La historia de Nuestramérica aún tiene muchas heridas por sanar. Despojos, rebeliones y masacres marcan los recuerdos de nuestros pueblos, territorios y cuerpos. En los últimos cinco siglos, la imposición de la industrialización ha alterado el metabolismo de larga duración de la naturaleza a tal punto que las ciencias sociales comienzan a hablar de antropoceno, incluso, de capitaloceno (Machado, 2018) para referirse a nuestro presente.
En los campos y ciudades de toda la región, nos enfrentamos al avance de políticas neoliberales que promueven el extractivismo como único modelo económico y vía de desarrollo posible, pues sabemos que es una continuación del saqueo histórico a nuestros territorios y pueblos, con estrategias cada vez más violentas que pretenden romper los tejidos de la vida comunitaria, barrial o vecinal.
Son las empresas en complicidad con los gobiernos –neoliberales o progresistas– quienes reavivan la memoria de quinientos años de saqueo colonial. Operan con nuevas-viejas maneras de imponer los proyectos extractivos, como la militarización, paramilitarización y declaratoria de estados de emergencia, la criminalización de la protesta y la judicialización de las luchas sociales. A estas estrategias de control se suman los medios de comunicación, estigmatizando y distorsionando la imagen de quienes luchan, dándole una vuelta más al espiral de violencia que se agudiza y amenaza toda forma de vida que plantee otro horizonte de sentido, alternativo al de la modernidad capitalista.
Esta conflictividad también se da en el terreno del discurso, es decir, de la cultura. Así, se han construido narrativas –y difundido ampliamente– que alimentan la fantasía desarrollista, aquella que promete el crecimiento económico imparable, que fomenta el consumo irracional, y que justifica el extractivismo como la vía para obtener los insumos necesarios para una vida “plena y feliz”.
La respuesta a esta arremetida del capital trasnacional está en una gran diversidad de movimientos sociales y acciones colectivas que se proponen detener los proyectos extractivistas. Así, la ancestral lucha por la tierra se actualiza en nuestros tiempos como defensa del territorio (Bartra, 2016). Hoy día, esta resistencia es sostenida por “entramados comunitarios, entendidos como sujetos colectivos de muy diversos formatos y clases con vínculos centrados en lo común y los espacios de reproducción de la vida humana no directa ni inmediatamente ceñido a la valorización del capital” (Gutiérrez, 2011:14).
Si la colonialidad se ha extendido e insertado en casi todos los procesos sociales para organizar el tiempo y espacio, estableciendo toponimias y periodizando las marcas de la historia para construir y borrar acontecimientos al favor del poder; es preciso recuperar nuestras memorias para reconstruir ese relato, considerando otras voces y vivencias. Las narrativas que se anclan en el ejercicio de la memoria colectiva de los pueblos y comunidades que resisten no son nuevas, pues se nutren de los modos de vida previos, de una historia común de desposesión y violencia, pero también de prácticas de auto-organización y vida comunitaria. Este artículo es un acercamiento a dichas narrativas en el caso peruano, visto a partir de la producción documental de los últimos veinte años.
Memoria y práctica audiovisual
Como señala el investigador Sergio Tischler, “la memoria no es una simple rememoración del pasado, sino una fuente vital para configurar el antagonismo presente con las luchas anteriores y desplegar una idea de futuro a partir de la autodeterminación de los propios pueblos” (2005: 95). En este sentido, cuando hablamos de territorio nos referimos al resultado de la apropiación social del espacio no sólo en términos geográficos o físicos, sino también en un nivel simbólico. Es decir, el territorio es el espacio vivido, que se percibe individualmente desde los sentidos, valores, sensaciones, y que al mismo tiempo forja diferentes percepciones en lo colectivo, como la memoria, la pertenencia y la identidad 1Como plantea Carlos Rodríguez, el territorio “es la proyección del grupo social, de sus necesidades, su organización del trabajo, su cultura y sus relaciones de poder sobre el espacio; es lo que transforma ese espacio de vivencia y producción” (Rodríguez, 2010: 23). Es un espacio significativo en la medida que la gente que lo habita le atribuye cierta valoración o particularidad.
Por lo tanto, al hacer foco en las disputas narrativas que se producen a nivel individual y colectivo, nos acercamos a otros elementos de la vida social, evocando horizontes de sentido que han sido silenciados por la historia oficial de los pueblos y comunidades en lucha. De esta manera, la memoria la entendemos como la capacidad para la interpretación y reconstrucción de una experiencia pasada para ser narrada en el presente, la cual va ser determinada por marcos sociales compartidos en una colectividad y que van ser representados a través de lenguajes.
Así cuando “hacemos memoria”, no recordamos cualquier experiencia, sino tejemos una versión propia de los acontecimientos guardados en nuestra mente y cuerpo, evocados por distintos estímulos que despiertan la remembranza. Esta evocación puede ser representada no sólo por medio de la oralidad, también por la lecto-escritura, las imágenes, los sonidos, gestos, el cuerpo, o con el uso de tecnologías para la reproducción mecánica, e incluso digital.
De esta manera, las tecnologías audiovisuales han servido como soporte para el retrato y representación de imágenes, sueños, discursos y acontecimientos en distintos dispositivos y formatos. Sin duda, el cine y la fotografía han sido los principales mecanismos utilizados durante el siglo XX para este ejercicio de registro, y con el tiempo han logrado construir un repertorio amplio de documentos de memoria donde se plasman diversas formas de ser y estar en un lugar y tiempo específico. Así, la fotografía y el cine han permitido conocer los imaginarios de cada periodo de la historia, y así tener referencias que amplían nuestro marco de interpretación del pasado.
Por ello, no se puede abordar el universo audiovisual sólo como una técnica de registro o herramienta comunicativa, pues se presenta como un campo de estudio en sí, con una mirada y discurso propio que teje puentes de manera interdisciplinar y en diálogo con la memoria y la historia. De ahí el reto de las prácticas audiovisuales en común, que abordan la narración de la resistencia desde una mirada documental. Como colectivo Maizal, vemos en estas estas prácticas la posibilidad de un archivo vivo y en construcción, soporte de la memoria subalterna.
Estos artefactos tejen puentes para la transmisión, de una generación a otra, de los referentes simbólicos que construyen ese relato común que se evoca en la memoria colectiva, por ello su intención y valor comunicacional se centra en la lucha contra el olvido. Ya lo propone Pollak (2006) cuando dice que las memorias sociales pueden ser múltiples, contradictorias y sufren cambios en el tiempo. Es por eso que, en las evocaciones del pasado, no se puede dejar de lado las relaciones de poder, pues encontramos memorias de corte hegemónico, y otras marginalizadas o que aparecen como emergentes según los cambios de época y lectura del pasado.
En ese camino, reconocemos cómo las colectividades reconstruyen el sentir y las características que marcan el tiempo que les toca vivir, a partir de diferentes vías o prácticas para el recuerdo, como son las conversaciones, los discursos, la retórica, incluso los mismos artefactos (materiales y simbólicos) que se configuran como detonadores de recuerdos u olvidos. Así se conservan las experiencias y sentimientos más relevantes que acompañan la continuidad del grupo en el tiempo.
La acción de la memoria está en una continua batalla contra cierto olvido social, impuesto desde el poder a través de sus distintas manifestaciones. Por ello, las tecnologías audiovisuales han permitido generar documentos -de corte poético, testimonial, experimental, observacional o sensorial- sobre eventos de la vida cotidiana o de la convulsión social.
La dimensión política que adquieren los documentos audiovisuales, nos lleva a plantear retos en sus modos de producción, pues al leerlos e interpretarlos como artefactos de la memoria, también podemos entrar en relaciones de poder sobre los usos -y abusos- de la memoria, las evocaciones del recuerdo y olvido. Entonces, también hay tensión entre las distintas prácticas audiovisuales en contextos de lucha territorial, pues no sólo se disputa el campo de lo informativo para la denuncia contra las injusticias, sino que estas se convierten en artefactos-puentes que vinculan tanto a diferentes generaciones como a distintos territorios.
Documental y luchas por el territorio
El documental, como género cinematográfico y/o periodístico, se ha caracterizado por las constantes transformaciones en cuanto a sus formas de producción y articulación narrativa, de la mano con el avance de las tecnologías y procesos sociopolíticos. Ha provocado una mirada crítica ante los modos de representación de la otredad, y ha dado pie al surgimiento de diversas vanguardias artísticas para explorar libremente lenguajes y narrativas que, con el tiempo, han borrado las fronteras de la dicotomía ficción-documental, para explorar otras posibilidades de representación y auto-representación.
Ahora bien, cuando hablamos de documental no nos referimos solamente al material de consulta que guardan los archivos, sino a una fuente abierta que recrea narrativas y memorias, para proponer otras miradas a la historia 2También están aportes como los de Marcel Ferro o Robert Rosentone, quienes proponen el análisis de obras fílmicas no para contraponer la verdad histórica, sino de “estudiarlas como formas que tienen las sociedades de representarse a sí misma y a su pasado” (Aprea, 2015: 42). Un acercamiento que entiende los estudios del documental, memoria e historia como una mirada para buscar posibilidades de abordaje en los modos de recordar el pasado. Si bien el cine y el audiovisual desde un abordaje documental se han vinculado con diversos procesos sociales, lo que nos convoca en esta ocasión es su relación con las luchas por la defensa del territorio y los giros narrativos que se han dado en la disputa por la memoria colectiva frente a la expansión de las fronteras del capital. Situación que transforma los mundos de vida, enfrentando a las comunidades y pueblos a un nuevo ciclo de violencia y violación de derechos.
El campo de las luchas por la defensa del territorio y sus narrativas audiovisuales, nos acerca a los modos de habitar, trabajar o resistir en las comunidades en disputa, que cargan de significados particulares el entorno para preservarlo o devastarlo en su dimensión material y simbólica. En este escenario, destaca la condición afectiva de la experiencia vivida, la cual varía según el contexto de sus protagonistas, algo que a su vez incide en los modos narrativos del recuerdo. Por lo tanto, los dispositivos de memoria que se puedan producir de estas tensiones, responden a un universo heterogéneo (pluriverso) de relatos donde se despliega el recuerdo y el olvido, en la evocación de la memoria colectiva.
Si las empresas extractivas buscan romper los tejidos comunitarios 3Por ejemplo, a través de ofertas de empleo o desarrollo profesional para los sectores más frágiles, o dividiendo la opinión de la comunidad al mostrar sus “buenas prácticas” ambientales o sociales, la labor de los documentalistas o video activistas que acompañan procesos de luchas, intenta contrarrestar la fragmentación e individualización de las memorias para mostrar ese fractal de historias que resisten desde su singularidad. Entonces, así como los modos de recordación son diversos y se transforman con el tiempo, de la misma manera las afectaciones de los megaproyectos son diferentes entre los y las integrantes de las comunidades. En ese sentido, la recuperación de las fuentes testimoniales para la producción audiovisual: parte de un desprendimiento de la mirada colonial, rompe los cercos e imaginarios homogeneizados desde el poder, y permite la articulación de relatos polifónicos.
Es por tanto que, como colectivo que también hace audiovisual para acompañar luchas territoriales, entendemos que el abordaje documental de estas prácticas comunitarias tiene la capacidad de ser vehículo de registro, y al mismo tiempo, de articulación de la memoria colectiva. Así, en las últimas dos décadas, se ha ido consolidando un repertorio de experiencias que registran y conectan experiencias de colectivos subalternos, a través de materiales audiovisuales que reflejan una gran diversidad de horizontes políticos de cara a la expansión de las fronteras del capital.
Neoliberalismo, documental y conflictos socioambientales en Perú
Como en todo el continente durante los primeros años del siglo XXI, en Perú se consolidaron las condiciones para el crecimiento estable de las industrias extractivas; proceso iniciado en la década del noventa, por la dictadura de Alberto Fujimori, el mismo régimen que impulsó el neoliberalismo y propició la desarticulación de los movimientos sociales, al dictar normas represivas bajo el pretexto de luchar contra el “terrorismo”.
Pero, ¿qué pasaba con el documental? Pues que dichas políticas neoliberales -respaldadas por la constitución fujimorista de 1993- trajeron serias consecuencias en el sector cinematográfico, con la modificación de la ley de cine Nº 19327, gestada durante el gobierno de Juan Velasco en 1972, y que hasta entonces había garantizado condiciones mínimas para el avance de la producción y promoción de la cinematografía nacional. Cabe mencionar que, durante la vigencia de aquella ley, el Perú vivió un auge en la producción y la formación de cineastas dedicados a la ficción y no-ficción 4En estos años se impulsó un sistema de exhibición de cortometrajes nacionales antes de cada proyección de películas extranjeras. Esto fue beneficioso para las producciones estrenadas bajo este decreto durante casi 20 años (Malek. 2016). Con su reemplazo, en 1994, por la ley N° 26370, hubo un claro retroceso en la producción documental, que se vio disminuida desde los incentivos estatales y la falta de apoyo de los sectores privados. Esto permitió la entrada de las ONG (organismos no gubernamentales) como potenciales patrocinadores para la gestión y realización de proyectos audiovisuales (Quinteros, 2018), en su mayoría como piezas de difusión de sus proyectos de intervención. Un proceso que también ha tenido consecuencias en las líneas temáticas y narrativas del documental.
En el año 2000, la convulsión social que provocó el cambio de régimen y el regreso a la democracia, representó una nueva oportunidad para recuperar los derechos perdidos durante la década anterior, espíritu que se reflejó en el aumento de la producción documental de corte social y político. Así, surgen producciones relacionadas a las protestas estudiantiles, “la marcha de los cuatro suyos” y el nacimiento de movimientos sociales que impulsaron el cambio de gobierno, realizadas por una generación que se va “organizando y agrupando en nuevos espacios alternativos de creación y de difusión para el documental alrededor del año 2000” (Malek, 2016:23). Sin embargo, aunque fue derrocada la dictadura fujimorista, siguen vigentes sus leyes y políticas como parte de un modelo en curso. Así, hasta la fecha continúa la desaceleración de la producción nacional, pero con las puertas abiertas a la industria estadounidense y su tendencia, estética y narrativa, hacia la homogeneización.
Con el “regreso a la democracia”, también se impulsaron reformas para fortalecer la “institucionalidad ambiental”, e incrementar así los impuestos de las empresas. Sin embargo, estas reformas no atienden el problema de la contaminación y las industrias extractivas siguen operando impunemente. Paralelamente, se debilitaron las políticas en favor del ordenamiento territorial y derecho a la consulta previa de los pueblos indígenas, y se criminaliza la protesta social sistemáticamente.
Ahora bien, con el nuevo siglo llegó también el soporte digital, inaugurando la era de los contenidos auto-difundidos por internet y la generación de plataformas alternativas. Inició entonces una explosión de producción documental por el acceso a las herramientas de producción y difusión. Además, se activaron circuitos alternativos que buscan saltar el cerco impuesto por la ley de cine y el control de los medios de comunicación masiva. En este ambiente de convulsión y re-organización desde abajo aparecieron muestras y espacios alternativos de exhibición donde predominan las proyecciones de corte documental. Una de ellas fue la primera Muestra de Documental Independiente Peruano 5Co-organizada por DIP (hoy DOCUPERU) y el Centro Cultural España (2003), y la muestra El video peruano y los derechos humanos 1984-2004 6Organizada por ImaginAcción en el marco de la primera Bienal nacional de cine y video. (2004), marcan dos hitos en la producción y promoción documental en un escenario de transiciones sociales y políticas. Ambas son el inicio de espacios de exhibición donde se difunde producción documental vinculada a la memoria del conflicto armado interno y las secuelas de la dictadura, aún sin profundizar en las tensiones socio-ambientales que estas van a provocar. No obstante, los documentales sobre estos temas no van a parar, por el contrario, el retorno a la democracia detona una nueva etapa en la documentación de los conflictos socio-ambientales en territorios protagonizados por comunidades afectadas por megaproyectos extractivos, o bien, en lugares donde empieza a nacer la resistencia frente a su expansión.
El avance de concesiones mineras continuó durante la primera década del siglo XXI, y la posición de los gobiernos de turno -incluso en los proyectos más cuestionados- fue siempre a favor de las actividades extractivistas, situando a la minería como motor de la economía para no “poner en riesgo” el crecimiento económico y atraídos por el enriquecimiento 7Esta expansión ha sido de 2,26 millones de hectáreas en 1991, a 15 millones en 1997, hasta llegar a 26 millones en 2012 (Maquet, 2013), cuando se agudizan distintos conflictos socioambientales como el de Conga (Cajamarca), Tintaya (Espinar), Tía María (Arequipa), o los continuos derrames de petróleo en el oleoducto norperuano en Loreto, por mencionar algunos que siguen vigentes hasta la actualidad. Para más información, véase: http://cooperaccion.org.pe/mapas/.
El discurso construido por el Estado y las empresas, se va reflejar sin lugar a dudas, durante el segundo gobierno de Alan García (2006-2011), periodo de mayor confrontación entre el régimen y los movimientos sociales, sobre todo en materia de defensa del medio ambiente y grupos sindicales. En estos años, desde el poder, se va calificar de “perros del hortelano”, “ciudadanos de segunda categoría”, “enemigos de la patria” o “anti desarrollo” a todo intento de reivindicación en defensa de los derechos humanos, colectivos y territoriales. En esos años se posiciona, además, el mito del Perú, país minero para construir la estrategia discursiva del neoextractivismo (Silva Santisteban, 2014), que promueve la Sociedad Peruana de Minería e Hidrocarburos. Si bien los mitos pueden dar identidad colectiva a poblaciones o abrir horizontes de sentido de cambio y creación, sirviendo a las luchas por un mundo más justo; también pueden servir para mantener el orden existente y defender los intereses de quienes tienen privilegios y poder en el mundo 8Según Paul Maquet (2013: 14) se van a configurar 5 mitos sobre la realidad de la minería en Perú, que son los siguientes: “Son Anti mineros”, “la minería es motor del desarrollo”, “la minería moderna no contamina”, “la minería escucha a la gente”, “no hay alternativas”.
Este es el escenario (la post-dictadura) en el que se da otro giro de la producción documental en Perú. Tras la efervescencia promovida por los alcances de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) que centró la mirada y hacer de los documentalistas en el abordaje del conflicto armado interno; el aumento de la conflictividad socioambiental, va poner en pantalla una diversidad de historias sobre campesinas, campesinos e indígenas que sostienen luchas por la defensa de sus territorios frente a un nuevo ciclo de violación de sus derechos individuales y colectivos.
Luchas socioambientales en el documental peruano (2000-2019)
No todos los conflictos de corte eco-territorial (o socioambiental) manifiestan abiertamente una oposición o cuestionamiento al extractivismo como tal, Muchas veces, las luchas que de ellos emanan no están determinadas por el hecho de detener un proyecto o negociar mejores condiciones con la empresa o el Estado. Antes bien, sus matices “revelan un descontento con varias características o consecuencias del tipo de desarrollo promovido en el marco de las políticas neoliberales y extractivistas” (PDTG, 2013: 13).
Dicha diversidad se refleja, también, en la producción documental. Como si midieran el pulso de un país, decenas de piezas audiovisuales hechas a lo largo y ancho de Perú durante casi veinte años, hoy nos muestran un territorio atravesado por el dolor del extractivismo y, al mismo tiempo, por la dignidad de sus opositores.
En un país carente de políticas culturales que promuevan la producción cinematográfica alternativa y en marco de la fiebre desarrollista en toda la región, este ciclo de conflictos y su representación audiovisual (2000-2019) tiene como punto de partida el proyecto documental Choropampa, el precio del oro 9En este nuevo ciclo de producciones, este documental fue galardonado por el Estado peruano con el Premio CONACINE - Concurso Extraordinario de Obras Cinematográficas Documentales, 2004 dirigido por Ernesto Cabellos y Stephanie Boyd, producido por Guarango Cine y Video. Esta es una pieza documental que aborda la problemática de salud y lucha por justicia de los afectados por la minería en Cajamarca, en la región norte andina de Perú. Con un abordaje testimonial y de cine directo (o cinema verité) narra las consecuencias ambientales y sociales que provocó el derrame de mercurio en la localidad de Choropampa, por la empresa minera Yanacocha. Así, muestra la importancia del trabajo comunitario y la unidad entre la población para luchar contra dicha adversidad.
Es preciso señalar que, previamente al periodo en cuestión, ya se habían realizado algunas producciones documentales sobre estos temas de forma comprometida. Dialogando con el cineasta Fernando Valdivia (2019), él nos compartió la experiencia del documental Visión de la Selva (1973), un cortometraje de corte militante que denuncia una oleada de devastación en los territorios amazónicos producido por la experiencia colectiva del “Grupo Liberación Sin Rodeos”. Y también, nos mencionó la trayectoria del cineasta Jorge Suárez quien -en marco de la ley de cine N° 19327 arriba señalada- produjo una serie de documentales que lo llevaron a tocar temas ecológicos y culturales, como la propuesta –premonitoria- sobre el devenir amazónico en el cortometraje Ashaningas del Cutivireni (1985), realizada por él y producida por Ana María Pérez. Esta película se trata de las problemáticas de corte territorial provocadas por el ingreso de capital nacional e internacional para impulsar industrias madereras y petroleras.
En estas películas -hechas en un contexto de cambios sociales y políticos promovidos por las reformas agrarias de la época-, sus realizadores pusieron la mirada en la Amazonía y sus transformaciones como consecuencia de las políticas de expansión de las fronteras agrarias, evidenciando así sus graves consecuencias socioambientales. Esto las distingue de otros documentales de la época, como Agripino (1971) del cineasta sueco Jan Lindqvist o Runan Caycu (1972) de la peruana Nora de Izcue, por mencionar un par, que centraron la mirada en la reconfiguración agraria y las tensiones en la lucha por la tierra, como eje central 10Abordaje que va estar ausente en la mayoría de producciones vinculadas a las luchas y conflictos de carácter agrario en el campo andino o costero, donde se plantean enfoques centrados en el debate de la tenencia de la tierra, las transformaciones sociales producto de la migración interna o la difusión del proyecto nacional y la modernización del país como temas centrales, sin prestar atención a la dimensión ambiental.
En estos años previos al periodo de estudio, también encontramos el mediometraje documental de la antropóloga Ana Uriarte y el propio Fernando Valdivia, Las calaminas vs las malocas (1993) que presenta la tensión entre las visiones económicas y de desarrollo de los pueblos y de las recientes reformas neoliberales de inicios de los años noventa. Dos proyectos audiovisuales que, entre la diversidad de propuestas estéticas y narrativas que se van a producir en el periodo de la nueva ley de cine, se caracterizan por llamar la atención sobre las transformaciones y conflictos de la Amazonía en materia ambiental y social. Y a la vez, son muestra del cambio en la tecnología y el paso de la producción fílmica al video, y posteriormente al soporte digital.
Ya en 2018, Perú tenía el 14% de su territorio concesionado a empresas mineras. Concesiones que en su mayoría ponen en riesgo ecosistemas de una enorme fragilidad ambiental (como en el caso de Conga, Chadin) o amenazan con destruir la producción agrícola (como el caso Tambogrande o Tía María). En el campo amazónico, la explotación de hidrocarburos (petróleo, gas) y agronegocios, ponen en riesgo tanto el ecosistema, como la supervivencia de los pueblos originarios. De igual manera, la minería y la tala ilegal que conforme se expande agudiza los conflictos. Así, en esta época marcada por los conflictos socioambientales, encontramos la presencia de producción documental que retrata y guarda memoria de dichas tensiones y luchas por el territorio. Como Maizal, nos hemos dado a la tarea de localizar y catalogar dicha producción y hasta el momento tenemos ubicadas 202 piezas documentales. La mayoría ha sido producida entre 2012-2015; con un claro descenso en este año que termina (2019). La región que, a lo largo de estos casi veinte años ha tenido la mayor cantidad de documentales producidos acerca de su caso es Cajamarca, con 54 piezas. Le siguen Amazonas y Cusco, con 19 cada una. En las tres regiones, es conocido, hay profundos intereses mineros y petroleros.
Retomando el caso de Guarango Cine y Video, decíamos que su proyecto Choropampa, el precio del oro, inicia una nueva etapa en la representación y construcción de narrativas sobre las luchas socioambientales frente a la arremetida neoliberal y su expansión de las fronteras extractivas en materia de minería, hidrocarburos, agro negocios, monocultivos, en un contexto de crisis ecológica y civilizatoria.
Al respecto, dialogando con Boyd (2019), ella nos señaló la urgencia que tenían en esos años por registrar y difundir los crímenes ambientales de Yanacocha, en un contexto donde los medios de comunicación seguían controlados por el poder empresarial, aún después de la dictadura. Este contexto les llevó a documentar -durante varios años- bloqueos de carreteras, agresiones y represión policial, casos de espionaje, tortura y asesinatos. Por ello destaca la importancia del trabajo que realizaron con las y los comuneros de Choropampa y las organizaciones ambientalistas de Cajamarca, como GRUFIDES, quienes empezaron un tipo de producción audiovisual cercana a los procesos participativos. Proceso que los vinculó en ese mismo periodo al caso de la lucha del pueblo de Tambogrande y su consulta vecinal 11Este fue el primer referendo comunal sobre minería en el mundo, y se realizó el 22 de junio del 2002. Donde el resultado final fue una votación del 98.6% contra la mina, lo que provocó que al día siguiente las acciones de la empresa Manhattan cayeran en 26% en la bolsa de valores de Toronto. Resalta la importancia y aporte de este proceso de organización que representa un hito frente a la falta de instrumentos jurídicos y legales desde el Estado para la participación de los pueblos afectados por el avance de los megaproyectos, con quienes desarrollaron una estrategia de trabajo distinta que los involucró con acciones colectivas y formas de resistencia pacífica. De esta articulación entre documentalistas, organizaciones ambientalistas y comunidades en lucha, van a implementarse una serie de talleres de medios e incidencia entre las regiones de Piura y Cajamarca, iniciativa promovida durante la producción de Tambogrande: mangos, muerte, minería (2007) dirigido nuevamente por Boyd y Cabellos.
Fue a partir de este proceso de trabajo en colaboración y mayor participación política por parte del equipo de realización, que se van a dar las condiciones para la articulación con otros colectivos audiovisuales, como es el caso de la vinculación de la experiencia de documental participativo de Docuperú con temas socio-ambientales. Y también el surgimiento de nuevos proyectos, como el inicio de la investigación del documental Operación Diablo (2010) dirigido por Stephanie Boyd y producido por Quisca producciones.
Guarango Cine y Video, Quisca producciones y Docuperú, se presentan como experiencias de colectivos audiovisuales que actualizan la tradición del documental latinoamericano y su compromiso político y militante, ahora en un contexto de luchas por la defensa del territorio y las amenazas sociales y ambientales, frente a la arremetida de la minería a cielo abierto en la zona andina.
Pero no son las únicas experiencias que trabajan de manera sostenida en este campo, pues desde otra geografía y bajo otros contextos de producción cercana a la producción con pueblos indígenas amazónicos, el cineasta Fernando Valdivia ha construido un repertorio audiovisual diverso sobre la situación actual que enfrenta la Amazonía ante sus propios desafíos, con la productora Teleandes.
En cuanto al formato, nuestra investigación comprueba que hay una preponderancia del cortometraje (de 202 piezas, 164 son cortos), seguido muy de lejos del resto. El transmedia comienza a cobrar presencia en los últimos años, pero todavía no suman más de cinco proyectos.
Sobre los últimos años de representación audiovisual de los conflictos en la Amazonía, Valdivia (2019) señala como punto de quiebre al Baguazo, en 2009 12Sin embargo, van a darse experiencias previas como Una muerte en Zion (2003) o el repertorio audiovisual de la FENAMAD para la defensa de sus territorios, como algunos casos previos, levantamiento indígena de los pueblos Awajun y Wampis contra la incursión de la minera Afrodita y la promulgación de decretos legislativos que atentan contra sus territorios. Valdivia destaca la forma en que se mediatizó esta lucha luego de los lamentables acontecimientos del 5 de julio del 2009 en la “curva del diablo”, momento que quedó grabado en la memoria audiovisual del Perú, pues la sobreproducción de imágenes y reportes sobre la matanza circularon casi de inmediato por las nacientes redes sociales. En dicho contexto, se generó mucho material auto-producido a manera de vídeo para la denuncia y evidencia. La documentación audiovisual dio la alerta de lo que estaba pasando en el territorio frente al cerco mediático que levantó el Estado y los medios de comunicación. La “política del perro del hortelano” de Alan García, principal responsable político de la masacre junto a Mercedes Aráoz, Yehude Simon y Mercedes Cabanillas; marca el sendero de las políticas de criminalización y persecución a los defensores y defensoras de los territorios hasta la actualidad.
Estas disputas no dejaron de llamar la atención del campo audiovisual, y sobre este tema se han producido documentales en distintos formatos y propuestas narrativas, destacando los largometrajes documentales La Espera (2014) de Fernando Vílchez, El verdadero avatar (2014) de David Suzuki o El Choque de dos mundos (2016) de Mathew Orzel y Heidi Brandenburg; producciones que tienen como punto de partida las consecuencias del “Baguazo”, pero no abordan el proceso previo que llevó al estallido de este conflicto que marca un antes y después en la relación del Estado peruano con los pueblos indígenas, especialmente amazónicos. Al respecto, Valdivia señala otros antecedentes, pues previo a este periodo de convulsión, ya se habían hecho dos proyectos audiovisuales que retratan en parte el proceso de lucha y organización en esta parte de del territorio amazónico: el cortometraje Triunfo indígena en el Perú (2008) del propio Fernando Valdivia y Amazonía: masato o petróleo (2009) de Josep Ramón Giménez, ambas producidas por Teleandes.
Otro abordaje narrativo y estético a este periodo de conflictividad lo aportan piezas como el documental de apropiación de Mauricio Godoy Bagua (2009); el proyecto audiovisual colaborativo Perro del hortelano (2011) del realizador Renzo Pazzarelli, que desde una propuesta de humor y sátira pone en escena los diversos actores sociales y políticos que intermedian en el conflicto amazónico; o la radionovela Etsa Nantu (2012) producida por el Taller Ambulante de Formación Audiovisual (TAFA), que aborda las problemáticas en salud pública e intercultural, contextualizada temporalmente en la época del “Baguazo”. Así, estas producciones audiovisuales presentan miradas diferentes sobre un mismo acontecimiento, sin pasar necesariamente por el testimonio –que es el recurso narrativo más presente en el cúmulo de películas revisadas por esta investigación- pero colocando en la agenda nacional, nuevamente, la lucha por el territorio.
Entonces, estas primeras décadas del siglo XXI en Perú también se caracterizan por el regreso del documental muy cercano a procesos sociales y con mayor acercamiento a las tensiones ambientales y territoriales en comparación a años anteriores. Como aquí hemos visto, se han dado las condiciones para el avance de nuevas propuestas narrativas, temáticas y posicionamientos políticos; y, sobre todo, ha habido cambios en los modos de producción, y el hacer documental y audiovisual está cada vez más familiarizado con prácticas de colaboración y participación entre realizadores y organizaciones sociales.
Así, destacamos la experiencia de Docuperú y sus talleres de “Medios que conmueven” en Cajamarca (2009, 2010) y Accha-Cusco (2014, 2015), donde de la mano con organizaciones de base han producido cortometrajes documentales que retratan este sentir desde una apuesta por la auto representación de los afectos y afectaciones que provocan las industrias extractivas en los territorios, como en Yakumama o Paccpaco. Ambos proyectos hoy han llevado a que las protagonistas de estas piezas ahora sean personajes centrales de dos largometrajes, como lo vemos en la última producción de Guarango Cine y Video, La hija de la laguna (2015) donde se evidencia, mediante el uso de puestas en escena y registro directo, las afectaciones directas a las mujeres defensoras del territorio en su dimensión corporal y espiritual, representando un acercamiento a los sentires de la cosmovisión andina frente a la posible devastación de la naturaleza. También está el proyecto documental transmedia de Hiperactiva Comunicación, La vida no vale un cobre (2017), que aborda la lucha de más de 30 años del pueblo de Espinar contra la contaminación ambiental en su territorio por parte de la empresa minera Xtrata titaya.
Este acercamiento y vinculación entre realizadores y organizaciones sociales, también ha sido la oportunidad para la aparición de nuevos realizadores comunitarios, que hacen parte de los mismos procesos de organización de base, como son el caso Vidal Merma (Espinar, Cusco) y su documental Espinar se levanta (2015), o el del realizador celendino José Luis Aliaga con sus producciones de video-denuncia en el portal digital “Celendín Libre”. En el caso de la Amazonía está la experiencia del cineasta shipibo Ronald Suárez en Ucayali que, tras su paso por distintos procesos de formación audiovisual junto a Fernando Valdivia, tiene obras como Cannán, la tierra prometida (2013) y Uchunya donde vamos a vivir (2016) donde retrata la lucha de su pueblo contra la contaminación petrolera y la tala ilegal en la zona de Pucallpa, y su preocupación por los saberes ancestrales que guarda la selva a través de las plantas y sus espíritus. Así mismo, está la experiencia de Quisca Producciones y la radio Ucamara del pueblo Kukama, pues como comenta Boyd (2019) existe una vinculación desde el 2012 con Leonardo Tello del pueblo Kukama, vía Fernando Valdivia, a partir del caso de censura a la muestra audiovisual organizada en marco del evento “Agua: un patrimonio que circula de mano en mano” en el parque de las aguas en Lima (Perú) 13Entre los documentales censurados encontramos: Molinopampa de Nicolás Landa (Docuperú) y El caso Majaz de Guarango Cine y Video -ambos del programa “Memorias del Agua” del Grupo Chaski-, El oro o la vida de Álvaro Revenga, La travesía del Chumpi de Fernando Valdivia, y Chorompampa, el precio del oro y Tambogrande: mangos, muerte, minería, ambos de Stephanie Boyd y Ernesto Cabellos. Ese mismo año el documental Operación diablo sería retirado de la programación de un ciclo de cine en TVPerú, por motivos “técnicos”.
Un encuentro que ha devenido en la realización de un nuevo proceso de acompañamiento social y político, para el apoyo de la lucha contra la imposición de la hidrovía amazónica, con cortometrajes como ¿Por qué callaron los ríos? (2017) o Paraná, el río (2019), como avances de su próximo proyecto de largometraje que está en etapa de post producción.
Por último, volviendo al mapeo de producciones documentales del 2002 al 2019, tenemos que la actividad extractiva que más ha dado de qué hablar en este conjunto de películas, es la megaminería (122 producciones, de 202), seguida de la explotación de hidrocarburos (petróleo y gas), los proyectos hidroeléctricos, la minería ilegal. Así mismo, definimos una categoría que no se relaciona a dichas actividades, sino que, por el contrario, las combate, y es la de “protesta popular y socioambiental”, con 8 piezas documentales respectivamente.
A modo de conclusión
Proponemos este recorrido, audiovisual y sociopolítico, por la historia de Perú de las últimas décadas, a partir de los primeros hallazgos de nuestra investigación colectiva titulada “Narrativas del documental independiente peruano: Conflictos socio ambientales, audiovisual y memoria (2000 – 2018)”, ganadora del Concurso Nacional de Proyectos de Investigación sobre Cinematografía y Audiovisual 2018 (Ministerio de Cultura). Aquí, presentamos este recuento de propuestas documentales sin ninguna jerarquía o categorización específica, como un primer ejercicio de escritura –a tres manos- que entendemos urgente y necesario para hacer memoria y crítica sobre nuestros procesos como realizadores y colectivos audiovisuales involucrados con personas y comunidades comprometidas con la defensa de los territorios de América Latina.
Compartimos estas reflexiones con la intención de mostrar una parte de la diversidad de propuestas que se vienen gestando desde cierta producción documental que ayuda a expandir los modos narrativos en su relación y vinculación con los conflictos socioambientales. Reconocemos el aumento de la producción documental desde las zonas amenazadas y en voz de los protagonistas de las historias con propuestas de producción comunitaria y colaborativas que, en este país, han promovido experiencias como Guarango Cine y Video, Quisca producciones, Docuperú, Teleandes. Experiencias hoy potenciadas por la Escuela de Cine Amazónico (Pucallpa), o la Red de Microcines del grupo Chaski (a nivel nacional), entre muchos otros procesos que hacen parte de esta constelación de prácticas audiovisuales en común, que es como las entendemos.
En esta historia, construida y narrada colectivamente, el quehacer documental reaparece en su dimensión social y política como una herramienta de registro para la denuncia, pero también como una forma de sanación simbólica de nuestra memoria: primera línea de defensa ante la expansión de las fronteras del capital.
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Entrevistas/conversaciones referidas
Boyd, Stephanie, abril de 2019.
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