Hay un momento en la película en que la música diegética (que tocan con guitarra y flauta los invitados a una pequeña velada de amigos) se debilita, y la cámara, en su travelling insistente, se detiene en el rostro Francisca (Natalia Grez), que parece estar en algún lugar muy lejos de lo que ocurre en el living de su nuevo hogar. Es un movimiento de cámara cargado de sentido, porque además de registrar el espacio y darle un peso afectivo a éste, busca registrar más allá, en un lugar otro de lo puramente visible, de las huellas que deja la superficie, para instalarse ahí en la incomodidad y la imposibilidad de conectar con un momento y un lugar específicos.
De eso va Metro Cuadrado, la ópera prima de Nayra Ilic; de un tiempo que se esfuma y de momentos que no se pueden atrapar, porque son cinematográficamente efímeros y están constantemente interrumpidos, en el campo y fuera de él. Y resulta curioso hablar del tiempo en un filme que resulta ser tan espacial como éste, ya que la narración se concentra no sólo en el tiempo de los personajes, sino también en un momento concreto y específico, instalado en un lugar igualmente determinado. Un departamento, en una esquina céntrica de Santiago, en el barrio del Bellas Artes, con una vista urbana que sólo se percibe (la protagonista, el espectador) desde una ventana que da a la calle. El afuera queda relegado al otro lado de la ventana, lo que resulta muy apropiado en un filme sobre interiores, tan cargado de subjetividad, donde el personaje protagónico parece aislarse en un número de metros que articulan todo un mundo. Un espacio que no es en absoluto una simple locación, o un elemento pasivo, por el contrario, compite, en términos dramáticos, con los personajes y sus conflictos.
El de Nayra Ilic se afilia, formal y argumentalmente a filmes como La Pareja Perfecta, de Nobuhiro Suwa o 5 X 2 de Francois Ozon. No sólo por que el argumento gira en torno a la desarticulación de una pareja que podría quererse y no lo logra por motivos que no comprenden; también (nuevamente) por el modo en que opera el tiempo y el espacio que pareciera regirse por leyes propias mientras la narración se concentra en pequeñas anécdotas, momentos de la pareja, que podrían ser relevantes en tanto esfuerzo o rastros de afectos.
Como en esos filmes, es vital el cuidado formal en la composición de los planos, una gran pericia y rigurosidad de la directora en su capacidad de crear un mundo al interior de un departamento y construir atmósfera, cargada de vacío, de reposo, simplemente a partir de la arquitectura del plano, del modo en que los decorados que visten el espacio e interactúan con los personajes que se mueven por él. Por ahí pasan Andrés (Álvaro Viguera), el novio con que se acaba de mudar, y su madre (Consuelo Holzapfel), el padre de Francisca (un hombre perdido, en una interpretación breve, pero efectiva de Boris Quercia) y la ex mujer de Álvaro, Romina (Fernanda Urrejola), la madre de su hijo de 8 años; tal vez lo más parecido a un fantasma materializado en una mujer guapa, voluptuosa, aunque también ruidosa e invasiva. Es, en sus escasas apariciones, el contrapunto de Francisca, que parece constantemente buscar camuflarse entre los objetos y el mobiliario que lentamente va desempacando, mientras las cajas que los albergaban se van acumulando en el cuarto de basura del edificio.
El debut de Nayra Ilic presenta un equilibro sólido entre lo simple y lo complejo, entre lo que no se dice y el asumir muy lúcido que tampoco hay nada o mucho que decir. En su relación con una actualidad que parece transcurrir afuera, en un otro lado que va minando -irrevocablemente- los interiores.
Urrutia, C. (2009). Metro cuadrado, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/metro-cuadrado/469