Las noches
Uno de los primeros acercamientos de Pier Paolo Pasolini a la realización cinematográfica es su colaboración como guionista en Las noches de Cabiria (Le notti di Cabiria, 1957), el séptimo largometraje de Federico Fellini. Este film narra las desventuras de Cabiria Ceccarelli, una prostituta de Ostia 1El balneario en el que en 1975 sería brutalmente asesinado Pasolini que, en su candor y en su gracia, en su búsqueda del amor y la redención, y en su encarnación por parte de la actriz Giulietta Masina, evoca a la Gelsomina de La calle (La strada, Fellini, 1954).
En un artículo llamado Nota sobre Las noches, Pasolini muestra como en un film su primer encuentro con Fellini. Pero al mostrar este encuentro, también muestra lo que constituye un verdadero encuentro entre teorías contemporáneas de la representación: entre las tesis sobre el realismo en la literatura desarrolladas por Eric Auerbach en su obra Mímesis, y los estudios críticos sobre el neorrealismo italiano desarrollados por André Bazin y Guido Aristarco en las revistas Cahiers du cinéma y Cinema Nuovo.
Pasolini relata una serie de viajes en el coche de Fellini, en los que éste le va contando la trama de Las noches mientras buscan locaciones y personajes para el film, como si se tratara de la entrada en un universo: que es la realidad misma de los suburbios de Roma, pero más aún el modo en que Fellini recorre y registra esa realidad, en la que el joven Pier Paolo, “pequeño gatito peruano, junto al gran gato siamés, escuchaba con Auerbach en el bolsillo”. (Pasolini, 1999 p. 699)
El maestro lo lleva de paseo por una realidad que Pasolini conoce de sobra, ya que desde su llegada a Roma en 1950 ha vivido en una de esas borgate, padeciendo grandes necesidades. Dice Fellini:
“Hacíamos aventuras nocturnas en esos barrios sombríos que él conocía y yo no: Tiburtino III, Primavalle, Prima Porta… donde él era conocidísimo. Apenas llegaba había un correr de pequeñas sombras, se abría alguna ventana: «Es Pier Paolo», «Eh! Pier Pa’!»… ” (Fellini, 2009, p. 34)
Ese universo ya había sido representado por nuestro autor en su primera novela, Muchachos de la calle (Ragazzi di vita, 1955), y lo será también luego en la segunda, Una vida violenta (Una vita violenta, 1959). Sin embargo, el modo que tiene Fellini de moverse en esa realidad le produce a Pasolini una mezcla de curiosidad y admiración: en sus films ha conducido su cámara de un modo a la vez intuitivo, pantagruélico y, sin embargo, con una enorme conciencia de la forma, así como conducía también su auto en esas noches por las callejuelas de los arrabales, corriendo el riesgo continuamente de atropellar a alguien, o de salirse del camino, “pero dando sin embargo la impresión de que eso, en realidad, era imposible”. (Pasolini, 1999 p. 699)
Esos paseos nocturnos tienen la supuesta finalidad de encontrar a La Bomba, una legendaria prostituta que funciona para ambos como una especie de arquetipo o de nuda veritas. La buscan, sugestivamente, por todas las vías que recorren las ruinas de la Passeggiata Archeologica de la Roma antigua. “En realidad”, dice Pasolini, “no la queríamos encontrar; y no la encontramos. La Verdad debe permanecer escondida, interna e ideal. Encontramos en su lugar muchos facsímiles: aspectos terrenos y cotidianos de la Verdad.” (1999, p. 701)
Y es centrando su interés en esos aspectos terrenos y cotidianos de la verdad que nuestro autor siente los mayores reparos respecto del borrador del film que le ha hecho leer Fellini: le preocupa la coexistencia -presente incluso en una obra maestra como La strada- de esos paisajes, personajes y cosas de todos los días, con una estilización y una poeticidad sobreañadidas, e incluso con un humor o un imaginario surreal, que pueden llegar a reinstalar a esa gente baja y ordinaria en el lugar de la comedia bufa que la tradición clásica le había reservado desde siempre.
Auerbach y el neorrealismo
La base conceptual de esta preocupación se halla en las tesis de Auerbach sobre el realismo literario, y esta base teórica de reflexiones sobre la mímesis es también puesta en práctica por Pasolini en sus propios primeros ejercicios narrativos, tanto en la literatura como en el cine, ya que sus dos primeras novelas y sus dos primeras películas, Accattone (1961) y Mamá Roma (Mamma Roma, 1962), son genuinos ejercicios de representación seria de personas de origen bajo, que viven sus vidas aparentemente ordinarias bajo el sino de verdaderos destinos trágicos y que remiten en un sentido figural a conocidas imágenes y episodios de la historia sagrada.
Auerbach considera que la cultura escrita del cristianismo ha hecho estallar la distinción tripartita clásica entre un estilo elevado-trágico, un estilo medio-satírico y un estilo bajo-cómico. (2014, p.146) En las tragedias antiguas, en efecto, las peripecias y reconocimientos de la acción dramática son actuadas y padecidas exclusivamente por grandes personajes: reyes, dioses, héroes. (Aristóteles, 1985) El pueblo bajo puede sufrir la peste y la guerra, pero no escuchamos más que a lo lejos sus lamentos ni sus gritos de batalla; en todo caso, aparte de esos posibles sonidos de placer o dolor, que no lo diferencian de una simple bestia, no conocemos en detalle sus humanas opiniones ni lo vemos deliberar moralmente (salvo en excepcionales ocasiones, como la del mensajero de Antígona). Los grandes sucesos, en cualquier caso, no pasan por sus decisiones, y no es el portavoz de las palabras que significan polémicamente a la fortuna o al bien; no es el protagonista ni siquiera secundario de esos grandes dramas que nos aleccionan acerca de los límites de lo humano. 2Cuando analiza la obra de Shakespeare, Auerbach habla (2008, p.308) de una “separación estamental de estilos”, como una suerte de supervivencia de la tragedia antigua en la moderna
En cambio, en una narración bíblica como la del episodio de la negación de Pedro, nos encontramos con un protagonista y un escenario del todo novedosos:
“Trátase, en último término, de una acción policíaca y sus consecuencias, en la que intervienen totalmente gentes ordinarias del pueblo, lo que, todo lo más, puede ser concebible en la antigüedad como bufonada o comedia. ¿Y por qué no es así, por qué despierta en nosotros el interés más solemne y trascendental? Porque nos presenta algo que ni la poesía antigua ni la historiografía antigua nos han presentado jamás: el nacimiento de un movimiento espiritual en el fondo del pueblo humilde, en medio de los sucesos vulgares del día, con lo cual alcanzan éstos una significación que jamás pudo prestarles la literatura antigua.” (Auerbach, 2009, p.48)
Y no se trata sólo de la figura particular de Pedro como héroe individual surgido del pueblo humilde, sino que se trata de ese pueblo mismo en su convulsionada y contradictoria participación en un nuevo proceso histórico. No se trata de la representación de un personaje singular que tenga que cargar con una arcaica culpa familiar o con una maldición divina, ni siquiera que tenga que ser el ejemplo conmovedor y horroroso de un destino humano posible. Se trata, más bien, de la representación de una corriente subterránea de renovación moral y política, que surge en el seno de un pueblo oprimido, y que no casualmente se manifiesta con todo su potencial redentor en el momento más tiránico de uno de los imperios más grandes que ha conocido la historia humana.
“Es esencial la aparición de gran cantidad de gentes, pues tales fuerzas históricas, con su acción removedora, sólo pueden hacerse expresivas por su influencia sobre un gran número de gentes de toda clase, y éstas son aquellas que, cualquiera sea su rango, oficio o condición, obtienen su lugar en el cuadro gracias tan solo a la circunstancia de cruzarse casualmente con el movimiento histórico y de tener que comportarse con respecto a él de alguna manera. De este modo, la antigua convención estilística se derrumba por sí sola, pues la actitud de las personas afectadas sólo puede ser descrita con la mayor seriedad…” (p. 49)
Esta ruptura estilística, que constituye según Auerbach el primer gran episodio de la evolución hacia el realismo en la literatura occidental (el tratamiento serio de las figuras y escenarios populares, la consideración de su protagonismo en un importante suceso histórico, la búsqueda de un tono que conjugue lo bajo de su condición con lo alto de la revelación que reciben), se puede emparentar significativamente con los rasgos estilísticos que convirtieron al neorrealismo italiano en una de las principales corrientes del cine moderno. Y la consideración de estos rasgos nos puede ayudar a comprender también que la originalidad de un pensador y artista como Pier Paolo Pasolini no tiene tanto que ver con el haber creado algo a partir de la nada (un presupuesto tan fantasioso como improductivo), sino más bien con el haberse esforzado en comprender una determinada realidad histórica, estudiando y experimentando los límites y potencialidades del complejo movimiento cultural que intentaba representarla, y con el haber introducido en su seno matices de gran relieve tanto para la reflexión como para la realización.
En la “Nota” que estamos siguiendo, hay un motivo central y un tono de la enunciación que muestran claramente la importancia que tienen para nuestro autor esos esfuerzos dirigidos a comprender, estudiar, experimentar e introducir matices que señalamos en el párrafo anterior: la modesta asunción de una docta ignorancia como punto de partida. Ya en la primera página de la nota, e inmediatamente a continuación de la mención tutelar de Auerbach como auctoritas, Pasolini confiesa: “No entendía todavía a Fellini: creía identificar en calidad de límite aquella que después resultaría su enorme y total virtud.” (1999, p. 699).
En efecto, los reparos estéticos que nuestro autor tiene respecto de la mímesis felliniana, se asientan en su lectura de Auerbach pero también en su propia comprensión de lo que ha significado el neorrealismo en la posguerra italiana, y tendrán que confrontarse tanto con los aspectos positivos de la evolución de ese movimiento, como con ciertas rémoras que amenazaban con convertirlo en una suerte de preceptiva rígida y esclerosada. Dice Pasolini:
“El neorrealismo es el producto de una reacción cultural democrática al estancamiento del espíritu del período fascista: literariamente consistía en una sustitución del clasicismo decadentista, hipotáctico, ordenado a lo alto (…) por un gusto de la realidad paratáctico, que operaba documentalmente al nivel de la realidad representada (…) El primer efecto de esta renovación ha sido la reaparición de la Italia que por veinte años había estado desaparecida: la Italia cotidiana y baja, dialectal y pequeño-burguesa. El cine la ha representado en primer lugar: poseyendo todos los requisitos necesarios al gusto de la realidad mencionada: no hay nada más paratáctico, mimético, inmediato, concreto y evidente que un encuadre. Roma, città aperta era ya todo lo que los ensayistas y estetas habían poco a poco descubierto, teorizado y demandado en diez años de investigación.” (1999, pp.702-703)
La grandeza de los films inaugurales del neorrealismo, como Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Rossellini, 1945) o Paisano (Paisà, Rossellini, 1946) -ambas dirigidas por Roberto Rossellini con la colaboración de Fellini en sus guiones- estriba en una serie de innovaciones estilísticas que, como dijimos más arriba, se pueden hacer corresponder sin mayor violencia con algunos de los principales rasgos que Auerbach identificaba en la renovación cristiana de la literatura occidental. En el caso del neorrealismo, el proceso histórico que atraviesa y conmueve la vida de estos pueblos retratados por el cine es la Segunda Guerra Mundial, con sus inconmensurables consecuencias de destrucción moral, política, social y económica, que determinarán tanto la austeridad de recursos materiales de los primeros grandes maestros del movimiento, como el humanismo no ingenuo de su mirada.
A su vez, la modernidad de esta escuela cinematográfica se puede comprender mucho mejor si sus innovaciones estilísticas se entienden como rupturas respecto de algunas de las convenciones y normas que definían al llamado “cine clásico”. Podemos distinguir, al menos, tres tipos de rupturas: respecto de los escenarios, respecto de los personajes y respecto del tratamiento de la acción. Respecto de los escenarios: la primacía del registro en exteriores e interiores “naturales”, del salir con la cámara a rodar en la ciudad o en el campo, rompe con la utilización de los sets de filmación y obedece tanto a la decisión estética y política de los directores, como a la crisis de los estudios generada por el desastre económico de la gran guerra. Respecto de los personajes: la utilización protagónica de no-actores (generalmente los habitantes cotidianos de los espacios elegidos para los rodajes), “amalgamados” con actores semi-profesionales o artistas de varieté (como Anna Magnani), se contrapone al star system hollywoodense, en el que los pueblos siempre aparecían como meros “figurantes” (Didi-Huberman, 2014, pp.147-222). Respecto del tratamiento de la acción: la preeminencia de planos largos en continuidad y de un seguimiento casi documental de los sucesos, trata de evitar los efectos del montaje que descompone la acción, la analiza y dirige la mirada del espectador hacia un sentido prefijado que ordena lo que hay que ver en cada plano.
Pero todos estos rasgos no serían suficientemente novedosos si en esos escenarios, en esa “amalgama” y en ese tratamiento documental se hubieran mantenido -como era factible- las tradicionales relaciones entre los personajes como centro de la atención y los espacios naturales como decorados intercambiables, entre la figura protagónica que se destaca y el fondo anónimo de “extras” que le confiere tanto más brillo cuanto más oscuro permanece, y entre la intriga que ordena hipotácticamente la acción y la representación subordinada de una realidad que le sirve simplemente como marco.
Bazin y la ambigüedad de lo real
Uno de los primeros en advertir, al mismo tiempo, la importancia de las innovaciones estilísticas del neorrealismo italiano, y el peligro de que estas innovaciones se transformen en reglas inviolables, es el fundador de los Cahiers du cinéma, André Bazin (1918-1958), que dedica, ya desde 1948 y hasta su temprana muerte, una serie de escritos destinados a la valoración y defensa del movimiento que está teniendo lugar ante sus ojos. Bazin es el reconocido autor de la idea del montaje prohibido, que se estudia en las escuelas de artes audiovisuales como una de las más tajantes propuestas críticas del realismo en el cine: “Cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de dos o más factores de la acción, el montaje está prohibido.” (Bazin, 2008,p.77) Si bien podría considerarse -como lo hicieron Griffith y Eisenstein- que el montaje es justamente lo que distingue a la ontología de la imagen cinematográfica de la del teatro, Bazin apuesta por el plano secuencia y la profundidad de campo 3El plano secuencia es el seguimiento de una acción sin cortes, ya sea con la cámara fija o en movimiento (travelling), y la profundidad de campo se refiere a la zona comprendida entre el objeto más cercano y el más lejano enfocados con una nitidez aceptable en un determinado encuadre como procedimientos más realistas, por cuanto permiten preservar una de las condiciones de lo real que ninguna representación artística, a su juicio, debería intentar reducir: su constitutiva ambigüedad.
“Al analizar la realidad, el montaje, por su misma naturaleza atribuye un sentido único al acontecimiento dramático. Cabría sin duda otro camino analítico, pero sería ya otro film. En resumen, el montaje se opone esencialmente y por naturaleza a la expresión de la ambigüedad. La experiencia de Kulechof lo demuestra justamente por reducción al absurdo, al dar cada vez un sentido preciso a un rostro cuya ambigüedad autoriza estas tres interpretaciones sucesivamente exclusivas.” (2008, p.95) 4La experiencia de Kulechof, conocida también como el “Efecto Kulechof”, se refiere a un experimento llevado a cabo por el cineasta ruso Lev Vladimirovich Kulechof (1899-1970), en el que se yuxtaponía sucesivamente el mismo primer plano del rostro del actor Iván Mosjukin con los planos de un plato de sopa, una niña en un ataúd y una mujer en un diván. El experimento demostraba el efecto del montaje a través de las interpretaciones de los espectadores, que veían, en un mismo rostro impasible, primero el hambre, luego el dolor y finalmente la lujuria
En cambio, tanto la profundidad de campo, que fue desarrollada al máximo por Orson Welles, como los planos secuencias en escenarios naturales, que fueron la marca distintiva del primer neorrealismo, restituyen a los filmes, según Bazin, “… el sentido de la ambigüedad de lo real. La preocupación de Rossellini ante el rostro del niño en Germania, anno zero es justamente la inversa de la de Kulechof ante el primer plano de Mosjukin. Se trata de conservar su misterio.” (2008, p.96)
Se trata de una doble evolución que, para ambas técnicas, revela al mismo tiempo su incompletud y su complementariedad. Con la utilización de la profundidad de campo, en efecto, se supera la descomposición en planos sucesivos, y la planificación no elige ya por nosotros lo que hay que ver, sino que al abarcar con igual nitidez todo el campo visual, es el espectador el que debe discernir el drama en una realidad que se le ofrece como continua. Pero, para poder lograr técnicamente esa continuidad sensible y ese efecto dramático no dirigido por el plano, se debe renunciar al rodaje en exteriores, a la iluminación con luz solar, y también al uso de actores no-profesionales (puesto que éstos, cuando se les permite ser-frente-a-la-cámara, en vez de solicitarles actuar-de-sí-mismos, pueden entrar y salir del plano en cualquier momento, o pueden, simplemente, hacer cualquier cosa que se les ocurra hacer). Se pierden, así, según Bazin, “las cualidades absolutamente inimitables del documento auténtico”. (2008, pp.300-301) Estas cualidades son las que efectivamente se ganan con la “fenomenología” neorrealista: la integración de la acción con su escenario, en donde las vicisitudes de los protagonistas se entremezclan con las vicisitudes de todos los que entran o salen del plano con total naturalidad, y en donde las preocupaciones de los otros aparecen frente a la cámara como tanto o más importantes que las propias de los circunstanciales actores del drama; el carácter “táctil” de la cámara, que funciona como las pequeñas cámaras de los reportajes, casi indisociable del ojo y de la mano; y, finalmente, la improvisación, tanto de los actores como del director -dado que este último modifica no pocas veces los esbozos de su guion según surgen diferentes aspectos inesperados en las interacciones entre los actores y el medio-. Ahora bien, para lograr moverse con tanta naturalidad y continuidad en escenarios que no estaban completamente preparados para un rodaje, y por no poseer los equipos técnicos más avanzados, los directores italianos tuvieron que registrar el sonido y los diálogos de manera separada respecto de la imagen, lo que también supuso una pérdida de lo que Bazin llama “coeficiente de realidad”. Así, como vemos, se comprenden la incompletud y la complementariedad de los dos grandes avances modernos hacia el realismo cinematográfico: “Siempre hará falta sacrificar a la realidad alguna parte de la realidad.” (2008, p.302)
En uno de sus últimos escritos, llamado Cabiria o el viaje al final del neorrealismo, Bazin reflexiona sobre la última obra de Fellini y dice que lo que comparten los principales directores neorrealistas es la primacía que dan a la representación de la realidad por sobre las estructuras dramáticas, a un realismo fenomenológico en el que las apariencias no se corrigen en función de la psicología y las exigencias del drama. (2008, p.375)
“(…)estas últimas se nos proponen como un descubrimiento singular, como una revelación casi documental que conserva todo su peso de pintoresquismo y todos sus detalles. El arte del director consiste entonces en su capacidad para hacer surgir el sentido, el valor profundo de ese acontecimiento (al menos el que él quiere darle) sin hacer por ello desaparecer sus ambigüedades. El neorrealismo así definido no es en absoluto propiedad de una determinada ideología, ni incluso de un determinado ideal, como tampoco excluye ningún otro; de la misma manera que la realidad no pertenece a nadie en exclusiva.” (2008, p.376)
Bazin está respondiendo aquí, como ha hecho ya unos años antes en su Defensa de Rossellini (2008, pp.381-391), a los señalamientos del importante crítico italiano Guido Aristarco (1918-1996). Estos señalamientos habían ido apareciendo en sucesivos números de la revista Cinema Nuovo, que Aristarco dirigió hasta su muerte, y pueden a su vez encontrarse condensados en un influyente repaso crítico, escrito durante un año que a nuestro juicio representa el segundo gran florecimiento del cine italiano: entre 1960 y 1961, cuando se estrenan La dulce vida (La dolce vita, 1960) de Fellini, Roco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960) de Visconti, La aventura (L’avventura, 1969) y La noche (La notte, 1961) de Antonioni, y, por supuesto, el Accattone de Pasolini.
Aristarco y la ambigüedad de Pasolini
Aristarco (1966) reflexiona sobre la crisis “sin agotamiento” del movimiento neorrealista, y habla de “los cuatro de la crisis”, casi como si se tratara de los cuatro jinetes del Apocalipsis, haciendo referencia al año 1957, que es precisamente el del estreno de Las noches de cabiria de Fellini, y también de El grito (Il grido) de Antonioni, y Las noches blancas (Le notti bianche) de Visconti. Esta crisis tiene que ver en primer lugar con el alejamiento del contexto histórico inmediato de la Liberación (recordemos que incluso Bazin llama al neorrealismo “la escuela italiana de la Liberación” (2008)), muy problemático si tenemos en cuenta que una de las características del neorrealismo es la indisociabilidad de los personajes y su ambiente. Tal como lo plantea Lucchino Visconti ya en 1955, ese contexto no está lo suficientemente cerca para ser objeto de crónica ni lo suficientemente lejos para ser objeto de la historia. En segundo lugar, y conectada casi aporéticamente con la falta de una distancia estética adecuada referida a la guerra, está la tendencia a pasar de la crónica a la historia. Y en tercer lugar, y esto es lo que más le preocupa a Aristarco, la aparición de fuertes tendencias irracionalistas (identificadas sobre todo en Fellini y Antonioni), o las simples tendencias a la mera diversión.
Aristarco hace propia la exposición de György Luckács en El asalto a la razón (1959), que ve al irracionalismo como la principal corriente del arte burgués, y a la mística kierkegaardiana como una renuncia a la profundización racionalista y transformadora de la realidad. Considera a Fellini como un heredero de Kierkegaard que realiza una mera descripción del naufragio del catolicismo romano, visto desde la desesperación existencialista de un individuo solo. Entiende que la incomunicabilidad de los personajes de Fellini “se inscribe, en efecto, en el contexto de la soledad ontológica. Es decir, de una condición humana considerada inmutable y eterna, diametralmente opuesta a la soledad momentánea, dialéctica, que es propia del realismo crítico.” (Aristarco, 1966, p.20)
El mismo componente de soledad ontológica también es resaltado por Pasolini como la marca distintiva de la obra felliniana, y en el mismo sentido, aunque con una valoración un tanto divergente. Nuestro autor se halla en este punto más cerca de Bazin que de Aristarco, y encuentra este componente de soledad en un esquema formal que considera omnipresente en la obra del maestro: el contraste entre el personaje y el ambiente (“personaje andrajoso en ambiente lujoso, personaje inocente en ambiente corrupto, personaje sacrílego en ambiente sacro, personaje desarmado en ambiente de mala vida”).
“El contraste, sin embargo, no es dramático en cuanto deriva de un contraste ‘moral’: que implica luego un juicio social. No es una lucha por así decir histórica entre el personaje y el ambiente. La dramaticidad deriva pura y simplemente de la cualidad metafísica del contraste, de su valor absoluto, que libera una terrible carga de misterio, dada la fundamental incognoscibilidad entre el personaje y el ambiente.” (Pasolini, 1999, pp.705-706)
Esta puesta en escena de la soledad e incomunicabilidad radical contemporánea y la representación de la realidad bajo la forma de un mundo misterioso son en gran medida lo que Aristarco deplora y lo que Pasolini, al igual que Bazin, considera como condición singular del aporte renovador que Fellini ha realizado a un movimiento que se hallaba estancado y afectado también por las desilusiones provocadas por el marxismo en Italia: Fellini le ha devuelto la ambigüedad a la realidad del neorrealismo. Es cierto que este aporte no lo ha hecho por las vías racionales y eruditas que Pasolini -con Auerbach en el bolsillo- esperaba. Más bien lo ha realizado intuitivamente, a través de unas destrezas técnicas que están inextricablemente unidas a su amor “pre-realista” y “prehistórico” por la realidad. (Pasolini, 1999, p.704)
“¿Pero qué cosa es para Fellini esta realidad? Es, yo diría, una composición del ‘tono’ fascinante y patético de los miles de detalles de la realidad: desde los aspectos de la naturaleza a las concreciones ya muertas de una civilización, a los productos sociales; pero estos, en su forma extrema e inmediata por un máximo de actualidad, cercanía y evidencia: modos y aspectos de la superestructura y las costumbres, más que de la estructura y de la historia. Y, en efecto, tal realidad social (…) es continuamente contradicha en su racionalidad, en su norma, por el prevalecer de personajes extraordinarios, marginales, extravagantes: pequeños seres inútiles y olvidados que encienden violentas corrientes de irracionalidad en el mundo ya violentamente real y atendible que los circunda.” (1999, pp.704-705)
Aristarco utiliza la lectura que hace Auerbach de Petronio en Mímesis, y termina definiendo a Fellini como “un Petronio moderno” (1966) (cosa que también hace Alberto Moravia en un artículo de 1960, y que constituye una magnífica anticipación, si tenemos en cuenta que Fellini realizará su propia adaptación del Satiricón casi diez años después de estas consideraciones críticas).
“En Petronio la crítica de los vicios y aberraciones -observa Auerbach- aun mostrando un gran número de personas como abyectas y ridículas, plantea siempre el problema como un problema de individuos, de suerte que la crítica a la sociedad jamás conduce al descubrimiento de las fuerzas que la mueven…” (Aristarco, 1966, p.25)
Nuestro autor, por su parte, tampoco ve que Fellini se proponga descubrir ni mostrar ninguna fuerza histórica ni estructura social, ni mucho menos un atisbo de redención política. Si tomamos a La dolce vita, por ejemplo, en una clave pasoliniana, y prestamos atención a las dos secuencias en la que el intelectual citadino se encuentra con la joven campesina que trabaja como moza en un bar de las afueras de Roma, podríamos ver, en la imposibilidad final que él experimenta para oírla -en la magistral secuencia que cierra el film-, que el mundo perdido por el protagonista es precisamente ese mundo del cual él mismo proviene, y al que ya ha abandonado sin posibilidad de retorno: el mundo de la inocencia arcaica, campesina, popular. 5Véase La dolce vita: per me si tratta di un film cattolico, en Pasolini, 1999, pp.2269-2279. Nuestro autor sostiene allí que el afamado film corresponde estilísticamente -por su complacencia visual y su dilatación semántica- a la gran tradición del decadentismo europeo. Al igual que Aristarco, señala con claridad que el cine de Fellini evidencia una total aceptación de las instituciones -Iglesia o Estado-, sin poner en discusión las estructuras sociales, aceptadas casi como datos inmodificables, o contestándolas tan solo a través de la fantasía individual, la angustia o la mística, reguladas desde lo alto por la Gracia. De todos modos, este diagnóstico no conduce a Pasolini a una valoración puramente negativa del cine de Fellini, ni mucho menos de su capolavoro, porque considera que en todos sus personajes hay una pureza y una vitalidad que, en medio de los escenarios más humillantes de la Roma más corrupta, les confieren una energía casi sacra, solamente iluminable por esa “mina inagotable de amor (…) aunque quizá de amor sacrílego (…) indiferenciado e indiferenciante” (1999, p.)
Ahora bien, el joven Pasolini no ha renunciado todavía a la posibilidad de recuperar algo de ese mundo arcaico perdido: de oír en alguna playa, a pesar del rumor de las olas, las discernibles voces y los acentos extraños de los pueblos, las palabras antiguas que cantan el mundo antes de la homogeneización total.
Bibliografía
Aristarco, G. (1966), Novela y Antinovela. El cine italiano después del neorrealismo, Jorge Alvarez, Buenos Aires.
Aristóteles (1985), Poética, Leviatán, Buenos Aires.
Auerbach, E. (2014), Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires.
Bazin, A. (2008), ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid.
Didi-Huberman, G. (2014), Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Manantial, Buenos Aires.
Fellini, F. (2009), L’arte della visione. Conversazioni con Goffredo Fofi e Gianni Volpi, Donzelli, Roma.
Pasolini, P. P.(1999), Saggi sulla letteratura e sull’arte, Tomos I y II, Mondadori, Milan.
Svetko, F. (2022). Pasolini, el neorrealismo y la ambigüedad de lo real, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-12-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/pasolini-el-neorrealismo-y-la-ambiguedad-de-lo-real/1086