I
Hay algo que Carla Gutiérrez (Aline Kuppenheim) nunca dice. O que lo dice todo el tiempo aunque resulte indescifrable en sus constantes indecisiones. Hay algo que no comprendemos en ella. Tal vez por esa dinámica maternal que establece con el mundo y que es también altamente destructiva; si hay una distancia entre la historia que se desarrolla anti-intuitivamente y el espectador y sus expectativas, ésta la establece el personaje principal y su relación con el otro, con el paisaje filtrado por un titubeo que la fragiliza y la vuelve porosamente humana y vulnerable.
Carla es el relato, es el cuerpo al cual seguimos que se introduce en una naturaleza que extravía, observamos a través de sus ojos y lo que vemos es un inventario: un detalle –y no un conjunto- a través del cual vamos componiendo un universo que esconde su complejidad en un absurdo melancólico y juguetón.
Y es que como en Play lo que emerge en este segundo largometraje de Alicia Scherson es una atmósfera compuesta por cierta complicidad entre y hacia los personajes, una forma de ver el mundo desde un prisma descentrado, incómodo, imbricado en una relación distante hacia lo que les va aconteciendo. Esa aproximación, algo cínica e inundada por un sentimiento global de malestar, está perfectamente condensada en el personaje de Carla, en sus movimientos, en la forma como se comunica con el resto de los personajes.
Es una atmósfera que emerge de elaboraciones formales articuladas en torno al estado emocional de sus personajes. Las Susana (dos primas con el mismo nombre) hablan del amor, Ulrick (Diego Noguera) elucubra sobre su sexualidad y su madurez; el Guardaparques sobre sus decisiones pasadas. Carla viaja a través de todas estas superficies afectivas que no le pertenecen haciéndole el quite a la suya propia. Intenta arreglar las cosas, comunicarse para solucionar conflictos, pero pareciera que lo hace desde una modalidad errática que fácilmente se confunde con la antipatía; conciente o inconscientemente la sensibilidad de Carla, el viaje, el posible reencuentro o lo que para siempre pueda ir a pérdida, se va conformando desde las emociones del otro: un muro que ella traspasa fácilmente, como si fuese un fantasma, un desplazamiento racional más que físico y que le permite el paso por lugares nuevos desde la confianza que provoca su delgadez, su palidez y su caminar como ‘pisando huevos’.
II
Una de las Susana (Viviana Herrera) le pregunta a Carla “¿tú crees que en el futuro se van a acabar lo árboles?”
“No, no creo” responde. Y Susana señala, “Yo tampoco, hay demasiados”.
Un contraplano nos muestra el bosque. Verde. Audio de pájaros, audio de silencio, audio de insectos.
La naturaleza de Turista no es una que incomoda. Los incómodos son los hombres, pero no en su relación con esta naturaleza, sino en su relación con ellos mismos. Ese tedio, esa nostalgia -no hacia la ciudad sino hacia algo más complejo, como una de insatisfacción que parece desaparecer cuando en teoría nadie mira (el juego de badminton ralentizado); como un respiro dentro de ese estar a la deriva en un espacio que supone la libertad.
Pero es una libertad agobiante y esa representación interior está plasmada en la película de Alicia Scherson. El detalle de los inventarios no tiene que ver con un insectario, con árboles y sus nombres enlistados en off como si estuviesen tallados en madera y colgados en pequeños cartelitos; ni con los elementos -vivos y muertos- que Carla va destrozando a su paso, o con los personajes secundarios como mostrario complejo de personalidades que, como los insectos, forman parte de un paisaje. Éstos secundarios no son las figuritas de la maqueta en la recepción del Parque Nacional, son seres tan vivos como la fauna habitual del Parque ajena al paso de Carla por el lugar. Porque Carla se va y las Siete Tazas sigue ahí. El Guardaparques y su walkie talkie, el ruido retumbante de la máquina caminera que nos saca de golpe e insistentemente no sólo de los límites del parque, también de los límites del filme.
El descontento de Carla manifiesto en la secuencia inicial, se extiende mucho más allá del hastío de los sandwichitos de jamón queso en pan de miga para el camino hacia las vacaciones familiares, más allá de las decisiones que se toman bien o mal, apresuradas o reflexionadas, o con el trabajo que termina por volverse mecánico, o con la pequeña infidelidad que sucede sin culpas. Dice relación con un estado contemporáneo de estar en el mundo y que Scherson logra captar magistralmente, trasladando la alienación de la ciudad al apacible paisaje verde con un existencialismo casi genético, completamente social y demoledoramente abrumador. Una atmósfera cinematográfica que se instala más en un tiempo que en un espacio lo que le permite emparentarse, por ejemplo, con una que se puede sentir en el centro de Taipei, donde una mujer camina incómoda (igual que Carla) con sus tacos, cruzando calles, evadiendo autos, solamente para llegar a una plaza (urbana), sentarse y llorar, por dos, tres, cuatro minutos hasta los créditos finales; como ocurre en Vive l’ Amour, de Tsai Ming Liang.
Entre los recovecos de lo que podríamos llamar una ‘poética del malestar’, el comentario social emerge constantemente; son pequeñas líneas que exhiben una preocupación que se separa de lo formal, de lo visual, de lo intimo y se sostiene como una película que habla desde un lugar y de un presente problemático pero individualista, donde la movilidad social no se instituye como un tema –algo que en Play era evidente, acá aparece latente- pero sí como un comentario irónico y a la vez triste; una sensación política de un presente apenado.
Scherson entiende que el cine lleva más de 60 años luchando por su autonomía y eso le permite desligarse de cualquier compromiso localista o paternalista; incluso de asumción de un espectador débil en términos de comprensión. Las decisiones de Carla son las decisiones de Carla. Lucidamente no se opta por desandar lo transitado ni por explicar o enjuiciar. Turistas mira hacia adelante, aunque en realidad mire un poco hacia el lado: la ciudad desde el campo, el extranjero desde Chile-.
Y, sin embargo: la naturaleza que sigue su curso no lo hace. El río se devuelve a contracorriente, las caídas de agua suben y los objetos olvidados -los objetos perdidos- como parte de este mismo inventario, son miguitas que pueden o no ser comidas por los pájaros y que pueden o no ayudar Carla a volver a su estable y probablemente feliz estado de mujer chilena, madura, procedente de una clase media contemporánea, extraña, extraviada y exageradamente aburrida.
Urrutia, C. (2009). Turistas, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/turistas/379