Pistas musicales
Si pensamos The Lobster (Yorgos Lanthimos, 2015) como un film-mapa, no sería difícil imaginar a Yorgos Lanthimos como un cartógrafo un tanto disparatado, caprichoso, embriagado de una imaginación que va más allá del rigor de la observación objetiva. ¿Qué es eso de humanos que se convierten en burros, perros o langostas porque no consiguen pareja? ¿Alguien ha visto algo así? ¿No nos estará tomando el pelo? A simple vista el mapa-Lobster parece no tener ni pies ni cabeza. Sin embargo, la frialdad y la distancia con que parece dibujar las figuras y los paisajes también hacen sospechar que estamos en presencia de algo más que los meros excesos de una fantasía desbordada. ¿No será que el director-cartógrafo está trabajando a otra escala o sobre otro código representativo? Antes de rechazar de buenas a primeras, tendríamos que detenernos a examinar la lógica del cosmos lanthimiano.
Parto de un modo, quizás, algo arbitrario. Pero presiento que una pista importante es la canción que se escucha al final, más allá del final, en las verdaderas postrimerías del film, en el momento de los créditos. Como el moribundo, que antes de exhalar su último aliento, confiesa con aire enigmático el secreto de su vida, así me sonó la voz lánguida y melancólica de Sophia Loren cantando en griego Ti ne afto pou to lene agapi:
“Te amo, te amo, te amo
¿Qué es lo que ellos llaman amor?
¿Qué es? ¿Qué es?
Lo que secretamente conduce a los corazones
y que hace sentir nostalgia.
Risas, lágrimas, sol, lluvia.
Es el principio y fin de nuestras vidas.
Nunca jamás ninguna boca me lo dirá
ni nunca me lo ha dicho.
¿Qué es lo que me hace decir:
te amo, te amo, te amo?”
Tal vez exagero y sobrecargo de significado estas palabras agónicas, pero es que en esta inocente y sentida canción de amor, no puedo dejar de percibir un milenario eco griego –ateniense para ser más exacto–, una reverberación de la pregunta platónica del Banquete (¿qué es el amor?), pero desplazada, ensombrecida, pervertida. A diferencia de Platón, Lanthimos no intenta iluminar el origen o la naturaleza metafísica de este sentimiento noble e inefable del amor, sino más bien de describir el sentido y sinsentido de las trayectorias amorosas que se promueven dentro de una ciudad de espacio y tiempo indeterminado (¿utopía?, ¿distopía?). Se podría decir que reemplaza una operación filosófico-metafísica por una filosófico-cartográfica.
Escuchemos con atención: “¿qué es lo que secretamente conduce a los corazones…?”. Escuchemos en consonancia con otra pista musical, previa, la de la escena de baile en el hotel: “Something’s gotta hold of my heart” (“algo se ha apoderado de mi corazón”), entonada por el gordo y calvo administrador del hotel. Las dos canciones remiten a un “algo”, una fuerza superior, que arrastra al sujeto: “algo se metió en mi vida, abriéndose paso en mis sueños como un cuchillo” (something’s gotten into my life, cutting its way through my dreams like a knife). En el contexto de The Lobster –piensen en la escena final de David en el baño–, ese “algo” no tiene precisamente el aspecto de una flecha benigna y encantadora, sino más bien de un inquietante elemento corto punzante. Porque en el mapa-Lobster pareciera ser que se sustrajera todo elemento placentero del amor, para así dejar al desnudo una mecánica cruda y absurda que al parecer lo constituiría. ¿Es posible que cupido no trabaje para el capitalismo? ¿Cómo opera el amor dentro de los trayectos del universo de La Langosta?
El mapa-Lobster remite al melodrama, pero desplaza el eje de la pregunta clásica del género (¿podrán los amantes estar juntos? ¿podrán finalmente ser felices?) hacia algo aún más fundamental, hacia una raíz ontológica, hacia la posibilidad del surgimiento del amor romántico como algo incondicionado en la polis contemporánea (¿cómo es posible el amor bajo estas circunstancias?). Cualquier respuesta a esta pregunta debe partir por un esbozo cartográfico, una tentativa de descripción sinóptica de la ciudad, ese espacio que Virilio definió como “el lugar de la proximidad entre los hombres, de la organización del contacto”.
El triángulo pitagórico
Para rastrear qué tipo de cartografía practica el griego Lanthimos en The Lobster, vamos a tener que retroceder hasta el filósofo-matemático Pitágoras de Samos. De él sacó Platón la idea de plasmar sobre el pórtico de la Academia la inscripción “aquí no entra nadie que no sepa de geometría”. Primer elemento pitagórico del film: si miramos desde cierta distancia descubriremos que la arquitectura espacial del mapa-Lobster se sustenta en la figura del triángulo. En este caso: la ciudad es la hipotenusa; el hotel, su cateto adyacente y el bosque, el cateto opuesto. La acción del film transcurre íntegramente dentro de estos confines. No hay nada fuera de estos. Lo voy a intentar demostrar.
Primero, el hotel. Espacio de tránsito, no-lugar: se está ahí para encontrar una pareja con la cual irse a la ciudad o, si no se consigue, para ser arrojado en forma de animal al bosque. La cartografía lobsteriana aquí se sustenta en la yuxtaposición de espacialidades contradictorias: por un lado, el espacio del placer-ocio (hotel spa-resort con campos de golf, tenis y club de yates) y, por otro, las pesadas arquitecturas de vigilancia y castigo (mezcla de cárcel, centro de rehabilitación y reality show). Esto es lo inquietante. ¿Qué es lo que me hace decir te amo? ¿Quién se apoderó de mi corazón? Como anticipaba: la respuesta a este pregunta no es metafísica, sino eminentemente arquitectónica-espacial.
Esto es lo que tenemos que entender, pero vamos despacio. Detengámonos un momento en el check-in del hotel. Ante la pregunta: “¿desea inscribirse como heterosexual u homosexual?”, David responde: “heterosexual”. Luego empieza a vacilar: “pero una vez en la universidad…”. No se permite la ambigüedad. No hay puntos medios: 0 o 1, binario. Tiene que ponerse de acuerdo: o es idéntico a sí mismo o no puede ingresar. Al igual que con los zapatos, es 44 o 45, no puede ser intermedio. ¿Cómo pensar esto?
Yo no sé si estoy forzando mucho las cosas, pero como Lanthimos es griego todo parece remitirme a la mitología y filosofía helénica. Nuevamente me resuena El Banquete: ahí Aristófanes explicaba el origen del amor a través del mito de los octópodos: unos seres duales que vivían tan plácidos y extasiados en su completud, que un buen día Zeus se enojó y de un hachazo los cortó por la mitad, después los arregló un poco, les giró la cabeza, les desplazó los genitales y les anudó el ombligo para que recordaran siempre con nostalgia su anterior estado. Cuando eran completos, estos octópodos lujuriosos y extasiados estaban constituidos dualmente como hombre-hombre, mujer-mujer u hombre-mujer. Post separación, su deseo quedaba orientado para siempre a recobrar la parte que les faltaba. Es un esquema metafísico que no tiene problemas con la dicotomía heterosexual u homosexual, el problema le adviene ante la ambigüedad de un cuerpo ambiguo, indefinido, polimorfo o en devenir. La tolerancia del mito aristofánico tiene su límite: nada de cuerpos-río, cuerpos heraclíteos que un día son uno y mañana otro. Su identidad está bien definida y en base a eso busca su otra mitad, la que la historia se ingenió para cercenarle su origen monstruoso octopódico y darle una figura redondeada y dulce: la famosa media naranja.
La única elección del personaje en esta fase de registro de identidad será la del animal en que podrá ser convertido si no consigue pareja en el plazo de 45 días. En base a la información entregada, la administración del hotel le asigna el cuarto 101 (clara alusión al famoso número de la temida sala de torturas en 1984 de Orwell). La construcción del perfil es esencial para poder distribuir espacialmente a los individuos en el espacio del hotel. Tal como en las redes sociales, los encuentros o los grupos de pertenencia se organizan en base a la elección de ciertas preferencias, coincidencias o compatibilidades pre-establecidas. En el cosmos lobsteriano, éstas son satirizadas como deficiencias físicas (el cojo, la sin corazón, la que sangra por la nariz) o gustos mórbidos (la mujer que come galletitas). El gordo administrador del hotel es, en el fondo, una gran máquina de capturar y procesar bases de datos (¿Google? ¿Facebook? ¿Tinder?, etc.). Su sabiduría es la de saber hacer que los semejantes se encuentren, se ajusten, se atraigan entre sí. Un motor de búsqueda amorosa que reduce la incertidumbre de los encuentros indeseados.
Pensado así, el hotel no es un espacio físico localizable, sino un lugar virtual en el cual transcurre buena parte de nuestra vida cotidiana. ¿Cuál es el estatuto ontológico-espacial del mundo virtual? ¿Cómo se le puede dar una representación cinematográfica? Por ese lado, el mapa-Lobster logra darle relieve a una aspecto de la ciudad contemporánea que suele ser bastante elusivo para la representación cinematográfica.
Ahora veamos al cateto opuesto: el bosque. Lo de opuesto habría que entenderlo de modo literal, en sentido abiertamente bélico: los catetos están en guerra, se odian a muerte, quieren anularse. En el hotel se organizan cacerías de solteros; en el bosque se planean complots contra el hotel. Contra lo que se podría pensar, no es un lugar para el apacible retiro o el idilio bucólico. En su dimensión de naturaleza salvaje, lo que el cartógrafo Lanthimos decide retratar tampoco es la exuberancia frondosa y caótica del bosque tropical, sino el orden rígido y vertical de una suerte de schwarzewald (la selva negra), cuyas filas de troncos rectilíneos y uniformes se proyectan como escuadrones militarizados hasta el infinito. Pienso en Elías Canetti, que decía que así como el inglés se encontraba a sí mismo del modo más pleno contemplando el mar, el alemán lo hacía en medio de la dureza y rectitud de un ordenado bosque, el cual lo tranquilizaba y llamaba al orden.
Es en medio de este marschierende Wald (bosque marchante) –como lo llamaba Canetti– que llevan adelante su gregaria y anti-romántica existencia los solitarios, apóstatas de la urbe. Estos son una especie de vertiente fundamentalista y jerarquizada de la escuela cínica de Diógenes de Sínope, el filósofo-perro. Otra vez los griegos. Aquí estamos en las antípodas del aristofánico hotel con sus búsquedas de medias naranjas. Aquí es el reino de la absoluta autosuficiencia, donde el otro puede ingresar tal vez en un régimen de acompañamiento a distancia, amistoso, conversacional, pero jamás en la dependencia amorosa. Por esto, si en el hotel se prohibía la masturbación, aquí estarán prohibidos los besos –y ni hablar del sexo–. Aquí el problema es el contacto con el otro, no con uno mismo. ¿Cómo no recordar a Diógenes, filósofo performativo, provocador, que en el plano sexual pregonaba las virtudes del pez masturbador, ese que cuando se excitaba no hacía más que ir a frotarse las escamas a la roca más cercana hasta conseguir su liberador orgasmo?
Pero también –sobre todo cuando abre el plano y se acerca a la costa (filmada en Irlanda)– el bosque remite a cierto romanticismo estilo C. D. Friedrich. Pareciera ser que en el encuadre paisajístico el director confesara una íntima nostalgia, una silenciosa pulsión romántica que no termina de aplacarse, una secreta contradicción en el corazón de todos los solitarios autocomplacientes, una negación de todo su discurso. Si no, ¿cómo explicar el régimen de vigilancia y castigo dentro de la armonía de ese cosmos natural? ¿Por qué habría que desplegar tal aparataje histérico ante toda tentativa de roces y contactos?
Dentro de su vehemente rechazo de la urbe y del romanticismo, se esconde el amor inconfesable de los solitarios: aunque no lo admita, el cateto opuesto también sueña con la hipotenusa. Por esto el triángulo no se desintegra. Este deseo se expresa silencioso y violento en los celos trágicos de la líder (Lea Seydoux) o en el sueño de la narradora, la mujer miope, la noche después de conocer a David: “soñé con una inmensa casa en la ciudad, con una cocina grande y bien equipada, vestía unos pantalones azul oscuro y una camiseta crema ajustada. Él me quitó la ropa y me dio por el culo. Mientras estábamos cogiendo, una bestia entró por la cocina, sacó un cuchillo del segundo cajón y nos atacó”.
Finalmente, la urbe. Diminutos, liliputienses, así aparecen los cuatro personajes al hacer ingreso a la polis por debajo de una autopista, con el sonido de sus pequeños pasos prontamente ahogado por el ruido de un tren rápido. Sólo crecen, consiguen un efímero primer plano, ralentizado y musicalmente épico, en el momento que visitan el mall, mientras deambulan por pasillos de artículos para el hogar.
El momento extático del consumo es seguido por un control policial de identidad, del cual el reciente soltero David logra zafar a último minuto, cuando llega la mujer miope que se hace pasar por su esposa. Porque, como se ve en la visita a la casa de los padres de la líder de los solitarios, la única forma de habitar legítimamente la ciudad es estando en pareja.
Tal vez esto sea significativo: la célula familiar, el oikos –de donde viene la raíz de la palabra economía–, se traga de algún modo a la ciudad, la polis, y, por consiguiente, a la política. ¿No recuerda acaso a los discursos “por la familia” tan típicos de la derecha más conservadora? ¿No es también el hogar suburbano el espacio anti-político primordial que representa Lanthimos en Canino, su film anterior? El espacio público en su sentido más elevado, como espacio de encuentro de la diferencia, es lo que está totalmente obliterado al menos en estos dos films de Lanthimos.
Metempsicosis contemporánea
Lo del triángulo puede parecer un análisis un tanto caprichoso, pero debo confesar que el pitagorismo profundo que veo en The Lobster viene dado por otro aspecto del film, el cual remite al problema de la animalidad.
Aquí no se ven metamorfosis progresivas tipo La mosca de Cronenberg, en que al personaje primero le sale un pelo en la espalda, luego lentamente las manos se le pegotean, le van apareciendo alitas y los ojos se le multiplican. A David no se le solidifica la piel hasta volverse crustácea, ni enrojece, ni le crece un hocico monstruoso con ventosas succionadoras como las de una langosta. Y esto porque el mapa-Lobster parece estar trazado por un fiel seguidor del matemático y metafísico Pitágoras, quien además de sus fórmulas geométricas, tenía unas creencias bastante singulares que rebasaban por bastante el sólo uso deductivo de la razón pura.
Segundo aspecto pitagórico del film. El oriundo de Samos decía recordar alrededor de cuatro vidas pasadas, pues si bien no creía en la metamorfosis, sí lo hacía en la metempsicosis: el misterioso viaje o transmigración del alma de un cuerpo a otro. Dentro de las excentricidades del sabio se cuenta que un día vio a un perro y en él reconoció el alma de un amigo difunto. Vaya a saber uno que habrá hecho en vida este amigo que su karma le deparó esta reencarnación canina, pero el caso es que los seguidores de Pitágoras eran vegetarianos acérrimos, porque podía ocurrir que el alma siguiera revoloteando invisible en torno al cuerpo unos días, incluso después de asado el animal. No arriesgaban ninguna forma de antropofagia.
Más allá de la broma, tendríamos que pensar más a fondo la fauna metempsicótica del film. No descartarla como un mero artificio exótico y gracioso. En el comienzo nos preguntábamos por el potencial sentido chapucero de incluir flamencos, camellos, pavos reales como ex seres humanos que fracasaron en su búsqueda amorosa. Nos preguntábamos si no sería una tomadura de pelo del Sr. Lanthimos. Sin embargo, si pensamos más profundamente la amenaza podríamos pensar que se trata de un miedo mucho más radical y extendido: el miedo de vernos reducidos, de golpe, a una vida bestial, salvaje, sin protecciones, arrojados a la intemperie donde sólo sobreviven los animales más fuertes. ¿No es esto lo que argumenta el hombre que se auto-inflige golpes a la nariz?: “¿Qué es mejor un poco de sangre de nariz de tanto en tanto o que te coma un animal más grande en medio del bosque?”
En este punto pienso que el film, con todas sus alocadas reminiscencias a la filosofía griega clásica, logra trazar un mapa radicalmente contemporáneo. No es en vano que su director provenga de Grecia, país que desde la crisis del 2009 se ha visto bajo la presión de drásticos recortes de los beneficios sociales y alzas de impuestos. Si bien el film-mapa no tiene una asignación espacial concreta, en su dinámica triangular podría ser tomado como cualquier metrópolis neoliberal contemporánea. Su carácter distópico se afirma en esto: no está en ningún tiempo ni espacio precisos, sino que, parafraseando a Deleuze, es un espacio capitalista cualquiera. Un espacio sin identidad que amenaza con colonizar y aplastar los territorios concretos. Escribiendo desde Santiago de Chile, no me parece un mapa muy lejano, lamentablemente.
¿Qué quiere decir el hecho fatídico de que al menos uno pueda elegir el animal en que va a reencarnar? ¿Por qué David elige una langosta? Recordemos su respuesta: “porque viven más de 100 años, son aristócratas de sangre-azul, se mantienen fértiles toda su vida y porque también me gusta mucho el mar”. No es un ideal romántico monocorde, tiene muchos matices. Por un lado puede estar el romanticismo soñador del mar; pero por otro, el esnobismo de la sangre azul (¿o nostalgia de otra época más noble?) y el deseo tan de nuestros tiempos de mantenerse joven y fecundo por el máximo de tiempo posible. Aunque a veces, pienso, la clave de la elección del crustáceo también tiene un componente fonético implícito en el título en inglés: lobster suena muy distinto que langosta. En esta última se pierde el sonido lov- de lobster: lo cual la hace una langosta más amorosa, más afrodisiaca, ¿más romántica?
¿Hay algo que distinga al amor en fuga de David y la mujer miope? ¿Tiene más valor un romance clandestino surgido en el bosque que uno surgido en el hotel? ¿Funciona en algún sentido la tesis de que el amor se encuentra cuando uno menos lo busca o cuando no surge del miedo a quedarse solo?
Volvamos al comienzo: ¿Qué es lo que hace a los protagonistas decir te amo? O tal vez habría que preguntarse cómo se dicen te amo. La mujer miope –en off– cuenta cómo comenzó a crecer entre ellos una lengua extranjera, un código sutil y anómalo, una comunicación secreta en base a gestos, una verdadera coreografía amorosa: “girar la cabeza a la izquierda significaba ‘te amo más que nada en el mundo’, levantar el brazo derecho ‘quiero bailar en tus brazos’ o la muñeca a la altura del trasero ‘let’s fuck’”.
Creo que al fin y al cabo, The Lobster defiende cierta idea de romanticismo anticapitalista. ¿Se clava David el cuchillo en sus propios ojos? ¿Hace finalmente lo mismo que su amigo que se daba cabezazos para que le sangre la nariz? Si uno lo piensa en el código naturalista puede ser terrible (y a mí también me cuesta abandonar este código). Pero podemos pensar el destino de estos amantes desde otro lugar. Es fundamental el hecho de que la mujer miope sea la narradora del film. ¿Por qué sabe todo lo que sabe? Se recuerda cosas que pensó o soñó ella, pero también sabe con detalles aspectos de la vida de David. Como cuenta en un comienzo, no fue un amor a primera vista el que sintió por David, fue más bien la construcción de una historia y un lenguaje lo que los unió, la conformación de un delicado mundo interno. Bajo este respecto, la posibilidad del auto-infligimiento de la ceguera no necesariamente ha de ser considerada como algo trágico, sino más bien como algo simbólico. Todo depende del modo de lectura del mapa. Bajo el prisma realista convencional es trágico, pero dentro de las reglas internas del mundo de The Lobster puede cobrar incluso un valor optimista. Puede ser que otros sentidos más íntimos, primitivos o animalescos –menos abstractos, menos distanciados– como el olfato y el tacto se vuelvan más sensibles, así como también el oído, por el que ingresan las canciones de amor y las palabras. Podría interpretarse como una declaración contra la superficialidad de la máscara y un elogio de la comunicación profunda entre los amantes.
De todos modos, aunque lo pensemos así, The Lobster no deja de tener un tono melancólico. Detengámonos en el plano secuencia final. Sentada a la mesa de un restorán de carretera, la mujer miope espera en máxima quietud el desenlace de la operación que David realiza en el baño, mientras por el ventanal pasan y pasan camiones cargando containers o incluso transportando autos. Los protagonistas se quedan en un umbral, un punto intermedio, incierto. Ni 44, ni 45. No escapan a la playa, ni se van del país. No se quedan en el bosque, ni vuelven al hotel. Quieren volver directo a la polis. ¿No es que los amantes han construido una cuarta e invisible dimensión? Tal vez la tristeza pase por la dificultad de encontrar un espacio físico que los albergue. Sin embargo, no renuncian a la polis. Si hay que estar triste es por razones políticas, porque la ciudad está amenazada. Y creo que en algún lugar de la imaginación de Lanthimos tienen que haber imágenes del ágora o del Partenón, de cierta concepción del encuentro y de cierta relación con lo sagrado y lo bello.
La excentricidad del cineasta-cartógrafo Lanthimos, al menos en The Lobster, puede venir dada por el hecho de que no estemos acostumbrados a films-mapas neopitagóricos. Lanthimos lleva hasta el paroxismo kafkiano la metafísica de Pitágoras. Tercer y último elemento pitagórico: La tesis más profunda de Pitágoras es que la realidad es intrínsecamente numérica. La realidad actual no se deja apresar por el naturalismo positivista, no basta con salir a rodar a la calle al estilo verité. Por eso, ser un cineasta constructor de espacios neopitagóricos es una manera de ser realista en una sociedad que es cada vez más numérica, digital, abstracta, descorporalizada y temerosa de lo animal.
En suma, para ser neorrealista hoy hay que lidiar con el neopitagorismo que nos envuelve. Porque en el fondo no es que Lanthimos sea neopitagórico, sino que la realidad se ha neopitagorizado. Lo que ha hecho el cineasta griego es destilar, con cierto humor satírico, pero al mismo tiempo con melancolía y romanticismo, lo inmensamente opresiva que puede ser la actual sociedad de control. ¿Es posible crear una cuarta dimensión amorosa? ¿Es posible pensar otras topologías para la ciudad contemporánea? ¿Cómo puede el cine leer o proyectar modos posibles de habitar y de amar? ¿Cómo puede el Eros movilizarse por un cuidado de la vida en común? En el fondo, y como siempre ha sido, el problema del amor es un problema eminentemente político y The Lobster abre nuevos modos cinematográficos para pensarlos.
BIBLIOGRAFÍA
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Virilio, P., & Petit, P. (1997). El cibermundo, la política de lo peor: entrevista con Philippe Petit. Ediciones Cátedra.
Zoro, J. (2017). ¿Qué es lo que me hace decir te amo?, laFuga, 20. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/que-es-lo-que-me-hace-decir-te-amo/851