Hace mucho tiempo que vengo persiguiendo la idea de un cine ensayístico. Antes, utilizando una expresión de Eisenstein, lo denominaba cine conceptual y actualmente tiendo a llamarlo filme-ensayo. Escribí sobre ese tema por primera vez, aunque todavía no de un modo muy preciso, en la vieja revista Cine Olho 1(abril 1979). O Cinema Conceitual (I). Cine Olho, (4), 10-16.; (junio-agosto 1979). O Cinema Conceitual (II). Cine Olho, (5/6), 14-21, luego en un libro sobre Eisenstein (1983), más tarde, ya perfilando mejor la idea, en un texto sobre el lenguaje del video (1997: 188-200) y finalmente en un libro sobre la elocuencia de las imágenes (2001), además de hacer referencias pasajeras al asunto en otros trabajos.
Curiosamente, en los últimos años hubo un interés creciente en pensar desde ese punto de vista el cine o el audiovisual en general. Jacques Aumont, por ejemplo, escribió un libro notable, À quoi pensent les filmes, donde defiende la idea de que el cine es una forma de pensamiento: nos habla de ideas, emociones y afectos a través de un discurso de imágenes y sonidos tan rico como el discurso de las palabras. Gilles Deleuze, en su libro póstumo L’île déserte et autres textes, afirma que algunos cineastas, sobre todo Godard, introdujeron el pensamiento en el cine, es decir, hicieron pensar al cine con la misma elocuencia con que, en otros tiempos, lo hicieron los filósofos usando la escritura verbal. La idea de filme-ensayo (o, en un sentido general, de ensayo audiovisual) ya aparece explícitamente formulada en varios textos de Philippe Dubois sobre Godard, reunidos en la antología Video, cine, Godard . Del mismo modo, la antología Jean-Luc Godard: El pensamiento del cine reúne artículos de diversos autores argentinos que discuten el “método ensayístico“ usado por Godard en su serie Histoire(s) du cinéma (1988-1998).
Existen hoy en lengua inglesa un buen número de antologías que intentan reflexionar sobre aquello que a veces, por falta de un término más adecuado, todavía se sigue llamando documental, pero que en la actualidad ya es una forma de pensamiento audiovisual. Podría citar, por ejemplo, Experimental Ethnography, antología organizada por Catherine Russell, y Visualizing Theory, una compilación de Lucien Taylor, donde los autores, al dar continuidad a la idea de una antropología visual, formulada por Margaret Mead desde 1942, investigan el potencial analítico de los medios audiovisuales; o sea, las estrategias de análisis no-lingüístico que permiten al cine y a los medios conexos superar la característica literaria y la escopofobia de la antropología clásica y, por extensión, de todo pensamiento académico. La publicación norteamericana Visual Anthropology Review, que se edita desde 1990, también es una manifestación de esa nueva manera de practicar la antropología mediante ensayos visuales o audiovisuales.
Examinemos entonces el filme-ensayo y comencemos por la explicación del concepto. Pensemos primero en el ensayo. Denominamos ensayo a cierta modalidad de discurso científico o filosófico, generalmente presentada en forma escrita, que conlleva atributos a menudo considerados “literarios”, como la subjetividad del enfoque (explicitación del sujeto que habla), la elocuencia del lenguaje (preocupación por la expresividad del texto) y la libertad del pensamiento (concepción de la escritura como creación, antes que simple comunicación de ideas). Por consiguiente, el ensayo se distingue del mero relato científico o de la comunicación académica, donde el lenguaje se utiliza sólo en su aspecto instrumental, y también del tratado, que apunta a una sistematización integral de un campo de conocimiento y a una cierta “axiomatización” del lenguaje.
Uno de los acercamientos más elocuentes sobre el ensayo se encuentra en un texto de Adorno, llamado justamente El ensayo como forma, incluido en el primer tomo de sus Notas sobre literatura. En ese texto, Adorno discute la “exclusión” del ensayo en el pensamiento occidental de raíz greco-romana. Porque busca la verdad y, en consecuencia, invoca cierta racionalización de la demarche, se excluye al ensayo del campo de la literatura, donde se supone suspendido todo escepticismo. Por otra parte, porque insiste en exponer al sujeto hablante, con su mirada intencional y sus formalizaciones estéticas, el ensayo también está excluido de aquellos campos de conocimiento (filosofía, ciencia) supuestamente objetivos. En otras palabras, el atributo “literario” descalifica al ensayo como fuente de saber, la irrupción de la subjetividad compromete su objetividad y, en consecuencia, aquel “rigor” que se supone marca todo proceso de conocimiento; por otro lado, el compromiso en la búsqueda de la verdad torna al ensayo incompatible con la supuesta gratuidad de la literatura o el irracionalismo del arte. Situándose entonces en una zona al mismo tiempo de verdad y de autonomía formal, el ensayo no tiene lugar dentro de una cultura basada en la dicotomía de las esferas del saber y de la experiencia sensible, que desde Platón convino la separación de poesía y filosofía, arte y ciencia.
No se trata entonces de decir, si quisiéramos seguir el razonamiento de Adorno, que el ensayo se halla en la frontera entre literatura y ciencia porque, de pensar así, todavía estaríamos aceptando la existencia de una dualidad entre la experiencia sensible y la cognitiva. El ensayo es la misma negación de esa dicotomía, porque en él las pasiones invocan el saber, las emociones construyen el pensamiento y el estilo pule el concepto. “Pues el ensayo es la forma por excelencia del pensamiento en lo que este tiene de indeterminado, de proceso en marcha hacia un objetivo que muchos ensayistas llaman verdad” (Mattoni, 2001, p. 11).
Cualquier reflexión sobre el ensayo, entretanto, siempre pensó esa “forma” como esencialmente “verbal”, esto es, basada en el uso del lenguaje escrito, aun cuando la relación del ensayo con la literatura sea, como vimos, problemática. El objetivo de este artículo es discutir la posibilidad de ensayos no escritos, ensayos en forma de enunciados audiovisuales. Aunque en teoría sea posible imaginar ensayos bajo cualquier modalidad de lenguaje artístico (pintura, música, danza, por ejemplo), ya que siempre podemos encarar la experiencia artística como forma de conocimiento, por comodidad vamos a limitarnos a examinar sólo el ensayo cinematográfico. Dado que el cine mantiene con el texto literario ciertas afinidades relativas al discurso y a la estructura temporal, además de contar también con la posibilidad de incluir el texto verbal en forma de expresión oral, el desafío de pensar un ensayo en forma audiovisual resulta más fácil, o por lo menos más operativo que si invocáramos otras formas artísticas. Por lo tanto, parece perfectamente justificado comenzar por el cine y sus congéneres un enfoque del ensayo en forma no escrita, sobre todo teniendo en cuenta que esa discusión podrá después ampliarse con la consideración de otras formas artísticas.
El documental y el ensayo
Entre los géneros cinematográficos, se podría entender el documental como la forma audiovisual que más se aproxima al ensayo, pero ése es un modo engañoso de ver las cosas. La palabra documental abarca una amplia gama de trabajos de la más variada especie, de la temática más diversificada, con estilos, formatos y medidas de todo tipo. Pero, a pesar de toda esa variedad, el documental se funda en un presupuesto esencial, que es su marca distintiva, su ideología, su axioma: la creencia en el poder de la cámara y de la película para registrar una emanación de lo real, bajo la forma de trazos, marcas o cualquier clase de registros de informaciones luminosas supuestamente tomadas de la propia realidad. Esta creencia en un principio “indicial” que constituiría cualquier imagen de naturaleza fotográfica (incluyendo las imágenes cinematográficas y videográficas) es el rasgo característico del documental, aquello que lo distingue de los otros formatos o géneros audiovisuales, como por ejemplo la narrativa de ficción o el dibujo animado.
Se puede hacer cualquier cosa con un documental –un enfoque de las manifestaciones populares en la Argentina, un reportaje sobre la vida cotidiana de los palestinos bajo el fuego israelí, un viaje turístico a los Alpes en la temporada invernal, una visión microscópica sobre cómo se subdividen las células en el interior de un organismo vivo–, pero lo que reúne a todos estos ejemplos en la categoría del documental es la creencia casi mística en el poder del aparato técnico (la cámara, principalmente) para captar por sí sólo imágenes o “índices” de esas realidades. Un dibujo animado nunca podría ser un documental porque no tiene ese rasgo, aunque, en rigor, nada impide que un dibujo animado aborde, incluso con mayor profundidad, las manifestaciones populares en la Argentina, la vida cotidiana de los palestinos bajo el fuego israelí, un viaje turístico a los Alpes en invierno, o el modo en que las células se subdividen dentro de un organismo vivo. La diferencia, con respecto al dibujo, es que en el documental lo “real” en sí mismo genera (o se supone que genera) su imagen y la ofrece a la cámara, principalmente gracias a las propiedades óptico-químicas del aparato técnico y sin la contaminación de una subjetividad que también se supone parcial o deformante.
Asociada a esa creencia en el poder de la tecnología para atrapar algo que puede llamarse “real” también se sobreentiende una extraña forma de ontología, que presupone el mundo concreto y material como ya constituido en forma de discurso, un discurso “natural”, que “habla” por sí mismo y con sus propios medios, al que sólo debemos prestar atención y respetar, pero sin afectarlo o imponerle ningún otro discurso. Toda esa creencia, arraigada profundamente en nosotros, tiene su origen ideológico en la imagen especular occidental, que surge en El Renacimiento y llega a su paroxismo en las ideas de André Bazin, en la década de 1950, sobre el poder de la cámara para captar emanaciones de lo real 2Cfr., Bazin, 1981, pp. 9-17; pp. 63-80. En el caso de Bazin esto incluso se justifica, pues se trata de una forma asumida de Panteísmo. Siendo católico, Bazin consideró ya presente en el mundo un super-discurso, inclusive antes de que pudiésemos decir algo sobre él, dado que este mundo no es otra cosa que la palabra de un super-enunciador, llamado Dios. Imposible creer en la existencia de un discurso natural en el mundo, que al cineasta sólo le tocaría captar, sin necesidad de ningún esfuerzo humano de inteligencia o de interpretación, sino por la vía de aquel Panteísmo naif.
Todo eso es de una ingenuidad exasperante, y llega a ser sorprendente que ese modo de ver las cosas subsista y resista después de casi doscientos años de historia de la fotografía, de más de cien años de historia del cine y en plena era de la manipulación digital de las imágenes. El documentalista, en el sentido tradicional y purista de la palabra, es una criatura que todavía cree en la cigüeña. Mucho se dijo en los medios documentales, por suerte cada vez menos entre las nuevas generaciones, que lo esencial del documental es no interpretar las cosas, no intervenir en lo que capta la cámara, no agregar a las imágenes un discurso que explique, dejar que la “realidad” se revele de la manera más despojada posible. Ahora, eso es absolutamente imposible. Si el realizador se rehusa a hablar en un filme, o sea, a intervenir, a interpretar, a reconstruir, quien va a hacerlo en su lugar no es el “mundo”, sino Arriflex, Sony, Kodak; es decir, el aparato técnico. Sabemos muy bien que el dispositivo foto-cine-videográfico no es para nada inocente. Fue construido bajo condiciones histórico-económico-culturales bien determinadas, con fines o usos muy particulares, es fruto de determinadas visiones del mundo y materializa esas visiones en el modo como reconstituye el mundo visible. Lo que la cámara capta no es el mundo, sino una determinada construcción del mundo, justamente aquella con que la cámara y otros aparatos tecnológicos están programados para operar.
La cámara exige, por ejemplo, que se elijan fragmentos del campo visible (recorte del espacio por el cuadro de la cámara y por la profundidad de campo, recorte del tiempo por la duración del plano) y por lo tanto que ya se atribuyan significados a ciertos aspectos de lo visible y no a otros. También se debe escoger un punto de vista, que a su vez organiza lo real bajo una deliberada perspectiva. La bibliografía pertinente al tema se refiere a un gran número de estudios de casos donde la manipulación de los recortes de tiempo y espacio y la selección del ángulo de visión reconstituyen la escena de un modo radical, al punto incluso de transfigurarla completamente. Cada tipo de lente, a su vez, reconstruye un campo visual de una manera determinada. Se podría hablar de una productividad de la visión en gran angular y otra de la visión en teleobjetivo. La imagen tridimensional es achatada en dos dimensiones al insertar el código de la perspectiva renacentista, con toda su carga simbólica e ideológica. La marca del negativo, su granulación, su sensibilidad a la luz, su amplitud, también influyen en el resultado final.
Esto en lo que sólo se refiere a la imagen, pero todavía están las determinaciones del campo acústico (voces, ruidos, música, narración), así como también los efectos de la sincronización imagen-sonido. Recordemos una instructiva secuencia de imágenes de la ciudad siberiana de Irkutsk, en el filme Lettre de Sibérie (1957) de Chris Marker, que se repite tres veces en el filme, cada vez con una banda de sonido diferente, de tal modo que cambia por completo el sentido de las imágenes. Además de eso, existe todo un proceso de reconstrucción del llamado mundo real que pasa del otro lado, del lado del objeto, de aquello que se dispone en función de la presencia de la cámara. Siempre que alguien se siente mirado por un objetivo, su comportamiento se transforma y de un modo inmediato se pone a representar. La cámara tiene un poder transformador del mundo visible que llega a ser devastador en sus consecuencias. Hace aproximadamente veinte años publiqué A Ilusão Especular, donde hablaba de las formas de conversión de lo real en discurso por la cámara, tenga el fotógrafo o el cineasta conciencia de eso o no. Desde entonces hasta hoy, he vuelto insistentemente sobre el tema, a través de numerosos estudios sobre el modo como la imagen y el sonido codifican lo visible, construyen una visión del mundo, a veces incluso a pesar de la voluntad del realizador. Entonces ¿cómo se podría hablar ingenuamente de documental?
Si el documental tiene algo que decir que no sea la simple celebración de valores, ideologías y sistemas de representación cristalizados por la historia a lo largo de los siglos, ese algo de más que tiene es justamente lo que sobrepasa sus límites en tanto mero documental. El documental comienza tornarse interesante cuando se muestra capaz de construir una visión amplia, densa y compleja de un objeto de reflexión, cuando se transforma en ensayo, en reflexión sobre el mundo, en experiencia y sistema de pensamiento, asumiendo entonces aquello que todo audiovisual es en su esencia: un discurso sensible sobre el mundo. Yo creo que los mejores documentales, aquellos que tienen algún tipo de contribución al conocimiento y a la experiencia del mundo, ya no son más documentales en el sentido clásico de la palabra; ellos son, en verdad, filmes-ensayos (o video-ensayos, o ensayos en el formato de programa de televisión o multimedia).
Los pioneros rusos
Para avanzar, podríamos referirnos aquí a una importante discusión que ocurrió en el interior del pensamiento marxista, más exactamente en la Rusia soviética de los años veinte, cuando algunos cineastas comprometidos en la construcción del socialismo vislumbraban en el cine mudo la posibilidad de promover un salto hacia otra modalidad de discurso, basada ya no en la palabra sino en una sintáxis de imágenes, en ese proceso de asociaciones mentales que en los medios audiovisuales se llama montaje o edición. El más claro de estos realizadores, Serguei Eisenstein, formuló, a finales de los años veinte, su teoría del cine conceptual, cuyos principios buscó en el modelo de escritura de las lenguas orientales. Según el cineasta, los chinos construyeron una escritura “de imágenes”, utilizando el mismo proceso empleado por la totalidad de los pueblos antiguos para construir su pensamiento; es decir, mediante el uso de las metáforas (imágenes materiales articuladas para sugerir relaciones inmateriales) y de las metonimias (transferencias de sentido entre imágenes). El concepto de “dolor”, por ejemplo, se obtiene, en la escritura kanji oriental, a través del montaje (en verdad, superposición) de los ideogramas de “cuchillo” y “corazón”. En otras palabras, para los orientales, el sentimiento de dolor se expresa con la imagen (pictograma) de un cuchillo atravesando un corazón. Nada distinto, por otra parte, al uso de expresiones tales como “tener el corazón atravesado”, o “to break the heart”, en inglés, para transmitir sentimientos de tristeza o sufrimiento.
A decir verdad, las lenguas occidentales también utilizan ampliamente figuras de lenguaje como la metáfora, la metonimia y sus derivaciones. Si suprimiéramos los tropos de esas lenguas, ellas quedarían reducidas a un balbuceo elemental, carente de cualquier inteligencia o sensibilidad. Es suficiente pensar en la diferencia de intensidad que existe entre una expresión denotativa directa como “está tronando” y una metáfora de cuño connotativo como “el cielo está con catarro” (Guimarães Rosa). La mayoría de las expresiones idiomáticas son tropos que se generalizaron y pasaron a constituir el léxico de una lengua. Incluso el discurso científico, considerado exacto y objetivo, está repleto de metáforas y metonimias. En anatomía y fisiología, por ejemplo, las expresiones “tejido”, “célula estrellada”, “caja torácica” y “pared abdominal” son metáforas. También son metáforas algunos conceptos de la astrofísica como “nebulosa”, “estrella enana”, “cuarta dimensión”, “agujero negro”, “Big Bang”, “muerte térmica”, “huevo cósmico”, “sopa primigenia”, etc. Mamífero, en zoología, es una sinécdoque (clase de metonimia), en la que una de las muchas características de una especie (el hecho de que el animal mame cuando es pequeño) se usa para designar a la especie como un todo, o sea, se toma la parte por el todo. Por lo tanto, incluso el discurso científico es impensable sin las figuras de lenguaje.
Por desgracia, el cine –principalmente el cine sonoro, constituido a partir de los años treinta– ha hecho de todo para eliminar de sus recursos retóricos la elocuencia expresiva de las metáforas y metonimias, sobre todo por efecto de la dictadura del realismo que en el cine ha sido instaurada, para el cual cualquier interferencia en la “naturalidad” del registro es un desvío “literario”. Con respecto a esto, son bastante conocidos los esfuerzos de André Bazin para desprestigiar el cine “metafórico” del período mudo, en particular el cine ruso del período soviético 3Cfr., Bazin, 1981, pp. 49-61. Es como si Bazin propusiera que en el cine nunca se puede decir (o representar en imágenes y sonidos) “el cielo está con catarro”, sino solamente “está tronando”. Tampoco se puede, en un filme científico, decir “sopa primigenia”, sino sólo “solución de aminoácidos”. ¡Desgracia del cine! Esto sólo lo empobrece. En todo caso, hoy podemos apreciar los daños que preconceptos de ese tipo impusieron al desarrollo del lenguaje del audiovisual. Pues allí se da el giro de Serguei Eisenstein. El montaje conceptual concebido por él es una forma de enunciado audiovisual que, partiendo del “primitivo” pensamiento por imágenes, logra articular conceptos basados en el puro juego poético de las metáforas y de las metonimias. En el mismo se unen dos o más imágenes para sugerir una nueva relación que no está presente en los elementos aislados.
Así, a través de procesos de asociación, se llega al concepto abstracto e “invisible”, sin perder aún el carácter sensible de los elementos que lo constituyen. Inspirado en los ideogramas, Eisenstein creía en la posibilidad de elaborar, también en el cine, ideas complejas solamente por medio de imágenes y sonidos, sin necesidad de pasar por la narración, e incluso llegó a realizar algunas experiencias en este sentido, en filmes como Oktiabr (Octubre, 1928) y Staroie i Novoie (La línea general, 1929). El cineasta dejó también un cuaderno de anotaciones para un proyecto (malogrado) de llevar El Capital de Karl Marx al cine 4Ver al respecto: Machado, A. (1983). Einsenstein. Geometria do Extase (ver bibliografía).
Pero, si Eisenstein formuló las bases de aquel cine, quien de hecho lo realizó en la Rusia revolucionaria fue su colega Dziga Vertov. Como dice Annette Michelson (1984, p. XXII), Eisenstein nunca pudo asumir hasta las últimas consecuencias su proyecto de cine conceptual, ya que solamente le permitieron realizar filmes narrativos de tipo dramático. Mientras que Vertov nunca tuvo esa suerte de limitación y, por ese motivo, logró asumir con mayor radicalidad la propuesta de un cine enteramente fundado en asociaciones “intelectuales” y sin necesidad de apoyarse en una fábula. Esas asociaciones ya aparecen en varios momentos del Kino-Glaz: Jizn Vrasplokh (Cine-Ojo: la vida en movimiento, 1924) de Vertov, sobre todo en la magnífica secuencia de la mujer que va a hacer compras en la cooperativa.
En esta secuencia, Vertov usa el movimiento retroactivo de la cámara y el montaje invertido para alterar el proceso de producción económica (la carne, que estaba expuesta en el mercado, vuelta nuevamente al matadero y después al cuerpo de la vaca, haciéndola “resucitar”), repitiendo, de ése modo, el método de inversión analítica del proceso real, utilizado por Karl Marx en El Capital (el libro comienza con el análisis de la mercadería y de allí al proceso de producción, pues de acuerdo con la metodología marxista, la inversión es una forma de desocultamiento). Pero es en Tchelovek s Kinoapparatom (El hombre de la cámara, 1929) que el proceso de asociaciones intelectuales alcanza su más alto grado de elaboración, dando como resultado uno de los filmes más densos de la historia del cine, al mismo tiempo, “del ciclo de un día de trabajo, del ciclo de la vida y de la muerte, de la reflexión sobre la nueva sociedad, sobre la situación cambiante de la mujer en ella, sobre la supervivencia de valores burgueses y de la pobreza bajo el socialismo, etc.” (Burch, 1979, p. 94).
Tchelovek s Kinoapparatom significa, literalmente, “el hombre con el aparato cinematográfico”. Aumont (1996, p. 49) propone que pensemos este filme como el lugar donde el cine se funda como teoría, basándose en una afirmación del propio Vertov: “El filme Tchelovek s Kinoapparatom no sólo es una realización práctica sino también una manifestación teórica en la pantalla” (Vertov, 1972, p. 118). Sustancioso, amplio, polisémico, el filme de Vertov subvierte tanto la visión novelística del cine como ficción, como la visión ingenua del cine como registro documental. El cine se vuelve, a partir de él, una nueva forma de “escritura”, esto es, de interpretación del mundo y de amplia difusión de esa “lectura”, a partir de un aparato tecnológico y retórico reapropiado en una perspectiva radicalmente distinta de aquella que le dio origen.
Digno de atención es el hecho de que Vertov jamás filmaba o estaba durante las filmaciones. En general, él utilizaba materiales de archivo –como en Tri Pesni o Lenine (Tres cantos a Lenin, 1934)–, o dirigía por teléfono o por correo el trabajo de camarógrafos distribuidos en distintas partes de Rusia –como en Chestaia Tchast Mira (La sexta parte del mundo, 1926)–. Básicamente era un hombre de montaje, un constructor de sintagmas audiovisuales. El material filmado era para él únicamente materia prima en bruto que recién se transformaba en discurso cinematográfico después de un proceso de visualización, interpretación y montaje. La mayor parte de las imágenes de Tchelovek s Kinoapparatom es, en realidad, creación del fotógrafo Mikhail Kaufman. En esta película, Vertov operó en los niveles de la concepción, en la redacción del guión y, luego, en el montaje. Aunque no fuera directamente el montajista (el montaje fue echo por Elizaveta Svilova, que aparece en los créditos como “asistente de montaje”), él dirigía el proceso de montaje más o menos como el filósofo de La Edad Media dictaba su texto al escriba. En ese sentido, se puede afirmar que para Vertov la mesa de montaje era el equivalente moderno de la antigua mesa de trabajo del escritor o filósofo, donde se construía el pensamiento a partir de la lenta elaboración de las anotaciones.
El ensayo en el cine
Pensemos el filme-ensayo hoy. Puede ser hecho con cualquier tipo de imagen-fuente: imágenes captadas por cámaras, diseñadas o generadas en una computadora, además de textos obtenidos mediante generadores de caracteres, gráficos y también toda clase de materiales sonoros. Es por eso que el filme-ensayo supera largamente los límites del documental. Incluso puede usar escenas de ficción, tomadas en estudio con actores, porque su verdad no depende de ningún “registro” inmaculado de lo real, sino de un proceso de búsqueda e indagación conceptual.
Con Jean-Luc Godard, el cine-ensayo alcanza su máxima expresión. Para este notable realizador franco-suizo poco importa si la imagen con que trabaja es captada directamente del mundo visible “natural” o simulada por actores y escenarios artificiales, si fue producida por el propio cineasta o simplemente apropiada por él, después de haber sido creada en otros contextos para otras finalidades, si ella se presenta tal y cual la cámara la captó con sus recursos técnicos o fue extremadamente procesada en el momento posterior a la toma mediante recursos electrónicos. Lo único que realmente importa es lo que el cineasta hace con esos materiales, cómo construye con ellos una reflexión rica sobre el mundo, cómo transforma todos esos materiales inertes y en bruto en experiencia de vida y pensamiento.
Cómo clasificar, por ejemplo, un filme fundante como Deux ou trois choses que je sais d’elle (Dos o tres cosas que sé de ella, 1967). No es una ficción, pues no hay conflicto, ni forma dramática, ni personajes que sustenten un plot narrativo, fijándose la mayor parte del tiempo en imágenes de París, con sus edificios en construcción, sus conjuntos habitacionales y sus habitantes impersonales. Tampoco es un documental sobre París, porque hay escenas con actores y decorado, hay mise en scène, escenas rodadas en estudio y un gran número de imágenes gráficas extraídas de revistas o de envoltorios de productos de consumo. Se trata aquí, de manera asumida, de un filme-ensayo en el que el tema de reflexión es el mundo urbano, donde impera el consumo y el capitalismo, tomando como base la manera en que se dispone y se organiza la ciudad de París. Como decía el mismo Godard a propósito de su filme: “si reflexiono un poco, una obra de ese tipo es casi como si intentara escribir un ensayo antropológico en forma de novela y para hacerlo sólo tuviese a mi disposición notas musicales” (1968, p. 396).
Lo más notable en el filme es el modo como Godard pasa de lo figurativo a lo abstracto, o de lo visible a lo invisible, trabajando sólo con el recorte operado por el cuadro de la cámara. En un café de París, un ciudadano anónimo pone azúcar en su café y lo revuelve con la cucharita. De pronto, aparece un primerísimo plano de la taza, el café se transforma en una galaxia infinita, con burbujas estallando y el líquido negro girando en espirales, como en una pintura de Kline o de Pollock. Más adelante, una mujer fuma un cigarrillo en su cama antes de dormir, pero un primerísimo plano transfigura por completo el humo del cigarrillo, transformándolo en un mandala iridiscente. Esas imágenes “abstractas” (en realidad concretas, pero es imposible reconocerlas e interpretarlas como tales) sirven de fondo a la voz reflexiva de Godard, mientras indaga sobre lo que pasa con las ciudades modernas y sus criaturas encerradas. Sin embargo no se trata de la voz de un narrador convencional, como aquella que se oye en algunos documentales tradicionales: es una voz susurrada, en tono bajísimo, como hablando para adentro, una imagen sonora admirable del lenguaje interior, el pensamiento.
Algunos de los más bellos ejemplos de montaje intelectual también se pueden encontrar en filmes como 2001: A Space Odissey (2001: odisea del espacio, 1968), de Stanley Kubrick, y en el cortometraje Powers of Ten (1977), de Charles y Ray Eames. El primero es un filme casi enteramente conceptual de principio a fin, pero el momento privilegiado reside en aquel corte extraordinariamente preciso, que hace dar un salto de un hueso arrojado al aire por un homínido en la prehistoria a una sofisticada nave espacial en el futuro, sintetizando (de una forma visiblemente crítica) algunas decenas de milenios de evolución tecnológica del hombre. Ese ejemplo muestra con elocuencia cómo una idea nace a partir de la pura materialidad de los caracteres brutos particulares: la interpenetración de dos representaciones sencillas produce una imagen generalizadora que supera las particularidades individuales de sus constituyentes 5Cfr., Machado, 1983, pp. 61-64. Del mismo autor: Pré-cinemas & Pós-cinemas, 1997, pp. 195-196. Ya el filme de los Eames es una síntesis magistral, en sólo nueve minutos y medio de proyección, de todo el conocimiento acumulado en el campo de las ciencias naturales. La idea increíblemente simple consiste en hacer un zoom-out a partir de la imagen de un veraneante recostado a orillas del Lago Michigan hasta los límites (conocidos) del universo y después un zoom-in a partir del mismo personaje en dirección al interior de su cuerpo, de sus células y moléculas, hasta el núcleo de los átomos que lo constituyen y los límites de conocimiento del mundo microscópico.
En Brasil, la aventura del filme-ensayo aún está por contarse. Faltan investigaciones en ese sentido, pero no faltan ejemplos para analizar bajo esta perspectiva. A mi modo de ver, el caso más emblemático hasta el momento es el filme de Jean-Claude Bernadet, São Paulo: Sinfonia e Cacofonia (1995). Del mismo modo que en Deux ou trois choses que je sais d’elle, el tema es la ciudad (San Pablo, en lugar de París) y el modelo de urbanismo impuesto por el capitalismo; pero a diferencia del filme de Godard, la ciudad se ve aquí bajo el prisma del propio cine. En otras palabras, el tema del filme de Bernadet es el modo como el cine paulista interpretó a su propia ciudad. Las fuentes de las imágenes de San Pablo son los filmes que hicieron un retrato de la ciudad. Se trata por lo tanto de un filme que se inserta en la categoría del montaje de imágenes de archivo, pero el espíritu del mismo es enteramente ensayístico. Es como si Bernadet (crítico, teórico e historiador de cine) hubiera decidido hacer un ensayo sobre la manera como la ciudad de San Pablo fue interpretada por sus cineastas, pero en vez de encarar un ensayo escrito, hubiera preferido usar como metalenguaje el mismo lenguaje de su objeto: el cine.
Tenemos entonces un ensayo sobre el cine concebido en forma de cine, un ensayo verdaderamente audiovisual, sin recurrir a ningún comentario verbal. El filme comienza con personajes moviéndose en el paisaje urbano, en medio de los edificios y del tránsito, corriendo o huyendo. Entre las figuras que corren, empiezan a definirse, en primer lugar, los inválidos: personajes sin pies, o apoyados en muletas. Se desarrolla el tema de los pies: aparecen innumerables planos de pies apurados, que transitan por todos lados, pies decididos, dirigidos hacia un objetivo, en general hacia el trabajo. De pronto, surgen los primeros rostros, al principio perdidos en medio de la masa indiferenciada. Son rostros anónimos, desconocidos, casi disueltos en la multitud. San Pablo aparece, en un primer momento, como una masa gigantesca, apretada entre el tránsito y los edificios. Entonces comienzan a destacarse los primeros rostros que podemos diferenciar: son los personajes, las figuras individualizadas, portadoras de un drama: el Carlos de São Paulo S/A (Luís Sérgio Person, 1965), el Martinho de O Quarto (Rubem Biáfora, 1968), el Luz de O Bandido da Luz Vermelha (Rogério Sganzerla, 1969), la Macabéa de A Hora da Estrela (Suzana Amaral, 1985), etc. Una miríada de tramas comienzan a insinuarse sin llegar a cobrar una forma completa: personajes suben escaleras, golpean puertas, se encuentran, se cruzan en las calles, se insultan, se atacan, se desesperan. San Pablo se presenta para el cine como una ciudad invariablemente sombría, inhóspita, castradora, destructora. No hay idilio, no hay belleza, sólo un pesado engranaje que tritura a todos con su fría e implacable vocación para la producción capitalista. Los que no encajan son expulsados y marginalizados, regresando no obstante como neuróticos o delincuentes.
São Paulo: Sinfonia e Cacofonia es una elocuente demostración de que se puede construir un ensayo sobre el cine, utilizando el propio cine como soporte y lenguaje. En el futuro, cuando las cámaras reemplacen a los bolígrafos, cuando las computadoras editen filmes en vez de textos, probablemente será esa la manera como “escribiremos” y daremos forma a nuestro pensamiento.
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