“Tra il corpo e la storia, c’è questa
musicalità che stona”.
“Entre el cuerpo y la historia, hay esta
musicalidad fuera de tono”.
Pier Paolo Pasolini (1961, v.588-592)
“Vedere verificata nel caso proprio la regola generale”
En las huellas de Pasolini hay un pensamiento sobre la institucionalización de la experiencia, ya sea del tiempo y el lenguaje, de la ciencia y la religiosidad, o de la vida económica y la sexualidad. Una trama moderna entre razón (ragione), institución (istituzione) y conciencia (coscienza). Una forma de sujeción o institución del sujeto en virtud de la legitimación racional de una normalidad y los ejercicios del poder normalizador que la sustenta y reproduce. Pasolini solía citar al poeta italiano Leopardi (1798-1837) para referirse a esto con la máxima sencillez:
El hombre queda atónito al ver verificada en el propio caso la regla general (Gordon, 1996, p.117). 1Salvo indicación expresa, todas las traducciones de las citas son mías
¿Cuál es hoy esa “regola generale”? Se trataría de la regla que se expresa, siguiendo la formulación de Sergio Villalobos-Ruminott (2020), en “la emergencia de una antropología utilitarista e híper-racionalizada asociada con los presupuestos del homo oeconomicus neoliberal; precisamente porque este homo oeconomicus constituye la imagen naturalizada del hombre en el mundo contemporáneo” (p.55). Forma de vida que se autointerpreta y autoafirma como ascendente, norma antropológica operacionalizada gubernamentalmente en su promoción y protegida bajo un bando soberano de violencia excepcional (Benjamin, Schmitt, Agamben). Tal sacralización de la vida en un orden naturalizado como modo de producción, tal lógica dispositiva y sacrificial de la vida sobre la vida como imposición arcóntica e introyección pastoral de la obediencia, eso sería el fascismo.
Hoy, sin embargo, asistimos a la puesta en escena de un fascismo que no necesariamente es aquel cuya representación clásica está caracterizada por la estética militar y la movilización total en la sociedad disciplinaria industrial. Se trata del fascismo de la sociedad de control (Deleuze) en la sociedad postindustrial –la civiltà dei consumi, dirá Pasolini– que resulta en el último tercio del siglo XX de la división mundial del trabajo bajo el régimen neoliberal y su geoeconomía política (Díaz-Letelier, 2016). Este tránsito del fascismo clásico al neofascismo pasaría por lo que Pasolini llama una mutación antropológica, esto es, “el paso hacia el fascismo entendido como régimen estético y corporal que funcionaliza la experiencia según una mercantilización general de la vida”, funcionalización cuyo sello es “la docilidad de los cuerpos y los sujetos anestesiados en el régimen estético-mediático de la cultura de masas del compromiso, esto es, del fascismo como sentido naturalizado de la historia” (Villalobos-Ruminot, pp.56-57).
“Este nuevo fascismo, esta sociedad del consumo (…) ha transformado profundamente a los jóvenes, les ha tocado en lo íntimo, les ha dado otros sentimientos, otros modos de pensar, de vivir, otros modelos culturales. Ya no se trata, como en la época de Mussolini, de una reglamentación superficial, escenográfica, sino de una reglamentación real que les ha robado y cambiado el alma. Lo que significa, en definitiva, que esta ‘civilización del consumo’ es una civilización dictatorial. En suma, si la palabra fascismo significa la prepotencia del poder, la ‘sociedad de consumo’ ha consumado el fascismo.” (Pasolini, 2015, pp.282-283).
La civilización del consumo (civiltà dei consumi) obrada por el régimen de producción capitalista tardío asume el lugar de la promesa, de la salvación –ya no de la muerte, sino de la pobreza–. El neocapitalismo se constituye, pues, como una religión secularizada que se expande planetariamente de un modo avasallador. Las formas de vida popular, variadas y más o menos ajenas a los esquemas flexibles del nuevo poder homogeneizador, van siendo ahora sometidas a la nivelación industrial y televisiva, a la civilización del consumo y la espectacularización de las formas de vida. La masificación y uniformización cultural-comercial de las formas de vida se expresaría así como un nuevo totalitarismo en la medida en que todo ha sido territorializado por la máquina mercantil de producción-consumo, por esa “máquina cuya energía absorbe sin fin su propia negatividad y reabsorbe sin interrupción ni descanso eso mismo que pretende oponerse a ella” (Alain Brossat en Didi-Huberman, 2012, p.30). En unos versos de 1961 Pasolini declaraba la alternativa frente al “nuevo capital” (nuovo capitale), esto es, la alternativa de estar presto o para una “lucha nueva” (nuova lotta) o para entregarse:
“a la sombra de una nueva lucha y de las sórdidas
invitaciones del nuevo capital, ya dominante” (v.574-575).
Y más adelante:
“Y la masa se pone ahí donde el Nuevo Capital quiere”
(v.591).
El diagnóstico de Pasolini se acerca, en esta crítica de la cultura contemporánea, al de Guy Debord. Al respecto escribe Didi-Huberman (2012):
“En cuanto a la “sociedad del espectáculo” fustigada por Guy Debord, pasa por la unificación de un mundo que “se baña indefinidamente en su propia gloria”, aunque esa gloria sea la negación y la separación generalizada entre los “hombres vivos” y su propia posibilidad de aparecer de otro modo que no sea bajo el reino –la luz cruda, cruel, feroz– de la mercancía.” (p.26).
Incluso el arte –cuyo potencial de “anarquía de los sentidos” es destacado por Pasolini, contra la jerarquía de las facultades que definen al sujeto (estético) moderno– ha sido absorbido, asimilado, cosificado e instrumentalizado por la máquina de producción y consumo que es el mercado, pasando a constituirse como una mercancía más en medio de la circulación de fetiches de todo tipo –allí donde el arte no está ya acomodado en su función pedagógica bajo la tutela de las instituciones del poder– (Gordon, p. 128).
La religión, por su parte, también ha llegado a estar subsumida en el devenir capitalista de esta historia. Hay un íntimo vínculo entre Iglesia Católica y capitalismo, vínculo que tiene muchas manifestaciones. Una de ellas, que es particularmente interesante, es el hecho de que la Iglesia ponga ante todo la fe y la esperanza, dejando de lado el sentido místico y no meramente económico de la charitas protocristiana –es decir, el amor del padre a los hijos que se expresa horizontalmente como amor fraternal: comunidad y fraternidad (ecclesia). Se trata, pues, de una Iglesia que ya no se funda en el amor –como la congregación protocristiana–, sino que ejercería su magisterio en función del orden social. La Iglesia Católica opera así esencialmente como pacificadora mediante la profesión prospectiva de la fe y la esperanza –lógica de la promesa y el perdón, culpabilizando al que se rebela–, en medio de un orden neocapitalista incuestionado en su imperio naturalizado 2En un artículo en la prensa, con ocasión de la abdicación de Ratzinger al papado católico en 2013, Toni Negri escribe: “Lo único de lo que estamos seguros es de que cualquier reforma doctrinaria será totalmente inútil si no es precedida, acompañada y terminada por una reforma radical de las formas de presencia social de la iglesia, de sus mujeres y de sus hombres: sólo si estos logran ligar la esperanza celeste y la terrena. Y entonces a hablar de nuevo de la ‘resurrección de los muertos’, ocupándose de los cuerpos, del alimento, de las pasiones de los hombres que viven. Esto implica romper con la función que el Occidente capitalista ha confiado a la iglesia –la de pacificar, con esperanzas vacías, al espíritu que sufre; la de tornar culpable el alma de quien se rebela” (Negri, 2013). La caridad ya no es más que un remanente residual de la máquina económica capitalista –en virtud de la doctrina católica de la subsidiariedad y de la asistencia social en un contexto de darwinismo social–, cuando no una mera tecnología para lavar las culpas burguesas, operando la conjura de sus contradicciones (Pasolini, 1971, v. 843-844).
Para la nueva era, la de la hegemonía neocapitalista, Pasolini tiene varios nombres: la “nueva cristiandad” (nuova cristianitá) para perfilar su carácter teológico-secularizado; la “historia cruelmente nueva” (storia crudelmente nuova) remarcando su textura de violencia y opresión; la “metahistoria” (metastoria) para indicar una hegemonía sin acontecimiento; y la “nueva prehistoria” (nuova preistoria) para nombrar el espacio de resistencia anárquica de los sentidos que abre el tiempo desbaratando su filosofía de la historia.
“Scienza della storia! Mostruosa schematicità”
Apunta Didi-Huberman (2012): “…en nuestra manera de imaginar yace fundamentalmente una condición para nuestra manera de hacer política. La imaginación es política, eso es lo que hay que asumir. Recíprocamente, la política no puede prescindir, en uno u otro momento, de la facultad de imaginar” (pp.46-47). Si la potencia de la imaginación es el medio imaginal del pensamiento, y el pensamiento es lo mismo que el uso común, la politización de la imaginación desgarraría las clizaciones del tiempo histórico –los esquematismos articuladores de la experiencia del tiempo– anarquizando el acontecimiento más allá de toda referencia a un modo de producción o al tiempo caído en el productivismo.
La idea de poder no existiría si no fuera por la idea de mañana;
y no sólo eso, sino que sin el mañana la conciencia no tendría justificación.
Querido Dios,
haznos vivir como los pájaros del cielo y los lirios del campo (Pasolini, 1971, v. 880-883).
El citado verso 883 de “Trasumanar e organizzar” –vivir como los pájaros del cielo y los lirios del campo– es una cita tácita del Nuevo Testamento (Mt 6, 25-34), del célebre pasaje sobre la temporalidad de los afanes y la ansiedad del hombre, cuyos últimos versículos rezan: “No os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal”. ¿Qué puede significar anarquizar el acontecimiento más allá de toda cosmética de la imaginación referida a un modo de producción o al tiempo caído en la productivización? En el libreto para su film Medea (1970) Pasolini escribe estos otros versos
“Las dos cosas fueron y son siempre contemporáneas.
¡Las superaciones, las síntesis! Son ilusiones (…). La tesis
y la antitesis conviven con la síntesis: he aquí
la verdadera trinidad del hombre, ni prelógica ni lógica,
sino real (…)
La historia no es, digamos, lo que es la substancia: ella es aparición” (líneas 1903-1910). 3Traducción propia
Para el Pasolini de La religione del mio tempo (1961), habría que pensar tal desubstancialización de la historia no sólo como interrupción de su clización, de su imagen organizada –con todas sus narrativizaciones teleológicas y totalizaciones en torno a conflictos centrales–, sino también como interrupción de la función performativa de la ficción-sujeto que fundamenta representacionalmente tal organización crono-fotológica –o relativa a un logos del tiempo y la luz, si se quiere–.
“¡Ciencia de la historia! Monstruosa esquematicidad
que ve de antemano, desde lo que fue, todas las formas”
(1961, v.453-456).
Y más adelante:
“No, la historia que será no es como aquella que ha sido.
No consiente juicios, no consiente órdenes,
es realidad irrealizada” (v.571-574).
Una historia desubstancializada, sin sujeto. ¿Qué puede ser, en medio de la facticidad de una cruenta escena material de la historia, pero con el cielo despejado de monumentalizaciones epocales, lo que en sus versos de 1961 Pasolini llamaba una “lucha nueva” (nuova lotta) frente al “nuevo capital” (nuovo capitale)?
La nuova lotta contra el nuovo capitale
Durante sus últimos años de vida, a comienzos de los setenta antes de ser asesinado, Pasolini expresó una cierta desesperanza respecto de las posibilidades revolucionarias en Italia, o al menos habló de una lucha sin programa, una lucha de intersticio. En una entrevista en la televisión italiana (RAI) con el periodista Enzo Biagi, el 27 de julio de 1971 –entrevista que no salió al aire, pues su emisión fue cancelada a causa de una denuncia por “instigación a la desobediencia” y “propaganda antinacional”–, Pasolini declaró lo siguiente:
“Durante un cierto tiempo, siendo joven, he creído en la revolución como creen ahora los jóvenes. Hoy empiezo a creer un poco menos. En este momento, soy apocalíptico. Veo frente a mí un mundo doloroso, cada vez más horrendo. No tengo esperanzas. Por lo tanto, no me bosquejo ni siquiera un mundo futuro. (…) La palabra ‘esperanza’ está borrada en mi vocabulario. Por tanto, continúo luchando por verdades parciales, momento a momento, hora a hora, mes a mes, pero no me propongo programas de larga duración, porque no creo más.”
El último escrito de Pasolini, las Cartas Luteranas, data de 1975. En este libro, colección de artículos previamente publicados, elabora una crítica de la sociedad italiana post 1945, poniendo en conexión la degradación sociocultural con dos fenómenos: el auge de los medios de comunicación masiva y la potenciación totalitaria de la máquina de producción-consumo. Esta crítica pasa, a su vez, por el cuestionamiento de dos mitos modernos: que la pobreza es el peor de los males y que la historia va siempre hacia lo mejor. El mito de que la pobreza es el peor de los males opera del siguiente modo: la pobreza es necesidad y las necesidades del ser humano se pueden satisfacer en virtud de la potenciación del ciclo de producción-consumo. Sin embargo, la potenciación del ciclo de producción-consumo, en lugar de superar la pobreza –“el peor de los males”–, lo que hace es generar más pobreza: otra pobreza, una pobreza nueva, cualitativamente distinta. El segundo mito, recíprocamente funcional con el primero, es aquel según el cual la historia va siempre hacia lo mejor, esto es: la ilusión del “progreso”. El mito del progreso naturaliza el orden de las cosas, el régimen de producción vigente y sus promesas, poniendo la fe antes que la crítica. Sólo la crítica puede desactivar esta fe al poner en cuestión los efectos de dominación y de degradación que una facticidad santificada sanciona como el orden providencial de las cosas.
“Los hijos que son tan cruelmente castigados en su modo de ser (y, en el futuro, con algo más objetivo y más terrible) son también hijos de antifascistas y de comunistas. / Por consiguiente fascistas y antifascistas, patrones y revolucionarios, tienen una culpa en común. (…) / El cuadro apocalíptico, relativo a los hijos, que he esbozado anteriormente, incluye a la burguesía y al pueblo llano. / Las dos historias, pues, se han unido; y es la primera vez que esto sucede en la historia del hombre. / Esta unificación se ha producido bajo el signo y por la voluntad de la civilización del consumo, del ‘desarrollo’. No se puede decir que los antifascistas en general y los comunistas en particular se hayan opuesto realmente a una unificación así, cuya naturaleza es totalitaria –por vez primera auténticamente totalitaria– aunque su carácter represivo no sea arcaicamente policiaco (y aunque recurra incluso a una falsa permisividad)” (Pasolini, 1997, p.15).
Y más adelante:
“Hay –y esta es la cuestión– una idea conductora sincera o insinceramente común a todos: la idea de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de las clases dominantes. / En otras palabras: nuestra culpa consiste en creer que la historia no es ni puede ser más que la historia burguesa.” (p.16).
La historia proletaria se ha subsumido en la vanguardia de la historia burguesa: la tradición de los oprimidos se ha identificado con la historia de los opresores. Todos viven ahora la historia del “progreso”. La civilización del consumo es, pues, el “nuevo fascismo”, el nuevo “auténtico totalitarismo”.
La burguesía está triunfando, en cuanto la sociedad neocapitalista es la verdadera revolución de la burguesía. La civilización del consumo es la verdadera revolución de la burguesía. Y no veo otras alternativas, porque también en el mundo soviético, en realidad, la característica del hombre no es tanto la de haber hecho la revolución y de vivirla, sino la de ser un consumista. La revolución industrial nivela a todo el mundo (Pasolini, 1971).
Pasolini adelanta así –respecto de sus elaboraciones en Michel Foucault y Gilles Deleuze– la cuestión del surgimiento de un nuevo fascismo que se suma y superpone al viejo fascismo: de la represión policial a la falsa permisividad; de la coacción que obliga a trabajar para sobrevivir explotado, a la invitación a trabajar bien encauzado para así poder consumir más, en resumidos términos, de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. Así, la sociedad busca integrar y asimilar, en una operación que debe hacer para defenderse, unificando la diferencia como tal, gestionando la agencia deseante de la multitud, conjurando el peligro de una alteridad incontenible. De modo que en nuestros días la liberación del deseo de los hijos –el consumo– trasunta la vuelta de la sociedad entera en un asunto doméstico –esto es, relativo al dominus, funcional a una ley del padre sublimada. La tecnología neoliberal hace posible la reconciliación de dos conceptos y dos prácticas que en la vieja sociedad disciplinaria y represiva aparecían como irreconciliables: autoridad y libertad.
La “culpa” generacional aparecería hoy, siguiendo a Pasolini (1997), en al menos dos prístinas manifestaciones. Primero, en el hecho de haber perdido la conciencia acerca de nuestra intimidad con el fascismo (p.15) –esto es, haber creído que éste había quedado atrás con la última dictadura instalada a fuerza bruta y desnuda. Luego, en el hecho de haber aceptado, más o menos inconscientemente, la violencia degradante del nuevo fascismo (p.16). Nuestra culpa sería, en definitiva, continuar afirmando que no puede haber otra historia. Walter Benjamin propone un uso del concepto “fascismo” que no se define caído a la representación del archivo historiográfico, que no se reduce a los contornos de una formación política precisa en la coyuntura histórica de la primera mitad del siglo XX en Italia, sino que se puede esgrimir como una denominación extrapolada a la racionalidad antidemocrática del capitalismo como tecnología y régimen de la vida en su conjunto. El fascismo sería, de este modo, el nombre para una tecnología que tiene todos los rasgos de la metafísica teo-onto-antropológica (Heidegger, 1988, pp.98-157): se trata de una racionalidad principal, identitaria y productivista. Pero el fascismo está lejos de ser una esencia: es una tecnología históricamente mutante y con diversas expresiones en distintos lugares.
Sergio Villalobos-Ruminott apunta con Pasolini a la mutación histórica del fascismo que va desde su forma estatal-industrial hasta su forma estatal-financiera. Desde el fascismo clásico, de estética militar, cifrado en la identificación líder-pueblo, hasta el neofascismo o fascismo neoliberal, en contexto de “democracias” procedimentales, de talante securitario y cifrado en la identificación molecular de la población con el orden. El común denominador del fascismo, de su racionalidad, es su recurso a la lógica pastoral y a la violencia sacrificial para naturalizar e inmunizar el orden dominante.
Si la continuidad entre el fascismo clásico y el neofascismo se ha hecho difícil de ver es precisamente por la instalación, desde la primera mitad del siglo XX en Europa y Estados Unidos, de un clivaje entre democracia y fascismo –este último asociado esencialmente a la forma del autoritarismo personalizado y la dictadura militar. Según este clivaje, el fascismo sería una interrupción dictatorial-militar de la razón histórica moderna entendida como progreso del capital y la democracia liberal. Pero sabemos que la historia del capitalismo tiene, más allá de su anverso biopolítico, edificante y humanista, un reverso negativo, necropolítico y antidemocrático, intensivamente depredador y domesticador, disciplinador y securitizador, sacralizador del orden como interfaz ampliada, como régimen de producción de objetos y subjetividades.
Luciérnagas: luce e lucciole.
¿En qué queda entonces la pregunta en verso que plantea Pasolini en 1961 por una “lucha nueva” (nuova lotta) frente al “nuevo capital” (nuovo capitale)? En febrero de 1975, el poeta-cineasta publicó en la prensa italiana una carta, conocida como el artículo sobre La desaparición de las luciérnagas (la disparition des lucioles), en que se lamentaba con tal imagen de la tendencial desaparición en Italia de quienes se resistían a ser domesticados por la civilización del consumo. La imagen, según explica Didi-Huberman (2012, pp.7 y ss.), está tomada de Dante de Alighieri (Divina comedia, Infierno, XXVI): arriba está el Paraíso, el cielo con su gran “luz” (lume, luce), luz celestial que define el cosmos con su gloria escatológica; abajo está el Infierno con sus pequeñas y errantes “lucecitas” (lucciole), constelación de pequeñas llamas que son las almas errantes, luciferinas, expulsadas del cosmos, ardiendo en su propio fulgor doloroso, en un castigo sin fin, pues “cada llama envuelve a un pecador” (ogni fiamma un peccatore invola). En el octavo círculo del Infierno, Dante sitúa el lugar donde vagan como luciérnagas los “consejeros pérfidos”, que deambulan condenados como tales –por ejemplo, los acaudalados nobles de Florencia que fundían el arte de gobernar con los negocios: el negocio de la política, la política del dinero. Didi-Huberman muestra que Pasolini alude a esta imagen de Dante, pero como una alegoría de la actualidad que expone una inversión completa de las relaciones entre luce y lucciole (p.11):
“en nuestros días son los “consejeros pérfidos” –políticos y empresarios– los que están en el cielo, en la gloria del reino, en la sobreexposición de la gran luz mediática y televisual, mientras que las multitudes populares erran en la oscuridad como luciérnagas, buscando como pueden su libertad de movimiento en los intersticios umbríos de un infierno económico muy bien iluminado: huyendo de los proyectores de luz espectacular hacia la noche, emitiendo y compartiendo sus singulares resplandores.”
“Lo esencial sigue siendo esa alegría inocente y poderosa que aparece como una alternativa a los tiempos demasiado oscuros o demasiado iluminados del fascismo triunfante. / (…) El arte y la poesía valen también por semejantes resplandores a la vez eróticos, alegres e inventivos. / (…) La carta de Pasolini finaliza y culmina con el contraste violento entre esta excepción de la alegría inocente, que recibe o irradia la luz del deseo, y la regla de una realidad hecha culpabilidad, mundo de terror (…). Toda la obra literaria, cinematográfica e incluso política de Pasolini parece atravesada por semejantes momentos de excepción en los que los seres humanos se vuelven luciérnagas –seres luminiscentes, danzantes, erráticos, inaprensibles y, como tales, resistentes (…). / La danza de las luciérnagas, ese momento de gracia que resiste al mundo del terror, es la cosa más frágil y fugaz” (pp. 14-16 y 18).
Pero, en la carta de 1975, Pasolini habla de la desaparición de las luciérnagas. Como dice Didi-Huberman, “la luciérnaga está muerta, ha perdido sus gestos y su luz en la historia política de nuestra oscura contemporaneidad que condena a muerte a su inocente” (p.17). La genealogía de esta desaparición –que coincide con la “herencia histórica” o “culpa” de la que tendrían que hacerse cargo los jóvenes italianos–, al menos en la historia política de la Italia del siglo XX, pasaría por cuatro fases: 1) la dictadura fascista de Mussolini en los años treinta y cuarenta (alianza de los militares y la Iglesia Católica); 2) tras 1945, régimen demócrata-cristiano, continuidad del fascismo bajo una “democracia fingida” (alianza entre la clase política y el clero católico); 3) años sesenta y setenta, movilización social y reacción fascista (violencia política, “los años del plomo”); 4) años setenta, instauración del neoliberalismo y consolidación del “nuevo fascismo” en la forma de la “civilización del consumo” (alianza entre la clase política, la clase empresarial, los tecnócratas y la iglesia católica) en un proceso anticipado por Pasolini que llega hasta la Italia del político mediático Silvio Berlusconi y del tecnócrata economista Mario Monti.
Pasolini refiere a esta cuarta fase de la historia política italiana del siglo XX como la culminación de la catástrofe –que coincide, como indicábamos, con el tránsito de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control: se trata de un proceso de “aculturación” (acculturazione) (en Didi-Huberman, p.20 y ss.) que no es sino el anverso de la “culpable” recepción sin crítica del modelo neoliberal por parte de los padres y los hijos italianos. Este proceso se ha cumplido “sin verdugos ni ejecuciones masivas”, y ha consistido más bien en la “asimilación al modo y la cualidad de vida de la burguesía” (en Didi-Huberman, p.21).
“He visto con ‘mis sentidos’ al comportamiento impuesto por el poder del consumo (il potere dei consummi) remodelar y deformar la conciencia del pueblo italiano hasta una degradación irreversible, algo que no había sucedido durante el fascismo clásico, periodo en el curso del cual el comportamiento estaba totalmente disociado de la conciencia.” (en Didi-Huberman, p.23).
El tópico de la “desaparición de las luciérnagas” destaca la persistencia de una negatividad inmanente, intersticial, que habla de la “supervivencia de las luciérnagas”.
“¿Ve entonces Pasolini su entorno contemporáneo como una noche que habría definitivamente devorado, sometido o reducido las diferencias que forman, en la oscuridad, las sacudidas luminosas de las luciérnagas en busca de amor? Creo que esta última imagen no es la buena todavía. En efecto, no es en la noche donde las luciérnagas han desaparecido. En lo más profundo de la noche, somos capaces de captar el menor resplandor, y es la expiración misma de la luz la que nos resulta todavía visible en su estela, por tenue que sea. No, las luciérnagas han desaparecido en la cegadora claridad de los “feroces reflectores”: reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión. (…) / ¿Está el mundo tan totalmente sometido como han soñado –como proyectan, programan y quieren imponernos– nuestros actuales “consejeros pérfidos”? Postularlo así es, justamente, dar crédito a lo que su máquina quiere hacernos creer. Es no ver más que la noche negra o la luz cegadora de los reflectores. Es actuar como vencidos: es estar convencidos de que la máquina hace su trabajo sin descanso ni resistencia. Es no ver más que el todo. Y es, por tanto, no ver el espacio –aunque sea intersticial, intermitente, nómada, improbablemente situado– de las aberturas, de las posibilidades, de los resplandores, de los pese a todo” (p.22 y 31).
Pese a todo, ¿cómo leer el presente mirando hacia un pasado que no se termina de reescribir? (Peric, 2020) ¿Qué hacer con un cielo despejado de toda lingua franca y con una tierra preñada de múltiples lenguas habidas y por haber?
La revuelta y la fiesta de la primavera
Amo y odio el “18 de septiembre” chileno. Me inquieta también la trama ominosa en que se inscribe… 11, 18, 19. Tras las crispaciones y rituales que conmemoran el golpe mortífero del “11” (“de 1973”) –el golpe que sigue pasando hasta hoy en el eco “democrático” de sus bandos– percibía que se venía la reconciliación mítica del “18” en torno a la parrilla nacional de la fiesta familiar y las “ramadas”, con animales sacrificados y bien regados, en medio de un imaginario de paisaje, aroma y sabor hacendal. Y que, para cerrar el ciclo, sobrevenían el “19” la resaca gloriosa de las liturgias solemnes, aquella puesta en escena para la glorificación capitalina de la maquinaria necropolítica del gallardo y profesional ejército pretoriano –la parada militar televisada desde el popular Parque O’Higgins– y, en su pináculo, aquella otra performance televisada desde la Catedral de la Plaza de Armas de Santiago, que reclamaba la glorificación de todos los nombres del padre en el tedeum que reúne a la Iglesia con el Estado y el Capital –con el desfile de altas jerarquías eclesiásticas, autoridades políticas de gobierno, líderes empresariales; regla concentracionaria de la auctoritas.
Hasta antes del golpe de 1973 se celebraba esa fiesta en las calles de las ciudades y en los campos como ocasión de encuentro profano que celebra la proliferación heteróclita de las formas. Y aún se sigue celebrando, transfigurada en medio de la metrópolis postcolonial y postdictatorial, en sus intersticios. Por eso me sigue gustando el 18. Pienso que quizás sea cosa de arrebatarles la fiesta de la primavera a los milicos, interrumpiendo su artefacto mitológico y espectacular para hacerla singular/plural y, por lo mismo, común. Profanarla, hacerla común en la potencia del uso.
La fiesta de la primavera, su proliferación heteróclita de las formas ha sido durante doscientos años progresivamente conjurada en la privatura de un patriotismo cuyo imaginario no es sino el índice de un patrón de acumulación estético, de organización de la imagen que comunica políticamente la norma. Economía de la presencia reproducida primero en las escuelas de matriz estatal –en su contextura patriarcal más arcaica, centralizada y molar– y, mucho más tarde, en el tráfago telemático y global de los medios de comunicación masiva y espectáculo mercantil que hacen del patriotismo una dimensión molecular de identificación con el orden global del nuovo capitale.
De modo que septiembre es un mes en Chile en el que durante cada vuelta alrededor del sol ocurre una suerte de captura de la fiesta de la primavera, su progresiva sustitución espectacular por un ritual de glorificación de “esta vida” como una obra o trabajo de muerte (work of death) –el 11 de la guerra civil y del genocidio como solución final a la desobediencia, encuentro y clinamen proliferante de la imaginación popular; el 18 de la reconciliación nacional en la vuelta al imaginario consuetudinario colonial de la hacienda; y el 19 de la glorificación concentracionaria de todos los nombres del padre sacramentada por el clero que administra los residuos vestigiales de la teología política campante. A propósito de la captura de la fiesta profana bajo la égida de la bandera, me acuerdo de Agamben (2001) rememorando su encuentro con Heidegger en 1966:
“Recuerdo que en 1966, mientras frecuentaba en Thor su seminario sobre Heráclito, le pregunté a Heidegger si había leído a Kafka. Me contestó que, de lo no mucho que había leído, había quedado impresionado sobre todo por el relato La madriguera (Der Bau). El innominado animal (topo, raposo o ser humano) protagonista del relato está obsesivamente preocupado por construir una guarida inexpugnable, que poco a poco resulta ser, por el contrario, una trampa sin salida. Pero ¿no es precisamente esto lo que ha sucedido en el espacio político de los Estados-nación de Occidente? Las casas (‘las patrias’) que se han afanado en construir han resultado ser finalmente, para los ‘pueblos’ que debían habitarlas, no otra cosa que trampas mortales.” (pp.101 y ss).
Si esa “trampa mortal” no fue sino la mutación de la forma de la soberanía, desde su configuración imperial hispana a su traducción “republicana”, la celebración de las “fiestas patrias” como celebración de la independencia no es sino la ritualización, mediante el sacrificio (11, 18, 19), de una transición infinita. Quizás aquí descansa el agenciamiento consistente en la domesticación de la primavera –que es también una doma de la imaginación. Y quizás la revuelta chilena desencadenada el 18 de octubre de 2019 (“el otro 18”) no sea sino un eco de la vieja fiesta de la primavera como celebración de la proliferación heteróclita de las formas.
A propósito de la etapa de transición infinita en la que en Chile no hemos dejado de transitar, resultan sabrosas las notas de Agamben en relación con la derrota de la izquierda en las elecciones de 1994 en Italia:
“(L)a derrota no fue el resultado de una batalla librada desde posiciones opuestas, sino que ésta no decidió otra cosa que a quién le tocaba poner en práctica una ideología del espectáculo, del mercado y de la empresa que era idéntica en las dos partes. (…). Lo que aquí nos interesa es sólo la evolución que se ha producido a partir de finales de los años setenta. Porque fue entonces cuando la corrupción completa de las inteligencias asumió la forma hipócrita y biempensante que hoy se llama progresismo.” (pp.101 y ss).
Quizás así también se pueda comprender el terror que genera en Chile, entre conservadores, izquierdas pedagógicas y liberales progresistas biempensantes, lo que han intentado domesticar categorialmente bajo los motes de “intelectual octubrista” y “partido de la violencia”.
¡Feliz fiesta de la primavera, salud, viva la revuelta!
Bibliografía
Agamben, G. (2001) Medios sin fin. Notas sobre la política (A. Gimeno, trad.) Valencia: Pre-Textos.
Díaz-Letelier, G. (2016) Inmigrantes y refugiados en la época de la geoeconomía política. En Revista Electrónica Carcaj, “especial migraciones”.
Didi-Huberman, G. (2012) Supervivencia de las luciérnagas (J. Calatrava, trad.). Madrid: Abada.
Gordon, R. (1996) Pasolini. Forms of subjectivity. Oxford: Clarendon.
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