En principio es por la articulación de elementos a nivel de puesta en escena, de construcción de personajes y con mayor propiedad por sus decisiones narrativas, que Nadie Sabe que Estoy Aquí haya despertado interés internacional, primero en el Tribeca Film Festival de 2020, donde obtuvo el premio al mejor director nuevo, y poco después gracias a su acceso al mercado del streaming a través de Netflix.
La cinta es una fábula sobre el ajuste de cuentas con el pasado en la figura de Memo (interpretado por el actor estadounidense de origen chileno Jorge García), un hombre obeso y hosco que vive recluido en la vieja casona de su tío en una isla en las cercanías de Llanquihue (Luis Gnecco) a quien ayuda a ganarse la vida trabajando pieles de oveja. En su infancia, la voz privilegiada de Memo le auguraba una exitosa carrera artística, pero su sobrepeso y el prejuicio de la industria del espectáculo confabularon para que fuera otro muchacho, una tapadera, quien se llevaría el éxito y la visibilidad pública apropiándose de la voz de chico.
La incubación de esa herida, que dejó al personaje a la deriva de su sueño artístico, se inocula en su existencia como un virus -mezcla de rechazo y frustración-, y a lo largo de las tres décadas siguientes ese trauma parece amplificado e irradiado hacia su morfología física y emocional. Durante buena parte del filme no es mucho más lo que sabemos de Memo y sus razones, sólo sus severas dificultades para entablar relaciones con la gente, su retorno silencioso a Chile después de mucho tiempo en Estados Unidos, su anhelo de artista aplastado tempranamente y, más importante aún, el papel que su padre (Alejandro Goic), tuvo en esa pequeña y definitiva traición.
Con estos elementos dramáticos esenciales la película de Gaspar Antillo se construye sobre una paradoja narrativa, porque describe con distancia e incluso con excesiva frialdad el entorno de su personaje principal al tiempo que se sostiene en una permanente subjetivación en su estructura dramática. La dificultad de empatizar con él radica esencialmente allí, en el modo en que su presencia inunda la narración a partir de flashbacks, del uso de cámara en mano y de las diversas ensoñaciones que flanquean la historia y, a la vez, en el fracaso del relato para ingresar a las cavidades más heridas de su constitución emocional.
Es un hecho que ante esta limitación la figura protagónica opera en principio por su presencia física, por la ritualidad de sus hábitos -como colarse y ocupar por algunas horas las casas deshabitadas del sector, su parsimonia en el trabajo-, y esencialmente por el laconismo con el que ha optado para organizar sus precarias habilidades sociales. Para una película que ha construido sus principales pilares en la dimensión psicológica del drama, no deja de ser frustrante que esa zona de su personaje central termine disuelta básicamente en externalidades.
En ese cuadro, Memo se constituye a ojos de la cinta como un ser ajeno, extraño y en cierto modo exótico, que parece coincidir con el paisaje boscoso y húmedo de la Región de los Lagos, donde transcurre la mayor parte del relato, un espacio dramático que aun así termina reducido a las utilidades estéticas más inmediatas consistentes en la glorificación del escenario sureño -el uso del travelling desde un dron es sintomático al respecto-, y en una precaria conexión dramática con el entorno. Desde ese punto de vista de esa vinculación la historia de Nadie Sabe que Estoy Aquí se vuelve un tanto intercambiable y lo más persistente es la manera en que despersonaliza los rasgos de identidad que en un comienzo la película parece suscribir.
En el mundo aislado y protegido que Memo parece haber encontrado en el sur, la irrupción Marta, la costurera de Llanquihue que interpreta notablemente Millaray Lobos, no altera demasiado la naturaleza del personaje, con todo lo desestabilizador que una potencial atracción erótica pudiese significar para él, al punto que la calidez de ella y la tosquedad de él funcionan como un contrapunto que, más que entregar matices sobre su contextura psicológica, refuerza los aspectos con los que la cinta ya lo ha delineado desde sus primeras imágenes. En este ejercicio de construcción dramática subyacen más dudas que certezas no sólo porque Memo se define mejor por sus vacíos y carencias, sino específicamente porque hay más de un aspecto de su construcción -su comportamiento violento, su debilidad para ocupar casas ajenas y su sociopatía-, que no parece provenir exclusivamente de aquella situación que le marcó la vida, sino de profundidades a las que el relato no es capaz de llegar.
En estas circunstancias la puesta en escena de Antillo prefiere orientarse hacia una simplificada construcción de oposiciones, muchas de ellas administradas desde el montaje: oposición entre su padre y su tío, entre la belleza y la soledad del paisaje, entre los temperamentos de Mario y de Marta y, por cierto, entre la dureza de sus ademanes físicos y la transfiguración que sufre cuando canta una y otra vez aquel viejo éxito que lo acercó a la fama en su infancia y que más de treinta años después volverá a situarlo en el enjambre de la mirada pública.
En esta misma articulación de dualidades está el último viaje de Memo a Santiago luego de ser redescubierto, para participar en un programa televisivo y saldar las cuentas con su pasado y con quien le arrebató su éxito en el canto. El violento contraste entre la cadencia del bosque y las simétricas líneas curvas del interior del Hotel Hyatt subraya la dimensión de esas diferencias, que se extienden por toda la secuencia en la capital, ya sea en diferencias de luz y sombra, en la dimensión sonora y también en esa zona de irrealidad que rodea todo el episodio.
Gran parte de las decisiones formales construyen un filme altamente mediatizado en sus emociones y si bien se trata de una narración lineal en un gran porcentaje, la organización de la información se construye escamoteando datos a través de flashbacks y subrayando conexiones a través del montaje, una concepción de la narrativa esencialmente restrictiva y manipuladora que vincula, sintetiza, omite y discrimina información.
Todo lo anterior no anula completamente los alcances de la cinta, en tanto el trabajo visual que el director de fotografía Sergio Armstrong logra en exteriores es como siempre impecable, la construcción atmosférica es igualmente cuidadosa y el filme, en la articulación de sus ideas más epidérmicas- deja clara su posición contra las crueldades del espectáculo televisivo y del negocio musical, contra los prejuicios generados por la apariencia física y a favor de las dualidades hermosas y terribles de la naturaleza humana. Pero el conjunto requería mayor atención a los matices, menos debilidad por los convencionalismos y evitar la fórmula de filme internacional que termina por distorsionar la superficie de todo el metraje.
Blanco, F. (2020). Nadie sabe que estoy aquí, laFuga, 24. [Fecha de consulta: 2024-10-04] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/nadie-sabe-que-estoy-aqui/1034