En el film O bandido da luz vermelha (1968), de Rogério Sganzerla, asistimos a una propuesta estética radical que funciona como denuncia de la sordidez que sostiene el progreso de las metrópolis latinoamericanas—centros ‘periféricos’ del capitalismo y la industria cultural occidentales. La boca do lixo, suerte de barrio rojo de la ciudad de São Paulo, es alegoría de un Tercer Mundo 1Como dice Jean-Claude Bernadet (1990), el espacio urbano no está delimitado, y la boca do lixo “se expande, se desparrama” porque “nada en este mundo tiene fronteras” (p.163) convertido en basurero de todo tipo de productos y desechos de la modernidad, y donde la sociedad entera participa de una supervivencia extrema a la putrefacción circundante. El locus personificado de la boca do lixo es descrito como el “imperio de las drogas, el desorden y los gángsters, de la prostitución en masa, del tráfico de menores, del crimen industrializado y del comercio de automóviles” –formas de sortear la aniquilación propia de una modernidad degradada que explican por qué allí, como dice el político J.B. da Silva, “no existen habitantes (sino) solamente sobrevivientes” (–. En un espacio donde la civilización exhibe su fracaso en múltiples expresiones de barbarie, no extraña que la propuesta estética de Sganzerla utilice el reciclaje carroñero de manufacturas y desechos de la industria cultural en el Tercer Mundo para articular un montaje que exhibe desordenadamente bienes de consumo, música popular y paisaje visual de una metrópolis moderna periférica –operación que llamo montaje caótico pues traduce la enumeración anárquica de vanguardias literarias a lenguaje visual–. Dichos elementos, que aisladamente pudieran parecer inofensivos, adquieren vía montaje la connotación de cómplices de una sociedad de consumo donde la acumulación ha conducido a una progresiva e inexorable descomposición. Es por ello que el reciclaje de Sganzerla no busca ‘rescatar’ el desecho para restituirlo a un circuito “higienizado” de consumo de bienes; su poética carroñera intenta, en cambio, alegorizar el fracaso de la modernidad mostrando que de sus códigos de violencia nadie, en el Tercer Mundo, puede escapar.
La figura central de este western urbano, que propone una versión decadente de la lucha entre civilización y barbarie en que no se distingue una de otra, es el poeta –llevado por el curso de la historia, y como es lógico según la génesis latinoamericana de su relación con la modernidad, a la marginalidad más extrema: el bandidaje criminal–. Recordemos que desde fines del siglo XIX, con la entrada del capitalismo a las principales urbes latinoamericanas, el poeta reaccionó denunciando la exclusión de la poesía y el arte en una sociedad que comenzaba a regirse por valores mercantiles. Es el caso de José Martí (2005), quien en 1882 denuncia los “ruines tiempos” en que el arte se ha reducido a “llenar bien los graneros de la casa, y sentarse en silla de oro” (p. 375); y de Rubén Darío, quien en 1887 afirma que “el arte no viste pantalones, ni habla en burgués” (p. 6). Se trataba, todavía, del poeta defensor del ideal y el don superior del arte que “abandona la inspiración de la ciudad malsana” para cantar “el verbo del porvenir”, principios éticos y estéticos que crearon su fama finisecular de antisocial y loco—como sugiere Darío en El pájaro azul (1886): “Un alienista… calificó el caso -del poeta- como una monomanía especial (…) el desgraciado Garcín estaba loco” (p. 67). Casi un siglo después, el mediático vate de Rogério Sganzerla inspira los vapores más tóxicos de la ciudad malsana, canta los boleros de Lucho Gatica, viste pantalones animal print y va al cine a ver pornochanchadas y obras de Orson Welles. Su arte lo escribe con la letra de violencia aprendida de la pedagogía del opresor porque es uno de los muchos desperdicios que luchan por sobrevivir en el vertedero periférico del capitalismo llamado boca do lixo. Su protesta, todavía contra el burgués, se pronuncia también en idioma de violencia y, reconocido su fracaso, sabe, como el poeta de El pájaro azul, que su salida no es la asimilación sino la autodestrucción.
El poeta revolucionario: de cooptado político a bandido mediático
Estrenado en 1968, el film de Sganzerla es considerado el primer deslinde del Cinema Novo hacia lo que sería denominado Cinema Marginal pues surge, como dice Ismail Xavier (1993), en una “situación-límite” de la historia local y mundial caracterizada por luchas políticas, transformaciones económicas, globalización de la industria cultural y, en Brasil, la censura militar impuesta por el AI-5. El tributo al Cinema Novo es claro pues, entre los diversos ritmos que amenizan las andanzas del bandido, hay uno que forma parte de la banda sonora de Terra em transe (1967), película de Glauber Rocha lanzada el año anterior y centrada también en la pugna de un poeta, Paulo Martins, con la sociedad brasileña –específicamente, con el advenimiento de la dictadura militar y con una izquierda en vías de negociar con el capitalismo global–. Martins anhela una revolución política que redima al pueblo por lo cual organiza la campaña política del líder de izquierda, Vieira, traicionando luego su ideal al trabajar para Díaz, candidato de derecha –figuras que critica por igual desde su desdeñosa posición de poeta e intelectual–. Narrativamente, el cuestionamiento ético del protagonista es alegorizado por su tránsito entre tales tendencias políticas, entre la poesía comprometida y la intimista, así como por su monólogo interior que transluce las limitaciones de los intelectuales para aliarse con el pueblo. Su acercamiento final a Vieira evidencia, asimismo, que tampoco los políticos son capaces de llevar sus utopías sociales hasta las últimas consecuencias.
Cinematográficamente, la cámara en mano en movimiento constante inscribe las ideas de trance, caos y liminalidad tanto del poeta como de la sociedad, ad portas de un capitalismo arrollador representado por la amenaza omnipresente de la multinacional Explint. Defensor de un ideal poético à la Rubén Darío en el territorio lírico de su poesía y revolucionario que coopta su palabra al mejor postor político, Martins termina aniquilado por la incapacidad de la izquierda para hacer la revolución y por su frágil compromiso con el pueblo –“la ingenuidad de la fe”, justifica él–, grupo al que primero romantiza y luego desprecia ante las cámaras de televisión.
Expresamente desvinculado del Cinema Novo, Rogério Sganzerla retoma el tropo estético del lugar del poeta en la sociedad, radicalizando narrativa y cinematografía, para proponer un poeta-Caliban que, sumergido en los desechos del capitalismo global, le devuelve a sus beneficiarios el léxico violento de la modernidad. 2 Ismail Xavier (1993) dice que en O bandido da luz vermelha ya no está presente la “vocación del Tercer Mundo para cumplir una tarea universal” identificable en filmes como Deus e o diabo na terra do sol. A diferencia de Terra en transe, la narrativa no tiene flashbacks y casi no existen close-ups que permitan escudriñar en la subjetividad del protagonista, dimensión que conocemos desde la voz off del poeta que reflexiona sobre su identidad: “Mi mamá intentó abortarme para que yo no pasara hambre” o “¿Quién soy yo?”, afirmando ser un orgulloso boçal. La elección del epíteto no es aleatoria pues se refiere a los esclavos africanos recién trasplantados a Brasil que, incapaces de comunicarse en portugués, adquirían fama de ignorantes y groseros. Si seguimos la alegoría del esclavo, intuimos que el poeta es consciente que su marginalidad no es opción pues, como muestra el inicio del film, creció en la favela paulista de Tatuapé manipulando armas de fuego con niños que probablemente se hicieron criminales como él. Tampoco conoce los códigos “civilizados” de la sociedad, inexistentes entre los habitantes del universo urbano de la boca do lixo. En este contexto, el poeta-boçal escoge entrar y salir de la modernidad subdesarrollada desde un lugar liminal, consumiendo mediante el robo y criticando mediante la violencia. Cinematográficamente, Sganzerla opta por la cámara cínica 3Sganzerla (2001) la define como “la cámara que dejó de participar del movimiento dramático, se distanció de él; lo mira indiferentemente, lo mira apenas” (p. 37) que evita los close-ups y mantiene una distancia brechtiana de la acción a fin de evitar cualquier apelación al subjetivismo psicológico del personaje y a la identificación afectiva por parte del espectador. El relato de las fechorías del bandido y la especulación sobre su personalidad emana de las voces sensacionalistas de los locutores radiales –morbosos cronistas de la urbe subdesarrollada–. Asimismo, las andanzas del bandido están montadas dialécticamente junto a relatos paralelos y artefactos típicos de una modernidad tercermundista: antenas de radio, estudios de televisión, letreros luminosos, calles amenazantes, prostitutas para todos los gustos, criminales nazis insertos en la burguesía, políticos de cuño coronelista haciendo campaña –“¡Un país sin miseria es un país sin folclor!”, dice J.B. da Silva, añadiendo: “Y en un país sin folclor… ¿Qué es lo que podemos mostrarle al turista?”–, etc.
Este tipo de figuras son las víctimas predilectas de Luz Vermelha. El primero a quien roba, un millonario paulista que almacena cigarros Marlboro y té de la India en su ropero, le pide: “¿Será que al menos puede dejarnos el collar para mi hija que cumple 21 años mañana, señor Luz?”. El bandido accede y en seguida se encierra en el dormitorio con la mujer de él, a quien le dice: “Debería estar agradecida porque soy un pistolero nacional. No tengo dinero pero soy famoso”, apelando al prestigio social ligado a su calidad de celebridad mediática. Martin Bormann, criminal nazi suelto en Sudamérica, es sospechoso de haberse infiltrado en la sociedad paulista como empresario de la industria cosmética. Luz lo escoge como víctima matando a su familia y desencadenando el suicidio del prófugo alemán. Los locutores de radio se preguntan: “¿es un genio o una bestia?” Otros opinan que es un bandido justiciero porque “les roba a los ricos para dárselo a los pobres”, discursos que solo consiguen agrandar su fama de héroe subdesarrollado en el mundo sensacionalista de los mass media, pieza importante de la industria cultural del capitalismo periférico de São Paulo. Asimismo, aunque parece tener una relación de igual a igual con la prostituta Janete Jane, la traición de revelar su verdadera identidad al político J.B. da Silva y al policía Cabeção lo impulsa a terminar con la vida de ella.
Jorge, quien lograra mantener su anonimato y leyenda con el apodo Luz Vermelha, sabe que la policía está cerca. Janete Jane lleva la fuerza pública al domicilio de él, en cuyas paredes se lee: “aquí duerme el hombre que disparaba en legítima defensa”, sugiriendo que su violencia ‘criminal’ solo respondía a la violencia ‘institucional’ de la decadente modernidad del Tercer Mundo. Desde entonces Jorge busca su auto-aniquilación, primero bebiendo la tinta con que escribe sus graffitis –subproducto cultural de la marginalidad urbana—y luego envolviéndose en cables eléctricos– en referencia a Pierrot Le Fou (1965) de Jean-Luc Godard, según nota Bernadet, para acabar con su vida en un vertedero industrial minutos antes de la llegada las fuerzas policiales. De este modo se cierra círculo: Luz Vermelha muere de la energía (moderna) que lo hizo nacer en sociedad, pero no reducido a la silla eléctrica sino por un golpe de corriente autoinfligido. Cabeção, alter ego institucionalizado del bandido y fulminado por la electricidad junto a este, es el policía desencantado cita de film noir que conoce la narrativa de la violencia moderna porque la escribe con letra de represión, desconociendo asimismo sus códigos ‘elevados’ pues es otro género de boçal. Así lo notamos cuando visita la casa de la primera vícitima de Luz, donde frente a una pintura ‘moderna’ señala: “…arte moderno. ¡Cosa de depravado! ¡BASURA! (…) Por mí, mandaría a juntar todo eso y … ¡prenderle fuego!” Su colega, no obstante, le recuerda el valor de mercado del arte moderno: “Basura… pero solo es cuadro valía más de cinco millones”. El remate eléctrico redime así al boçal marginal que no se deja atrapar y también al institucional, policía exhausto de velar por una sociedad moderna que su cercanía al lixo lo lleva a cuestionar. El remate completa también la crítica de Sganzerla a una modernidad paradojal en que la energía eléctrica, metáfora del progreso del siglo XX, es usada para eliminar a los ‘bandidos’ de una sociedad en realidad habitada por distintas especies de boçales.
El western urbano y la barbarie de la civilización
O bandido da luz vermelha se presenta, al inicio del film y por boca de los locutores radiales, como un “Western sobre el Tercer Mundo”, referencia que nos remite, según la tradición del género, a la lucha de la civilización contra la barbarie articuladora del discurso épico (blanco) de colonización del Nuevo Mundo. Y aunque resulta evidente la alusión a algunas convenciones del western, a los pocos minutos de la película nos damos cuenta que asistimos a un film en el que convergen una multiplicidad de géneros. Se trata de un “filme-suma”, como explica Sganzerla (1968) en el manifiesto Cine fuera de la ley: “far-west pero también musical, documental, policial, comedia (¿o chanchada?) y ficción científica”—géneros citados y subvertidos con técnicas que rinden tributo a lo más experimental del Cinema Novo, la Nouvelle Vague y el New American Cinema. Enemigo de narrativas totalizantes y pedagógicas, Sganzerla (2001) señala que un filme moderno “puede ser una reunión de cortometrajes diferentes; montaje libre de momentos de euforia y momentos de depresión en una forma que va de lo tímido a lo revolucionario” (p. 64).
Por la misma razón, la frontera entre la cita y la subversión del western no siempre es clara en O bandido da luz vermelha, como ocurre cuando el bandido se pasea por una calle paulista con un sombrero de cowboy y, siguiendo el consejo brechtiano, el actor Paulo Villaça parece estar consciente de su performance porque, en un contexto donde su aspecto desentona, más parece espectador de su propia actuación que personaje de una ficción. La duración concreta de esta escena, donde el actor no hace sino caminar y mirar una vitrina, sumada al acompañamiento sonoro dispar, en el que confluyen la Quinta Sinfonía de Beethoven y el silbido distraído del bandido, son elementos que contribuyen no solo a vaciar de dramatismo la acción narrativa sino a despojar al arquetipo cinematográfico cowboy de su connotación heroica. Otro ejemplo de la apropiación híbrida del western es una de las matanzas realizadas por Luz, acompañada por alaridos que semejan gritos de guerra de los nativos norteamericanos que atacaban a ”los buenos” en películas como La diligencia (1939), de John Ford. La intención paródica y el distanciamiento emocional están dados, en este caso, por el desfase entre imagen y sonido, efecto buscado por Sganzerla para reforzar la disociación del espectador y contribuir a la construcción de un “héroe cerrado” (p. 41).
Esta ausencia de sincronía entre imagen y sonido, así como el montaje “vertical” (Xavier, p. 80) caótico donde las imágenes intercaladas no responden a la diégesis de la historia –aunque sí a la alegoría general, como es el caso del platillo volador que comentaremos luego–, refuerzan la idea de la descarga desconcertante de imágenes, sonidos, productos, publicidad y discursos heterogéneos que caracteriza el paisaje urbano de una modernidad subdesarrollada, cuya industria cultural amenaza con crecer ad infinitum por su localización al margen del capitalismo occidental. Para Fernão Ramos (1987), el diálogo que, pese a las rupturas evidentes, Rogério Sganzerla logra establecer entre los géneros cinematográficos y las imágenes descontextualizadas, dan cuenta de la capacidad del cineasta para deglutir antropofágicamente todo lo que la cultura popular de fines de la década de los sesenta ofrecía al ciudadano común, aspecto que lo distingue de las narrativas totalizantes del Cinema Novo:
“la ruptura de O Bandido con el universo del Cinema Novo es su capacidad de un diálogo, no solo crítico sino también incorporador, con el mundo industrial y los modernos medios de comunicación existentes… A partir del abandono de la postura valorativa…, todo el universo fragmentario de la realidad industrial-urbana que cerca al sujeto se relativiza y la percepción deglutidora capta los impulsos múltiples y dispares de esta realidad como alimento deseable para la representación” (Ramos 1987, p. 80).
La descripción inicial del film –“Western sobre el Tercer Mundo”– podemos también entenderla como alegoría de las fronteras de la civilización que convergen caóticamente en el Tercer Mundo y que son recogidas de igual forma por el montaje de O bandido da luz vermelha en una intertextualidad imperfecta que reverbera las discontinuidades del subdesarrollo. Para evaluar las connotaciones de este método antropofágico que describimos como montaje caótico y carroñero, conviene destacar lo que Ramos (1987) llama “choque profanador” (p. 122) o abyecto que, tomado de la prensa amarilla, no busca la catarsis del espectador sino su shock. Así, aunque emparentado con el montaje intelectual de Eisenstein, difiere de este porque apunta no a un heroísmo pedagógico sino a un sensacionalismo crítico. 4 Tomada acaso de Orson Welles, quien en Ciudadano Kane (1941) examina críticamente la vida del ‘padre’ de la prensa amarilla: William Randolph Hearst Por ello, no extraña la alusión a la vida extraterrestre. La imagen del platillo volador –homenaje a la adaptación radial de La guerra de los mundos por Orson Welles y/o a películas de clase B como las de Ed Wood–, si bien recoge una paranoia de mediados del siglo XX, parece más bien sugerir una salida del callejón en que a fines de la década de 1960 la historia occidental y los proyectos de izquierda parecieron quedarse atrapados. Las imágenes aparecen en la segunda parte del film junto a la reiteración de la profecía del poeta enano que, como heraldo cósmico, afirma catastróficamente: “¡El Tercer Mundo va a explotar!” Los locutores de radio, en tanto, anuncian la llegada de los bárbaros, lo que indica que, si no es por la explosión que eventualmente causará la putrefacción creciente del planeta –empezando por el Tercer Mundo–, serán los extraterrestres quienes le impondrán un nuevo orden a la humanidad o simplemente la destruirán.
Es necesario enfatizar, por último, que el ejercicio antropofágico de Rogério Sganzerla incluye, en el contexto del Tercer Mundo, la variable de la basura que atraviesa la diégesis narrativa y el montaje caótico de su obra, pues no solo las manufacturas inútiles de la industria cultural occidental se dan cita en las urbes periféricas, sino incluso los criminales primermundistas buscados por la justicia internacional. Es el caso del nazi Martin Bormann, aliado del político corrupto J.B. da Silva, quien es amigo a su vez de figuras fascistoides como Francisco Franco y Juan Domingo Perón. En este sentido, si seguimos a la crítica para considerar la antropofagia de Oswald de Andrade un pilar de la estética del lixo propuesta por Sganzerla, es necesario diferenciar el tono de optimismo ‘mundonovista’ que acompañaba al manifiesto de 1928, del oscuro universo de Sganzerla donde, como dijimos, la deglutición carroñera parte de la premisa que el Tercer Mundo es el vertedero de la modernidad económica y de la industria cultural occidentales. La radicalización de la estética antropofágica del Modernismo y de la cinematografía experimental del Cinema Novo llevada a cabo por Sganzerla implica, fundamentalmente, la consciencia y la ironía –“en un mundo como este, solo me restaba escandalizar”, dice Luz Vermelha– de haber llegado al callejón sin salida incluido en la teleología colonial impuesta por la historia moderna y que es representada por la repetición sistemática de escenas que indican que “el héroe está preso en una sucesión circular, vale decir, encerrado en el tiempo” (Sganzerla, 2001, p. 43). En este callejón, el poeta, despojado de todo lirismo romántico, observa la implosión de la civilización y la emergencia de una barbarie urbana, corrupta y carroñera, en la cual, como sugiere la apocalíptica estética del cineasta, solo resta hundirse o borrarse.
Obras citadas:
Bernadet, J.-C. (1990). O vôo dos anjos. Bressane e Sganzerla. São Paulo: Brasiliense.
Darío, R. (1888). Azul… Valparaíso: Imprenta y Litografía Excelsior.
Martí, J. (2005). Nuestra América. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
Ramos, F. (1987). Cinema marginal (1968-1973). A representação em seu limite. São Paulo: Brasiliense.
Rocha, G. (1967). Terra em transe. Mapa Filmes.
Sganzerla, R. (1968). Cinema fora da lei. Contracampo 5en línea Consultado el 17 de octubre de 2016. <http://www.contracampo.com.br/27/cinemaforadalei.htm>
Sganzerla, R. (1968). O bandido da luz vermelha. Urano Filmes.
Sganzerla, R. (2001). Por um cinema sem limites. Rio de Janeiro: Azougue.
Xavier, I. (1993). Alegorias do subdesenvolvimento. São Paulo: Brasiliense.
González García, M. (2017). Reciclaje carroñero e industria cultural en O bandido da luz vermelha, laFuga, 19. [Fecha de consulta: 2024-11-21] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/reciclaje-carronero-e-industria-cultural-en-o-bandido-da-luz-vermelha/834