Se piensa que el pueblo no tiene voz, se lo representa, se ponen en discursos sus demandas. Parecemos entender al pueblo exclusivamente como los pobres, ese grupo de gente siempre carenciada de los bienes de la sociedad y del progreso, de la democracia, de la calidad de vida y de la proyección de las capacidades humanas, la profesión, la educación. Pero aún nosotros, bienpensantes, quizá no podemos imaginar qué formas tomaría la vida si la pirámide social se transformara en otro orden, y no ya éste que los relega a la base, a sostener todo lo demás pero a un paso, simplemente, de nada. Como el personaje de Fassbinder ¿por qué -se pregunta- soy yo el que tiene que pagar todo? (La ley del más fuerte, 1975). Tal vez se piensa al sujeto popular como el que balbucea, todavía sin leguaje, o sin discursos de interioridad, como en estado de catástrofe (Palomita Blanca, Raúl Ruiz, 1973). Son modos de representarlo. Por otro lado, como sabemos, desde el Romanticismo se valora al pueblo y se lo descubre como creador, y luego como el más legítimo constructor de la historia. Visiones contrapuestas, antitéticas.
Con paternalismo se piensa que, salvo las excepciones siempre contadas en las arenas del tiempo, ni los sujetos individuales ni los colectivos de los pueblos enuncian discursos o narraciones sobre sí mismos, es decir, que no pueden comprender su propia condición. Por lo tanto, quedaba históricamente en poder de las clases superiores dotarlos —o no— de la escritura, de la cultura y el pensamiento, cuando el caso es que los antiguos pueblos han cantado o han relatado sus historias, sus penas y sus visiones con tanta o más poesía y lucidez que los cultivados poetas y abogados de los reinos, que se han detenido a escucharlos y a registrarlos, a recopilarlos. Es la conjunción la que ha convertido en gran parte tales relatos y cantos en obras de cultura.
En el caso de los lenguajes modernos y complejos, tecnológicos y narrativos como el cine, el pueblo estuvo (y no sé si continúa estando) en estado de ‘iletrado’, no se ha representado a sí mismo en la historia del cine, ha sido representado por otros. Y quizá sus primeras apariciones legítimas están en el cine ruso de la revolución. Se produce la conjunción entre los escribas-cineastas y la base del sistema social, y si bien se mira, nadie podría precisar en qué punto pueden separarse de la genialidad de Eisenstein, Pudovkin, Vertov, del impulso cultural inmenso que ese pueblo ruso estaba llevando a cabo. Por otro lado, o en el polo ideológico históricamente opuesto, Griffith, a quien nadie tampoco niega un punto de su genio, representa al pueblo más que nada como el gentío, la masa, de la cual desconfía profundamente. No es raro que Griffith ponga en escena el juicio a Jesús en Intolerancia (1916), y enfatice el relato bíblico de la traición del pueblo. ¿Y no es la misma desconfianza por la volubilidad de las masas la que Helvio Soto, en Chile, declaraba con sinceridad no poder evitar?
Con ser el cine un medio hasta hace poco sumamente restringido, valdría contar con algunos casos, como Truffaut, como Pasolini o Fassbinder, cuyos orígenes efectivamente están entre los pobres, y que esencialmente no se han alienado en el pensamiento de la ‘cultura superior’, para decir que el pueblo se enuncia a sí mismo en sus filmes, por supuesto sin identificar estos procesos con los antiguos. Quizá sea así, y esto explicaría en parte por qué en la historia del cine quienes hablan en los filmes, quienes hacen cine, representan muy abundantemente al pensamiento de ‘los ricos’, de la burguesía, o a veces de las clases medias. Se expresa lo mismo correspondientemente en los temas. Lo cierto es que hay pensamientos ligados a clases o grupos sociales que en efecto se han representado a sí mismos en el cine, en sus sueños, sus creencias, sus ideologías y, a veces, en sus luchas. Es así puesto que mayormente también ellos son los propietarios de las industrias, de los estudios o de los circuitos nacionales. Todos sabemos que se encuentran allí películas, corrientes, cineastas brillantes. Pero todos sabemos también que la masa de la producción es punto menos que ‘la cultura de la basura’.
Es el cine de consumo, digestivo, de la gente rica, que mencionaba Glauber Rocha como el favorito de los agentes oficiales de la cultura brasileña para los años sesenta, películas de casas bonitas, de autos bonitos, de princesas y señores, de las cenicientas y cenicientos, contra el cual el Cinema Novo puebla de hambrientos la pantalla. “personajes comiendo tierra, personajes comiendo raíces, personajes robando para comer, matando para comer, personajes huyendo para comer, personajes sucios, feos, descarnados, viviendo en casas sucias, feas, oscuras” (Rocha, 2011). He ahí de nuevo al pueblo del que quizá hablamos. En torno a su representación, tanto como a su propia existencia fuera de los medios representativos, se da una lucha cultural. Por eso, dice Rocha, se identificó al Cinema Novo —y en general, a los ‘nuevos cines’ de Latinoamérica de esa época— con el miserabilismo, que enseña sin gusto y sin proyecto las lacras, la miseria, descalificándolo de este modo, siendo que el problema absurdo es que el hambre, que es sentida, que se tiene en frente, no es sin embargo comprendida. La política cultural en Brasil, para ese tiempo, dice Rocha, es la de la impotencia y la histeria.
Hace unos años, el 2005, se ha presentado dentro de una retrospectiva en el Cine UC de Santiago, una película inconclusa de Glauber Rocha, Claro (1975), rodada en Italia, la cual nos hace presenciar, pero sobre todo escuchar, largos discursos de clave cultural y política, en un denso transcurso, en el cual Rocha se explaya, a través de personajes, o apareciendo él mismo en pantalla. No es una película fácil, más bien resulta agotadora. En la escena final, sin embargo, ya no se habla, sino que el mismo Rocha conduce a la imagen —es decir, al camarógrafo— hacia un alto barranco de tierra por el cual sube, indicándole que lo siga. Sobre el barranco, en la explanada, se encuentra lo que en Chile conocemos muy bien como una población marginal, o un campamento. Lo que personalmente experimenté con asombro ante esa imagen no fue sólo la sorpresa ante su presencia allí, incluso en el país del neorrealismo, sino que más impactante fue el parecido, la completa identidad de la misma gente pobre con la nuestra. “Creo honestamente haber hecho un filme sin ambigüedades, —dice Rocha— quiero decir no ambiguo políticamente. Por ejemplo, me parece muy “Claro” el momento en que al final del filme, la gente pobre ocupa literalmente el telón, el pueblo debe ocupar el espacio que les fue arrancado en siglos de represión” (Catálogo, 2005).
Gilles Deleuze entendió al parecer las proposiciones de Rocha en clave psicoanalítica. En Dios y el diablo en la tierra del sol (Rocha, 1964), el pueblo, —dice— termina adorando la violencia que recibe (2007). Sin embargo, el cineasta pensaba que a la gente del pueblo no correspondía interpretarla de plano con tales teorías, al menos es lo que le oímos decir en una parte de Rocha que voa (Eryk Rocha, 2002): ‘es otra psique’. La violencia, piensa Rocha, es una respuesta al hambre, el hambre genera impotencia, y la impotencia, histeria. Sin embargo, no se trata de que algunos actos violentos no sean locura (histeria), como sacrificar al bebé, sino que la violencia es la única respuesta digna al hambre cuando se sufre el absurdo de su imposición sin que haya la mínima razón para ello (Manuel asesina al patrón). Basta recordar que Freud, Lacan, Jung o Fromm, y quizá el mismo Deleuze, difícilmente trabajaron con pacientes de otra mentalidad que no fuera la burguesa y pequeño-burguesa, que detesta y siente horror de la violencia física individual como acto vil, pero que la institucionaliza y la aprueba en formas masivas de represión, control, antiterrorismo. Recodemos aquí de paso la excelente Mi tío de América (1980), de Alain Resnais. Es cierto que tales mentalidades caben bien para cualquiera de nosotros, ¿quién no es hoy día burgués en términos culturales o al menos en términos discursivos?, pero ¿lo es el pueblo? ¿Queda algo de ‘otredad’ allí? ¿Queda pueblo entonces? Si queda, al menos conviene no adscribirle tan fácilmente las categorías burguesas, pensemos en los pueblos indígenas, en los mapuches (pobres entre los pobres, como dice Juan pablo Cárdenas), porque los pueblos pueden ser entendidos también, como lo piensa Stuart Hall, como los objetos de las constantes reformas culturales, sobre todo a partir de las modernizaciones técnicas y sistémicas de la burguesía, del capital (1984). En tanto históricamente ellos no quieren cambiar sus formas de vida sólo por una necesidad de otros, se inicia una lucha cultural, que nosotros bien conocemos, desde los cambios impuestos por las incesantes modernizaciones en los sistemas y tecnologías de trabajo y de control, —incluyendo las crisis económicas, el desempleo—, desde el menoscabo endógeno a las formas de ser populares —y a la subversión—, hasta la exclusión por abandono, por la relegación, y al fin por la represión. Dicho en términos un poco radicales, pero no exagerados, se quiere quitar de la gente unas formas de vida para reemplazarlas por otras, las que convienen al poder (Hall, 1984).
Entonces, visualizamos al pueblo en la gente más pobre y despojada o carente de todos los avances de la civilización, sea campesina o urbana, como nos lo mostró el cine desde el documentalismo y el neorrealismo, hasta los ‘nuevos cines’ de los años sesenta y setenta, y como sigue siéndonos mostrado hasta aquí. La acusaciones delictuales y las requisaciones del material de algunos documentalistas que trabajan con el pueblo mapuche (el caso de Elena Varela), constatan nuevamente que aquel pueblo que hemos aludido en todas estas líneas sigue estando confinado en la pobreza y la represión, que se pretende transformarlo e incorporarlo, y que su respuesta sigue siendo la resistencia. Y junto a esto, que entre nosotros es el cine documentalista el que mantiene una posición política definida ya desde la época sesenta como denuncia.
Pero sabemos que nada, ningún ente, salvo reliquias muertas en los museos, permanece el mismo a través de las épocas, inmutable, sino que sus sentidos y necesidades se desplazan lo mismo que pueden hacerlo quizá sus formas materiales, y esto rápidamente, como ocurren las cosas en la época contemporánea. En el cine de los hermanos Dardenne, aparecen sujetos populares que tienen algunas características distintas a las que hasta aquí vemos, es decir, no son quienes viven en las villas miseria, o los campesinos más pobres, sino que son los excluidos urbanos de una sociedad que tenemos por industrializada y primer mundista. Tampoco forman parte de ninguna colectividad, están solos. En Rosetta (Jean-Pierre & Luc Dardenne, 1999), Rosetta es una niña todavía, que corre de acá para allá, por las calles, por los eriazos, por aquellos ‘no-lugares’ (inhabitables) de las carreteras y del paso del tránsito vehicular de las ciudades actuales. Corre sin pausa para encontrar algún trabajo, en alguna parte, para recoger sus cosas, para guardarlas. La película comienza con una escena profundamente temida por todos nosotros: quedar sin trabajo, siendo ya el que en ese momento tenía algo temporal, un reemplazo. Ella grita, se agarra de las puertas, deben echarla por la fuerza. Allí empezamos a presenciar su afán sin fin, sus carreras sin pausa, un gasto de energía enorme simplemente para sobrevivir. Nada sabemos de ella, salvo que vive quizá con su madre en una casa rodante arrendada, sabemos que guarda sus cosas en un tarro oculto en la boca de un desagüe seco, al costado de la carretera, que ella atraviesa siempre a las carreras entre los vehículos rasantes. En medio de todo esto, un chico la busca, se le acerca. Él trabaja en un puesto de comida al paso. Al final del film se llega a un punto muy crucial en el problema del pueblo y la pobreza: Rosetta traiciona al chico, miente ante el patrón, para quedarse con el trabajo, y lo consigue. Luego de un proceso silencioso como se nos ha presentado toda su interioridad, en el cual el chico la ha encarado sin conseguir nada, ella deja ese puesto. No sabemos casi nada más. En estas películas de chicos jóvenes solos, (El niño, Jean-Pierre & Luc Dardenne, 2005), o de adultos relacionados con ellos (El hijo, Jean-Pierre & Luc Dardenne, 2002), lo que antes se representaba como la comunidad (el pueblo) que tenía al menos un paraje, o que vivía en lugares de la ciudad, los hermanos Dardenne muestran el eriazo de la civilización, los no-lugares donde nadie puede habitar, el ruido de los vehículos incesantes, la suciedad, los pavimentos. No hay tampoco frisos sociales, no hay en los temas ni en los relatos lucha social, política, discusiones. Simplemente no hay. Quizá de este modo trasladan el problema a otro lugar, en la enunciación del film, así como el pueblo, aquí, respira en otro lugar, vivo, y también por la impresión de realidad que da la escritura fílmica de los cineastas.
Termino aquí, no sin reconocer que el problema que he presentado sólo unos esbozos de aproximación al problema, y que queda relacionarlo con la situación preocupante de las representaciones de los sujetos populares y de la cultura popular en el cine chileno de ficción, a partir de los años ochenta.
Bibliografía
s. a. (2005). Catálogo de la retrospectiva de Glauber Rocha. Cine UC.
Hall, S. (1984). Notas sobre la deconstrucción de “lo popular”. En R. Samuel (Ed.). Historia popular y teoría socialista. Barcelona: Crítica.
Rocha, G. (2011). La estética del hambre (1965). En La revolución es una eztetyka. Buenos Aires: Caja Negra.
Plaza, V. (2009). ¿Queda pueblo en el cine?, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/queda-pueblo-en-el-cine/381