Que el reestreno en salas locales de Palomita Blanca haya coincidido con el rescate y la restauración de La Telenovela Errante (1990/2017) es una fortuna que permite establecer en primer término el vínculo que une a ambos filmes y, de paso y más relevante aún, reencuadrar las latitudes del Ruiz chileno.
A lo largo de los 45 años entre el inicio de su rodaje y su estreno definitivo en salas comerciales, el filme fue adquiriendo un estatuto mítico no tanto por su condición de filme de Ruiz, sino por ser la producción más ambiciosa del cine chileno de predictadura. Su rescate y estreno en 1992 liberó parte de esa tensión, pero el deambular posterior del filme, actualizado en buenas cuentas por su restauración en formato DCP para su inminente exhibición en el marco de la retrospectiva del autor en la Cinemateca Francesa -exhibición que finalmente no se efectuó-, permitió una nueva lectura de la obra, en parte por las modificaciones en la postproducción de imagen y sonido efectuadas para esta restauración.
En virtud de esas modificaciones, la percepción que se ha ido instalando a lo largo de los más de 25 años desde su primer estreno es la de un filme inacabado y en un permanente estado en suspensión. Esa condición de identidad latente que la película arrastraba ya desde su abrupto período de hibernación en las bodegas de Chile Films, un estado aún informe entre el copión y la copia cero, es a estas alturas la más fascinante vía de acceso al filme.
A juzgar por las sucesivas modificaciones estilísticas, sin mencionar su paso del formato en 35 milímetros hasta la reciente copia en digital, la certeza es que la versión estrenada en 2017 es la más fiel al proyecto concebido por su director, en tanto una parte importante del proceso de acabado, la postproducción de color, quedó trunca en septiembre de 1973 y sólo fue efectuada por Silvio Caiozzi, director de fotografía del filme, para esta versión.
Las libertades de Ruiz
A pesar de los acuerdos de la producción para respetar un porcentaje importante de la novela de Enrique Lafourcade, Palomita Blanca fue un pretexto que sirvió al director para fabular a partir de las tensiones de clase en el contexto de la campaña presidencial de 1970. De los elementos generales planteados en la mediocre fuente literaria original Ruiz sólo rescató el contexto histórico y el nudo dramático central -la relación entre Juan Carlos, un chico de clase alta simpatizante de Silo, y María, una colegiala del sector poniente de Santiago-, además de algunos personajes en el entorno inmediato de los protagonistas.
Hay un problema mayor asociado a la relación entre las coordenadas históricas establecidas en la novela y las situaciones comprendas en la organización de los hechos planteados en la adaptación hecha por Ruiz. En la medida en que el filme establece una atenuadísima causalidad la temporalidad se desvanece y es casi imposible establecer una correlación de los hechos en márgenes dramáticamente verosímiles.
Históricamente hablando la anécdota global de Palomita Blanca se situaría en los días comprendidos entre el festival Piedra Roja, el 10 de octubre de 1973, y el asesinato del general René Schneider, ocurrido quince días después. Sin embargo, en la manera como Ruiz la dosifica, la situación dramática esencial pareciera tener un arco mayor, dimensión que se amplifica a la luz de las situaciones que Ruiz intercala entremedio.
Anécdotas como el monólogo del profesor de música, la escapada del grupo de adultos con algunas liceanas o el episodio de la llegada de antiguos amigos a la casa de María, ayudan a dispersar la narración hacia afuera en vez de hacerla converger en sus protagonistas.
Del cine a la TV
Es un hecho constatado que a Ruiz le interesaba bastante poco la novela y que en comparación la posibilidad de rodar una segunda película en paralelo -el documental Palomilla Brava, sobre el mediático proceso de selección de la protagonista-, parece haberle motivado más. Por lo que sabe de aquel proyecto perdido después del Golpe de Estado, Ruiz registró durante el proceso de entrevistas las pequeñas historias de decenas de muchachas y la visión que ellas tenían de la novela, similar a lo que hizo con esa modalidad irónica de cine encuesta utilizada para El Realismo Socialista. No es difícil suponer en ese contexto que la exploración de la jerga de las candidatas fue el elemento esencial que condujo la observación de Ruiz a todo el proceso de casting, reinstalando la indagación en el habla popular que el realizador había emprendido desde Tres Tristes Tigres.
En el caso de Palomita Blanca, es precisamente la identidad del habla donde parece haber mayores distancias entre los protagonistas, incluso más que las diferencias materiales, geográficas y de clase que separan a María de Juan Carlos. Mientras la mayor parte de los textos de Beatriz Lapido son narraciones en off, monólogos construidos como alusión a la cultura de folletín de la que se ha alimentado la clase popular santiaguina, la expresividad verbal de Juan Carlos se define mejor por su dicción afectada y por funcionar como contrapunto lingüístico de María. Rodrigo Ureta, el joven que lo encarnó, ni siquiera debió forzar mayormente su acento para dar con el personaje. Las dificultades en su modulación, su limitado vocabulario y su labor literalmente antagónica en relación con el de María son los pivotes por los que se expresa la naturaleza privilegiada de su clase.
Ruiz construye a partir de estos elementos una relación imposible, la de una pareja que se conoce por azar en el festival Piedra Roja, que se alimenta en parte por inercia y que virtualmente en todo el relato se plantea como una relación desigual: la de una chica enamorada de un joven que virtualmente la desprecia.
Ruiz deja claro, en la manera de tratar la afectividad entre ambos, que el vínculo que los une no es corporal ni sexual, como queda en evidencia en el modo explícitamente deserotizado en que se resuelven las escenas del desnudo en la playa y del sexo en motel. La pasión irracional de María hacia él está alimentada por el idealismo cándido de las novelas rosa y aspectos como “su linda ropa” o “su olor”, que María utiliza para justificar su atracción, refuerzan la inmadurez y fragilidad de los lazos que los unen.
Menos perceptible, pero quizás más fundamental en la mirada ruiziana a ese mundo, es el rol que cumple la televisión, elemento que no aparece en el texto de Enrique Lafourcade. Los personajes en el entorno de la protagonista están absortos por lo que ocurre con una teleserie que habla, por lo que se alcanza a comprender, de lazos rotos, infidelidades y paternidades no reconocidas. En lo más superficial, Ruiz entrega esas pequeñas escenas del programa como un evidente comentario a la acción, pero también, en las ideas esbozadas en esos pequeños momentos, hay una voluntad de amplificar la fractura del relato, introduciendo un formato audiovisual dentro de otro.
Sin embargo, no es que Ruiz intente sólo cuestionar el embrutecedor y sobedramatizado lenguaje de la “soap opera”. En una estrategia que puede ser incluso la operación más radical de la cinta, el director va empujando paulatinamente toda la dramaturgia hacia esa estructura de drama a la que parece remedar al punto que en las últimas secuencias la anécdota inicial entre María y Juan Carlos, ya desdibujado por la exacerbación e la elipsis, se torna falsa, esterotipada. Los personajes se vuelven a la cámara, los diálogos devienen ampulosos e irreales y sobre ellos se superpone las últimas frases de despecho que la protagonista enuncia en off, mientras mira el último episodio de la teleserie, y que constituyen uno de los tantos juegos de palabras que Ruiz introduce en sus películas:
“Virgencita del Socorro, haz que Juan Carlos se enamore de otra, de una mujer extranjera que no lo quiera a él, sino que a otro.
Haz, virgencita, que ese otro se enamore de mí y que yo no lo quiera, virgencita, porque yo quiero a Juan Carlos con todo mi corazón.
Haz, virgencita, que esa mujer abandone a Juan Carlos por ese hombre. Haz que ese hombre abandone a esa mujer por mí. Haz que yo rechace a ese hombre. Haz que Juan Carlos lo sepa todo y se dé cuenta que la única que lo quiere soy yo, que yo soy la única, virgencita, por Cristo Señor Nuestro, así sea”.
En la misma medida que lo cinematográfico se torna televisivo, el relato se vuelve más elíptico, los hechos adquieren una velocidad inusitada y la narración parece abandonar paulatinamente a sus dos protagonistas, decisiones que no hacen más que extremar la arquitectura en fuga que el filme ha definido desde el comienzo.
No es extraño que Ruiz se haya interesado en la televisión en virtud de su potencial embrutecedor como medio de comunicación de masas. Lo notable es que, antes de reflexionar sobre las posibilidades de su contenido lo hace sobre su formato y especula con acierto de vidente su influencia eventual sobre el medio cinematográfico.
Que La Telenovela Errante -un compendio de viñetas que aluden a la idiosincrasia chilena en los primeros meses de la postdictadura- sea el primer proyecto que Ruiz rueda en Chile a continuación de Palomita Blanca, no sólo confirma el sentido profundo de su coherencia como cineasta, sino el cumplimiento de una profecía cinematográfica a 45 años de distancia.
Blanco, F. (2018). Palomita blanca, laFuga, 21. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/palomita-blanca/885