberg. Es la visión del etnógrafo alemán, manojo de imágenes constitutivas del acervo archivístico e histórico occidental de la selva, la que guía nuestra propia visión como espectadores.
Si las películas de las cuales se quejan los promotores de El abrazo de la serpiente presentaban a un indígena salvaje, irracional o pasivo, Ciro Guerra hace algo peor al intentar hacer pasar como verdadera y fiel su mirada paternalista del indígena, de tal manera que los mecanismos de exclusión de la diferencia, esta vez mediante la segregación positiva, se mantengan irreconocibles e intactos.2 6En una entrevista, Guerra se refería a los indígenas como nuestros pueblos. ¿Nuestros? Sin duda hablaba de un nosotros representado por una élite racial, económica e intelectual (logocéntrica) que abraza como suya esa unidad geográfica y política resultante del imperio español y que con su actual existencia republicana sigue reproduciendo un esquema colonial que el director, con su comentario, pone en evidencia. El rabioso nacionalismo despertado por la nominación a mejor película extranjera en la pasada edición de los premios Oscar delata, a su vez, el engranaje de adhesiones comunitarias que encubren marcadas jerarquías y violentas divisiones Esa postura moral convoca una discusión ideológica en otros espacios, pero con respecto al carácter estético de la obra, puede afirmarse que lastra la lógica interna de la historia y caricaturiza a los personajes. Guerra esencializa al indígena y la selva. Ambas entidades son reducidas a prototipos unidimensionales manoseados en los discursos de desarrollo sostenible internacional. El indígena se muestra como un guardián de la naturaleza, autoconsciente y regulador de los procesos de explotación de los flujos materiales, de una espiritualidad innata, poseedor de conocimientos ocultos que le permiten comunicarse con los elementos de su medio ambiente, un ser sensible y sosegado. La naturaleza, por otro lado, se presenta como reservorio de sabiduría y salud, fuente de redención y pureza, camino hacia la interioridad atemporal. Todas estas son características que se desprenden de la versión rousseauniana del buen salvaje, un sistema de pensamiento que permitió reflexionar sobre la ley y el gobierno de la Europa moderna, y que se insertó en el movimiento romántico del siglo XIX. La película, vista como producto cultural, encaja perfectamente en los lineamientos neoliberales actuales que defienden el proyecto conservacionista, una tendencia, paralela a la destructiva y modernizadora, que busca defender el uso racional y sostenible del medio ambiente para su aprovechamiento futuro por parte del capital.
El indígena y la naturaleza romantizados en la película evidencian un espacio ficcional no realista, aunque se reclame lo contrario. El empleo arbitrario de diversas lenguas, europeas y amerindias, parece más un muestrario exhibicionista y pedante que un conjunto de recursos funcionales de sus hablantes. Karamakate, personificación de la sabiduría y el valor, es un chamán que desde pequeño ha estado alejado de su comunidad y que aun así posee un conocimiento botánico y mitológico enciclopédico, lo que pone de manifiesto la poca importancia de la tradición, la enseñanza, el conocimiento con base en el ensayo y el error, la interacción. Sus sentencias, breves y cáusticas, ideales para un manual de autoayuda de bolsillo, son toda una declaración de guerra contra la ética del demoniaco hombre blanco occidental, recriminaciones propias de una profesora de primaria: “¿Por qué los blancos aman tanto sus cosas materiales?”; “¿por qué no quieren compartir el conocimiento?”; “su ciencia solo conduce a esto: a la violencia, a la muerte”; “tus cosas solo te llevarán a la locura y la muerte”; “los blancos están locos”. Detrás de su voz no hay un personaje, está el director, un progresista humanista, liberal y bienpensante. Operación similar a la de Mel Gibson que convirtió a William Wallace, un soldado medieval, en un revolucionario francés de la Ilustración.
En esa perspectiva, todos los occidentales son unos obsesivos, fanáticos, exterminadores y ladrones, simplificaciones que obedecen al ánimo ejemplarizante de su autor. Él no busca preguntarse nada pues lo tiene todo muy claro, característica de los dogmáticos y los malos artistas. Guerra no solo presenta sus certezas intelectuales a través de la boca de sus personajes o las escenas expositivas sino que subraya permanentemente esas mismas certezas, como si no se tomara en serio la inteligencia de su probable espectador. El río, por ejemplo, uno de los elementos más importantes de la historia, opera como un lánguido conector de los enclaves donde se plantean monótonamente las mismas premisas, opera como una parte más del ambiente, y escasamente es concebido como extensión del mundo interior de los personajes, del eco material y metafórico que establecen las situaciones.
En ese arrojo por darse a entender, la exactitud geográfica no es un obstáculo para explayarse en condenas morales correctísimas: La Chorrera, en un primer momento lugar de asentamiento de la Misión de San Antonio de Padua, y luego del mesías brasilero, aparece situada en el Vaupés, a cientos de kilómetros de distancia de su sitio original. Allí, el capuchino habla con severidad de su misión eclesiástica comprometida con el rescate de las almas de los caníbales, empresa que ofende a Karamakate, quien se retira indignado tras escucharlo para luego pasar su sombra sobre la placa metálica en la que el presidente de la república Rafael Reyes (1907) reconoce “el valor de los pioneros colombianos del caucho, quienes, arriesgando su vida y bienes, traen la civilización a tierras de caníbales, mostrándoles el camino de Nuestro Señor y su Santa Iglesia”. Las siguientes muestras de crueldad por parte del capuchino recalcan, a modo de una ironía infantil y llana, una idea que Guerra teme no haya sido bien comprendida. Cuando esta situación se articula con el bloque temporal futuro en el que el mismo lugar es habitado por una secta de lunáticos, no vemos nada distinto de lo ya visto. No hay progresión, diálogo, contraste, conflicto, simplemente un poco más de lo mismo: violencia y fanatismo. ¿De qué otra manera podría entenderse ese énfasis?, ¿que el extremismo religioso lleva al extremismo religioso? Claro, esta pregunta podría estar revelando la estructura cíclica que supuestamente sostiene la película, pero en realidad, revela el acento puesto por el autor sobre la ausencia de espiritualidad que se ha propagado en Occidente.
Finalmente, la delgada línea que une la solemne exteriorización geográfica con el viaje subjetivo a través de los cromáticos recovecos de la mente en el último tramo, enlaza también un menguado sentido del ridículo y la entusiasta conciencia de saberse conocedor de las piezas faltantes del rompecabezas universal. Tal vez indique algo el hecho de que las imágenes sicodélicas fueron suministradas por la NASA y que su asociación con cierta película de Kubrick desconcierta y abruma.
El abrazo de la serpiente es una película que explota satisfactoriamente cierta mística new age, es un producto de sofisticado empaque, rebosante de una multiplicidad de mensajes lo suficientemente ligeros y ambiguos como para no incomodar a nadie, apropiada para esta época de traumatismos ecológicos y amenazas terroristas de la subalteridad, pues proveen la dosis necesaria, aunque transitoria, de reparación y salvación, sin poner en tela de juicio los valores capitalistas dominantes.
Por razones ante todo logísticas, la industria cinematográfica norteamericana suele retratar a Latinoamérica mediante las mismas claves: atraso, pobreza, crimen, fiesta, trópico, desorden. Colombia, por ejemplo, suele ser visto como un México andino controlado por narcos de estirpe monárquica o como una favela caribeña rebosante de fragor libidinal. Guardando las proporciones, creo que la película de Guerra hace lo mismo con el Amazonas, y en cuanto intenta hacer pasar su mirada como genuina y moralmente superior, sus efectos son más perniciosos.
Cardona Echeverri, J. (2017). La búsqueda romántica de la selva redentora, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-busqueda-romantica-de-la-selva-redentora/819