1Texto publicado originalmente en Filmonauta, marzo 2010 La ópera prima de José Ché Sandoval –estrenada el 2009 en el Festival de Cine B y en el FICV y el 2010 en el Cine Arte Alameda- tiene el tono de una balada intimista y cotidiana en la representación en clave extrañada de un territorio conocido. El protagonista es Javier (Martín Castillo) y le gusta Francisca, la novia de su amigo, hasta que conoce a su vecina. La película, dividida en 5 episodios titulados e independientes, es el periplo de un día, una noche y la mañana siguiente de Javier, un chico que, sumido en un estado de tedio permanente, busca contacto físico de cualquier tipo; un beso, un golpe, alguna muestra de afecto y en donde su amigo, el Nico, parece convertirse en el objeto de todas sus inseguridades.
Javier vagabundea por dos zonas de Santiago, una residencial de un Nuñoa al margen de las constructoras y sus proyectos inmobiliarios y otro más céntrico y nocturno, de muros compuestos por graffiti y murales, personajes extraños, habitantes (in)usuales de la noche santiaguina.
Esta balada, que a ratos parece estar interpretada por alguien medio borracho, va tarareando los avatares de la rugosa existencia del universo del sujeto post adolescente en un esfuerzo por padecer la vida más que vivirla. Esa desazón y sentimiento de pérdida son formalizados por Sandoval con secuencias a veces ruidosas y a veces chatas que conciben sus recorridos persiguiendo a estos personajes que pertenecen a una clase alta de la cual reniegan aunque acepten cada mañana el desayuno de manos de una nana.
Así y como sin quererlo, se despliega un discurso atemporal, pues es una película tardía, una película que debió haber sido filmada en los noventa, en los comienzos de la democracia y sin embargo, funciona pasmosamente bien en una época que parece prescindir de un norte que permita ubicarse y contextualizarse social, política o culturalmente.
Sandoval logra empaparse del espíritu independiente de los americanos y en general, de los modernos y hace guiños a la indolencia de los personajes de los primeros filmes del norteamericano Andrew Bujalski, y a la irreverencia de los personajes de Cassavetes. Trasladando coas y pequeñas rutinas a un presente muy específico. Esa formación cinematográfica es otra de las característica de esta generación de directores. Como también lo es el lenguaje naturalista, ‘pejecuico’, como señaló un espectador luego de la proyección del filme en Valdivia. Pero igualmente, y tal vez lo más importante, la búsqueda por representar el sentimiento de desadaptación que se traspasa desde la vida moderna a la posmoderna, a esta sociedad capitalista, a la desesperación anómala de una edad (biológica) que, en el cine, se transforma en una época (histórica).
Así, en un espacio que corre paralelo a aquel monopolizado por las millonarias producciones norteamericanas que sacan de las salas lo mejor de nuestras realizaciones a una o dos semanas de su estreno, hay un cine que se hace a pulso, con poco dinero y que se filma en la casa de los amigos con el mínimo indispensable. El director argentino Martin Rejtman (“Silvia Prieto” y “Los Guantes Mágicos”, entre otras) señaló en una entrevista “es difícil hablar de riesgos cuando hay tan poca plata para hacer cine y las películas se hacen con tan poco dinero”. Los modelos de producción que nacen de los bajos costos, se traducen en opciones estéticas: la desprolijidad pasa a ser una cualidad, la estética sucia o feísta y el audio descompensado que se leen generalmente como sinónimo de una película mal hecha ahora son opciones formales y personales dictadas por el director. El lenguaje naturalista, que se logra gracias a una dirección de actores que rechaza cualquier estilo de actuación, sólo se puede alcanzar en la medida en que el actor logre desmarcarse de sus años de estudio y oficio. Desde ahí, desde los diálogos –esta vez en manos de actores no profesionales.- que escurren brutalmente en “Te creís la más linda…”, el filme se aleja de su estigma de comedia adolescente aunque el timbre cómico esté presente a través de todo el metraje y su cadena de situaciones marcadamente absurdas. Pero esa banalidad adolescente es, también, una existencial: todo puede ser grave y terrible a los 20 años. “La perdí en la cama”, dice Javier y lo cuenta sin dolor ni vergüenza a todo aquel que se le cruce, en su viaje por un Santiago rayado y punky (su Santiago rayado y punky) que omite los túneles lustrosos de la costanera norte y se centra en las esquinas y recovecos de un lugar propio, amable y, sobretodo, conocido.
Urrutia, C. (2010). Te creís la más linda (pero erís la más puta), laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-11-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/te-creis-la-mas-linda-pero-eris-la-mas-puta/428