“La dama de honor” es una de esas cintas que al terminar me dejan estupefacto, el pecho abierto, un vacío en el estómago, una angustia gratuita e inexplicable y un llanto atrapado en la garganta. Su director es ya un autor consagrado y quizás por ello basta decir que esta reciente película posee una gran fuerza expresiva, un manejo grandioso y un poderoso atractivo sencillamente por ser netamente Chabroliana, y es que a lo largo de esta última década y media ha ido deleitando con cada uno de sus trabajos, por lo que ya se esperaba con ansias una nueva entrega de este nivel. Los factores característicos de su filmografía siguen siendo la base sobre la cual se va tejiendo la trama: la familia aburguesada y sus pequeños problemas cotidianos, el entorno apaciguado que poco a poco se va enrareciendo, lo no dicho y lo no explícito, los “secretitos” y las “mentiritas”, el roce con el crimen policíaco en función de ahondar más en los personajes, la aparente banalidad de los mismos con una complejidad psicológica encubierta, algunas acciones cruciales para la historia inquietando por su ausencia en el relato y un ritmo relajado que entrega la sensación de que no pasa nada cuando en realidad se está gestando un tremendo tifón que amenaza con destruirlo todo aunque, a pesar de ello, se mantenga el tratamiento excesivamente sofisticado y “de buen gusto”: ahí radica el profundo cinismo que envuelve la obra de Chabrol.
Tras el retrato del aburrimiento y el arribismo burgués en “Madame Bovary” (1991), la manipulación y el poder en “La ceremonia” (1995), el juego de lealtades en “No va más” (1997), la oda a la maldad que resultó ser “Gracias por el chocolate” (2000) y las intrigas familiares de “La flor del mal” (2002), el director propone esta vez un retrato (perverso y no moral, por cierto) de una relación amorosa pasional inundada por las patologías, carencias e inestabilidades de los personajes que lleva a la pareja derecho a la catástrofe. Este tópico relativamente común está articulado por Chabrol de tal forma que resulta coherente a su idiosincrasia estético-narrativa y, finalmente, se establece como hilo conductor que atraviesa -y se conjuga- con los temas que lo han obsesionado siempre. Su realismo exacerbado y su distanciamiento hacen que en un principio la cinta corra para que la historia se vaya formando a medida que el protagonista se configura, sin plantear antes un conflicto o dirigir explícitamente la narración hacia un hecho previsible. Así, la primera media hora, Philippe (Benoît Magimel, “La profesora de piano”) se va relacionando con su familia en donde cumple el papel de sostenedor por la ausencia del padre, haciéndose cargo de la madre y sus dos hermanas, una de las cuales está a punto de casarse mientras que la menor lleva una vida “poco recta”. Él es un tipo responsable, serio, guapo, con un buen trabajo y una vida tranquila, aunque dentro de toda esta calma, posee ciertas conductas insinuadamente inquietantes como su probable complejo de Edipo y su dependencia fetichista (mostrada con patetismo e ironía) con un busto de flora que posee bastante relevancia dentro del film como reliquia familiar, que supuestamente la mamá regaló a un pretendiente y que Philippe recuperó a escondidas por lo cual debe ocultar el objeto en su habitación.
En el matrimonio de su hermana aparece Senta (Laura Smet) como dama de honor de la novia. Es una mujer descolocante y perturbadora que enciende la pasión de Philippe. Ambos se enamoran, sin embargo son opuestos tanto por principios, educación, formas de vida, entornos (sociales y plásticos) y por la manera de entender el amor. Senta posee unos planteamientos radicales, tortuosos, fundamentalistas y obsesivos que llevan la relación a un juego enfermizo y destructivo que termina en un crimen, crimen que por lo demás jamás presenciamos (sólo sabemos de él por las referencias verbales, por ende no nos consta), lo que ya dice que lo que importa acá es la evolución de los personajes frente a los acontecimientos. El tratamiento distante y engañosamente pasivo del metraje nos hace dudar de la veracidad de ciertas afirmaciones dentro del film, y eso a su vez nos lleva a desconfiar de ambos protagonistas, de lo que dicen y de lo que dicen sentir, se crea efectivamente un mundo más allá de lo que se ve y de lo que se muestra.
El director francés está dando los últimos toques a su forma expresiva y está afinando los detalles de su estilo que posee más identidad al pasar el tiempo. Es difícil encontrar hoy cineastas que puedan construir una estructura narrativa tan sólida en donde la coherencia interna fluye tan bien a la vez que permite ciertas libertades. Su realismo es capaz de configurar personajes complejos cuyas acciones y sentires están en pugna o están amenazados constantemente tal cual como ocurre verdaderamente; su mirada incisiva no tiene piedad y por eso no teme presentarnos protagonistas débiles, presas de un relato que al parecer es fruto de sus propias acciones: son culpables. Su cotidianeidad, parca y desapasionada, esconde cosas que lentamente se van develando como detalles que se dejan caer “ingenuamente” y que sumados inquietan al espectador a quién se le obliga a hacerse cargo de lo que ve en una constante apelación y provocación sutil.
Quizás sea aventurado de mi parte, pero creo que “La dama de honor”, así como otras películas de Chabrol, contiene esa idea esencial y clásica de lo que es (o debiese ser) el séptimo arte, y es una triste paradoja que termine siendo una violenta bofetada para lo que se cree es cine hoy en día.
Título: La demoiselle d’honneur
Director: Claude Chabrol
País: Francia / Alemania
Año: 2004
Doveris, R. (2005). La dama de honor, laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-dama-de-honor/153