Hay más en el rock and roll que solo el rock and roll. Esa es la premisa de cualquier rockumentary y eso es también lo que queda en evidencia en Los Rockers: rebelde rock and roll, el documental de Matías Pinochet.
Y es que una cosa es la unión de la música y el cine en la sala de montaje, una cosa es Mia Wallace y Vincent Vega bailando Chuck Berry en el Jack Rabbit Slims saturado de colores, o Born to be wild sonando entre el rugido de motores al comienzo de Easy Rider. Esa noción del rock como un lugar glamoroso y deseable que Hollywood y la televisión se ha encargado de construir. Sinónimo de libertad, de éxito, dinero y las mujeres que caigan con todo eso. Pero lo de Los Rockers es el opuesto absoluto: Ahí donde Hollywood decía que habían mansiones enormes en Los Rockers hay piezas compartidas y lista de deberes, donde Hollywood dice cocaína de alta pureza esnifada en billetes de 100 dólares hay polvo blanco pateado consumido de la punta de un pase escolar, donde Hollywood dice autos de lujo, hay vans arrendadas; miles de fans versus veinte amigos borrachos, y así. Todo en la película es un choque constante entre la fantasía adolescente de la estrella de rock y la cruda realidad a la que se enfrenta una banda que quiere realmente vivir de la música aquí en el fin del mundo.
Porque esta es una película de choques. Todo colisiona. Desde el comienzo Pato y Walter (los líderes de la banda) son descritos por amigos y ex compañeros del grupo como polos opuestos, personalidades conflictivas pero sin embargo complementarias, que se vuelven tanto catalizadores del relato de la película como probablemente la representación más fidedigna del espíritu de una banda que desde sus cimientos está siempre en constante conflicto.
Pero es esta colisión constante la que los vuelve queribles. El equivalente emocional de ver a Chaplin o Keaton hundir su bastón en la nieve y caer, solo que esta vez no hay ni nieve ni bastón sino un choque constante con el muro de lo real, públicos octagenarios y atrasos imperdonables para una banda que sueña con luces y estrellato. Aún así, todo esto dota a los personajes de cierta dulzura. Porque te recuerdan constantemente que detrás del delirio fantasioso de los nombres ficticios, detrás de las boinas, el uniforme negro, las patillas y los jopos hay solo un par de tipos a los que les cuesta la vida y que no están dispuestos a conformarse con el trabajo de nueve a cinco para pedir un crédito hipotecario y mandar una pareja de hijos al colegio. El rebelde rock and roll está en seguir jugando pese a tener todas las de perder.
Los Rockers es nuevamente el cine desmitificando al cine. Una película que usa las mismas operaciones que otras han usado para elevar músicos a la altura de leyendas, pero que esta vez se usan con la intención contraria, que aterriza y hace humana una historia o un mundo particular que muchas veces se nos muestra como ajeno, falso, plástico. Es el lado B de la lucha por el éxito. El mundo que transitan Los Rockers es el de las radios A.M, el de –gracias a su pintoresca manager- pequeñas concentraciones políticas (aún cuando la banda no tenga orientación alguna al respecto), de bares perdidos en algún lugar de Santiago, de viajes apretados en camioneta.
Resulta un poco inevitable encontrar similitudes entre la historia de Los Rockers y la que Sacha Gervasi relata en otro notable documental como Anvil: The Story of Anvil. Ambas cuentan en un tono similar la lucha constante de bandas estancadas en el tiempo, que pese a tener todas las condiciones para hacerlo, nunca avanzaron a la etapa siguiente. Nuevamente el choque está ahí presente, pero esta vez es ese tiempo el que ronda siempre como fantasma a cada uno de los personajes que sienten cada vez de forma más patente el peso de esa anacronía vital, un deja vú eterno de las tocatas del colegio aún cuando ellos mismos saben que ya deberían estar codeándose con los grandes.
Es quizás esa carrera contra el tiempo la que destila gran parte de la tragedia que hay historia. Tragedia que en realidad es tragicomedia suavizada por unos personajes encantadores que funcionan entre sí casi como si hubiesen sido escritos. Generando tensiones y situaciones hilarantes casi por igual. Caramelizando así los fracasos con el halo de belleza que entrega lo cotidiano, lo familiar y esa camaradería tan propia de la dinámica pandillera de las bandas de rock.
Quizás todo se pueda reducir en una escena: Walter, mientras trabaja con herramientas, vestido de overol le cuenta a la cámara sobre el día que se enamoró del rock. Dice que cuando vio en televisión la noticia de la muerte de Elvis se encontró con las fanáticas llorando y la guitarra. Y eso era lo que buscaría el resto de su vida. Pero es esa misma imagen la que contiene toda la ironía de la película: A Walter aún lo ata el overol. Y esa misma imagen de un Elvis lleno de fama que es casi ya su razón de ser es la que lo enfrenta constantemente a su realidad por oposición, pero, al mismo tiempo son esas cosas pequeñas e insignificantes y no los grandes triunfos inflados los que se vuelven memorables y esos choques y oposiciones los que vuelven a esta historia digna de ser contada.
Gutiérrez, H. (2014). Los Rockers: rebelde rock & roll, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/los-rockers-rebelde-rock-roll/687