Migraciones subalternas en el cine

Del condenado de la tierra al cosmopolitismo del pobre

Por Mónica González García

Biografía + Observaciones +
Mónica González García es Periodista de la Universidad Católica del Norte, Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Doctora en Lenguas y Literaturas Hispánicas de la Universidad de California, Berkeley, y Diplomada en Teoría y Crítica de Cine de la Universidad Católica de Chile. Ha publicado artículos, entrevistas, prólogos y reseñas de libros en Revista Casa de las Américas, Berkeley Review of Latin American Studies, Lucero 17, Revista Chilena de Humanidades y Revista Chilena de Literatura, entre otros. Ha traducido obras de los brasileños Silviano Santiago y José Miguel Wisnik, y del chicano José David Saldívar. Ha enseñado clases de Literatura y Cine Latinoamericanos en la Universidad de California, Berkeley (Estados Unidos); en Washington and Lee University (Estados Unidos) y en la Universidad de Talca (Chile). Actualmente es post-doctoranda de esta última institución, donde está terminando su primer libro sobre Modernismo latinoamericano
Mónica González García es Periodista de la Universidad Católica del Norte, Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile, Doctora en Lenguas y Literaturas Hispánicas de la Universidad de California, Berkeley, y Diplomada en Teoría y Crítica de Cine de la Universidad Católica de Chile. Ha publicado artículos, entrevistas, prólogos y reseñas de libros en Revista Casa de las Américas, Berkeley Review of Latin American Studies, Lucero 17, Revista Chilena de Humanidades y Revista Chilena de Literatura, entre otros. Ha traducido obras de los brasileños Silviano Santiago y José Miguel Wisnik, y del chicano José David Saldívar. Ha enseñado clases de Literatura y Cine Latinoamericanos en la Universidad de California, Berkeley (Estados Unidos); en Washington and Lee University (Estados Unidos) y en la Universidad de Talca (Chile). Actualmente es post-doctoranda de esta última institución, donde está terminando su primer libro sobre Modernismo latinoamericano.
 
 

Una de las citas más conocidas del teórico jamaiquino Stuart Hall, emigrado a Inglaterra a los diecinueve años, hace alusión a las migraciones del tercer al primer mundo como una suerte de reverso de la violencia colonizadora que Europa ejerció sobre los territorios periferizados por su etnocentrismo. La fórmula we are here because you were there (“estamos aquí porque ustedes estuvieron allá”) alegoriza el efecto demográfico del empobrecimiento provocado por los quinientos años de colonialismo y neocolonialismo que dieron origen a continentes pauperizados en nombre del capitalismo y la modernidad occidentales -constelación paradigmática de pérdidas y ganancias planetarias que Immanuel Wallerstein y Aníbal Quijano denominan “americanidad” (1992). Tocado por esta revelación surgida desde la perspectiva epistémica de un subalterno y convertido en partidario de la descolonización, tanto de África como de Europa, Jean-Paul Sartre caracterizó las luchas independentistas africanas como “el momento del boomerang” o “el tercer tiempo de la violencia”, en el cual ésta “se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de costumbre, no comprendemos que es la nuestra” (1983, p. 11). Sartre reconoce la hipocresía de un continente “que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra” (p. 5), concluyendo que el humanismo racista de los europeos los ha convertido en “enemigos del género humano” (p. 14). La cruda toma de conciencia de Sartre surgió de su lectura de Los condenados de la tierra (1961) del martiniqueño Frantz Fanon, quien desde las ópticas marxista y psicoanalítica apuntaba a la violencia contra el colono como el único medio para restituir la humanidad del colonizado y construir comunidades nacionales sobre las ruinas de las excolonias. El colonialismo, dice Fanon, “es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor” (1983, p. 30). Situado en el momento en que diversos pueblos africanos se disponían a entrar en “la Historia” (1983, p. 34) por el camino de la liberación nacional, el martiniqueño advertía que era necesario cuidarse de la burguesía local porque podía apropiarse de los privilegios de los colonos extranjeros. Incapaz de transformar una economía colonial diseñada para alimentar mercados metropolitanos, la burguesía local podía tornarse un mero “agente (local) de negocios de la burguesía occidental” global (1983, p. 76). Las migraciones que con posterioridad llevaron a miles de africanos a Europa y otras latitudes confirman el temor de Fanon: las burguesías de las excolonias no sólo les abrieron las puertas al neocolonialismo y al neoliberalismo, sino que promovieron rivalidades tribales que hundieron a las nuevas naciones en interminables guerras civiles, lo cual perpetuó la exclusión y aumentó la miseria de la mayoría de sus compatriotas.

Refiriéndose a las migraciones de la era postmoderna, el teórico brasileño Silviano Santiago recurre al concepto de meteco para caracterizar a sus protagonistas, quienes, marginados por sus connacionales, emigran para escapar de la miseria presente y buscar su elusiva dignidad en el futuro. En El cosmopolitismo del pobre (2012), Santiago explica que meteco era un término usado en la Grecia antigua para describir al que se ha cambiado de casa (meta = cambio + oikos = casa) y que, por no ser parte original de la ciudad o de la polis, carecía de derechos ciudadanos. Desde esta perspectiva, la migración puede considerarse un esfuerzo espaciotemporal de acercamiento a un futuro imaginado más feliz que el presente mediante el desplazamiento a regiones percibidas como más prósperas. La promesa de bienestar en este horizonte utópico proyectado por los excluidos hace parecer menor el costo de transitar los márgenes ilegales de suelos extranjeros, que el de vivir la marginalidad económica del suelo autóctono. Para Santiago, uno de los fenómenos responsables de las migraciones postmodernas es lo que llama multiculturalismo cordial, practicado por burguesías nacionales que históricamente han enarbolado discursos unificadores pero “cuyas líneas dominantes” han sido “el exterminio de los indios, el modelo esclavista, el silencio de las mujeres y de las minorías sexuales” (2012, p. 319). El meteco, campesino migrante legatario de los condenados de la tierra de Fanon, “es hoy el ‘muy valiente’ pasajero clandestino de la nave de locos de la posmodernidad” por haber sido “(r)echazado por los poderosos Estados nacionales, evitado por la burguesía tradicional, hostilizado por el proletariado sindicalizado” y ser ahora, como mano de obra barata, “codiciado por el empresario transnacional” (Santiago, 2012, p. 316). Por sobre el fracaso de los estados nacionales postcoloniales en garantizar el bienestar de sus habitantes, y de manera similar a como Fanon atribuía al lumpen-proletariat un potencial revolucionario genuino, Santiago ve con buenos ojos que este nuevo cosmopolitismo ha permitido al menos el reforzamiento de las luchas sociales desde espacios que no responden a lógicas nacionales, como las organizaciones no gubernamentales (ONG), poniéndose a disposición de los metecos herramientas con las que sus antepasados no contaban. Se trata de un escenario al que no obstante hay que añadir nuevas vías de evasión del presente, no por el desplazamiento geográfico a tierras remotas sino por el viaje alucinógeno a la anulación fugaz de las drogas. En el marco de las migraciones locales y globales en tanto efecto boomerang de la colonización europea—con metecos despojados de códigos para interactuar con los otros, incluso la palabra oral—, examinamos a continuación potencialidades y peligros de dos momentos históricos de los viajes “lumpen” expuestos por los filmes Vidas secas (1963) de Nelson Pereira dos Santos y Ossos (1997) de Pedro Costa.

Abyección y violencia en la representación del hambre colonial en Vidas secas

En la misma época en que muchos pensadores radicales de las Américas reflexionaban sobre los quinientos años de colonialismo —marco en el cual Wallerstein y Quijano acuñaron el concepto americanidad—, el crítico de cine francés Serge Daney retomaba un comentario ético realizado tres décadas antes en Cahiers du Cinéma sobre el tratamiento estético de catástrofes europeas como las guerras mundiales y el holocausto. “A nuestra espalda”, reflexiona Daney en 1992, se hallaba “un punto de no retorno moral simbolizado por Auschwitz y el concepto nuevo de ‘crimen contra la humanidad’” (p. 6), el cual exigía renovadas consideraciones éticas y estéticas para el tratamiento cinematográfico de la muerte. Daney se inspiraba en la opinión del crítico y cineasta Jacques Rivette sobre una escena del film Kapò (1959) de Gillo Pontecorvo, tomado como ejemplo de representación “voyeurista” de la muerte. “El realismo absoluto, o el que puede llegar a contener el cine, es aquí imposible”, afirmaba Rivette, porque “cualquier intento en este sentido será necesariamente incompleto (“por lo tanto inmoral”), cualquier tentativa de reconstitución o de enmascaramiento resultará irrisorio o grotesco, cualquier enfoque tradicional del “espectáculo” denota(rá) voyeurismo y pornografía”. Aun cuando el realismo italiano de la post-guerra había adquirido en Francia una connotación “ética”, en 1961 Cahiers du Cinéma realizó un llamado a la atenuación visual de la realidad para tornarla “físicamente soportable para el espectador” y para que su crudeza no se hiciera parte del “paisaje mental del hombre moderno”. Rivette concluye: “¿quién podrá la próxima vez extrañarse o indignarse ante lo que, en efecto, habrá dejado de ser chocante?”

Como reflexión ética derivada de una guerra causada por rivalidades imperialistas, este comentario, aunque legítimo, peca de etnocéntrico. Aunque Rivette probablemente no había leído a Fanon, evidentemente conocía el pensamiento de André Bazin, uno de los fundadores no sólo de Cahiers du Cinéma, sino también de una cinefilia humanista que en la post-guerra interpretaba la “reproducción mecánica -del cine- como promesa de redención”1. En la misma época, y a diferencia del recato de los teóricos localizados en la rive droite de la Nouvelle Vague francesa, el Cinema Novo brasileño proponía un nuevo tratamiento estético derivado también de consideraciones éticas. En su manifiesto de 1965 La estética del hambre, Glauber Rocha explica que la catástrofe latinoamericana es el colonialismo, una de cuyas manifestaciones más arraigadas es el hambre, especificando que lo más preocupante es que éste, por un lado, “no es comprendido” por el europeo porque lo interpreta como primitivismo y, por otro, no es identificado por el brasileño porque “no sabe de dónde viene este hambre” (1965, p. 53). En otras palabras, ni europeos ni latinoamericanos perciben la violencia del hambre como herencia del colonialismo porque las élites de ambos grupos se encargaron de invisibilizar el origen histórico de la brecha entre ricos y pobres que caracteriza al Nuevo Mundo y otras latitudes colonizadas, desde su entrada a la historia europea. Es parte de lo que el neocolonialismo anunciado por Fanon operó en las memorias colectivas de las naciones postcoloniales y de lo que Wallerstein y Quijano explican como herencia de la americanidad. Al respecto, estos últimos señalan:

la colonialidad se inició con la creación de un conjunto de estados reunidos en un sistema interestatal de niveles jerárquicos. Los situados en la parte más baja eran formalmente las colonias. Pero eso era sólo una de sus dimensiones, ya que incluso una vez acabado el status formal de colonia, la colonialidad no terminó, ha persistido en las jerarquías sociales y culturales entre lo europeo y lo no europeo (1992, p. 584).

Al entender lo que Sartre denominó “falsa independencia” (1983, p. 6), estatuto que perpetúa lo que Quijano llama colonialidad 2—es decir, la continuación de las jerarquías raciales, económicas, políticas, sociales y culturales impuestas por el paradigma normativo del etnocentrismo europeo—, se logra visibilizar el origen de lo que Rocha llama “hambre latino”. Por ello, siguiendo a Fanon, Rocha establece el poder revolucionario de “una estética (cinematográfica) de la violencia” porque constituye el “punto inicial para que el colonizador comprenda la existencia del colonizado” y para que “pueda entender por el horror, la fuerza de la cultura que él explota”. Para el director brasileño, el hambre debe comunicarse mediante un lenguaje cinematográfico basado en el misticismo anti-racional de las culturas populares y en un “alto nivel de compromiso con la verdad”. Así, contrariamente a la propuesta sobria de Cahiers du Cinéma para la representación de la tragedia bélica —más condenable para Europa que los quinientos años de genocidios étnicos perpetrados por el colonialismo en el tercer mundo—, Rocha promueve la exhibición cruda de la tragedia del miserabilismo latinoamericano:

De Amanda hasta Vidas Secas, el Cinema Novo narró, describió, poetizó, discursó, analizó. Excitó los temas del hambre: personajes comiendo tierra, personajes comiendo raíces, personajes robando para comer, personajes matando para comer, personajes huyendo para comer, personajes sucios, feos, descarnados, viviendo en casas sucias, feas, oscuras; fue esta galería de hambrientos que identificó al Cinema Novo con el miserabilismo tan condenado por el Gobierno, por la crítica al servicio de los intereses antinacionales, por los productores y por el público, este último sin soportar las imágenes de la propia miseria. (1965, p. 53)

Como pensador consciente de su lugar epistémico “tercermundista” y ansioso de denunciar la miseria latinoamericana, Rocha cree que sólo la violencia cinematográfica tiene la fuerza para penetrar el etnocentrismo europeo porque, para él, “el cine es una ontología” (en: Silva & Raurich, 2010 p. 1028). La forma de tratar las imágenes de miseria humana es, en consecuencia, el punto de divergencia entre estas dos vertientes éticas del pensamiento cinéfilo de los sesentas: la Nouvelle Vague tendencia Cahiers du Cinéma (Pinel, 2009, p. 180) con su llamado a evitar tales imágenes, y el Cinema Novo con el fomento de ellas. El origen de la divergencia —no es raro— tiene que ver con los lugares epistémicos de ambos grupos de directores y teóricos frente al colonialismo: mientras los europeos, como dice Sartre, son todos colonos que no saben que la violencia tercermundista es consecuencia del colonialismo europeo, los latinoamericanos son los colonizados que acusan violentamente la tragedia de la colonización. La concepción de Rocha del cine como una “ontología” que busca perturbar la autocomplacencia de la modernidad occidental, constituye, en términos actuales, un gesto de descolonización epistémica que en su caso se origina en la conciencia de cineasta tricontinental —es decir, vinculado a las problemáticas del tercer mundo asiático, africano y latinoamericano. Según el crítico brasileño Ismail Xavier, las directrices de esta tricontinentalidad dependen “del eje escogido para las confrontaciones, donde ganan un enorme peso los rasgos nacionales, los alineamientos políticos, la pertenencia del cineasta a alguno de los polos de la triangulación entre Europa, Estados Unidos y el Tercer Mundo”, etc. (1991, p. 4). Rocha manifiesta una conciencia descolonizadora localizada en lo que hoy llamamos Sur Global, resonancia que Daney es incapaz de ver debido a su etnocentrismo epistémico 3.

Así, vemos que durante el primer quinquenio de la década de 1960 se pasa de la denuncia (Fanon) y la asimilación (Sartre) teórica de la violencia como herramienta de descolonización desde África, a su visualización (Pereira dos Santos) y teorización (Rocha) cinematográfica desde América Latina, en una de las más poderosas migraciones de ideas radicales ocurridas en el Sur Global. Hacia el final de la década, otros directores latinoamericanos también influidos por Fanon expondrán sus respectivas visiones de la violencia en el cine, como el cubano Julio García Espinoza con Por un cine imperfecto (1969) y los argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino con Hacia un Tercer Cine (1969) 4. Imágenes que los cineastas de la Nouvelle Vague considerarían abyectas se tornan, para el Cinema Novo y otros cines colonizados, en herramientas de concientización política y descolonización económica a tono con las demandas sociales de la literatura regionalista brasileña de la década de 1930 y las luchas de liberación nacional en América Latina, Asia y África en las décadas de 1950 y 1960 —con la Revolución Cubana (1959) y la independencia de Argelia (1962) como hitos del siglo XX. Pese a que los principales pensadores de la Nouvelle Vague y del Cinema Novo compartían su fe en el cine —lo cual explica la recepción entusiasta de este movimiento en Cahiers du Cinéma—, creemos que las diferentes percepciones de lo abyecto constituyen, junto con las aproximaciones diversas a la teoría de autor 5, la principal distinción ética, estética y política entre lo que Solanas y Getino denominaron “segundo cine” y “tercer cine”.

Frantz Fanon / Glauber Rocha

En términos de la puesta en práctica de la violencia, la película Vidas secas del brasileño Nelson Pereira dos Santos constituye una de las más impresionantes alegorías visuales de la miserabilidad del oprimido latinoamericano. En esta obra distinguimos la representación del hambre y la violencia coloniales a partir de la animalización y la metonimia, operaciones retóricas consecutivas y complementarias utilizadas para tratar estéticamente la muerte del colonizado sin atenuar la violencia del miserabilismo impulsado por Rocha. La animalización de la familia de retirantes nordestinos, ilustrada técnicamente con el uso horizontal de la cámara para registrar a la mascota Baleia, con la emisión de sonidos guturales por parte de los retirantes y con la intimidad de familia y mascota en los escenarios domésticos, entre otros recursos, busca igualar las condiciones de precariedad experimentadas por los seres humanos del Nordeste brasileño a la de los animales de la región. Nuevamente hallamos ecos de Fanon cuando afirma que la deshumanización del colonizado perpetrada por el colono se manifiesta con el uso de un “lenguaje zoológico”. “El colono”, explica el martiniqueño, “cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere constantemente al bestiario” (1983, p. 20). En Vidas secas la animalización y consecuente deshumanización se presentan asumidas e internalizadas por los colonizados —mientras Fabiano asume su inferioridad en la imposibilidad de rebelarse contra el colonizador, lo que más anhela Sinha Vitória es superar el estatuto animal dejando atrás la “vida de bicho” y comprando una “cama de gente”. Por medio de la equivalencia entre hombre y animal, el sacrificio de Baleia opera metonímicamente como una alegoría de la muerte del colonizado, idea reforzada a lo largo del filme por la conciencia familiar de llevar una vida infrahumana según protesta Sinhá Vitória, o de migrar perpetuamente en busca de mejores tierras al igual que el ganado como insinúa Fabiano al observar su migración: “Anda ganado, anda, a buscar mejores pastos”.

Asimismo, considerando la tensión muscular que según Fanon es propia de los colonizados debido al ejercicio sistemático de la violencia sobre ellos —“en sus músculos, el colonizado siempre está en actitud expectativa” (1983, p. 25)—, podemos interpretar el instinto de migración perpetua que moviliza a la familia de retirantes como un reflejo muscular vital destinado a evadir el presente del hambre. Ni la violencia ni la autodestrucción funcionan como vías de escape a la tensión muscular de estos habitantes del Nordeste, pero sí el viaje cíclico en tanto migración inscrita genéticamente en los seres del sertão para alejarse de la sequía y preservar la vida. Debido a que según Fanon “la presencia del obstáculo acentúa la tendencia al movimiento” (p. 26), en la familia nordestina el instinto de migración se manifiesta como una suerte de intuición primaria de liberación de un paisaje natural y humano, el paisaje del sertão brasileño, percibido como profundamente hostil. Este tratamiento de la abyección y la violencia por parte del Cinema Novo también encuentra sus fuentes en la descolonización de la antropofagia brasileña, inaugurada por el modernismo literario en la década de 1920; y del canibalismo caribeño de la década de 1960, manifestada en lo que José David Saldívar (1991) llama “Escuela de Calibán” 6. Contrastemos entonces la afirmación de Rivette según la cual “el director se ve obligado a atenuar” la realidad, con: 1) la estética del hambre de Rocha, destinada a concientizar sobre la violencia y el hambre “que los remiendos del technicolor no esconden, sino 7 agravan”; 2) la violencia descolonizadora del Manifiesto antropófago (1928) en que a Oswald de Andrade “sólo le interesa lo que no es suyo. Ley del hombre. Ley del antropófago”—; y 3) el ensayo Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar, donde afirma que “asumir nuestra condición de Calibán implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista” (p. 37). Deducimos que toda esta constelación de pensamiento latinoamericano desarrollado a lo largo del siglo XX constituye un esfuerzo colectivo de descolonización y de lucha contra el neocolonialismo y el imperialismo, manifestado en distintas dimensiones de la cultura y la política continentales —el cual, no obstante, fue en buena parte acallado por las dictaduras del Cono Sur y la intervención militar de Estados Unidos en América Central. En el ámbito del cine latinoamericano, podemos concluir que el mayor valor de este esfuerzo estético de violencia, misticismo, miserabilismo y antropofagia practicados en diversas medidas por los directores del Cinema Novo y del Tercer Cine en las décadas de 1960 y 1970 radica en que sus poéticas descolonizadoras colaboraron, como dice Fernández Retamar, “a colocar en su verdadero sitio la historia del opresor y la del oprimido”(s. f., p. 64) en las Américas.

El reverso del colonialismo portugués en Ossos de Pedro Costa

Desde hace unas décadas los Estudios Subalternos y los Estudios Postcoloniales vienen usando el concepto de subalterno para referirse a sujetos similares a los que Fanon llamaba condenados de la tierra. Según Ranajit Guha, es el “nombre para toda atribución de subordinación… ya sea en términos de clase, casta, edad, género y oficio, o de cualquier otra manera” (1998, p. 35). En este contexto, podemos afirmar que el fracaso de los estados naciones en términos de garantizar la dignidad de todos los habitantes de las sociedades postcoloniales, ha contribuido a la proliferación de nuevos tipos de subalternos que, o bien permanecen en territorio autóctono con la esperanza de boicotear el presente, o bien, como los metecos, migran a tierras ajenas con la esperanza de alterar el futuro. La experiencia dice, sin embargo, que la mayoría de las veces el futuro próspero en otra geografía se convierte en la prolongación del presente de opresión e incluso en la agudización de la marginalidad pues la carencia de derechos ciudadanos constituye, en suelo extranjero, una carga todavía más abyecta. Ni siquiera la violencia de las liberaciones nacionales africanas con la cual el condenado de la tierra podía eventualmente construir nación “dondequiera que va, allí donde él está”, porque “se confunde con su libertad” (Fanon, 1983, p. 12); ni siquiera esa violencia fue capaz de revertir la falsa independencia con la que Sartre definió a los países liberados, pero convertidos en botín neocolonialista e imperialista. En este marco, resulta pertinente contrastar a los metecos “locales” creados por Graciliano Ramos en su novela Vidas secas (1938), despojados de toda posibilidad de interactuar dignamente con las instituciones de la polis; con los metecos “globales” que vemos en Ossos, película de Pedro Costa, a fin de examinar el tránsito del condenado de la tierra de Frantz Fanon al cosmopolitismo del pobre de Silviano Santiago. Dice éste:

ya está lejos el tiempo descrito en Vidas secas…, dominado por el camión pau de arara. Lejos el tiempo de los emigrantes del monocultivo del latifundio y de la sequía del nordeste. Hoy los migrantes brasileños, muchos de ellos oriundos de estados relativamente ricos de la nación, siguen el flujo del capital transnacional como un girasol (2012).

Se trata del mundo retratado por los filmes de Pedro Costa, el mundo de los migrantes globales que experimentan, junto con las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías, los nuevos despojos de cosmópolis hostiles y de evasiones fáciles. En su libro Las distancias del cine (2009), Jacques Rancière afirma que los filmes de Costa:

tienen por tema esencial una situación que está en el centro mismo de los desafíos políticos de nuestro presente: la suerte de los explotados, de quienes han venido de lejos, de las excolonias africanas para trabajar en la industria de la construcción portuguesa y que han perdido a su familia, su salud y a veces su vida en esos obradores; los que se hacinaron ayer en las barriadas miserables suburbanas para ser luego desalojados de ellas y enviados a viviendas nuevas, más luminosas, más modernas, pero no necesariamente más habitables (p. 127).

Aunque resulta loable que un crítico europeo empatice con lo que describe como “suerte de los explotados” que “han venido de lejos”, y que considere tal situación un desafío importante de “nuestro presente”, no deja de llamar la atención que, en su perspectiva, la explotación de los habitantes de las excolonias se perciba como una preocupación actual de la intelectualidad hegemónica, sólo de “nuestro presente” —adjetivo que prueba que la temporalidad de las metrópolis se rige por un reloj completamente diferente, e indiferente, al de las periferias, lugares donde la explotación colonial y neocolonial ha sido un “presente” con el que sus habitantes han debido lidiar por siglos. Rancière parece no dimensionar el hecho que la violencia de las sociedades postcoloniales y, más recientemente, las migraciones multitudinarias del tercer al primer mundo, constituyen la violencia colonial vuelta “contra nosotros” (Sartre, 1983, p. 11). El crítico portugués Carlos Melo Ferreira sigue la línea del diagnóstico de Rancière al afirmar que el cine de las últimas décadas entró en un estado de urgencia frente a las “sucessivas catástrofes, humanas e naturais, que têm devastado o planeta” (2009, p. 53). ¡Como si la catástrofe de la colonización europea se hiciera visible sólo cuando invade sus metrópolis y cuando hay cineastas europeos que la exhiben sin filtros ornamentales! ¡O como si la abyección fuera visualizable sólo cuando se trata de la tragedia de los no-blancos! Después de todo, las noticias del tercer mundo que muestran los medios del primero, sólo transmiten imágenes de tragedia —las cuales, ciertamente, están ya naturalizadas en el imaginario metropolitano. Volviendo a Costa, lo que su cine muestra no es apenas una cara incómoda del presente ni la simple superación del recato de la Nouvelle Vague, sino más bien el reverso del colonialismo portugués derivado de la catástrofe que, provocada lejos en espacio y tiempo, retorna como un boomerang (Sartre, 1983, p. 11; Santiago, 2012, p. 318) a su núcleo debido a la fuerza expansiva de su propia violencia.

Es necesario agradecer a Pedro Costa por recordarle a Europa que su colonialismo sigue teniendo secuelas que, en décadas recientes, incluyen la migración de los antiguos colonizados a las ex metrópolis en busca de mejores alternativas laborales pese a los riesgos evidentes del desplazamiento. Gran parte del cine de Costa es, en este sentido, una poética del meteco, del subalterno en tanto marginado postcolonial en la era de la globalización —era en que las corrientes migratorias de África a Europa aumentaron su flujo tanto por los avances en las tecnologías de comunicación y “la democratización de los medios de transporte” (Santiago, 2012, p. 315), como por los estragos de un neoliberalismo cuyo camino fue pavimentado por el neocolonialismo adoptado tras las independencias. Si en la década de 1960 Fanon advertía que “la burguesía nacional se -estaba vendiendo- cada vez más abiertamente a las grandes compañías extranjeras” (1983, p. 85), hoy es la lógica imperante en sociedades postcoloniales donde la pobreza previa y la disminución de la mediación del Estado ha recrudecido todavía más la vida de sus habitantes 8. En Ossos intuimos un diálogo con la estética del hambre que Glauber Rocha identifica en películas como Vidas secas, donde los habitantes del sertão de su país migran a la ciudad buscando satisfacer necesidades tan básicas como la alimentación. En el filme de Costa son otros colonizados por Portugal los que cruzan la “doble frontera” 9 del campo a la ciudad, y de la periferia africana al centro —Lisboa— a fin de, como sugiere el título, combatir la desnutrición. Todo ello, no obstante, para encontrar nuevas formas de explotación, degradación y hambruna. Estos cruces de frontera, como bien apunta Santiago, han creado una “forma de desigualdad social, que no puede ser comprendida en el ámbito legal de un único Estado-nación, ni por las relaciones oficiales entre gobiernos nacionales, ya que la razón económica que convoca a los nuevos pobres a la metrópoli postmoderna es transnacional y en la mayoría de los casos, también es clandestina” (2012, p. 315).

La colonialidad —concepto que críticos como Walter Mignolo describen como la “cara oculta y más oscura” (2009, p. 39) de la modernidad 10— de la que intentan huir los migrantes de Ossos, se reproduce en la metrópolis, aspecto que observamos en el tratamiento de la luz por parte del cineasta. El espacio en que los inmigrantes acondicionan un “hogar” es una metáfora visual de la colonialidad: oscuro o iluminado por velas (Rancière, 2012, p. 129) o ampolletas raquíticas, generando siempre un ambiente nocturno. De día vemos a los inmigrantes transitando por el espacio público metropolitano en planos medios y generales consecuentes con su amplitud. El continuo movimiento diurno de Tina, Clotilde, el padre del bebé y el propio bebé por calles marginales, centros históricos y casas ajenas sugiere que el espacio urbano “moderno” es siempre ajeno y, por tanto, un lugar de tránsito, un lugar de trabajo: el lugar del otro. El espacio “propio” es aquél que el otro no ve: espacio oscurecido, espacio que la modernidad oculta relegándolo a los márgenes; en Ossos, es el barrio Fontainha s—uno de esos “barrios lamentables de las metrópolis” (Santiago, 2012, p. 315)—, sin luz eléctrica y donde inmigrantes extranjeros y portugueses pobres comparten su miseria. A ojos de la modernidad, esos sujetos postcoloniales parecen desaparecer de noche, pero la cámara de Costa nos muestra que, en los estrechos y sombríos residuos habitacionales de la metrópolis, ellos continúan existiendo —imágenes que debido a la estrechez y hacinamiento sólo nos pueden llegar como primeros planos o escasos planos medios 11. Así, para los metecos registrados por Ossos, el viaje de migración persiguiendo un futuro mejor se convierte en un nuevo presente de exclusión, pero no sólo económica sino también cultural, lo que causa una pérdida aún mayor de la humanidad históricamente violentada por el neocolonialismo de sus países de origen. Por ello, la evasión del presente se da por el callejón sin salida de la drogadicción y su consecuente anulación de la subjetividad. En un círculo vicioso similar, la tensión muscular genética causada por la opresión colonial histórica se libera mediante ese deambular constante y sin destino por las calles extranjeras. A diferencia del movimiento de los condenados del sertão en Vidas secas, cuyo desplazamiento contiene la esperanza del futuro desconocido y posiblemente mejor, los metecos de Ossos perdieron u olvidaron el rumbo durante su tránsito laberíntico y perversamente perpetuo en la urbe lisboeta. Es una suerte de relajamiento muscular instintivo, grabado en la memoria colectiva del subalterno, pero que ahonda más su inmersión en el lado oscuro de la modernidad.

En esa Lisboa que Costa nos muestra, asistimos a la atomización de la sociedad moderna: la convivencia entre inmigrantes se da en silencio debido, quizás, al desconocimiento de la lengua y los códigos culturales metropolitanos. Ellos constatan la inutilidad de sus saberes viejos mientras luchan por aprender los nuevos. Allí también existen seres atomizados que no son inmigrantes pero que comparten la marginación de la modernidad: la enfermera Eduarda vive una vida solitaria, silenciosa, que la acerca a estos otros marginados de la colonialidad. La atomización social llega al extremo de transformar a una recién nacida en un ser en tránsito, sin hogar, tan desplazado como sus padres sin siquiera tener conciencia de ello. Este fenómeno es representado en el plano secuencia del padre caminando incesantemente con la hija en una bolsa de basura, posiblemente para botarla. Quizás sea posible rescatar la perspectiva panorámica proporcionada por la colonialidad inscrita en los cuerpos de los subalternos locales y foráneos reunidos en las metrópolis postmodernas (Santiago, 2012, p. 316), a fin de juntar sus “dobles conciencias” —conceptualización de W. E. B. DuBois 12 que encontramos en Fanon como “perspectiva universal” (1983, p. 108)— y utilizar las escasas herramientas al alcance de los cosmopolitas pobres para exigir el obstaculizado derecho a la dignidad. Por la historia de despojos coloniales sobre los que descansa la prosperidad de las cosmópolis del presente, para Santiago los inmigrantes pobres que las pueblan “constituyen sus legítimos y clandestinos habitantes” (2012, p. 322), razón por la cual el brasileño propugna su empoderamiento como actores culturales para “manifestarse por una actitud cosmopolita” que, por una suerte de empatía en la subalternidad compartida, puede lograr organizar a estas nuevas minorías globales.

Volviendo a Ossos, observamos que las únicas instancias de construcción de comunidad son la música y la fiesta en el barrio periférico. Si seguimos a Fanon, podemos deducir que danzas y trances son también un medio para el relajamiento del colonizado, una suerte de “orgía muscular en el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se canalizan, se transforman, se escamotean” (1983, p. 27). El baile para Tina es sin duda catártico, no obstante predomina como gesto individual, atomizado, que no culmina en otra cosa sino en el abandono físico del no-movimiento, en la impasibilidad que sigue a la anulación de las drogas, en una suerte de anorexia existencial que hace imposible el re-encantamiento del mundo y la recuperación de la humanidad. En este sentido, Vidas secas es más optimista al sugerir la posibilidad de redención de los protagonistas por el cultivo de la palabra, también escasa durante la historia, pero que revive hacia el final cuando los retirantes inician un nuevo viaje. La circularidad y perpetuidad de su movimiento representa una esperanza realimentada, una y otra vez, en un futuro mejor, aún dentro de los márgenes de la nación postcolonial. En Ossos ni el futuro ni la palabra emergen como promesa de humanidad. Al contrario: parecen diluirse junto con la vida de los personajes, gesto con el cual Costa insinúa que la violencia colonial en la migración de “doble frontera” despoja al ser humano de su condición más esencial de existencia: su lenguaje, herramienta que posibilita reconstruir el pasado e imaginar el futuro. La debilidad cultural de los inmigrantes en Lisboa es todavía mayor que la de los campesinos en el sertão: los acerca a una deshumanización que desnutre no sólo sus cuerpos, sino también sus almas, despojándolos de aquello que alimenta el espíritu del hombre: las memorias y los sueños. Tal vez el cine de Costa busca vislumbrar esas últimas expresiones de una humanidad agónica, una humanidad en vías de extinción: “These people have already been fooled by everything, by the land, by the ghosts, by the Portuguese. They can’t be fooled by cinema. I tried to respect the truth…” (Barroso, 2009). Si bien no hallamos la fe en el cine como ontología redentora del colonizado, propia de la generación de Rocha, vemos, en el cine de Costa, una ética de lealtad con los irredentos de la colonialidad. Como dramáticamente señala Enrique Aguilar, el único sueño que les resta es el sueño “lumpen” o el sueño alucinógeno proporcionado por las drogas. Es el destino del lumpen-proletariat definido por Fanon, destino que acaso puede modificarse, como propone Santiago, mediante la apropiación de las herramientas globales del cosmopolita pobre.

Leída desde la estética del hambre de la colonialidad brasileña, la estética de la desnutrición de la colonialidad africana en Portugal articulada por el cine Pedro Costa esboza una catástrofe sin salida: la impasibilidad, la anorexia, como síntomas de una desesperanza en estado terminal. En este sentido la autocrítica de Rancière es loable, pero a todas luces insuficiente: le falta el conocimiento y la conciencia —¡urgentes!— de las raíces históricas del hambre denunciado por Fanon y el Cinema Novo en la década de 1960 y la desnutrición existencial expuesta por Costa hoy. Las historias locales más recientes de la “geografía (mundial) del hambre” (Fanon, 1983, p. 48) son resultado de los diseños globales programados por Europa hace más de quinientos años. Carencias como las expuestas por Ossos no son incidentes abruptos de la actualidad europea, sino el producto de un pasado colonial vergonzoso que repercute en el presente de la humanidad completa —humanidad cuyas catástrofes modernas conforman mayoritariamente el legado del colonialismo que Europa inventó.

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Notas

1 Ismail Xavier especifica que esta esperanza en la técnica manifestada por Bazin estaba “poco atenta, por ejemplo, al mundo infernal de regresiones, controles y dominaciones que la teoría crítica de Adorno y Horkheimer diseñaba para los hijos del iluminismo en la era de la industria cultural” (1991, p. 14).

2 Quijano acuña este término en 1991, en el artículo “Colonialidad y modernidad/racionalidad” publicado en Lima en Perú indígena (29), pp. 11-21 y lo amplía en el texto “La americanidad como concepto” escrito con Immanuel Wallerstein. En 1993 explica al respecto: “Colonialidad es un neologismo necesario. Tiene respecto del término colonialismo, la misma ubicación que modernidad respecto de modernismo. Se refiere, ante todo, a relaciones de poder en las cuales las categorías de ‘raza’, ‘color’, ‘etnicidad’, son inherentes y fundamentales” (pp. 49-50).

3 Al final del texto The Death of Glauber Rocha (1981), Daney, además de valorar el legado de Rocha como una curiosidad exótica de un momento puntual -la década de 1960- en que Cahiers se interesó en el tercer mundo, sugiere que el pensamiento tricontinental del cineasta brasileño está tan olvidado como su obra. Asimismo, al comienzo del mismo texto explica que la reputación de Rocha fue declinando porque, “en el fondo, él siempre había estado lejos, tan lejos de nosotros como lo está Brasil” (“deep down, he had always been far away, as far from as as Brazil can be”).

4 El cine latinoamericano propone luchar activamente, estéticamente, por la liberación del hombre colonizado enrostrando violentamente la miseria y el hambre desde el cine en tanto gesto moral, estético y político (Rocha); asumiendo la imperfección técnica como una estética que violente la perfección del cine hollywoodense (García Espinoza); concibiendo el cine como un arma violenta de descolonización que opere con los métodos de la guerrilla (Solanas y Getino).

5 Hablando de la teoría de autor en Rocha, Silva y Raurich señalan: “El autor latinoamericano se diferenciaba de sus homólogos europeos en cuanto que para los cineastas del viejo continente el autor era la expresión de un sujeto individual soberano, mientras el Tercer Mundo nacionalizaba al autor y lo consideraba como la expresión, no de una subjetividad individual, sino de la nación en su conjunto” (2010, p. 1027).

6 Saldívar denomina de esta manera a los tres intelectuales coloniales que utilizan al personaje “Calibán” de la obra La tempestad de William Shakespeare, un bárbaro del Nuevo Mundo cuyo nombre es una deformación del vocablo caníbal, como metáfora de resistencia anticolonial. Estos tres escritores, que escriben en tres lenguas coloniales distintas, son Aimé Césaire con Una tempestad, adaptación de La tempestad de Shakespeare para un teatro negro (1969); Edward Kamau Brathwaite con el poemario Islas (1969); y Roberto Fernández Retamar con el ensayo Cuba hasta Fidel (1969).

7 que

8 Silviano Santiago especifica al respecto que “el campesino salta hoy por encima de la Revolución Industrial y cae de pie, a nado, en tren, navío o avión, directamente en la metrópolis posmoderna. Muchas veces sin la intermediación de la necesaria visa consular” (2012, 314).

9 Tomo este concepto de Sandra Pineda-Dawe, quien lo usa para describir la “doble frontera” que cruza la India María en la película mexicana Ni de aquí… ni de allá (María Elena Velasco, 1988), del campo a la ciudad mexicana y luego de la ciudad mexicana a la ciudad estadounidense en busca de mejores oportunidades laborales. Si aplicamos esta definición a los filmes analizados, vemos la primera frontera en el tránsito de Vidas secas del campo a la ciudad; y la segunda, en la migración de Ossos del tercer al primer mundo.

10 Explica Mignolo: “la “modernidad” es una narrativa europea que tiene una cara oculta y más oscura, la colonialidad. En otras palabras, la colonialidad es constitutiva de la modernidad: sin colonialidad no hay modernidad. Por consiguiente, hoy la expresión común modernidades globales implica colonialidades globales, en el sentido preciso de que la matriz colonial del poder (la colonialidad, para abreviar) se la están disputando muchos contendientes: si la modernidad no puede existir sin la colonialidad, tampoco pueden haber modernidades globales sin colonialidades globales. Esa es la lógica del mundo capitalista policéntrico de hoy” (2009, p. 39).

11 Melo Ferreira señala al respecto: “Não podendo guardar distâncias o cineasta força a grande proximidade do grande-plano de seres abandonados à sua sorte, ao seu destino, mas que procuram ainda no que podem, uns nos outros encontrar conforto, elementos de reconhecimento e de partilha” (2009, p. 55).

12 En su libro The Souls of Black Folk, publicado originalmente en 1903, DuBois explica: “Es una sensación peculiar, esta doble conciencia, este sentimiento de estar siempre mirándose a uno mismo a través de los ojos de otros, de medir el alma propia con la medida de un mundo que lo observa a uno con desprecio y piedad. Uno siente su doble-dad —un estadounidense, un negro; dos almas, dos pensamientos, dos esfuerzos irreconciliables; dos ideales en disputa en un solo cuerpo oscuro, cuya obstinada fuerza por si sola impide que se parta en dos” (1996, s. n.). (“It is a peculiar sensation, this double-consciousness, this sense of always looking at one’s self through the eyes of others, of measuring one’s soul by the tape of a world that looks on in amused contempt and pity. One ever feels his two-ness,—an American, a Negro; two souls, two thoughts, two unreconciled strivings; two warring ideals in one dark body, whose dogged strength alone keeps it from being torn asunder”).

 

 
Como citar:
González García, M. (2015). Migraciones subalternas en el cine, laFuga, 17. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/migraciones-subalternas-en-el-cine/738