No voy a hablar sobre cine, voy a hablar sobre teorías que pueden involucrar reflexiones en el abordaje analítico del cine. Y si debiera decir ‘escribir’ en vez de ‘hablar’, prefiero este último término porque propongo un posible diálogo, en el entendimiento de que así se pueda formar un modo conversacional en un espacio que sigue siendo escriturario. Creo que podemos intentar hablar con letras y quizás hasta logremos hacerlo de un modo más claro y duradero que si lo hiciéramos de otra manera.
Entonces: Deleuze, Metz y ¿Peirce? La confrontación que ha sometido la discusión teórica entre Christian Metz y Gilles Deleuze, en escritos pero también en algunos ámbitos académicos [En particular, refiero a discusiones en el ámbito de la Maestría de Comunicación y Cultura de la Universidad de Buenos Aires durante 2007. Si hago mención de este hecho, es para situar al lector en el marco de una discusión interpersonal que involucraba prácticas, concepciones de mundo y teorías diversas entre quienes estamos finalizando esos estudios de posgrado.], y sus derivas especulares en las que nos situamos al reproducirla, me parece injusta e injustificada.
Para decirlo de una vez al comienzo, creo que se trata de uno de esos habituales narcisismos de la pequeña diferencia -solía decir Freud-, que es común entre intelectuales, entre regiones vecinas e incluso en política. Es decir, algo así como: ‘Nos peleamos porque somos bastante parecidos’ y de algún modo, parece que hay que diferenciarse.
Pues bien, voy a argumentar por qué ese narcisismo intelectual me parece injustificado y que, en el caso de las historias biográficas, tengo entendido, termina en el suicidio tanto para Deleuze como para Metz.
Más allá de las valoraciones sobre el fin de sus vidas, me interesa pensar la finalidad de sus obras. Tampoco sus intenciones, en todo caso los recorridos y las marcas que han dejado en la literatura teórica.
Es allí donde encuentro coincidencias antes que diferencias; sin embargo, las diferencias prevalecerán sobre las semejanzas establecidas por los actos de remisión de la cultura. Dependerá en gran medida en el cómo relatemos esa historia.
No me propongo un racconto exhaustivo; en primer lugar me parece que habrá que contar cómo entiendo la obra de Metz en el campo de lo que se ha dado en llamar semiótica, y que a veces suele definirse como el estudio de la producción social de sentido en los lenguajes contemporáneos (Steimberg, 1998) [También aquí se relata una historia de la semiótica, la de sus recorridos teóricos en la Argentina con sus comienzos en los trabajos de Oscar Masotta y Eliseo Verón.].
Entiendo a Metz -insisto: su obra- en primera instancia como un cruce: aquél que antes de la década de 1960, prefiguró cierto desglose lacaniano y que en el caso de sus escritos configuró novedosos intersticios teóricos entre psicoanálisis y ciencias del lenguaje. La semiótica como ciencia de la significación se configuró hacia el interior de la lingüística estructural, pero tuvo que romper con el enfoque lingüístico para configurarse como disciplina.
En ese momento -para algunos, si se quiere, fundacional en las ciencias sociales de tradición francesa- Metz se preguntaba cómo abordar el estudio de la significación en el cine. Planteos previos, postulaban al plano fílmico como la unidad mínima para el estudio teórico del cine. Metz descarta esa búsqueda porque él tiene clara conciencia que el recorrido se da en homología con la búsqueda de unidades mínimas del significante lingüístico; aquél que reencontraba dentro del esquema saussuriano, al morfema como unidad mínima de la lengua que, en su oposición al habla, era considerada un sistema de signos arbitrarios que adquieren valor opositivo en su convención social. Es la idea de sistema, después reformulada bajo el concepto de estructura con Lévi-Strauss, el fórceps que atenazaba el desarrollo de la inicial semiología francesa.
Una de las primeras distinciones que postula Metz es que no hay algo así como una lengua en el cine. La riqueza perceptiva del cine permite distintos tipos de signos -imágenes, sonidos, palabras articuladas [Metz analiza las materialidades del cine en: El estudio semiológico del lenguaje cinematográfico, ver bibliografía.]- que se combinan en ausencia de la materialidad de lo representado (la condición fantasmática de las imágenes externas y sonoras del cine).
A diferencia del teatro, que bajo similares condiciones perceptivas necesita en cambio la continua presencia de sus signos, el dispositivo de grabación cinematográfica permite la paradoja de la ausencia de lo representado bajo la presencia material de imágenes y sonidos externos al espectador que se encuentra en la sala. La principal consecuencia es que el lenguaje cinematográfico desarticula entonces el signo lingüístico y la oposición clásica entre lengua y habla.
Si bien es cierto que, tanto Metz como Roland Barthes -figuras indisociables en el ámbito intelectual de la revista Communications y en los seminarios e investigaciones de la Ecole Pratique des Hautes Etudes en 1960, Francia- formaron sus inicios teóricos en el campo de la lingüística estructuralista también lo es que no lo fue, al menos, en aquélla vertiente funcionalismo que luego desarrolló la fonología y que encontraría su auge en la pragmática lingüística de los actos de habla, centrada en la intención del sujeto hablante y en las situaciones de contexto para expandir la lingüística casi a cualquier experiencia humana después de haber reintroducido el habla en el sistema de la lengua.
Desde el interior de una perspectiva teórica grupal surgió la construcción de una semiótica del cine que postulaba el estudio de un lenguaje no lingüístico. Puede leerse el ensayo inicial de Metz: El cine, ¿lengua o lenguaje?, hasta su libro Psicoanálisis y cine. El significante imaginario, en el sentido de lo que Barthes denominó “la aventura semiológica” .
Si hablaron mucho sobre el código y el mensaje, no es menos cierto, que fueron precisamente ellos (en especial Barthes y Metz) quienes primero postularon la insuficiencia de ese tipo de análisis y la necesidad de abandonar el campo de la lingüística por el estudio de la significación.
El corte, el cambio de paradigma en el estudio de la producción de sentido social que hasta ese momento se desarrollaba hacia el interior de la lingüística como semiología, fue la recuperación de la teoría semiótica de Charles S. Peirce. Una obra teórica vigorosa que postulaba cambios en la concepción del signo, escrita en el último cuarto del siglo XIX pero desconocida u olvidada hasta la década de 1970 [Si bien hubo breves menciones, referencias, retomas de Lacan y de Roman Jakobson, la teoría de Peirce no llegó a formar de sus artefactos conceptuales.].
Otro olvido de las ciencias sociales de corte eurocentrista fue el de la literatura teórica de M. M. Bajtín, quien en 1929 había planteado (aproximadamente, dados los problemas de datación en la obra del autor ruso) la necesidad de una translingüística y las principales críticas al esquema saussuriano de la lengua, tal como fue recibido por los oyentes del Curso de lingüística general -que por otra parte, Ferdinand de Saussure nunca escribió-, ahora puede ser comparado con sus manuscritos, publicados en español por la editorial Gedisa.
La ventaja comparativa que introdujeron estas recuperaciones (en el caso de Bajtín, posibilitado por las traducciones y divulgaciones de Tzvetan Todorov) tuvieron importancia en la posibilidad de rechazar el punto de partida de una semiologia anclada en la lingüística e incluso, aquél otro inicio, que ya venía desplegándose desde cierta sociología de la comunicación.
La teoría semiótica de Peirce permitió retomar una tradición del estudio de los lenguajes que provenía de la vertiente de la lógica relacional y simbólica. En particular, el cambio que postula Peirce provoca dos giros: frente al problema de la lengua como objeto de estudio, él hablará de signos que no son por sí mismos sino por su posición y combinación con otros signos en el entramado de la semiosis; respecto de las lógicas binarias, Peirce elaborará una lógica relacional de tres términos que quiebra los dualismos propios de las filosofías idealistas del sujeto.
En 1970, en Francia, uno de los autores que divulga el pensamiento de Ch. S. Peirce es Gérard Deledalle. Lo hace retomando la teoría fenomenológica (la antigua doctrina de la faneroscopía griega presente en parte de la obra peirceana) y comparando la tradición saussuriana con las teorías de Peirce que también involucraron a la matemática, la epistemología, la geofísica, la filosofía.
Deleuze retoma la lectura divulgatoria de Deledalle en su obra teórica sobre el cine. Lo hace entre 1982 y 1985, veinte años después al menos de que C. Metz y R. Barthes comenzarán a problematizar la tradición sasussuriana en busca de herramientas teóricas para el estudio de la significación en lenguajes pensados hasta ese momento como menores: la publicidad, la historieta, la prensa sensacionalista, etc.
Es cierto que no hay una polémica entre Deleuze y Metz; Deleuze se ocupa de discutir con Metz [Lo hace en el segundo tomo de su obra sobre el cine, en el capítulo “Recapitulación de las imágenes y los signos” de La imagen-tiempo.] pero él, jamás le contesta. No puede haber polémica sin respuesta.
Creo que una hipótesis posible para explicar lo que aparece en el imaginario intelectual -sobre todo en la discusión de los epígonos, entre los que me incluyo- como polémica entre Metz y Deleuze, se deba quizás a los modos de trabajo sobre la herencia del psicoanálisis freudiano.
Mientras Deleuze desde El Anti-Edipo rechaza los postulados del psicoanálisis, Metz elije trabajar en el entrecruzamiento de lo que para él eran las dos ramas del estudio de la significación, anteriores a la semiótica: el psicoanálisis y la lingüística.
Propongo leer el recorrido de Metz como un proceso constructivo en tensión con disciplinas diversas de las ciencias sociales que participaron en el abordaje empírico de la significación, privilegiando los objetos de estudio y sus dominios. De allí, la vocación empírica constituyó una de las principales herramientas de la semiótica y la caracterizó, unas veces, como metodología transdisciplinaria en las ciencias sociales.
Lo que me parece destacable en el caso y en la figura de Metz es el esfuerzo de aproximación a las especificidades de los objetos empíricos en la búsqueda del abordaje del estudio de la significación en el cine, incluso antes de la restitución de la teoría de Peirce.
Como ambición teórica es legítimo poder dar cuenta de la especificidad de un fenómeno social -excepto quizás cuando se malentiende especifícidad por especialidad. De las relaciones entre los niveles analíticos que la descripción científica en ciencias sociales pone en juego, sin caer en ingenuismos (sabemos del peculiar carácter de cientificidad en ciencias sociales), pero tampoco en estériles exigencias filosóficas.
Y justamente creo que estamos viviendo un desconcierto de las especialidades: para bien o para mal, nadie nos puede decir hoy cuáles son los objetos propios de cada ciencia ni las maneras adecuadas de su estudio. Sin embargo, queda en pie la posibilidad de reflexionar sobre la especificidad de los dominios planteada por Metz y por Barthes entre otros. Pensar la metáfora de la teoría como caja de herramientas, abierta a las posibilidades de la inteligencia, de los equívocos, de los fracasos, pero también a la novedad de las experiencias en la escritura de las prácticas sociales puestas en juego con los esfuerzos teóricos legados por la diversidad de los caminos del pensamiento y sus bordes, muy humanos.
Bibliografía
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